Capítulo 38

Sentado más tarde con Jackie en el despacho del inspector Insch, viendo a este sudar y dar buena cuenta de una bolsa tamaño familiar de dinosaurios de goma, Logan tenía que reconocer que habría esperado una celebración un poco más festiva. Pero no. Insch cogió un expediente de color sepia de su bandeja de entrada y lo arrojó por encima del escritorio.

Los papeles que contenía eran una impresión de los archivos enviados por correo electrónico por la policía de Tayside. Se había producido una nueva violación.

—Hijo de puta…

Jessica Stirling, agredida al lado mismo de Kingsway, una gran avenida de doble calzada que atravesaba Dundee. Tenía solo diecinueve años. Logan no pudo mirar siquiera las fotografías de la víctima.

—Había ido anoche a la ciudad para asistir a la fiesta de cumpleaños de una amiga. —Insch sostuvo entre los dedos un braquiosaurio morado y se quedó mirándolo—. Estudiante de teatro musical en la Academia Real de Arte Dramático. Quería ser una estrella… —Volvió a meter el dinosaurio en la bolsa, intacto—. Miren la hora en que se produjo.

Logan hojeó el informe… La agresión había tenido lugar entre las tres menos veinte y las tres y veinte. La misma exactamente a la que a ellos los habían grabado vigilando la casa de Macintyre.

Insch se volvió de espaldas a la habitación, a contemplar la tarde invernal en el exterior.

—No era él. Todo este tiempo emperrado en perseguir a ese capullo y ni siquiera había sido él. —Soltó una breve risita sin gracia—. Si no me hubiera empecinado de esa manera, podríamos haber seguido otras pistas. Y tal vez esas otras chicas no habrían sido… —Guardó silencio y se pasó la mano por sus obesas facciones, con los hombros caídos. Parecía que hubiera envejecido diez años en otros tantos segundos. Hablaba con voz lánguida y sin inflexiones—. ¿Por qué no se van a casa? Dejen lo de esta noche. No es él.

—Pero, inspector… —Jackie no parecía muy contenta—, ¡esa sabandija me agredió! Tiene que ser él…

—¡¡No es él!! —Insch giró sobre sus talones, con el rostro encendido—. ¿Lo ha entendido? ¡Todo lo hecho no vale una mierda! ¡Desde el principio! —Agarró un montón de expedientes de su escritorio y los arrojó contra la pared más alejada—. ¡Nunca fue él!

—Pero…

—Se acabó, agente. Todo ha terminado. —Se volvió de nuevo hacia la ventana—. La he cagado. Váyanse a casa.

Por suerte Jackie no dijo nada más, cogió el abrigo y salió hecha una furia dando un portazo.

Logan la alcanzó en la escalera, mientras bajaba con ademán enrabiado a los vestuarios del sótano.

—Escucha —le dijo Logan agarrándola del brazo—, ya sé que no ha salido bien, pero hay que…

—¡No se te ocurra venirme con consejos!

—Pero ¿qué quieres que diga? ¡Él no puede haber cometido la violación de Dundee! Estábamos vigilándole, ¡tú estabas conmigo! No se movió de casa…

—Ese Russell McGillivray sí que sabía lo que se hacía, el cabrón.

Se metió en el vestuario femenino, cerrándole a Logan la puerta en las narices.

—¿Está usted bien?

—¿Qué? —Al levantar la vista de la taza de té, Logan se encontró con Rickards y Rennie, que tomaban asiento al otro lado de la mesa de la cafetería en la que él estaba sentado. El cardenal del rostro de Rennie había adquirido un matiz azulado como de barba de un día—. Oh, sí, muy bien. Nunca había estado mejor.

—¿Sabe qué? —preguntó Rennie pasando el brazo sobre el hombro de su compañero—. ¿Por qué no hacemos una salida de chicos solos, esta noche, después del ensayo? Beber cerveza, comer balti y decir chorradas.

—Yo no puedo. —Rickards se puso rojo y balbuceó una excusa acerca de un compromiso adquirido al que ya no se podía negar.

