Capítulo 39

Aberdeen mostraba una vez más su personalidad bipolar: después de la nieve, el viento y las heladas del fin de semana, el lunes amaneció sorprendentemente cálido, hasta el punto de infundir en la gente un falso sentimiento de seguridad, con su cielo azul, sus nubes de rala textura y sus campanillas de invierno. Habría sido hasta agradable estar en aquella protegida solana en Cults, al abrigo del viento gracias a la fila de tiendas de paredes granito, de no ser por el aullido de la alarma colgada de la pared de la licorería.

—¡¡Sigo sin entender qué pintamos aquí!!

—¿Cómo? —Steel se llevó la mano a la oreja, a modo de pantalla, y Logan repitió lo que le había dicho—. ¡¡Ah!! —gritó ella—. ¡Tengo una entrevista con la asistenta social por el caso del maldito Sean Morrison y no me apetece un pijo… —La alarma calló de golpe—… tener que tragarme toda esa mierda sobre…! Oh. Vale. —La pequeña multitud de mirones se habían quedado observándola como si tuviera monos en la cara—. Ehm, sí, bueno, como decía, proceda, sargento.

Salió el portero deprisa por la puerta del establecimiento de licores, con las manos sobre la cabeza, pidiendo ayuda mientras le pasaba, rozando la oreja, una botella de whisky, que se hacía añicos al estamparse contra la acera.

—¡Ha intentado matarme!

Le siguió de cerca el agente Rickards, junto con una andanada de botellas de ginebra. Fueron a refugiarse detrás del coche patrulla aparcado junto al bordillo.

—¿Qué hay, Látigo? —preguntó Steel, acercándosele tranquilamente con las manos en los bolsillos—. ¿Le ha calmado a base de hablarle, como le he dicho?

Salió disparada por la puerta una botella llena de brandy, girando en sentido longitudinal, y al caer estalló rociándolo todo de cristales brillantes y líquido ambarino. El portero puso una cara como si fuera a desmayarse.

—¡Vale noventa libras la botella!

Rickards esbozó una sonrisa forzada y se encogió de hombros.

—Lo siento, inspectora.

Ella sacudió la cabeza.

—Nunca mandes a un «friki» del bondage a hacer un trabajo para una lesbiana. —Steel le hizo una señal con el dedo a Logan—. Vamos, Lazarus, usted primero: no se me vaya a poner cachondo.

Logan avanzó pegado a la pared y miró por la ventana de la tienda. Dentro era un puro caos, el suelo de tablas de madera estaba cubierto de botellas, unas llenas, otras vacías, algunas rotas. No había señales del intruso. Quizá… Una botella chocó contra la ventana, junto a su cabeza, convirtiendo el cristal de seguridad en una telaraña de vidrio resquebrajado, mientras el advocaat que contenía rezumaba por el suelo del interior. Logan se volvió hacia Steel, quien le respondió encogiéndose de hombros.

—Cuando quiera.

Logan asomó la cabeza por la puerta y gritó:

—¡Solo queremos hablar!

Como respuesta obtuvo cuatro latas de Tennent’s y una botella de Merlot. La botella de vino se hizo añicos, pero las latas apenas se abollaron, aunque luego se les salió a presión la espuma de la cerveza, que llenó todo el suelo. Logan respiró hondo y se precipitó dentro. El interior del establecimiento tenía forma rectangular y alargada, y se adentraba en el edificio, partiendo de la ventana delantera. Las paredes estaban llenas de anaqueles, a la derecha había un largo mostrador y neveras con las puertas de cristal, mientras el lado izquierdo estaba ocupado por vitrinas de vino. Alguien arrastraba su pierna coja detrás de un montón de botellas de vino espumoso australiano. Logan se abalanzó sobre el mostrador, que salvó de un salto mientras una granada de mano en forma de botella de Drambuie explotaba en los anaqueles que tenía al lado. Se tiró en plancha al suelo y avanzó gateando mientras los cristales estallaban sobre su cabeza, rociándolo de ginebra, whisky y vodka.

