Capítulo 47

Delante de la casa de los Morrison había una furgoneta de la empresa Bon Accord Glass. Un par de operarios manejaban con dificultad una gran plancha de madera contrachapada, esforzándose porque no se los llevara el viento en aquel tempestuoso día. Unas tímidas gotas de lluvia formaban un dibujo de topos sobre la pálida superficie de madera, mientras la izaban para colocarla contra el marco de la ventana hecha añicos. El paisaje amenazaba tormenta: nubes grises, el mar oscuro y los edificios sombríos, aunque Logan apenas pudo fijarse en eso mientras entraba a toda prisa en la casa detrás de la inspectora Steel.

El señor Morrison no llevaba todo aquello demasiado bien: ojeras moradas, mejillas hundidas y la cara sin afeitar y el pelo revuelto. Se hizo a un lado para que pasaran sin decir palabra, fue arrastrando los pies hasta la sala de estar y se dejó caer en una butaca, observando la plancha de madera que impedía el paso de la mitad de luz. Una radio sobre el aparador farfullaba las noticias locales en medio de la sala en penumbra, algo referente a un aluvión de ramos de flores que seguía llegando para homenajear a Rob Macintyre, y luego algo sobre un grupo de música local que acababa de firmar un contrato con una de las discográficas más importantes.

En medio de los cristales esparcidos por el suelo había un gran cascote de granito. Habrían sido necesarias dos o tres personas para arrojar un peso tan grande a la ventana de doble cristal, la piedra era enorme.

—Rocalla para la decoración de interiores. Qué elegante. —Steel se rascó en el hombro y luego sacó un paquete de chicles de nicotina, de los que ofreció a los demás como si se tratara de tabaco—. ¿Ha recibido más correos con amenazas, o es por lo del pedrusco?

El señor Morrison no se molestó en mirarla a la cara.

—Podrían haberle hecho mucho daño a alguien. Gwen no se encuentra bien…

—Sí, tiene razón. Lo siento mucho. —Para sorpresa de Logan, la inspectora parecía sincera—. ¿Siguen recibiendo llamadas de acoso?

Él negó con la cabeza.

—Nos dimos de baja de la guía telefónica cuando… encontraron a Sean.

—Bueno, algo es algo. —Dio unos pasos por la moqueta, y los brillantes pedacitos de cristal crujieron bajo sus botas; miró al exterior a través del cristal que quedaba—. ¿Qué ha pasado con los periodistas?

Morrison se encogió de hombros.

—Lo único que queremos es que nuestro hijo vuelva a casa.

—Claro. ¿Se le ocurre quién puede haber sido el que le ha tirado un pedazo de granito por la ventana?

—Le dejarán venir a visitar a su madre, ¿verdad? Ella no está bien…

Steel cerró los ojos, se frotó el puente de la nariz con sus dedos manchados de nicotina como si tuviera dolor de cabeza e intentara aliviarlo.

—Sargento McRae, a lo mejor podría preparar un poco de té para todos, ¿qué le parece? —dijo al fin—. Y mire a ver si encuentra alguna galleta.

La cocina de los Morrison era un desbarajuste: platos sin lavar apilados en el fregadero, el cesto de la colada rebosante de ropa sucia, una costra aceitosa de comida quemada en los fogones, bolsas negras llenas a reventar junto al cubo de la basura, como si el padre de Sean tuviera miedo de salir fuera de la casa para meterlas en el cubo grande con ruedas para su recogida. A Logan le entraron ganas de curiosear y registró la cocina a fondo, con la excusa de buscar las bolsitas del té. Los armarios estaban vacíos, no había ni un triste bote de caldo. Le gustara o no, el señor Morrison muy pronto se vería obligado a salir de casa, si no querían morirse de hambre allí los dos. Logan se preguntó si el hombre podría pedir que le trajeran comida hecha con toda confianza, o si no le llegaría con una ración extra de salivazos y caca de perro. No había nada como ser los padres de un hijo famoso por algo malo.

En la encimera había un pequeño recipiente en el que ponía «té», pero estaba tan vacío como la despensa. De hecho, al margen de platos, aparatos y cubiertos, lo único que pudo encontrar Logan en la cocina fue un cajón lleno de sobres, algunos abiertos, pero en su mayoría no. Se puso unos guantes de látex y cogió uno de los sobres: «¡Su hijo es un demonio!», «¡La sangre del viejo merece venganza!». Y así seguía una página y media, aunque el mensaje se reducía fundamentalmente a que había que reinstaurar la pena de muerte y aplicársela a Sean Morrison. Aunque solo tuviera ocho años. La horca era algo demasiado caritativo para él.

Logan sacó todos los sobres del cajón y se los llevó a la sala de estar.

