Cuando Logan llegó a casa, a última hora de la tarde, después de haberse pasado la mayor parte del día triste y enfurruñado en el pequeño habitáculo de jefatura, Jackie salía vestida una vez más con su atuendo negro de ladrona de pisos. Ella se paró en la puerta, con el entrecejo fruncido:
—¿Te has enterado de lo de la violación?
—¿La de anoche, en Dundee? Sí.
La peor hasta el momento: Wendy Nichol, veintiséis años, programadora informática en una empresa de juegos para ordenador, con una hija de cinco años a la que criaba sola. De no ser por un taxista que había visto una pierna sobresalir de entre unos matorrales, habría muerto desangrada. Insch se había subido por las paredes después de recibir la llamada de la policía de Tayside, del inspector jefe Cameron, más concretamente, que le había echado la culpa por su incapacidad para meter a Rob Macintyre entre rejas.
—Increíble, ¿cómo diablos…? —Jackie se interrumpió—. Esta noche tengo que salir también.
—Ah, sí. —No lo dijo con entonación de pregunta. Intentaba reprimir un tono de ira en la voz.
—Sí. Ya sabes por qué.
Logan asintió con la cabeza. Lo sabía, sí. Sabía exactamente por qué.
—Yo también voy a salir. ¿Vas a ver a Cathy entonces? —Un nombre dicho al azar para ver si la sorprendía con la guardia bajada.
—¿Cathy? No, Janette. —El mismo nombre que le había dicho las otras veces. Muy lista.
—Eso, Janette.
Pareció como si Jackie fuera a decir algo, pero en lugar de eso, le dio un besito fugaz en la mejilla.
—No me esperes levantado.
Salió dando un portazo, y Logan se quedó plantado un momento donde estaba, antes de volverse en redondo y salir tras ella. La siguió disimuladamente bajo la lluvia por Marischal Street, mientras ella subía la calle con el móvil pegado a la oreja. Jackie llegó a lo alto de la calle y giró a la derecha por Union Street, antes de detenerse en la marquesina del autobús enfrente de The Tolbooth. Se guardó el móvil en el bolsillo y se quedó allí esperando, expulsando el vaho de la respiración al frío aire de la noche.
Él se quedó rezagado, haciendo tiempo a las puertas del Tilted Wig, donde ella no podía verle pero desde donde él sí la veía a ella, mientras la lluvia fría le aplastaba el pelo sobre la cabeza y le traspasaba la chaqueta. Hasta tres autobuses articulados se habían parado y vuelto a arrancar cuando un anónimo Citroën se detuvo en la parada, con los limpiaparabrisas funcionando a toda velocidad. Jackie levantó los brazos y gritó:
—¡Ya era hora! —Y abrió la puerta del acompañante.
Se encendió la luz interior y Logan pudo distinguir perfectamente al conductor antes de que Jackie se subiera al vehículo y cerrara la portezuela. El cabrón de Simon Rennie.
El coche puso el intermitente y se unió al flujo del tráfico, intenso en hora punta. Empapado, Logan se quedó mirando hasta que el coche desapareció.
El Ferryhill House Hotel era uno de los pocos lugares de Aberdeen lo bastante optimista como para presumir de una terraza de verano, es decir, una colección de bancos de picnic muertos de risa bajo el aguacero que caía. Logan lo cruzó en dirección al bar, mojado como una rata. Con un escalofrío, se despojó de la chaqueta y escrutó entre la multitud. Aún no eran las siete, y no había señales de Rachael.
Las mesas más próximas al hogar estaban todas ocupadas, así que tuvo que conformarse con colgar la chaqueta del respaldo de una silla. Luego fue a por una jarra de Stella, que se llevó a la mesa y se quedó mirándola fijamente mientras se preguntaba si aún estaba a tiempo de ahuecar el ala. ¿No sería mejor que se fuera a casa? Aquello era…
—¡Ha venido!
Levantó los ojos y vio a Rachael Tulloch, que se desprendía de un impermeable naranja brillante. Ahora sí que ya era tarde para la retirada. Ella echó hacia atrás la silla situada enfrente de él, y se sentó dejándose caer a peso y rociando la superficie de la mesa de gotitas de agua procedentes de su cabellera.
—Oh, ya tiene bebida, voy a… —dijo haciendo ademán de levantarse, pero Logan se adelantó.
—No se mueva, ya voy yo. ¿Gin-tonic? —Ella se ruborizó—. Por favor.
