Capítulo 36

El vestíbulo de la iglesia baptista resultó tan frío y deprimente como esperaba Logan: el suelo recubierto de tablas de madera oscuras, ensuciadas por años de pisadas y marcadas de hoyuelos diminutos producidos por los tacones altos; alguien le había dado a la estancia una capa de pintura beige tiempo atrás, pero desde entonces nadie se había ocupado de ella, por lo que la pintura estaba desconchada y llena de peladuras, como si a las paredes les hubiera entrado eczema. El inspector estaba sentado frente a un pequeño escritorio plegable, observando cómo sus colegialas y caballeros de Japón repasaban a trompicones la opereta.

Y es que el elenco de actores de Insch era más bien… limitadito, por decirlo de un modo educado. No se sabían su parte, se perdían, olvidaban cuándo debían entrar o salir, todo lo cual provocaba a intervalos regulares los ataques de ira del inspector, quien, con el rostro encarnado, vociferaba porque no había modo de que hablaran cuando les tocaba, ni sabían dónde estaban, ni recordaban las malditas palabras. La única persona a la que no abroncaba era Debbie Kerr, alias Debs, la mujer que representaba el papel de Katisha, y a Logan no le costó comprender el motivo. Era la única de todos ellos que parecía tener una remota idea de lo que se traía entre manos. No era el caso de Rennie, desde luego, Logan había visto besugos más coordinados.

Tardó dos horas enteras hasta que pudo encontrar la ocasión para presentar sus disculpas, eligiendo con sumo tiento un momento en que el inspector estaba demasiado ocupado dando gritos como para percatarse.

No había casi cola aquella noche en el fish and chips de Ashvale, apenas un par de mujeres con aspecto de pueblerinas bien vestidas que comprobaban la carta y discutían acerca de a cuál de las dos le tocaba pagar. Logan pidió dos cenas a base de eglefino con cebollas en escabeche, dos refrescos Irn-Bru y una ración de puré de guisantes en un envase de poliestireno. Se guardó la bolsa de plástico con el pescado, las patatas fritas y todo lo demás en la parte delantera de la chaqueta, por lo que los vapores del vinagre le acariciaban la pituitaria mientras caminaba deprisa por Great Western Road.

La nevada se mantenía a un ritmo lento pero incesante. Los blancos copos, gordos y húmedos, se le pegaban al pelo y a la chaqueta, se amontonaban en los jardines o se volvían de un color marrón excremento en las cunetas. Cuando era pequeño, al llegar la Navidad las nieves y las lluvias venían cayendo desde mucho antes, por lo que las vacaciones navideñas eran época de tirarse en trineo, hacer muñecos de nieve con algún que otro detalle pornográfico y entablar batallas de bolas de nieve, pero según habían ido pasando los años, la estación de las nieves se había convertido en algo mucho más errático. Las nevadas se producían ahora en cualquier momento entre diciembre y abril, la ventisca soplaba y generaba paisajes propios del mundo del Doctor Zhivago. El nordeste de Escocia, hermanado con Siberia.

Cuando llegó a la calle donde vivía Macintyre, tenía las manos, los pies y la cara congelados, pero en cambio le caía un chorrito de sudor por la parte inferior de la espalda, resultado de caminar con una gruesa chaqueta acolchada y una bolsa de pescado y patatas fritas metida por la camiseta.

Jackie había aparcado en el sitio de siempre, desde el que podía vigilar la casa del futbolista sin estar plantada delante. Pareció sorprendida de verle, cuando Logan se montó en el coche a su lado.

—Yo no he…

—Pescado con patatas fritas. —Logan se sacó las bolsas del interior de la chaqueta—. He pensado que igual estabas cansada de bocadillos fríos y café de termo.

Ella aceptó el paquete envuelto en papel que le ofrecía y lo abrió. El coche se llenó de olores cálidos y apetitosos.

—Gracias.

Se pusieron a comer en silencio.

El domingo por la mañana no debería de haber deparado otra cosa más ardua que quedarse un rato más en la cama y desayunar tarde. En lugar de eso, se presentó áspero y quejumbroso después de una noche pasada en el asiento del acompañante de un viejo y destartalado Vauxhall Vectra. Antes del amanecer, el cielo se había puesto morado, haciéndose lentamente más claro entre los silenciosos edificios grises y confiriendo a la nieve un resplandor rosado en la semipenumbra. En el asiento del conductor, Jackie estaba profundamente dormida, con las piernas extendidas como una rana y roncando suavemente con la boca abierta. Muy femenina. Pero al menos volvían a hablarse.

Logan intentó estirarse, bostezó, sacudió la cabeza, y luego se miró el reloj. Las seis y veintidós. Sabía que aquello era una completa pérdida de tiempo, pues el sistema ANPR habría detectado el coche de Macintyre si él hubiera ido realmente a Dundee para agredir a aquellas mujeres, pero si aquello significaba el final de las peleas y los silencios huraños, bienvenida fuera una noche incómoda en un coche roñoso. Aunque fuera en su día libre.

