Doblando el cuerpo por el cansancio de la carrera, y jadeando como una anciana en un concierto de Tom Jones, Logan se detuvo a la mitad de Burns Road. Había inspeccionado todas las calles colindantes que había podido, pero no había vuelto a encontrar señales de Merodeador en la Oscuridad. Hacía diez minutos que el tipo había huido y Jackie no había vuelto todavía. El hueco que había dejado en la fila de coches recubiertos de nieve estaba vacío, como una dentadura a la que le falta un diente.
Logan pateó el suelo con fuerza y se metió las manos bajo los sobacos, esperando que Jackie se diera por vencida y regresara pronto. Hacía un frío que pelaba. La nieve caía perezosamente formando espirales, y a su contacto le escocían las orejas, mientras expulsaba espesas nubes blancas al respirar. Se puso a caminar un rato de un lado para otro de la calle, tratando de estimular la circulación sanguínea. Demasiado frío como para estar allí fuera sin hacer nada, en plena noche… Se detuvo al ver un reluciente chorro de orina solidificada en la acera, que iba de un alto seto hasta al bordillo de la acera. Justo en el lugar en el que había visto al merodeador misterioso la primera vez.
—Maldita sea…
El tipo se había parado simplemente a orinar, por eso había salido corriendo al verse sorprendido por Logan, al que debía de haber tomado por el propietario, enojado por haberle contaminado el seto. Maldiciendo, Logan se puso a pasear de nuevo arriba y abajo. Qué situación tan estúpida, ¿quién narices salía a deambular por la calle con un tiempo como aquél? Había que ser tonto de remate. Trató de ignorar su propio sarcasmo mientras notaba que los dedos de los pies se le entumecían poco a poco.
No, tú querías un vehículo en el que cobijarte. Un lugar caliente, al abrigo de la maldita nieve. Debería de haberse quedado en el coche con Jackie. Al menos estaría calentito, aunque ella no estuviera para fiestas.
Los ojos de Logan siguieron el reguero de orina congelada hasta donde desaparecía, bajo un Renault Clio de aspecto roñoso. No era el tipo de coche que uno espera encontrar en un barrio como aquél. Bien, a no ser que perteneciera a alguien muy joven, pero aun así, habría cabido esperar que estuviera más nuevo. Se acercó y escudriñó a través de la ventanilla del pasajero. Envoltorios de bombones tirados, envases de patatas vacíos, un bolsa de polvos azucarados de limón, dos sándwiches del Marks & Spencer, tres latas de Red Bull y botella de agua caliente de la que escapaban volutas de vapor. Logan se sacó un pañuelo del bolsillo y, sirviéndose de él como guante improvisado, intentó abrir la portezuela del coche. No estaba cerrada con llave.
Así que el Meón Fantasma sí que estaba vigilando la casa de Macintyre. Una rápida llamada a Control le proporcionó el nombre y la dirección del propietario del Clio, un tal Russell McGillivray, con domicilio en un apartamento de George Street. Logan se quedó unos segundos contemplando el coche, la comida basura y la botella de agua caliente. De acuerdo, era posible que se tratara de una mera coincidencia y que el señor McGillivray estuviera haciendo otra cosa. Pero lo dudaba.
Tras echar una última ojeada a la calle desierta, Logan hizo bajar el respaldo del asiento del acompañante y se metió en el de atrás. Antes de cerrar la portezuela, cogió la botella de agua caliente y se la metió en el interior de la chaqueta. Sintió con alivio el calor que se extendía lentamente por su pecho.
Un somero registro en la parte de atrás descubrió dos ejemplares del Daily Mail, y por un momento Logan tomó en consideración la idea de que McGillivray pudiera ser un periodista. Pero entonces, ¿por qué había huido? Logan se arrellanó en el asiento y se escurrió hacia abajo, para permanecer lo más oculto posible.
Un coche pasó a su lado, y el motor se apagó por completo al cabo de nada. Debía de ser Jackie que regresaba a su puesto de observación. Logan sacó el móvil y la llamó.
—¿Jackie?
—¿Dónde narices te habías metido? He estado…
—Escucha, he encontrado el coche de ese tipo, está a veinte metros de ti. Tendrá que volver a buscarlo. Necesito que desaparezcas, ¿de acuerdo? Si te ve, volverá a escapar.
—¡Yo no me muevo de aquí! Insch me mata. Además, ¡esa sabandija de Macintyre podría salir otra vez!
—No tienes que…
—Ya sabes lo que pasó la última vez que no estuve aquí, ¿no? Nosotros en la maldita fiesta de cumpleaños de tu madre, y mientras tanto una pobre chica…
—¡Por el amor de Dios! No te estoy pidiendo que abandones tu puesto, ¿vale? ¡Agacha al menos la cabeza! —le dijo de mal talante.
