—Vaya un cabrón desagradecido. —Insch, de pie, de espaldas a la ventana de su despacho; el sábado se cernía sobre la ciudad a sus espaldas, con un cielo de color pizarra amenazando una nevada de rigor, para acabar de cubrir la fina capa de aguanieve helada que rebozaba las aceras, mientras las farolas brillaban con destellos ambarinos como hogueras en la mañana oscura y triste—. Sid Sinuoso lo libra de ir a la cárcel hace cuatro años por haberle robado los ahorros de toda una vida a un jubilado, y va McGillivray y le propina semejante paliza. —Masticó pensativo—. No es que me queje, pero hay un cierto código de honor también entre los rufianes. —Desenvolvió un caramelo de toffee y chocolate y se lo metió en la boca—. Claro que, siendo «resultadistas», no debería quejarme.
—He citado a Moir-Farquharson a las ocho, para una sesión fotográfica —dijo Logan, mientras comprobaba la documentación—. No creería la cantidad de gente que ha pedido un juego de copias extra…
—Ah, ¿sí? Póngame en la lista a mí también, me pido un par. Si me puede conseguir una buena de su feo careto apaleado y lleno de morados, me la pongo en las tarjetas de Navidad. —Insch se bajó del escritorio y se estiró, gruñendo mientras abría la boca dando un gran bostezo—. Lo de estas últimas noches va a acabar conmigo. Se lo digo en serio: no se le ocurra nunca, en la vida, dirigir a un grupo de inútiles sin talento para montar una obra de Gilbert y Sullivan. Solo Dios sabe lo que le perjudica a mi presión… —Se llevó dos dedos a un lado del cuello para comprobarlo—. ¿No le haría gracia venir a hacer de apuntador?
—Creo que tengo cosas que hacer esa noche, inspector. —Insch se quedó mirándolo—. Ehm… —Logan consultó su reloj—. Ah, sí, tengo que ir a preparar la documentación para… lo que hablábamos. —Retrocedió hacia la puerta—. Solo voy a… —dijo señalando con el pulgar por encima del hombro y haciendo un intento por ganar el pasillo.
Casi lo consigue.
—A las seis y media. En la sacristía de la iglesia baptista de Summer Street. Póngase ropa interior térmica, hace un frío de mil demonios.
Una llamada de última hora de la inspectora Steel, quejándose de que alguien le había robado un paquete entero de Benson & Hedges de su escritorio y de qué hacia toda aquella gente metiendo sus sucias narices en la comisaría, le hizo darse cuenta a Logan que llegaba tarde. Para cuando bajó la escalera, Sandy Moir-Farquharson llevaba casi quince minutos sentado en el vestíbulo principal de la jefatura de la policía, soportando una procesión de las más refinadas excusas grampianas para pasar por delante de él y poder echar un buen vistazo a su magullado rostro y su ojo morado.
—¿Ya habéis acabado? —le preguntó Logan al Gran Gary cuando este salía una vez más al pasillo por la puerta codificada de la recepción con una amplia sonrisa en la cara.
—¡Cada vez lo hago mejor! —dijo—. Oye, ¿qué haces citando aquí a un abogado al que acaban de darle una paliza?
—Gary…
—No, un momento, ¿es esto lo que pasa cuando le pegas una paliza a un abogado?
—Voy a llevármelo arriba a que le hagan las fotos antes de que interponga otra demanda.
Logan entró en la recepción, tratando de no escuchar mientras el sargento del mostrador gritaba:
—¡Una medalla!
No es que aquello pudiera considerarse un estudio fotográfico, apenas ocupaba el rincón de una habitación del tercer piso, con un lienzo arrugado de papel gris de protección en la pared, una silla desnuda y un par de flashes auxiliares colocados sobre sendos trípodes.
Sandy la Serpiente pidió que cerraran la puerta antes de quitarse la camisa, lo cual supuso una desilusión para la gente que se agolpaba en el pasillo. El fotógrafo encendió una cámara digital Nikon instalada en un trípode y enchufó los flashes, mientras el abogado luchaba por hacer pasar la manga de la camisa por encima de la escayola que recubría su brazo roto.
Solo había transcurrido un día y medio desde la agresión, pero los cardenales eran ya espectaculares, toda una malla entretejida de morado, negro, verde y azul que se le había extendido por la superficie casi entera del torso.
—Los pantalones también, por favor —dijo el fotógrafo al tiempo que disparaba la cámara un par de veces y comprobaba el resultado en la pequeña pantalla.
—No veo por qué…
—Tranquilícese, necesitamos cuantas más pruebas mejor para…
—¡A ver si se piensa que no sé lo que está haciendo! Usted y ese atajo de chacales de ahí fuera… ¡lo único que desean es humillarme!
Logan suspiró.
—Señor Moir-Farquharson, hacemos lo mismo con todas las víctimas que han sufrido una agresión grave. Como usted ya sabe. Cuantas más pruebas reunamos, más rigurosa será la sentencia para su agresor. Querrá usted verle fuera de circulación el mayor tiempo posible, ¿no es así?