—Lo siento —dijo mientras los dejaba encima de la mesita—, pero no hay galletas. Ni leche. Ni té.

—Oh.

La inspectora pareció desilusionada, pero se reanimó inmediatamente al ver el montón de cartas.

—Las he encontrado buscando las bolsitas del té.

Morrison se estremeció.

—Hemos ido guardándolas, como nos dijeron, pero ya he dejado de abrirlas…

Steel asintió y le cogió prestados los guantes a Logan para poder rebuscar entre la pila de sobres, sacando algunas cartas de los que estaban abiertos y examinándolos con los ojos entrecerrados por la falta de luz.

—Sí, la misma basura en todas. —Hojeó un par más y le preguntó a Logan si llevaba alguna bolsa de plástico para la recogida de pruebas—. Nos las llevaremos a ver si podemos averiguar algo examinándolas. Pediré que venga alguien de huellas dactilares para que le apliquen a su pedrusco un tratamiento CSI. ¿De acuerdo?

Morrison no contestó, sino que se limitó a seguir observando fijamente la ventana tapiada.

—Ahora que pienso —dijo Logan mientras se levantaban para marcharse—. Estaba aquel amigo de Sean, Ewan. ¿En algún momento se ha puesto su padre en contacto con ustedes?

El hombre parecía desconcertado, como si intentara recordar por qué estaban ellos allí. A Logan le dio la impresión de que llevaba una semana sin dormir.

—No. Desde que Sean dejó de ir por esa casa, no. Desde que volvimos de Guildford.

—Entonces, ¿no le ha contado nada referente a los incidentes de vandalismo que ha sufrido su casa?

—Mire, lo siento pero Gwen necesita su medicación. —Se levantó de la butaca—. Últimamente no está bien.

Ellos se marcharon y fueron corriendo hasta el coche, bajo la lluvia.

—¿Es que no puede centrarse en una sola cosa? —preguntó Steel mientras Logan subía la calefacción al máximo—. Incidentes de vandalismo, será posible.

—¿No se ha preguntado nunca por qué Sean…?

—Oh, por todos los santos, no empiece otra vez, ya tengo bastante con las malditas asistentes sociales. Ese crío es de lo peorcito. No hay más que decir.

Logan desaparcó y puso rumbo a jefatura de policía.

—No me lo trago: nadie deja de ser un niño equilibrado para convertirse en un ladrón y un matón que apuñala a viejecitos y agentes de la policía sin motivo alguno. Tuvo que pasar algo.

Steel exhaló un suspiro.

—Escúcheme bien, y esta vez quiero que me preste atención: ¡Eso… a mí… me tiene… sin… cuidado! ¿Vale?

—Oh, vamos, usted también cree que es un poco…

—¡Que me da igual! Maldita sea, en los buenos tiempos de antaño agarrabas al crío que se portaba mal, le dabas una somanta y podías olvidarte del asunto para siete u ocho años. Hoy en día todo es que si «servicios a la comunidad», que si «encauzar la agresividad»… ¡Ese departamento de asistencia social lo que necesita es una buena patada en el culo con una bota puntiaguda!

—¿Por qué descargaba con actos de vandalismo contra la casa del que había sido su mejor amigo?

—Pero ¿es que le hablo en otro idioma? ¡Eh, oh! ¡A mí todo eso me la trae floja!

—¿Cómo es que esa familia no lo denunció nunca por todos los desperfectos a su casa? Porque ellos sabían que era él. Tenemos que…

—¡Está bien! ¡Está bien, por el amor de Dios! —Permanecía sentada sin moverse, furiosa—. Diez minutos. Vamos a dedicar diez minutos a pasarnos por allí y ver si averiguamos algo. Si no sacamos nada en claro, quiero que nunca, jamás, vuelva a mencionar a esa sabandija en la vida. ¿Entendido? Como un puto disco rayado…

Ewan Whyte, el exmejor amigo de Sean estaba todavía en el colegio, y su padre en el trabajo, pero su madre y sus hermanas pequeñas estaban en casa. Las pequeñas pintaban con el dedo en la cocina mientras la señora Whyte vigilaba para que no hicieran nada malo, como meterse la pintura en la boca o ponerse a dar color a las paredes. La inspectora Steel se quedó suplicando un café y una galleta de vainilla, mientras Logan salía al jardín a hablar con el abuelo.

El viejo estaba en el cobertizo del fondo. La pequeña caseta de madera olía a aceite de motor y a tabaco de liar. El hombre estaba limpiando las cuchillas de un anticuado cortacésped. La lluvia repiqueteaba en el tejadillo. Sonrió y saludó con la mano como respuesta al «¡hola!», de Logan.

—Aguante aquí, ¿quiere?

El señor Whyte inclinó el cortacésped, levantándolo de un lado.