—Ah. —Rennie se volvió hacia él con mirada lasciva—, has quedado con tus amiguitos bondage, ¿eh? ¿Hemos hecho una promesa? Oh, ¡pégueme, señor Mainwaring!

—Puede irse a tomar por…

—¿Cómo son? —preguntó Logan—. La gente del ambiente, me refiero. —Pensaba en Frank Garvie y sus archivos codificados.

—Bueno… todos son… diferentes.

Rennie soltó una risa.

—¡Apuesto a que sí!

—No… ¡quiero decir que no son de una determinada manera! Cada cual es diferente.

—Oh. —Era lo que Logan temía.

—¿Sabe qué creo? —preguntó Rennie, mientras desenvolvía un bollito Tunnocks—. ¡Que tendría que ir usted con él!

Rickards frunció el entrecejo.

—Son personas, ¿vale? No un espectáculo «friki». No puede uno ir en plan: vamos a divertirnos un poco con esos pervertidos.

—Eh. —Rennie levantó las manos—, solo era un decir.

—¡Pues no! Porque…

—La verdad es que —concluyó Logan mientras apuraba el té— no es tan mala idea. —Así tendría ocasión de hacer algunas preguntas e intentar enterarse de lo que hacía Garvie con sus servidores alquilados sospechosos. Y no le vendría mal de paso tener una excusa para evitar volver al apartamento durante un buen rato y dejar que el malhumor de Jackie se apaciguara un poco—. Sí, me gustaría ir.

Rickards se quedó lívido.

—Pero… pero…

—No pasa nada, agente, le prometo que no le haré pasar vergüenza.

—Pero…

—¡Está decidido! —Rennie le dio una palmada en la espalda—. Usted a ver cómo le vende la moto y la próxima vez voy yo. Contra gustos…, dijo el sapo, y se tragó la mosca.

El bar con terraza del piso superior del Café Ici había cambiado desde que Logan estuviera la última vez. Antes estaba embaldosado de blanco y negro, como un urinario victoriano, mientras que ahora tenía las paredes pintadas de color magnolia y proyectaba efectos luminosos. El bar del piso de abajo estaba prácticamente vacío, lo cual no era sorprendente para las siete menos cuarto de un domingo por la tarde, pero arriba era como si albergara un club de lectura o algo así, porque cuando Logan llegó a lo alto de la escalera, vio como a una docena de personas sentadas en mesas diferentes con manoseados ejemplares en rústica de la novela de Ian Rankin Negro y azul. La charla, aunque en voz baja, era animada.

Logan estaba a punto de preguntarle a Rickards si no se habían equivocado de sitio, cuando el agente se encaminó con decisión a la mesa más próxima y le preguntó a una mujer de complexión robusta, vestida con traje, si quería tomar lo de siempre. Algunos de los demás se volvieron hacia él y le saludaron con la mano, para luego quedarse mirando a Logan unos instantes, antes de desinteresarse y proseguir con sus conversaciones. Logan fue con Rickards a la barra.

—Yo había entendido que esto era…

—¿Cerveza sola, o con algo para picar?

—Como guste.

Logan se volvió a examinar aquella asamblea de amantes de la lectura. Tenían pinta de abogados, banqueros, agentes de seguros, contables, gerentes… Vamos, que tenían una pinta… una pinta… normal. Una pareja podría haberse descrito como «un poco bohemia», pero él esperaba piercings estrafalarios, cabezas rapadas y tatuajes. Un punto decepcionante, en conjunto.

—Aquí tiene.

Una jarra de Stella y un diminuto vaso lleno hasta el borde de algo frío y transparente. Rickards había pedido lo mismo para él.

—¿Sabe una cosa? —dijo Logan, olisqueando de forma experimental e intentando adivinar qué era aquello de lo que solo les habían servido un traguito: ¿vodka?—. Tengo que reconocer que no era esto lo que esperaba. —Señaló hacia las personas con las que había venido a reunirse Rickards.