La inspectora Steel gritó desde la calle:

—¿Ya es suyo?

Maldiciendo en silencio, Logan se asomó por el borde del mostrador y miró a su alrededor. El intruso estaba recostado contra un montón de vino italiano, bebiendo de una botella de Talisker, con la pierna izquierda doblada hacia atrás formando un ángulo muy curioso. Se apartó la botella de la boca y eructó, y entonces fue cuando Logan le reconoció.

—¿Tony? —El tipo se volvió hacia él con un ojo lloroso e inyectado en sangre y el otro medio cerrado, o entornado seguramente para intentar distinguirle mejor—. Tony, pero ¿qué has hecho para acabar así?

—Mmm… —Blandió la botella—, mmm’habdé caído…

Se señaló la pierna, doblada de forma tan antinatural, y Logan se dio cuenta de qué era aquella protuberancia que sobresalía de la pantorrilla de Tony.

—Tenemos que llamar a una ambulancia, Tony. ¿Me has entendido? Te has roto la pierna.

El hombre se tambaleó ligeramente.

—Puesss… pues a mmmí… ¡no me duele! —Dio otro trago—. ¡Malditosss cabdones ‘josdebuda y la claraboya!

Agarró una botella de rioja y la lanzó fuera por la puerta principal. Aun borracho, su puntería era impresionante.

—Vamos, Tony, déjame que te ayude. Me voy a ahogar aquí dentro con tanta bebida…

—Esss… esss… —eructó, hizo una mueca y se frotó en el pecho—, esss demasiado tarde… Sssolo quería un pogo de dinero. Cien o dosssciendos… como musho. Y ya está… ¿Eh? —Desapareció otro trago de Talisker—. Passsaporte. Voy a llevar a mamá a… a… ¡Florida! ¡A ver a Mickey Mouse! Essse jodido… datón tan ggande… —Logan sacó el móvil y llamó pidiendo una ambulancia—. No se puede ir a ver a Mickey Mouse sinnn… sin passsaporte.

—Ya viene la ambulancia, Tony. Te pondrás bien. Ahora vas a salir fuera conmigo, ¿eh? Y nos sentamos en el sol. Mucho mejor que aquí dentro.

—Joddd… no… No me dan otro passsaporte. Tengo… tengo que… ¿a ti te gustan losss… caballos? —Tony soltó una risita y bebió más whisky—. ¡A mí me gustan musho los caballos! Pero… pero el dinero… demasiado dinero… —Se inclinó hacia delante, tocándose la nariz en un gesto de complicidad; su voz se hizo un susurro húmedo mientras se desplomaba de bruces—. Mamá no me… no me dejadá… —¡Plom!—. Passsapodde… datón ggande…

Estaba roncando mucho antes de que llegara la ambulancia.

—Huele como una cervecería. —Steel estaba sentada en una pequeña tapia de granito, recompensándose con un cigarrillo por su motivador liderazgo.

—Gracias por la ayuda. —Logan se despojó del abrigo y trató de escurrir el alcohol de las mangas empapadas; empezaba a sentir un ligero mareo a consecuencia de las emanaciones—. Fuerza la entrada a las tres de la mañana, burlando la alarma con un par de pinzas eléctricas. La pega es que la cuerda que utilizaba para descolgarse por la claraboya se rompe y se cae desde unos cinco o seis metros. Se le rompe el móvil, se parte la pierna y se queda tirado muriéndose de dolor. Hasta que se da cuenta de que está rodeado de botellas de anestesia casera…

Steel se echó a reír, expulsando una nube de humo ya aspirado y acabando en un ataque de tos.

—Joder —exclamó una vez pasado el arrebato—, creía que se me arrancaban los pulmones…

—Aparece el propietario a las ocho y media para abrir y hacer inventario, pero antes de darle tiempo a introducir el código de la alarma, le cae encima una lluvia de pinot grigio y de jerez dulce.