Se veía luz en una de las habitaciones de arriba de la casa de Macintyre, y llevaba encendida casi quince minutos. Se abrió la puerta de la calle, y Macintyre salió al aire frío de primera hora de la mañana, con una pesada bolsa de viaje en una mano y un teléfono móvil pegado a la oreja en la otra. Logan se inclinó y zarandeó a Jackie por el hombro.

Ésta emergió a la superficie con un:

—Pff, ngh, ññm…

Pestañeó y bostezó, mientras Macintyre abría las puertas y se subía a su Audi plateado nuevecito con la matrícula personalizada.

No arrancó hasta que Macintyre estaba ya en el extremo de la calle, señalando con el intermitente su intención de girar hacia Great Western Road. De haber girado a la derecha, habría ido a la intersección con South Anderson Drive y la carretera de Dundee. A la izquierda iba hacia el centro de la ciudad.

Le siguieron a una distancia prudencial, uniéndose a una fila de coches que avanzaba lentamente siguiendo la estela de un vehículo del ayuntamiento que tiraba arena contra la helada. El destello de sus luces amarillas se reflejaba en las ventanas de las tiendas, oscuras y sin vida, a lo largo de Union Street, y posteriormente de King Street. Macintyre giró a la derecha hacia la mitad de esta calle, y así lo hizo también Jackie, abandonando la vía principal y adentrándose en una calle secundaria cubierta de nieve, dejando la mayor distancia posible.

El futbolista estacionó en el aparcamiento que había enfrente del estadio de fútbol de Pittodrie, pero Jackie pasó de largo y se detuvo al final de la calle, desde donde vieron a Macintyre bajarse del coche, ir hasta la parte trasera de éste, recuperar la gran bolsa de viaje y dirigirse con paso displicente hacia la entrada de los jugadores. Y de camino, chocarse los cinco con cierto tipo cejijunto de aspecto troglodita.

—Al carajo —dijo Logan—, solo va al entrenamiento de la mañana.

Pero justo antes de desaparecer por la puerta del estadio, Logan habría jurado que el futbolista les miraba y les guiñaba el ojo.

El Inversnecky Café era algo así como una institución en Aberdeen. El edificio verde oscuro, de una sola planta, estaba ubicado en el paseo marítimo, disimulado entre otra media docena de heladerías y restaurantes, de cara al gris y glacial mar del Norte. El salón de juegos recreativos de la esquina estaba abierto, pero era bastante improbable que estuviera haciendo mucho negocio en aquella gélida mañana de domingo. No había nadie por allí para ver sus brillantes luces de reclamo, como no fueran las gaviotas de tamaño de buldogs que anadeaban gruñonas a lo largo de la fría acera, desgarrando los cucuruchos de las patatas fritas y los envases de cartón de las hamburguesas.

Cosa sorprendente, Colin Miller estaba ya esperando a Logan cuando éste aparcó en un espacio libre enfrente del café. El periodista estaba acurrucado a un lado del edificio, echando bocanadas de humo de un cigarrillo mientras contemplaba el mar, ajeno a todo salvo al romper de las olas y el chillido de las gaviotas.

—No sabía que fumaras.

Miller hizo un gesto de encogimiento, al tiempo que regresaba de la lejanía.

—No fumo. Y si le cuentas lo contrario a Izzy te mato. Ya la tengo bastante cabreada.

Tenía mejor aspecto que la otra noche, delante del apartamento de Garvie. La barba de dos días había desaparecido, si bien las ojeras eran tan oscuras como las nubes bajas que se cernían sobre el mar. Al menos, eso sí, iba vestido de forma más acorde con su personalidad de siempre: traje caro con bufanda roja de lana y abrigo grueso negro. Se quitó el cigarrillo de la boca con sus dedos enguantados de piel negra y tosió con ganas, antes de arrojar la colilla a la calzada.

Dentro del café se estaba caliente; los siseos y el borboteo de una máquina de café exprés se mezclaban con la voz de una radio sintonizada en el canal Northsound Two: la predicción del tiempo para la semana que entraba era francamente catastrofista. Estaba más lleno de lo que Logan esperaba, había bastantes parejas y familias que habían ido a experimentar sensaciones fuertes a base de un desayuno completo escocés. Nadie entraba en el Inversnecky para tomarse un cuenco de muesli y medio pomelo. Un camarero larguirucho y desgarbado, que más que entradas tenía ensenadas, les preguntó desde la barra qué iban a tomar y les dejó que buscaran mesa por su cuenta. Miller escogió la más próxima a la calefacción, sin dejar de quejarse y de preguntarse cómo era posible que no hubiera forma de conseguir para variar un tiempo más decente en aquel agujero de mierda de ciudad.