—Ya le dije que no era ningún espectáculo «friki».

Eso era verdad.

—¿Y los libros?

—Es la manera de darse a conocer en el ambiente de Aberdeen. Si un lugar determinado donde se reúne todo el mundo llevas un ejemplar de Negro y azul, los demás saben que entiendes.

—No sabía que Ian Rankin fuera…

—No, no, lo que pasa es que hay escenas del libro ambientadas aquí, y además se titula Negro y azul. ¿Sí? ¡Negro y azul! —insistía en explicarse—. La verdad, yo creía que era de lo más obvio… —Logan se quedó mirándole—. Lo siento, señor.

—Ah, así que «señor» —terció una mujer fornida y de baja estatura, con los ojos verdes y una cola de caballo castaña, un vaso vacío en la mano y vestida con ropa informal de aspecto bastante caro—. ¿Te has conseguido un nuevo amiguito, John?

Rickards se puso rojo como el culo de un babuino.

—No somos… él no… nosotros…

Logan intervino para ayudarle a salir del paso.

—Soy su jefe de trabajo. Yo no soy «del ambiente».

—Ah, ¿no? —Descansaba el peso del cuerpo en una pierna, mientras con la otra formaba un ángulo gracioso, con las manos apoyadas en las caderas, como el actor principal de un musical navideño. Lo miró de arriba abajo—. Bueno, de todo tiene que haber en la viña del Señor, supongo. —Le clavó el dedo a Rickards en el pecho—. ¿No invitas a la chica, Marinero?

El agente le hizo los honores.

No había pasado ni una hora y Logan había descubierto ya que había muy poca diferencia entre los amigos bondage de Rickards y la troupe de teatro de Insch. Ambos grupos tenían un lenguaje propio hecho de acrónimos y eufemismos, ambos contaban anécdotas acerca de personas a las que Logan no conocía y, si tenía que ser sincero al cien por cien, ambos se volvían un poco aburridos al cabo de la primera media hora. Allí nadie parecía saber nada acerca de Frank Garvie. Al parecer la zona del nordeste albergaba media docena de diferentes lugares de reunión, en los cuales las diversas comunidades bondage se daban cita para conocerse, pero no todos se mezclaban con todos. Si Garvie estaba activo en el ambiente de Ellon, por ejemplo, no significaba necesariamente que se encontrara con la gente de Aberdeen. A algunas personas, además, no les gustaba darse a conocer en sus respectivas comunidades locales, lo cual explicaba por qué la mayoría de las personas con las que hablaba tuvieran nombres como Señora Maureen o el Rarito David. Sabe Dios qué nombre habría adoptado Garvie.

Las semejanzas entre los amigos del agente y los de Insch se hizo aún más patente cuando la mujer que había confundido a Logan con el nuevo amigo activo de Rickards le abordó en la barra y le explicó con pelos y señales una vez en que había representado el papel principal en Jack y las judías mágicas. Se había extendido en el sentimiento de libertad que tiene uno cuando se convierte en alguien que no es, en una persona sin limitaciones y deseosa de abrirse a experiencias nuevas. Si siempre comes vainilla, ¿cómo vas a descubrir nunca el dulce de azúcar con chocolate?

Logan sonrió y asintió con la cabeza, al tiempo que se preguntaba en qué narices estaba pensando cuando le pareció buena idea ir a aquel sitio. Ella lo miró otra vez de arriba abajo, como si estuviera tomándole las medidas para un arnés de cuero.

—Usted no lo ha probado nunca, ¿me equivoco?

—No.

—¿Qué diría que soy: activa, pasiva, dominante o sumisa?

—Pues… ehm… —No tenía la menor idea de cuál podía ser la diferencia entre un pasivo y un sumiso, ¿no venía a ser lo mismo? Pero aquella mujer, fuera lo que fuera, no tenía pinta de sumisa—. ¿Activa?

Ella sonrió de oreja a oreja.

—¡Erróneo! Porque no es ahí donde está el poder.