La inspectora se partía de risa, dándose golpes en la pierna y soltando carcajadas mientras Logan le explicaba que Tony Burnett había hecho todo aquello únicamente para recuperar su pasaporte: retirado como medida de seguridad por parte de Ma Stewart a cuenta del préstamo que esta le había concedido para cubrir sus pérdidas en las carreras de caballos de Hennessy.

—Genial —dijo Steel, enjugándose una lágrima del ojo—. El muy cretino en lugar de pedir un duplicado del pasaporte, va y no se le ocurre otra que montar una operación de Misión Imposible en una tienda de Oddbins. —Y le dio otra vez.

Por fuera no parecía gran cosa, impresión que quedaba corroborada luego por dentro: a veces sí que se puede juzgar el libro por la tapa. J. Stewart & Hijo, corredores de apuestas desde 1974, era el tipo de sitio que permitía a los señores mayores y flemáticos pasar el rato bebiendo sus latas de Special Brew hasta que se corría la última carrera y se hacía la hora de volver a casa a tomar el té. El nombre de la casa de apuestas era puramente ornamental: J. Stewart padre hacía tiempo que había muerto, y el hijo de «& Hijo» se había fugado a Londres con un biólogo marino llamado Marcus. Así que solo quedaba Donna «Ma» Stewart, viuda y única propietaria, y uno de los primeros arrestos de Logan en toda su carrera policial.

El lugar no estaba por completo vacío, había un puñado de viejos calzonazos con sus anoraks y sus boinas escocesas, incómodos e inquietos bajo los letreros de NO FUMAR, mientras observaban a través de media docena de televisores colgados de la pared a los caballos de la carrera Sparrows Offshore Handicap Hurdle, de Ayr, que daban brincos y hacían piruetas mientras se dirigían hacia la línea de salida.

Ma Stewart estaba detrás del mostrador, inclinada sobre una revista de famoseo de páginas satinadas, con la mejilla apoyada en una mano llena de anillos, mientras con la otra mano pasaba las páginas, ofreciéndoles a Logan y a Rickards una panorámica perfecta de su pálido y tembloroso escote. Llevaba el descuidado pelo gris recogido en forma de moño alto, y la cadena de las gafas brillaba en violento contraste con su colorida blusa. No levantó la vista hasta que ellos estuvieron delante mismo del mostrador.

—Buenas tardes, ¿qué…? —y entonces reconoció a Logan y lo saludó con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Sargento McRae! ¡Qué sorpresa tan agradable! ¡Dichosos los ojos! ¿Ha comido ya? —Se volvió para gritar a sus espaldas—: ¡Denise! ¡Pon a hervir la tetera, y mira a ver si aún queda algo de pizza!

Se oyó un apagado:

—¡Estoy ocupada! —procedente de la puerta abierta que había detrás de la recepción.

—¡Pon la tetera, te he dicho, si no quieres que tu Michael parezca un pacifista a mi lado!

—Está bien, está bien…

Se le reactivó la sonrisa de matrona al volverse de nuevo hacia Logan.

—Bueno, ¿qué podemos hacer por usted? Se le ve muy bien, por cierto, ha tomado el sol, ¿eh? ¡No será por esta porquería de tiempo!

Logan sabía que Ma Stewart tendría sesenta años como mucho, pero por su aspecto podía tener cualquier edad comprendida entre los cincuenta y los ciento tres, con esa extraña ambigüedad característica de las señoras mayores y gordas. Las arrugas quedaban enterradas en capas de manteca subcutánea. Él intentó no achicarse cuando ella se inclinó por encima del mostrador y le pellizcó la mejilla.

—La verdad. —Hizo chasquear la lengua con reprobación—, no es más que piel y huesos. ¡Esa mujer suya no le alimenta como es debido! Marcus se porta igual con nuestro Norman. Mucho taichi y poca chicha.

—Necesito hablar con usted acerca de Tony Burnett, Ma.