Vio que aquello hacía pensar a Sandy, que seguramente se debatía con la idea de meter a alguien entre rejas, en lugar de ayudarle a salir impune, por una vez. El abogado frunció el entrecejo.
—Si veo, o me entero, que alguna de estas imágenes han sido utilizadas para fines que no sean servir de prueba en un juicio, les demandaré. —Dicho lo cual acabó de desvestirse, de mala gana.
Allí de pie en calzoncillos y calcetines, avergonzado y medio desnudo, el abogado parecía otro, un hombre totalmente diferente. Unas piernas delgadas, una ligera barriguita, el pelo gris que le recubría el pecho… Estaba magullado por todo el cuerpo, Russell McGillivray se había corrido una verdadera juerga a su costa.
El fotógrafo realizó con rapidez y eficiencia su trabajo de documentar las heridas del abogado, en especial la que presentaba en el hombro izquierdo: una mancha morada en forma de bota, en la que se apreciaban con claridad cada una de las huellas de la suela. Una vez concluida la sesión, y después de que Sandy Moir-Farquharson se hubo vuelto a poner la ropa con sumo cuidado, Logan le enseñó un juego de fotografías identificativas que había impreso previamente: una docena de rostros obtenidos de la base de datos de la policía, entre los que figuraba el de Russell McGillivray. El abogado no quiso pronunciarse por ninguno de ellos, limitándose a justificar:
—Estaba oscuro.
—¿Está seguro?
El abogado lo miró frunciendo el ceño, con un ojo azul claro y el otro rojo vampírico, con el iris flotando en una espira de sangre.
—¡Pues claro que estoy seguro! Estaba oscuro. Si hubiera visto a la persona, la habría identificado. —Echó una nueva ojeada a la colección de rostros—. ¡No pienso ayudarles a que le carguen el muerto a un hombre inocente, solo porque son incapaces de molestarse en encontrar al que lo hizo realmente! Porque sé que eso es lo que pasaría si yo…
—Tenemos ya unas huellas dactilares y una confesión.
Logan hizo ademán de coger las fotos, pero el abogado las sujetó con firmeza, clavando tanto el ojo bueno como el inyectado en sangre en la fila de rostros.
—¡Vaya un cabrón desagradecido!
—Por sorprendente que le parezca, señor Moir-Farquharson, eso mismo es lo que ha dicho el inspector Insch.
Acompañó a Sid Sinuoso hasta la calle y le dijo que se pondrían en contacto con él tan pronto se fijara fecha para el juicio. Para asombro de Logan, el abogado le estrechó la mano y le dijo que estaba haciendo un gran trabajo. Con los dientes apretados, como si masticara cada una de las sílabas, pero lo dijo a pesar de todo. Luego se marchó cojeando en la fría mañana, mientras comenzaban a caer los primeros copos de nieve. Logan se quedó unos segundos bajo la marquesina, en medio del frío, observándole mientras se alejaba. Preguntándose cómo era posible sentir desprecio por alguien, y lástima al mismo tiempo.
Toda una noche en una celda no hizo nada a favor del olor corporal de Russell McGillivray. Sudor rancio mezclado con el olor acre de una persona precipitándose en el mundo de pesadilla del síndrome de abstinencia. De alguien que necesita la siguiente dosis como un hombre asfixiándose necesita el aire. Tan pronto presa de contracciones, como inmóvil como un muerto, con la cara reluciente de sudor como el pálido vientre de un sapo, y los ojos inyectados en sangre y rodeados de un círculo cárdeno oscuro. La pesadilla de cualquier suegra.
Logan depositó en el grisáceo suelo de terrazo uno de los dos cafés que había traído y cerró la puerta.
—Bueno, Russell —dijo, cogiendo lo que quedaba del paquete de cigarrillos que le había robado a la inspectora Steel y haciéndolo sonar como un sonajero—, ¿preparado ya para tus quince minutos de gloria?
Con una sonrisa doliente y una voz zalamera:
—Deme uno… un cigarrito… Vamos, uno nada más, ¿eh?
—La cosa no tiene por qué durar mucho: entras en el tribunal, pim-pam, pim-pam, vuelves a Craiginches por un par de añitos a cuenta de la violación de la libertad condicional… por no decir nada de lo que te añadan por conducir con el permiso retirado, sin seguro, por la resistencia al arresto, la obstrucción a la justicia, el intento de asesinato…
—¿Qué? —McGillivray se puso de pie como impulsado por un resorte, retorciéndose los dedos y haciendo chasquear las articulaciones—. ¡Yo no he matado a nadie!
—Oh, ¿no te dije nada anoche? —Logan se encogió de hombros—. Se me iría de la cabeza. Imagina…
—¡Yo no he matado a nadie!
Logan sacó un cigarrillo y el encendedor.
—El último pitillo para el condenado.
—¡¡Yo no he matado a nadie!!
—No, pero no será porque no hicieras todo lo posible. Si no llega a pasar por allí esa mujer de la limpieza, ahora mismo habrías matado a alguien a palos.