—¿Recuerda cuando estuve aquí la otra vez —dijo Logan, mientras el viejo rociaba el motor con lubricante WD-40—, y hablamos de Sean Morrison?

Whyte asintió con la cabeza.

—Leí en la prensa todo lo referente a su arresto. ¿Puede creer que utilizaron gas de pimienta para reducir a esa pobre criatura? Solo tiene ocho años… Gracias, ya puede soltar.

—Me preguntaba por qué su hijo no denunció a Sean… por los actos de vandalismo.

El viejo sonrió con tristeza.

—Bueno, lo habría hecho, pero no tenía pruebas. Por mi parte, siempre he creído que Sean ya tenía bastante de qué preocuparse, sin necesidad de buscarle más complicaciones. Con su abuelo a las puertas de la muerte y los problemas en el colegio… No habría estado bien. —Levantó el cortacésped de la mesa de trabajo y lo depositó en el suelo, soltando un gruñido—. Es cosa de una antigua lesión, haciendo deporte. Siempre me duele cuando hace un tiempo lluvioso. En fin, ¿le apetece una taza de té? Estaría encantado. —Volvían a la casa cruzando por el césped cuando el señor Whyte se detuvo junto al estanque de peces koi. Un gran pez blanco y naranja rozó la superficie ondulada, para volver a desaparecer en las sombrías profundidades—. Mi hijo es un buen hombre, sargento. Mejor padre de lo que yo fui, en muchos sentidos. Es solo que de vez en cuando le puede un poco el estrés. Estoy seguro de que acabará perdonando a Sean. La muerte de su hermano le afectó mucho, y Sean se parece tanto a Craig… —Se estremeció—. Bueno, ¿qué me dice de ese té?

Bajo la lluvia, el edificio de jefatura tenía un aspecto aún más triste de lo normal. El vestíbulo estaba resbaladizo por el agua sucia que dejaba la gente al entrar de la calle. El sargento Mitchell abordó a Logan nada más verle.

—Eh, ¿qué problema tienes con los teléfonos móviles? ¿Tengo pinta de secretaria? —Se le erizaron los pelos del bigote.

Logan se sacó el móvil y lo comprobó. Se había quedado sin batería, pero no estaba dispuesto a reconocerlo tan fácilmente.

—¿Estás seguro de no haberte equivocado de número? Yo no veo que…

—¡Si le damos a todo el mundo un maldito aparato Airwave es para algo!

—¿Y cuál era el mensaje?

—Ese periodista de Glasgow amigo tuyo ha llamado por lo menos media docena de veces… Llámale, por el amor de Dios. Como tenga que volver a oír su asquerosa palabrería una sola vez más, asesino a alguien. Lo demás está en tu maldito correo electrónico —le espetó, apuntándole con el dedo hasta casi tocar la nariz de Logan, como un maestro de escuela irritado—. Y enciende de una vez el puto móvil o doy parte. ¡Como si no tuviera otra cosa que hacer más que andar todo el día detrás de ti!

En la oficina del Departamento de Investigación Criminal había siempre un lío de cargadores, así que Logan se agenció uno que se acoplara a su móvil y puso éste a cargar. Luego rebuscó en su escritorio hasta encontrar el emisor-receptor Airwave. Era como cuatro veces más grande que su teléfono habitual, pero tendría que conformarse. La batería estaba casi al máximo, lo cual no era nada sorprendente, puesto que apenas lo había utilizado: el cacharro se había pasado la vida apagado en un cajón. Probó a llamar a Miller, pero la llamada fue desviada directamente al buzón de voz, de modo que dejó un mensaje y el número de contacto. Si había algo importante, el periodista no tardaría en devolverle la llamada. Hasta entonces, Logan tenía algunas prospecciones que hacer.

Una hora más tarde, no había más por donde proseguir. Por lo que respectaba a las diversas bases de datos de la policía, la familia del exmejor amigo de Sean estaba limpia. Ni un tique de aparcamiento impagado. En realidad, la única tacha en el árbol familiar de los Whyte era Craig, el hermano muerto. Se había visto involucrado en una pelea cuando tenía dieciséis años y había acabado lisiando a un camionero al que había apaleado con un taco de billar. El tipo le había llamado gay. Una temporadita a expensas del estado, seguida de palizas a la novia, terapia y una sobredosis de pastillas para dormir. Daniel no tenía motivos para sentirse celoso de su hermano pequeño, el cual no había llegado ni a los veinticuatro.

Cuando sonó el comunicador Airwave, Logan estaba tan poco familiarizado con su sonido que estuvo a punto de no contestar.

—¿Diga?

—¿Dónde diablos te habías metido? ¡Llevo llamándote todo el día!

Colin Miller parecía muy agitado, lo cual era ya más bien normalidad aquellos últimos tiempos.