—Estamos en pleno marzo —señaló Logan mientras se sentaba enfrente de él—. ¿Qué esperabas, una ola de calor? Esto no es precisamente la Costa del Sol, ¿eh?

El periodista frunció el entrecejo, frotándose las manos enguantadas al calor de la calefacción.

—No, Aberdeen es la Costa de la Mierda. —Al levantar la vista se encontró con el camarero de la barra que traía dos cafés y la ceja arqueada—. Bueno, sin ánimo de ofender.

—Sabes que te has ganado un escupitajo en el desayuno, ¿verdad? —dijo Logan cuando el camarero se hubo marchado.

—No creo, con Martin no hay problema, vengo a menudo. Ya me conoce.

Y Logan también.

—Bueno, tú dirás, ¿a qué viene tanto secreto?

Se había encontrado un misterioso mensaje en el contestador automático al regresar al apartamento después de la operación de vigilancia extra oficial: «Te espero a las nueve en el Inversnecky. Tú invitas.»

—¿Eh? Oh… —Miller se encogió de hombros mientras removía el contenido de una segunda bolsita de azúcar—. Tenía ganas de salir, ¿sabes? Lleva poco más de un día en casa y ya está como loca. Los próximos seis meses van a ser una pesadilla.

—Pues échale dieciocho años, si no más… Mi hermano no se fue de casa hasta los treinta y dos. —Logan sonrió de medio lado—. Y si es niña, tendrás a los novietes merodeando todo el día, la posibilidad de un embarazo adolescente, las drogas, los tatuajes, los piercings

—¿Quieres dejarlo ya?

—¿Por qué?

—¡Porque sí! Ya bastante jodido es como para que vengas tú a tocar las narices. —La puerta se abrió con un tintineo y entró de sopetón una pareja con la nariz roja, procedentes del invernal exterior, haciendo que penetrara una corriente de aire frío que provocó un estremecimiento en Miller, a pesar de estar prácticamente sentado encima de la calefacción—. Y no te lo pierdas —soltó con cara de disgusto—, quieren que lleve un «Diario de mi Bebé». Soy un puto periodista de investigación, y quieren que escriba artículos sobre cómo se cambian los pañales sucios…

Se entregó a una serie de lamentaciones, quejándose de que si no se le valoraba, que si en el periódico The Scotsman le habían ofrecido una pasta por trasladarse a Edimburgo a trabajar para ellos… Lo estaba considerando en serio, si bien Logan sabía que no había forma humana de que Miller pudiera volver jamás al Cinturón Central. Es decir, si quería conservar los dedos que le quedaban. Dejó por fin de lamentarse cuando trajeron los platos del desayuno.

Logan cogió la salsa de tomate.

—¿Recuerdas de que te pedí que investigaras las cosas sucias de…?

—Agente detective Simon Allan Rennie, veinticinco años, metro ochenta, cursó la secundaria en la Powis Academy, donde lo mandaron a casa durante seis días por pelearse con su profesor de mates… Vive en un apartamento en Dee Street…

Logan escuchó los detalles pormenorizados de la vida de Rennie entre bocados de salchicha, bacon, champiñones y huevos. El periodista lo sabía todo, desde quién había sido la primera novia del detective, hasta el número de quejas interpuestas contra él por parte de los ciudadanos durante los últimos tres años. Pero el resultado final era que el gran cabrón de Simon Rennie estaba limpio.

—¿Cómo demonios has podido averiguar todo eso?

Miller sonrió, mientras apilaba un montoncito de judías en la punta de una rebanada de pan tostado.

—Es lo que hago todo el día, sacar cosas a la luz. —Aquella modestia no iba con él. Se metió el tenedor lleno de comida en la boca y masticó con aire engreído—. ¿Y bien? ¿No vas a preguntarme por Garvie?

—¿Qué sabes de él? —Logan dejó los cubiertos encima de la mesa.

—Que estaba endeudado hasta las orejas. No tienes más que ver toda esa basura que tenía en su casa, ordenadores, home cinema, artilugios diversos y todo lo demás… Valía una fortuna. Así que alquilaba cosas para ganarse un dinerillo extra.

Logan se inclinó en su asiento y bajó el tono de voz:

—A ver si lo adivino: ¿porno duro bondage?

—Pero qué dices, hombre, ¡no estamos en la Edad Media! —Se hizo de pronto el silencio en el local, mientras todas las miradas se volvían hacia el periodista, quien se rió—. Mierda de esa puedes encontrarla gratis a patadas en internet… No, lo que alquilaba era espacio en un servidor. Espacio codificado. Lo que uno utilizaría para almacenar datos que no quieres de ninguna manera que nadie descubra.

Logan recordó el lápiz de memoria que habían encontrado hecho añicos en el apartamento de Garvie.

—¿Y qué había?

Ahí era donde la sabiduría enciclopédica de Colin Miller encontraba su frontera.

—Ni idea. De momento. Pero puedes estar seguro de que saldrá publicado en primera página en cuanto lo descubra.