Se hizo un silencio inquietante al otro lado de la línea.
—Ya sé que tú piensas que esto no es importante, pero…
—¿Qué? ¿Cuándo he dicho yo que no fuera importante?
—Tú dijiste que…
—¡Yo no dije nada! ¿Cómo, si tú no me dijiste lo que estabais haciendo? En lugar de comportarte en la fiesta como una chiquilla malcriada, ¡podrías habérmelo dicho! Habría podido buscar una excusa para disculpar tu ausencia. Demonio, ¡te habría venido a traer pastel y helado! Pero no, tú…
Ella le colgó el teléfono.
Maldiciendo para sí, Logan se inclinó sobre el asiento delantero y se sirvió uno de los sándwiches y una lata de Red Bull. Luego se acomodó y se puso a comer y a rumiar.
Pasaron casi cuarenta y cinco minutos hasta la declaración del cese de hostilidades. Jackie lo llamó para decirle que había «un gilipollas de aspecto sospechoso» merodeando en el extremo de la calle. Logan se giró con cuidado hasta situarse en posición de poder mirar a través de las pegatinas de ¡VIVA EL ABERDEEN!, de la ventanilla de atrás. Una fornida silueta de baja estatura permanecía bajo una farola, observando la calle y expulsando columnas de pálido vapor al frío aire de la mañana.
Logan se metió la mano en el interior de la chaqueta y sacó la botella de agua, ya fría, que depositó en el hueco de los pies.
Quienquiera que fuera, lanzó una última mirada vigilante a la calle y se dirigió hacia el destartalado Clio. Logan se agachó todo lo que pudo para que no le viera, mientras oía el crujido de las pisadas en la nieve. Una sombra se cernió sobre el interior del vehículo, luego se oyó un tintineo de llaves, un chasquido, y se abrió la puerta del conductor. El tipo se sentó al volante con un escalofrío, llenando el coche de olor a sudor, encendió el motor y puso la calefacción al máximo.
Tras frotarse las manos y mirar unos instantes hacia la casa de Macintyre, embragó. Logan esperó a que pusiera la mano sobre la palanca del freno, antes de inclinarse hacia delante y decir:
—¿A dar una vuelta?
El coche entero resonó con el grito de terror. El vehículo dio una sacudida, el motor se caló y el conductor buscó frenético la manilla de la puerta, pero Logan se le adelantó y pulsó el botón de cierre centralizado, para saltar acto seguido al asiento del acompañante.
El tipo lo miró aterrado, con su inclinada frente perlada de gotitas de sudor.
—¡No tengo dinero!
Era joven, no más de veinticinco o veintiséis años, nervioso, de una palidez sorprendente, aun bajo la amarillenta iluminación de la calle.
Logan le mostró la placa.
—Policía. ¿Es usted Russell McGillivray?
—Yo no… ¡no he hecho nada malo! ¡Me ha dado un susto de muerte! ¡Pienso poner una queja! No…
—Su nombre. No pienso preguntárselo más veces.
El joven tosió.
—Don. Don Macbeth… ehm… pero todos me llaman Hamish, ya sabe, por el detective ese, Hamish Macbeth, de la tele…
—Supongo que sabe que es un delito darle a la policía un nombre y una dirección falsos, ¿verdad?
—¡Le estoy diciendo la verdad!
—¿Este coche es suyo, señor Macbeth?
—No… Sí… Es decir, es de un amigo.
—Entiendo… —Asintió Logan—. Bien, señor Don «Hamish» Macbeth, queda usted detenido bajo sospecha de intentar obstaculizar la acción de la justicia facilitando datos falsos acerca de…
—¡Oh, venga ya! ¡No le estoy mintiendo! ¡Es la verdad!
Hizo un intento por escapar, desactivando el cierre central con el pulgar y abriendo de golpe la puerta del conductor. Se escabulló con rapidez a la calzada, pero solo para encontrarse cara a cara con la agente de policía Jackie «Rompepelotas» Watson.
—Yo en su lugar no lo intentaría.
No fue lo bastante inteligente como para hacer caso.
—Vaya por Dios —exclamó Logan, entrando de nuevo en la sala de interrogatorios número uno, con los resultados del análisis de las huellas dactilares en las manos—, parece que ha habido algún tipo de error, «señor Macbeth». Hemos enviado a contrastar sus huellas dactilares con la base de datos general y, según el resultado, pertenecen a un tal Russell McGillivray. ¿No le parece extraño?
Don Macbeth, alias de Russell McGillivray, se removió en su asiento, llevándose la mano a la entrepierna, para asegurarse de que todo seguía en su sitio después de su intento frustrado de escabullirse de Jackie.