—La tarde. —Logan probó a tomar un último sorbo de café, que encontró frío como una piedra, y que volvió a escupir dentro de la taza—. Buaj, qué asco…

—¡Ya está!

Logan se quedó mirando el líquido veteado y lo tiró en la maceta más cercana.

—Que ya está ¿el qué? ¿Quién?

—¡El bebé! ¡Tres kilos doscientos! ¡Es una pasada de listo! Y con sus dedines en las manos, y en los pies, ¡todo!

—Oh… —Debía de haber cosas que uno tiene que decirles a los que acaban de ser padres—: Felicidades. ¿Cómo está Isobel?

—Hecha polvo. ¡Dice que como vuelva a acercarme a menos de un palmo de ella, me la corta! —Se rió—. ¿Puedes creerlo? ¡Con seis días de adelanto!

—Bueno, supongo que es…

—¡Tienes que venir a conocerlo!

—Pues verás, Colin, la cosa es que… —Logan miró su escritorio. No es que rebosara precisamente de asuntos urgentes, apenas el papeleo pendiente de la inspectora Steel, las cosas que ella tenía que hacer y que nunca hacía. Y cuanto antes volviera a las órdenes de Insch, antes le abroncaría aquel viejo carcamal por haberse ido con ella. Como si Logan tuviera voz en eso—. Nada, que sí, que perfecto. Nos vemos.

Dejó el coche del departamento lo más cerca que pudo del pabellón de maternidad y entró a toda prisa, ya que seguía lloviendo. Una enfermera le dio razón y, después de una fugaz incursión en la tienda del Real Servicio Femenino de Voluntariado, recorrió el pasillo con un globo de helio en forma de gato, una caja de bombones y una tarjeta de felicitación Hallmark en la que se leía: «¡ES NIÑO!», como si los padres no lo supieran de antemano.

El periodista le esperaba en la puerta de la maternidad.

—¡Laz, amigo! ¡Ven que te enseño al retoño!

Los siguientes veinte minutos pasaron como en una nebulosa. El bebé, dijera lo que dijera su padre, parecía una mona calva, aunque Logan se guardó muy mucho de decir nada y fingió no darse cuenta. Isobel tenía un aspecto espantoso: pálida, cansada y sudorosa, con unas ojeras enormes y oscuras. Era evidente que no estaba para visitas largas, así que Logan se excusó y le prometió a Colin que le esperaría fuera a las nueve, cuando echaban a los padres a la calle, para ir a remojarlo con cierto whisky de malta de treinta y cinco años que el periodista había comprado para la ocasión.

Al salir había dejado de llover. El sol de la tarde se filtraba entre las nubes, bañándolo todo de una tonalidad ocre y dorada, y arrojando sombras azuladas mientras descendía hacia el horizonte. Logan se subió al coche del departamento y encendió el comunicador, mientras intentaba recordar cómo se hacía para comprobar los mensajes recibidos, con un fracaso abrumador. De modo que tuvo que llamar a Control y preguntarle al sargento Mitchell.

—¡Por todos los santos! ¡No soy tu…!

—… maldita secretaria, ya lo sé. Mira, estoy usando la cosa esta, ¿qué más quieres?

—¿Aún existen los milagros? Insch anda buscándote.

—¿Tienes idea de para qué…?

—No. Así que no preguntes.

Logan colgó. Estaban a punto de dar las cinco: si era capaz de librarse de las garras del inspector durante diez minutos más, hasta la hora de la salida, a lo mejor podía escabullirse marchándose a casa. Y así aplazar la inevitable bronca para el día siguiente. Pero eso significaría volver al apartamento y vérselas con Jackie… Marcó el número de móvil de Insch.

—¿Dónde está?

A Logan se le pasó por la cabeza mentirle, pero seguramente no valía la pena empeorar las cosas.

—En el hospital.

—¿Qué? —Hubo unos segundos de silencio, hasta que el inspector dijo—: ¿Cómo sabía que…? Bah, da igual. ¿Aún sigue ahí, ese cabrón engreído?

—Ehm… —Miró de un lado a otro del aparcamiento, mientras trataba de adivinar a qué se refería Insch—. ¿Cuál de ellos?

—Pues ese Sid Sinuoso de las narices, ¿quién va a ser? En cuanto aparecen las cámaras de televisión, ahí está él como una lapa asquerosa.

—Ah, vale, no, aún no lo he visto. —Lo cual era cierto.

—Tengo ensayo a las seis y media, así que confío en usted: no deje que ese mierdecilla diga ninguna estupidez, ¿entendido? Lo último que necesitamos son más problemas.

Logan no tenía ni idea de qué era aquello a lo que se refería el inspector, pero seguro que era algo malo. Por lo general solía serlo.