Cuando Logan volvió a la mesa, Rachael estaba guardándose un lápiz de labios en el bolso.
—Gracias —dijo, aceptando la bebida—, no se creería el día que he tenido. Salud. —Levantó el vaso, ofreciéndolo para que Logan chocara el suyo. Bebieron en silencio—. Ehm… —empezó ella; tosió y lo reintentó—. Hemos tenido una vista por esos traslados ilícitos. ¿En Tillydrone?
—Ah, ¿sí? Estupendo.
—Sí… —Un nuevo silencio—. No pensaba que vendría. —Jugueteó con el vaso entre las manos, sin mirarlo—. Creía que me daría alguna excusa, o que diría que no o algo…
Logan intentó reír, pero resultó en una risa ligeramente ahogada.
—Lo siento. —Bebió un trago de cerveza—. Me he alegrado de que me lo pidiera. —No estaba muy seguro de si mentía o decía la verdad.
Ella sonrió. Con la sonrisa, se le iluminaron los ojos.
El restaurante indio de Crown Street estaba a solo cinco minutos a pie, pero ambos estaban calados hasta los huesos para cuando atravesaron la puerta. Por lo menos mientras comían tendrían algo que hacer durante los silencios incómodos. Que cada vez eran menos. Hablaron sobre todo de asuntos de trabajo. Logan le contó lo del alijo de material porno victoriano de Zander Clark, para relatarle luego una anécdota de cuando la inspectora Steel había perseguido a una prostituta que acababa de robar en Ann Summers, la cual había ido dejando en su huida un rastro de vibradores, braguitas abiertas por la entrepierna y lubricante. Rachael le contó a su vez el caso de un tipo al que había encausado por intentar provocar el aborto de su novia embarazada con una botella de lejía.
Mientras avanzaba la noche, Logan intentaba por todos los medios no pensar en cómo se pondría Jackie. Qué importaba ya, si ella se acostaba con Rennie: todo había terminado. Lo primero que haría por la mañana sería pedirle que se fuera de su apartamento. Y ya está. Siguió contando chistes y anécdotas, intentando convencerse a sí mismo de que no le importaba.
Más tarde, mientras esperaban un taxi en la escalera exterior del restaurante:
—¿Sabes? —empezó Rachael, expeliendo una nube de vapor al hablar, levemente aromatizada de cardamomo, comino y ajo—. Me alegro de verdad de que hayas venido.
Se miraba los guantes de lana, con las mejillas brillantes y sonrosadas por el rubor.
—Yo también. —Esta vez lo dijo de corazón.
—¿Quieres…? —Respiró hondo—. ¡Ah, qué narices! —Lo agarró por las solapas y le besó. Sus labios eran dulces y cálidos, y sabían a especia…
Entonces fue cuando sonó el móvil de Logan.
—Maldita sea —murmuró, y se apartó riéndose y comprobando el número de quien llamaba. Era de comisaría—. Lo siento. —Pulsó el botón de llamada y la voz del sargento Mitchell sonó con fuerza en su oreja.
—… no, yo no. Ahora mueva el culo y…
—¿Qué puedo hacer por usted, Eric?
—¿Qué? Oh, ¡aleluya! ¡Por una vez lleva el móvil encendido! ¿Está sobrio?
—Sí. —Se había dado al agua desde que había llegado al restaurante, para asegurarse de no quedar como un memo—. ¿Por qué?
—El que no lo está es el inspector Insch. Habéis tenido a Alfa Trece perdiendo el tiempo todo el día, vigilando un domicilio de Danestone… de un tal Frank Garvie, ¿te suena? —Logan admitió que sí, que le sonaba—. Bueno —prosiguió Mitchell—, pues tenemos denuncias por alboroto en esa dirección.
Logan no acababa de entender qué tenía eso que ver con él.
—¿Y?
—Pues que Insch dice que tienes que ir…
—Pero…
Rachael le hacía gestos de tomar un café.
—Eh, si tú quieres mandar al carajo a Insch, es cosa tuya. Yo ya he cumplido.
Logan hizo rodar los ojos y le deseó una muerte lenta y dolorosa al maldito inspector Insch.
—Está bien, está bien. Necesitaré un coche.
—Perfecto. Oscar Foxtrot Dos va para ese sitio. Puedes pedirle que te lleve de gorra.
Y colgó.
—Lo siento…
—Tienes que irte, ¿verdad? —dijo ella, mientras el taxi se detenía a su espalda.