—Ehm… pues… —Tenía la piel reluciente de sudor, y el cuerpo se le movía dando tirones y contracciones como si tuviera vida propia, mientras él no paraba de comerse las uñas. Tirón, mordisqueo, contracción, meneo, contracción…—. ¿No podría fumar? Me muero por un pitillo.
Le temblaba la voz y le olía el aliento, lo cual se sumaba al mal olor general a sudor de sobaco.
—Bien, Russell, ¿quiere explicarme qué hacía sentado en el coche delante de la casa de Rob Macintyre, a la una de la madrugada?
—Sí… bueno… es que… —Tosió, se mordisqueó la cara interna de la mejilla y dijo al fin—: Vamos, déjeme fumar un cigarro… ¡Me estoy ahogando aquí dentro!
—A lo mejor pero, primero tendrá que contármelo todo. ¿Qué hacía allí?
Volvió a moverse en la silla.
—Pues es que… soy un fan suyo, eso. Quería pedirle un autógrafo.
Logan lo miraba fijamente.
—Por supuesto, y yo soy Harry Potter. —Sacó el expediente de McGillivray y pasó las hojas hasta que se detuvo en una—: Tres veces imputado por tenencia de armas con intento de agresión, dos por allanamiento con empleo de fuerza, una por posesión de artículos robados, una por conducción bajo los efectos del alcohol… —Levantó la vista del papel y sonrió—. Vaya, mira por dónde, tendremos que imputarle también conducir con el permiso retirado. Eso además de dar un nombre falso y oponer resistencia a su arresto. Veo que está bajo fianza. —Logan dejó escapar un silbido grave—. Uau, no me gustaría estar en su pellejo.
—Oh, mierda…
McGillivray inclinó el cuerpo hasta tocar con su sudorosa frente en la superficie de la mesa, los brazos sobre la cabeza.
—Vamos, vamos, Russell, antes de que tengamos que sacarte de aquí y meterte entre rejas por incumplimiento de la condicional: ¿qué hacías merodeando delante del domicilio de Rob Macintyre?
McGillivray miró por entre los brazos.
—¿No ve que no estoy bien, hombre? No me encuentro bien, nada bien…
Logan se sacó del bolsillo un paquete arrugado de Benson & Hedges, sustraído del despacho de la inspectora Steel, y lo dejó encima de la mesa. El paquete atrajo los ojos de McGillivray como un imán. El hombre se humedeció los labios, relamiéndose, mientras Logan depositaba un encendedor de plástico común junto a los cigarrillos.
—Vamos a ver si con esto se te refresca la memoria. —El tipo, inquieto y sudoroso, se irguió en la silla y asintió con la cabeza, sin apartar los ojos de los cigarrillos birlados a Steel—. Cuando he introducido tus huellas dactilares en el ordenador, ¿a que no adivinas qué he encontrado también? Coincidían con las huellas parciales que obtuvimos del coche del señor Moir-Farquharson. Fue agredido ayer por la noche a eso de las nueve y cuarto, justo antes de que tú le vieras las tetas a un chica joven, ¿te acuerdas?
—¿Yo…? No, no, yo estaba en casa con…
—Sales en la grabación de una cámara de seguridad callejera, Russell. Intentémoslo una vez más, ¿de acuerdo? Te hemos pillado merodeando delante de la casa de Robert Macintyre, y ayer rondabas por donde le pegaron una paliza a su abogado. ¿Quieres explicarme por qué?
Una contracción, un estremecimiento.
—Err… yo… estaba… vamos, uno nada más… —Logan movió la cabeza en señal de negación y cogió el encendedor, dándole vueltas entre los dedos, hasta que volvió a guardárselo en el bolsillo. Luego alargó la mano en busca de los cigarrillos…— ¡Oh, vamos! Se lo estoy mendigando…
—Tiene que ser una gozada. —Logan adoptó una sonrisa de compinche—, moler a palos a uno de esos abogados empalagosos, ¿eh? ¿Quién podría culparte?
—¡Una calada! Solo una, nada más, pequeñita… Vamos…
—Primero habla, el cigarrillo después.
Le costó casi una hora, pero al final McGillivray cantó, y todo por el precio de un cigarrillo.
—Necesitaba el dinero, ¿vale? Lo necesito para… ya sabe, para una cosa… —Se rascó en el pliegue del codo al recordarlo—. Es abogado, ¿verdad? Sabía que estaría forrado. Dinero en metálico y eso… Pensé que al futbolista también podría sacarle algo, ¿sabe? —Gimoteó como un cachorrillo—: Vamos, me lo ha prometido, ¿eh? Que si se lo contaba…
Logan dejó que se sirviera de los cigarrillos de Steel.