El cielo había adquirido una amenazadora tonalidad gris azulada. Las paredes de los edificios de granito reflejaban haces de luz dorada y difusa, como de edificio en llamas, mientras el sol descendía hacia el horizonte. Hacía un frío que le calaba a Logan hasta los huesos. Recorrían ellos también, junto con los equipos de inspección, el perímetro de la zona de búsqueda.
—Sigo sin entender por qué tenemos que tomarnos todo este trabajo —decía—. Macintyre es mayor de edad, solo lleva desaparecido, ¿cuántas? ¿Trece, catorce horas?
Que el futbolista hubiera desaparecido, no significaba que estuviera muerto tirado en una cuneta… Por favor, ¡que no lo hubiera matado Jackie!
—Es porque es un famoso desaparecido —dijo Steel, con el rostro retorcido en una mueca contra el viento gélido, la nariz y las orejas rojas, caminando junto a él—. Y esas personas son mucho más importantes que unos don nadie de baja estofa como usted y yo. A la gente famosa no le está permitido desaparecer mientras los medios de comunicación están mirando. —Se detuvo, observando de una punta a otra la fila de árboles esqueléticos y arbustos espinosos—. ¿No hay nadie mirando?
—No, tranquila.
—Gracias, Dios… —Sacó un paquete de tabaco y, con dedos temblorosos, se llevó un cigarrillo a los labios. Lo encendió y succionó de él con frenesí, estremeciéndose de placer, pero enseguida se puso a toser violentamente—. Oooh, ¡lo necesitaba! ¿A quién se le ocurrió la maldita idea de darle a la gente puntos por chivarse de los demás?
Logan se limitó a encogerse de hombros. Hasta el momento él se había ganado veinte libras por chivarse al superintendente que dirigía el programa de «En Forma» de haber visto fumando a Steel.
—Cuidado… viene alguien. —Señaló a una agente de uniforme que ascendía con esfuerzo por la cuesta.
El parque era una extensión de césped amarillento, nieve y árboles congelados, que descendía en declive desde Bonaccord Crescent hasta Willowbank Road. No es que fuera enorme, pero era el lugar al aire libre más próximo del sitio donde Rob Macintyre había sido visto por última vez, y había un montón de rincones donde esconder un cadáver.
Steel dio una última calada y ocultó el cigarrillo llevándose la mano a la espalda, y agitando la otra delante de la cara, como si con ello pudiera realmente eliminar el olor a tabaco.
—¿Bien?
La agente recorrió los últimos metros del resbaladizo camino y sacudió la cabeza.
—Nada. ¿Habría forma de fumar un pitillo? Me muero de ganas.
Steel le ofreció uno.
—Una pérdida de tiempo, aquí y en cualquier otro parque. El capullín seguro que está en brazos de alguna puta tarada, pero supongo que será mejor que ampliemos la zona de búsqueda. Quién sabe, podríamos… oh, mierda. —Entornó los ojos al ver a lo lejos una gran furgoneta gris con una antena parabólica en el techo, que subía por el otro lado del parque—. Ya están aquí los cabrones de los periodistas. ¡Vaya a decirles a todos que se pongan a hacer algo! ¡Que parezca que están ocupados! —Comenzó a bajar la cuesta, con la agente detrás, mientras se volvía para gritarle a Logan—: ¡Búsqueme a ese inútil de Rennie!
Langstane Place y Justice Mill Lane constituían una larga sucesión de clubes nocturnos y bares de moda. El tipo de sitios, ni más ni menos, en los que un famoso local como Macintyre desearía ser visto. Ese tipo de sitios en los que no le resultaría nada difícil ligarse a alguna chica fácilmente impresionable, ir a casa de ésta y practicar con ella la regla del fuera de juego.
Por favor, Dios mío, ¡que Macintyre esté en casa de alguna! La alternativa era demasiado preocupante como para pensar en ella.
Logan encontró a Rennie en un gran club nocturno de aspecto elegante, en el que el zumbido de las aspiradoras rivalizaban con una radio portátil sintonizada en la emisora Northsound Two. El agente estaba sentado en la barra, tomándose un capuchino y lanzando miraditas a la encargada. Por lo menos tuvo el decoro de poner cara de culpabilidad al ver a Logan.