—Sí. Ya sabes cómo está últimamente el inspector Insch.
—Algo he oído. —Abrió la puerta del taxi—. Sube, le pedimos que te deje a ti primero en comisaría.
Logan se bajó tambaleándose delante de la entrada de jefatura, esperando no parecer una drag queen con el lápiz de labios corrido. Entró a toda prisa en la recepción, mientras el taxi se perdía en la noche. Oscar Foxtrot Dos, una pequeña y roñosa furgoneta provista de malla metálica en las ventanillas traseras, le esperaba en la parte de atrás con el motor en marcha. Bajo la lluvia se oía música de ópera que salía del vehículo. Logan se subió al asiento del pasajero, e inmediatamente se puso a toser y echar saliva. Allí dentro apestaba a perro mojado.
—De aquí a nada se habrá acostumbrado —dijo la mujer sentada al volante—. Les daremos un buen bañito en cuanto los pillemos por banda, ¿eh, bonitos? —Logan se volvió y vio dos enormes pastores alemanes con su húmedo hocico de regaliz aplastado contra la rejilla que separaba la parte de atrás de los asientos del conductor y del acompañante. El más grande de los dos comenzó a gruñir, y la cuidadora se rió y le dijo al perro—: Está bien, pequeñín, este señor no va a hacerte ningún daño. —Luego le dio una palmada a Logan en la rodilla—. No se le ocurra mirarlo a los ojos, por lo que más quiera.
Logan se volvió a mirar hacia delante. A toda prisa.
Mientras circulaban en dirección al apartamento de Garvie en Danestone, la mujer llevó una conversación a tres bandas con Logan y con sus perros acerca de un documental que había visto la noche anterior en la BBC2 en torno a la figura de Carlos Eduardo Estuardo, el Gentil Príncipe Carlos, quien por lo visto había compartido lecho con dos cortesanas italianas y con un irlandés durante la rebelión jacobita.
—Yo por supuesto tengo un primo gay a quien le encanta el Drambuie —dijo mientras giraba por el callejón sin salida de Garvie—. Pero él es de Elgin.
Las luces de Alfa Trece arrojaban haces de color azul que atravesaban la lluvia, haciendo brillar las gotas de agua como si estuvieran cargadas de electricidad. Logan le dio las gracias a la adiestradora de perros y se apeó de la furgoneta, en dirección al coche patrulla.
—Cuéntenme.
El agente señaló hacia el edificio de Garvie.
—Ha llamado un vecino hará cosa de media hora quejándose del ruido. A partir de ese momento no han parado de llamar, cada cinco minutos, para saber por qué no habíamos hecho nada.
—¿Cuándo ha vuelto Garvie a casa? —El agente se encogió de hombros y Logan soltó una maldición—. ¡Se supone que estaban vigilando su domicilio!
—A mí no me mire, yo no he venido hasta las diez.
—Oh, por el amor de Dios…
Logan se levantó el cuello del abrigo y cruzó la cortina de agua a toda velocidad, corriendo por el corto camino de entrada y penetrando en el edificio por la puerta principal. De los pisos de arriba llegaban voces airadas que se superponían al estruendo de la música a todo volumen. Subió por la escalera; el ruido se hacía más fuerte a cada paso.
¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!
—¡¡Baje el volumen de una puta vez!! —Una voz de hombre.
—¡No pienso repetírselo más veces!
—¡Hay que ver, con lo que tenemos que vivir! —El tono agudo de la voz de una mujer.
—¡Abra de una vez, pervertido! —Nuevamente el hombre.
Estaban en el segundo piso, cinco vecinos coléricos y una agente de policía con cara de asqueo. El ruido que salía del apartamento de Garvie era ensordecedor, unos violines y un teclado en crescendo que hacían rechinar los dientes, con un clamor y unos golpes insoportables. De golpe se hizo el silencio. Acto seguido comenzó de nuevo desde el principio. No era de extrañar que los vecinos estuvieran que se subían por las paredes: una hora seguida con aquello, y hasta el mismo Papa habría salido corriendo desbocado Union Street abajo con un bate de béisbol en las manos.
La puerta de Garvie estaba repleta de nuevas pintadas con obscenidades que cubrían también parte de las paredes, como un contagio de odio en expansión. Logan le dio unas palmadas a la agente en el hombro.
—¿Qué hay?
—¿¿Qué??
—¡Digo que cómo está la situación!