—¿Y quién es su amiguito? —preguntó ella volviendo su sonrisa hacia Rickards, quien le respondió tartamudeando—. ¡Oh, un tímido! ¡Nos encantan los tímidos! ¡Denise! ¿Viene ese maldito té o qué?

—¡Ya va! Maldita sea…

—En fin, el otro día comentaba que no atraemos a los policías, últimamente. Ay, ya no es como en vida de mi Jamesy, ahora…

—Ma, ya le pedimos que no confiscara pasaportes a modo de garantía.

—Sobre todo cuando se acerca la Cheltenham Gold Cup. ¿Por qué no hacen una apuesta para la comisaría?

—Los pasaportes, Ma…

Salió por la puerta de la trastienda una mujer de baja estatura con un ojo morado, llevando una bandeja con cuatro tés y lo que tenían toda la pinta de ser porciones de pizza recalentada.

—No queda leche, así que tendrá que ser esta cosa evaporada de lata o nada.

Se tomaron el té y la picante pizza americana recalentada al microondas en el despacho de Ma, un pequeño cuarto en la parte de atrás, con las paredes y el techo revestidos de tablas machihembradas de madera barnizada, como si fuera una sauna casera. Ma Stewart tenía debilidad por los perritos escoceses de porcelana en miniatura y por las fotos de sus nietos. Todo el habitáculo estaba ornamentado con ellos. Mientras comían en medio del olor a popurrí aromático, un pequeño transistor anticuado que chorreaba música desde un estante alto.

—¿No han seguido por la tele el Celebrity Pop Idol? —dijo Ma mientras cogía un gran pedazo de pizza recalentada—. Nunca habría dicho que el tipo ese de color de las noticias pudiera tener una voz tan bonita.

Logan dejó de escucharla. Era una pesadilla tratar con ella. No era porque armara ningún escándalo, era más bien… simpática. Pero no hacía ni el menor caso. ¿Y de dónde sacaba el tiempo para quitar el polvo de todos aquellos horribles perritos de porcelana? Miró en torno a la habitación. Quizá deberían… En el suelo había una sencilla caja marrón, junto al escritorio de Ma Stewart, justo al lado de los pies de Logan. Tenía la tapa abierta apenas lo suficiente para poder distinguir las palabras Enfermeras lesbo. Cogió la caja y la vació encima del escritorio. Cayó un surtido variado de porno duro, hasta que en el fondo quedó una copia de Oveja profunda: Cinco, y otros títulos referentes al «cuidado de los animales».

—Ma, por favor, ¡otra vez no!

—¿Qué pasa? —Se rozó sus labios rojos con un pañuelo delicado. Logan se arrellanó en su asiento y se la quedó mirando, mientras la porción de pizza se le solidificaba en el plato de cartón—. Oh, vamos, ¡está bien! —dijo ella al fin—. A veces les vendo alguna que otra peliculilla guarra a personas que no pueden conseguírselas ellas mismas. ¿Qué daño se hace con eso? Si a la mitad de esos pobres vejetes ni se les levanta, ¡no podrían hacer nada más, si no! —Se inclinó hacia delante, volviendo a enseñar el escote, mientras golpeteaba sobre el escritorio con sus brillantes uñas rojas—. Si yo puedo hacer algo por encender la llama de su ardor marchito, pienso hacerlo. Es mi deber con la sociedad. Tampoco es que sea ilegal.

Logan emitió un gruñido.

—¡Sí que lo es! ¡Se necesita licencia de sex shop para vender películas X para mayores de dieciocho años! Además, este material… —Clavó el dedo en la cubierta de Travesuras en la granja— es ilegal en todas partes.

—Veo que no se come la pizza… ¿Quiere un pastelillo? Hay tarta de Battenburg, la otra mitad de Denise trabaja en una panadería y se trae de todo…

—Ma: los DVD. ¿De dónde los ha sacado?

Un suspiro de exasperación elevó unos cuantos centímetros el blanquecino escote.

—¿No podríamos llegar a algún tipo de arreglo? En fin, yo no sabía que iba contra la ley. De lo contrario nunca habría…

—¡De dónde!