—Ehm… gracias, señorita —dijo, al tiempo que dejaba la taza junto a una magdalena a medio comer—, ha sido usted de gran ayuda. —Y se levantó con gesto resolutivo para informar a Logan—. ¡Premio! —Pasó las hojas de su bloc de notas—. Un taxi deja aquí a Macintyre a las once y media, después de una fiesta benéfica. Va un poco ajumado, pero le dejan entrar porque es famoso. En las cámaras de seguridad se le ve saliendo del local con un grupo de personas, la mayoría nenas monas, el muy cabrón, a la una y veintitrés, pero ya no entró en ninguno de los otros locales de la calle.
Logan dejó escapar un suspiro de alivio: probablemente solo se trataba de una borrachera nocturna: alcohol, sexo y resaca. Gracias a Dios.
—Póngase en contacto con la oficina de prensa, tenemos que encontrar a alguien que recuerde haber salido del local con Macintyre, etc., etc.
—Ya lo he hecho, sargento.
—Entonces todavía hay esperanzas con usted. Bien, ahora…
La puerta se abrió de repente con estrépito. En el umbral se perfiló la silueta de la inspectora Steel, recortada contra los últimos rayos del sol poniente.
—¿Qué hacen ahí parados? ¡Han encontrado el cuerpo de alguien!
Cromwell Road: la ambulancia cruzó deslizándose por la calzada las puertas de la verja de tela metálica, dejando roderas de barro en el césped del terreno de juegos, mientras Rennie dejaba el coche fuera en la calle, medio subido a la acera. Dos coches patrulla habían llegado los primeros, y sus luces giraban con morosidad en la penumbra creciente, mientras sus ocupantes acordonaban la zona con cinta policial azul y blanca. Con todo el interés que el caso suscitaba en los medios de comunicación, no tardaría mucho en aparecer alguien sacando fotos o grabando imágenes, o a la caza de comentarios sustanciosos, o inventándoselos, sencillamente.
Logan pasó a toda prisa por debajo del cordón policial recién colocado, detrás de Steel y siguiendo las parcas paralelas de la hierba aplastada por las ruedas de la ambulancia, de la cual saltaron los sanitarios sacando sus equipos de la parte trasera del vehículo, para dirigirse luego a toda prisa hacia donde los llamaba una oficial de uniforme agitando los brazos como si estuviera ahogándose y gritando:
—¡Aquí, aquí!
Logan corrió tras ellos, con los dedos cruzados.
—Por favor, ¡que no esté muerto, que no esté muerto!
El sanitario que iba al frente echó una ojeada a aquello junto a lo que estaba la agente, se volvió sobre sus talones y volvió corriendo por donde había venido.
A Logan se le cayó el alma a los pies. Estaba muerto. Macintyre estaba muerto. Jackie había vuelto a casa anoche y había metido cada pieza de ropa que llevaba en la lavadora y…
—¡Quítense de en medio!
Era el sanitario, que volvía de nuevo corriendo desde la ambulancia con un collarín en la mano, una manta plateada bajo el brazo y una botella de oxígeno sobre el hombro. Se metió entre los matorrales y desapareció de la vista.
Logan dio unos pasos al frente.
Macintyre yacía de costado, con los brazos y las piernas extendidos como una esvástica rota sobre el frío y húmedo suelo empapado de sangre. Tenía la cara tan hinchada que era casi irreconocible, los ojos cerrados, la boca abierta, de la que cayó un reguero de saliva rojo oscuro entre las manos enguantadas de los técnicos sanitarios de la ambulancia cuando estos le sujetaron el collarín alrededor del cuello y le colocaron la mascarilla de oxígeno sobre la nariz y la boca aplastadas.
—Oh, Dios santo… —La voz de Logan era apenas un susurro—. Jackie, ¿qué demonios has hecho?
Se había aplicado a conciencia: cada centímetro visible de carne estaba salpicado de magulladuras amoratadas y encarnadas, sobre una piel de por sí pálida y cerosa. A Rob Macintyre lo habían matado a palos. Solo que él aún no estaba muerto del todo.