Ella pareció algo confusa unos instantes, y luego le respondió a gritos:
—¡No sé, lleva así desde que hemos llegado! ¡El inquilino no responde!
—¡Entendido!
Logan se acercó a la puerta y se agachó. Arrugó la nariz al percibir el hedor a orina. Se puso un guante de látex y levantó la lengüeta del buzón. El recibidor estaba a oscuras, apenas si se filtraba un rayo de luz procedente del salón del que provenía aquel espantoso estruendo que se repetía sin cesar.
—¡Yo ya he mirado también! —exclamó a gritos la agente—. ¡No hay ni rastro de él!
Logan le hizo gestos para que bajara con él la escalera. Tan pronto como estuvieron fuera del alcance visual, los vecinos se pusieron a aporrear otra vez la puerta.
—Es culpa de ellos —dijo Logan—. No han hecho más que atemorizar al pobre diablo, pintándole grafitos, meándosele por la rendija del buzón, quemándole excrementos de perro en una bolsa de papel. Seguro que ha elegido la música más horrorosa que ha encontrado en casa, la ha puesto en modo repetición, ha subido el volumen al máximo y se ha ido a un hotel a pasar la noche. Es su venganza.
La agente asintió con la cabeza.
—¿Qué hacemos entonces?
Logan echó una nueva ojeado hacia lo alto de la escalera, mientras recomenzaba una vez más el mismo fragmento musical.
—Vamos a tener que forzar la entrada. Si no lo hacemos, lo lincharán cuando vuelva. ¿Usted…?
—¿¿Por qué no hacen nada de una vez??
Un tipo calvo de mediana edad bajó hecho una furia del piso de arriba, rojo de ira, como si fuera a darle un ataque.
—¿Puede usted decirnos algo de los actos de vandalismo cometidos contra el apartamento del señor Garvie, caballero?
El hombre se paró en seco. Se puso pálido, y nuevamente rojo.
—¿Me está acusando de algo?
—Puede. —Logan se volvió hacia la policía—: ¿Ha tomado el nombre y la dirección de este caballero, agente?
—Sí, señor.
—Bien. —Se quedaron mirando los dos al tipo mientras este retrocedía y volvía a subir las escaleras. Desapareció de la vista mientras la música volvía a empezar—. Vamos —señaló Logan—, si sigo oyendo eso por más tiempo, voy a acabar pegando a alguien.
La agente le pidió que la disculpara un minuto y salió a toda prisa a la noche lluviosa, mientras las luces del coche patrulla barrían perezosamente la oscuridad con sus haces azules. Regresó sacudiéndose el agua del impermeable policial y sosteniendo sonriente en alto lo que parecía una pequeña arma de fuego.
—La obtuve por internet —explicó mientras subían la escalera en dirección al ruido ensordecedor—. Me moría de ganas de que se me presentara la oportunidad de probarla.
—Espere —dijo Logan al llegar al descansillo del primer piso.
Sacó el móvil y llamó a Control para explicarles que temía por la seguridad del inquilino y que iban a forzar la entrada. En el rellano del segundo no había señales del grupo de vecinos coléricos. Seguramente el caballero de mediana edad les habría avisado de que a la policía le interesaba más perseguirlos a ellos por vandalismo que hacer algo con respecto a la serenata de condenación eterna de Frank Garvie.
—¡Dele una patada!
—¡No es necesario! —La agente se acercó hasta la puerta como pavoneándose y metió el extremo puntiagudo de su «arma» por el ojo de la cerradura; lo ladeó un poco y apretó el gatillo. Si había pasado algo, fue inaudible en medio del estruendo de la música—. ¡¡Ajá!! ¡Qué le parece!
La puerta giró sobre sus goznes, haciendo que el ruido fuera aún más insoportable. Logan se tapó los oídos con las manos y se adentró en el apartamento. La alfombrilla de la entrada apestaba a orina, así que avanzó pegado a la pared, intentando no pisar nada mientras caminaba paso a paso hasta el final del corto vestíbulo. El aparato de home cinema arrojaba el sonido con una intensidad increíble, haciendo vibrar las tablas del suelo bajo sus pies mientras la música repetía su crescendo una vez más. Logan se asomó a la sala de estar justo en el momento en que se acababa el fragmento y se hacía el silencio.
Frank Garvie estaba colgado del gancho de acero inoxidable del techo. Entre contracciones.
La música recomenzó de nuevo.