—Oh… joder…
—Toma. —Logan encendió un cigarrillo y se lo pasó, mientras la quemazón del humo inhalado, que hacía tanto que no sentía, le hizo contraer sus dañados pulmones—. Disfrútalo mientras puedas.
McGillivray adoptó una postura encogida como abrazando el cigarrillo encendido, del que aspiraba con frenesí, como si por sí solo fuera capaz de hacer que todo lo demás desapareciera.
—No fue ningún asesinato… yo… solo quería darles una pequeña lección.
—¿Al abogado y a…? —Logan hizo una pausa para que McGillivray concluyera la frase, a pesar de que ya conocía la respuesta.
—Y a ese jodido futbolista. A los dos por trescientos.
—Trescientos es un precio irrisorio, Russell. Vas a devaluar el mercado.
—¡No es culpa mía! Necesito mi medicina…
—¿Quién? ¿Quién te dio los trescientos?
El otro se encogió de hombros, sin apartar los ojos del suelo y sosteniendo el cigarrillo en el cuenco de la mano, como si quisiera ocultarlo.
—No sé, un tipo en un pub. —Logan le aplicó un incómodo silencio. Del mismo tipo del que se habría servido Insch, si este no se hubiera largado a comer más pronto de lo habitual para ir a proferirle cuatro gritos a la encargada del vestuario de los «Caballeros de Japón»—. ¡Está bien, ya se lo he dicho! ¡No lo sé…! No pregunté nada, trescientos a cambio de dos capullos.
—¿En metálico? ¿Por anticipado?
McGillivray aspiró una última calada del filtro naranja del cigarrillo, antes de aplastarlo con el pie.
—Deme otro, ¿vale?
—¿Te pagó por anticipado?
Se humedeció los labios, mirando el bolsillo en el que Logan se había guardado el paquete de tabaco.
—Cien por adelantado. Cien después del abogado. Y cien después del futbolista… —Se movía con inquietud—. Es un violador de mierda, ¿no? ¡No es culpa mía! Usted…
Logan sacó otro cigarrillo y los ojos de adicto se le iluminaron a McGillivray.
—¿Qué pub, Russell?
—No me acuerdo.
Logan sacudió la cabeza en señal de negación, y luego partió el cigarrillo por la mitad.
—¿Qué pub?
—Ah, ¡mierda! ¡Vamos! No me…
El cigarrillo se redujo en otra mitad más.
—¡El Garthdee Arms!
—Y ahora quiero que me des su nombre.
—¡No me dijo cómo se llamaba! ¡No me lo dijo! —Le entró pánico, sin dejar de mirar el pequeño cilindro fumable—. Era un tío alto, de aspecto chungo, con barba, gafas… joder, por favor…
Logan le dio los restos.
Con ayuda del programa informático para la elaboración de retratos robot, tardaron menos de veinte minutos en obtener uno que guardara una semejanza aceptable: la cara delgada, ojeras, gafas redondas, frente despejada, barba. Logan suspiró y lo imprimió, pero no necesitaba colgar la imagen en la intranet del cuerpo de policía para averiguar de quién se trataba: el marido de Gail Dunbar, la tercera víctima de Macintyre, el hombre que había abordado a Insch a la salida del tribunal cuando el futbolista quedó en libertad. El hombre al que Insch había prometido justicia.
Fueron a buscarlo al trabajo y se lo llevaron en un vehículo de camuflaje del Departamento de Investigación Criminal para tomarle las huellas dactilares, muestras de ADN y fotografiarlo. Proceso durante el cual el detenido pasó de un silencio hosco a manifestar sus quejas en voz bien alta: el abogado era el culpable de que aquel cabrón hubiera salido indemne de lo que le había hecho a Gail. ¡Se lo tenía bien merecido! Lo único que lamentaba era que McGillivray hubiera empezado por Moir-Farquharson, en lugar de ir primero a por esa alimaña de futbolista. Por lo que a él respectaba, eran doscientas libras bien empleadas.
Insch volvía precisamente de comer, cuando se cruzó al entrar por la puerta trasera con Rennie y Rickards que se llevaban al esposo de Gail Dunbar a las celdas del piso inferior. Al ver al inspector, el hombre explotó.
—¡¡Usted!! ¡Usted me lo prometió! ¡Me prometió que lo encerraría! ¡Lo prometió, gordo de mierda! —Y continuó, hasta ponerse verdaderamente violento.
—Cielo santo —exclamó Logan, pegándose a la pared mientras se llevaban a Dunbar, quien no dejaba de dar voces, gritar y maldecir.
—Tiene razón —indicó Insch cuando el alboroto quedó sofocado al cerrarse la puerta de una celda—, no podemos tocar a Macintyre. Si alguien violara a mi mujer, puede estar seguro de que no iba a quedarme con los brazos cruzados. —Suspiró, con la mirada perdida unos segundos—. Solo que no recurriría a un yonqui tirado como McGillivray. Me encargaría personalmente.