Ella puso morritos.

—Siempre había sido un joven de lo más simpático… ¿Está seguro de que no quiere un poco de tarta?

La brigada de inspección que Logan había pedido que le enviaran de jefatura hizo que un elefante en una tienda de porcelana pareciera una bailarina de ballet, para desesperación de Ma Stewart, que permanecía en el epicentro de la destrucción gritando:

—¡Tengan cuidado con eso! ¡Es herencia familiar!

—Sí, todo es siempre herencia familiar —murmuró un agente, mientras metía uno de los millones de perros de porcelana dentro de una caja de cartón.

Ma volvió sus ojos implorantes hacia Logan.

—¡Oh, dígales que tengan cuidado!

—¿No han encontrado aún nada?

Rickards señaló un par de cajas de cartón que habían colocado encima de una mesa escritorio previamente despejada.

—Películas. Tampoco es que sean tan sucias, los últimos exitazos de taquilla. Todas están aún en los cines, eso sí.

Logan le dio oportunidad a Ma Stewart de que se explicara, y ella hinchó el pecho como un pichón de concurso.

—Son para mis viejos amigos —dijo con la nariz bien alta—. No pueden salir de casa para ir al cine, así que yo les llevo la magia de Hollywood hasta ellos. ¡No hay nada malo en eso!

—¿Sabe cuánto le puede caer por piratear películas? Mejor mate a alguien, saldrá antes. La agencia que protege los derechos de autor es como la Gestapo, solo que con un sentido del humor menos acusado.

—Yo no he pirateado nada. Proporciono un servicio a la comunidad…

—¿Han mirado en los ordenadores?

Rickards asintió con la cabeza.

—Nada.

—¿Y en el sótano?

—No hay. He buscado, pero…

Rickards no concluyó la frase, sino que siguió la línea invisible que iba de la punta del dedo señalizador de Logan a una de las mesas de la habitación, de madera aglomerada con la superficie de formica rayada, de las que se encuentran baratas en B &Q o en Argos. La mesa estaba encima de una gran alfombra de tonos rosas, rojos y marrones, con elefantes en los contornos. El agente se quedó mirándola unos segundos, hasta que reconoció que no entendía a qué se refería Logan.

—Esa mesa la han movido recientemente. Mire la alfombra: ¿ve la parte roja con esa parte más hundida alrededor? Ahí era donde había estado encajada hasta hace poco. Y fíjese en la parte de la pared que queda detrás: la mitad del calendario queda oculto por el borde de la mesa.

—¡Ah! —exclamó Ma—. ¡Tenemos un libro de fengshui en el que pone que…

Rickards agarró a una agente para que le ayudara a desplazar la mesa a un lado.

—… da mala suerte moverla! ¡Destruye el flujo energético de toda la habitación! ¡Puede…!

Enrollaron la alfombra, hasta que quedó al descubierto el límite oscuro entre una de las tablas del suelo y una trampilla.

—Desde luego —dijo Logan, mientras un avergonzado Rickards se deshacía en disculpas—, seguro que también ayuda el haber registrado este sitio antes.

El sótano no llegaba a ocupar toda la longitud del despacho de Ma. Era un espacio claustrofóbico de bloques de cemento pintados de blanco, en uno de cuyos extremos había cajas de cartón amontonadas hasta el techo: cigarrillos, whisky, vino y, por alguna insondable razón, pañales. La otra mitad era la sede de un imperio del pirateo, con cuatro ordenadores personales y un buen número de grabadoras de DVD. Ni siquiera eran automáticas, había que cambiar los discos manualmente. En un rincón había una pequeña impresora láser color, con una pila de etiquetas al lado y un par de cajas de DVD vírgenes.

—Deben creerme, esto lo tengo aquí almacenado para otra persona —dijo Ma con la mejor de sus sonrisas de ancianita inofensiva—. Vamos, ¿no le apetece a nadie una tacita de té? Tenemos galletitas Eccles.

Logan la arrestó.