—Claro, claro… —Logan se bebió de un trago la cerveza que le quedaba, mientras buscaba la salida con la mirada.

—Piense un poco: ¿quién ejerce el poder, la persona que da los latigazos, o la que los recibe?

—Bueno, yo…

—Si alguien me da latigazos, es para proporcionarme placer a mí. El tío que me los da, lo hace para excitarme a mí, él no es más que un accesorio… no es que lo sea, simplemente parece que lo es. Así que ya lo ve…

—Aaah. —Logan dio un respingo y buscó en el bolsillo—. Disculpe, es que tengo el móvil en modo vibración y me da un buen susto cada vez que me llaman. —Pulsó un botón y se iluminó la pantalla—. Lo siento, tengo que atender la llamada… ¿Diga…? Sí… Está bien, no cuelgue…

Con el móvil pegado a la oreja, Logan cogió la chaqueta, bajó la escalera a toda prisa y salió al frío aire de la noche.

Union Street lucía como un árbol de Navidad, con el continuo pasar de los faros amarillos y las luces de freno rojas bajo un cielo color ciruela. Era un domingo por la noche de principios de marzo, y como la mitad de la gente que deambulaba por la calle iba sin la chaqueta puesta, sin preocuparse de que estuvieran bajo cero. Los adolescentes medio desnudos iban codo con codo con personas lo bastante mayores como para ser más prudentes que ellos, aunque todos ellos habían salido con la intención de emborracharse y meterse mano en algún rincón oscuro de un pub o un club.

Logan dejó de fingir que había alguien al teléfono y miró si tenía mensajes almacenados. Todavía sin noticias de Jackie. Llamó al apartamento una vez más. Ring, ring. Ring, ring. Ring, ring. Ring, ring. Contestador automático. Colgó y la llamó al móvil.

—¿Jackie? ¿Quieres que salgamos a comer algo, o a tomar una cerveza o lo que sea?

No se oía muy bien, lo suficiente en cualquier caso como para entender su negativa. No estaba de humor, seguía furiosa por cómo había terminado todo aquel asunto de Macintyre. Conociéndola, sabía que regresaría al apartamento tambaleándose a las tres de la mañana, oliendo a alcohol y a kebab. Bueno, pues que se dedicara a enfurruñarse cuanto quisiera, que él se iba a casa. Pediría una pizza, buscaría una peli decente por Sky y se pasaría el resto de la velada tirado en el sofá. No es que fuera una vida loca ni excitante, pero al menos era mejor que andar por ahí con la cara avinagrada como una niña consentida. Más tarde o más temprano debería hacerse a la idea de que Rob Macintyre no era culpable.

La verja cruje bajo sus manos al saltar por encima de ella en la oscuridad, rociando el aire de gélidas gotitas de agua. La noche lo envuelve todo, formas y figuras son indistinguibles, incluso para sus ojos, él que está dotado de una excelente visión nocturna. Pero no le preocupa. Sabe que no hay nadie que pueda verle a él. Nunca hay nadie. ¡La policía es tan rematadamente estúpida que resulta increíble! Sonríe burlón, mientras recorre con ligero trote el pequeño callejón oculto entre jardines traseros, en dirección al grupo de garajes y espacios para aparcar ubicados al fondo. ¿De verdad creían que él no sabía que ellos estaban allí en la calle? ¿Que necesitaba a ese cabrón empalagoso de abogado para decirle que estaba siendo vigilado?

Claro que lo de grabarlo en vídeo había sido idea del abogado. Cuánto le habría gustado ver sus caras al verlo.

Con media sonrisa, abre el portón trasero del anónimo coche rojo, arroja la bolsa deportiva al maletero y se sube al volante. La Número Nueve va a ser como un regalo especial. Porque aquello hay que celebrarlo. Se acabaron los polis. Y las acusaciones. Solos él y una larga serie de zorritas apetitosas, muriéndose todas porque él les enseñe lo que pasa cuando juegas con fuego. Qué afortunada va a ser la Número Nueve.

Se pregunta qué aspecto tendrá.