Capítulo 28

La nieve caída durante la noche no había cuajado apenas, tan solo había llegado a formar un barniz blanco que se deshizo en cuanto lo tocó el sol, haciendo humear las calles. Logan se había parado a mirar desde la ventana del despacho de la inspectora Steel, sin llegar a fijarse en realidad en las personas que pasaban por la calle y que disfrutaban de aquel breve respiro en pleno invierno, tan ensimismado como estaba. Al marcar el guarismo 1471 en el teléfono para comprobar con quién había hablado Jackie la noche anterior, el número que apareció fue el de Rennie. Debería de habérselo imaginado, siempre los había unido una estrecha relación. Maldito Simon Rennie. Un falso, un hipócrita, de los que te apuñalan por la espalda…

—¿…o me estoy portando como una vieja bruja rencorosa? ¡Eh, oh! ¿Está ahí? ¡Vuelva, Lazarus!

—Lo siento —dijo él—, estaba muy lejos.

—Decía que esa pequeña sabandija se enfrenta a una pena de entre ocho y doce años antes de volver a pisar la calle. La fiscal intentará que sean más, pero ya sabe cómo se ponen los jueces cuando se trata de dictar una sentencia contra un niño. Unos blandos y unos capullos, eso es lo que son.

—Oh, Sean Morrison… —Se volvió de nuevo hacia la ventana—. ¿Se ha preguntado alguna vez qué debió de sucederle? En fin, para que se volviera así.

—No. No lo sé, ni me importa. Hemos cogido a ese pequeño cabrón, y va a estar fuera de la circulación durante un buen tiempo. Es lo único que me interesa saber.

—Hmm… —Un coche patrulla giró por Queen Street, y los rayos del sol se reflejaron en su parabrisas con un destello al detenerse para dejar pasar a una señora mayor que cruzaba la calle—. Hace seis meses era un niño de ocho años normal y ahora es un asesino. Un paso muy grande para un chico tan pequeño.

—Habla como uno de esos malditos asistentes sociales. Es un niño mimado de mierda, no hay más.

Se oyó el ruido de un mechero de gasolina (chas, chas, chas), y una voluta de humo blanco se desplazó serpenteante hacia la ventana.

—Nadie mata a un anciano solo porque papá y mamá no te han querido comprar un poni. —Se volvió hacia Steel mirando por encima del hombro. La inspectora estaba estirándose, sentada en su silla, con los tacones hundidos en la moqueta, los brazos por encima de la cabeza, como un gato despeinado y soltando feliz bocanadas de humo—. Tuvo que pasar algo.

Ella se quitó el pitillo de la boca y se quedó mirándolo a través de los hilos de humo.

—¿Quiere hacerme un favor y no chafarme la guitarra? Hemos ganado: disfrute de la victoria. —Se subió la manga y consultó el reloj entornando los ojos—. Vamos, tenemos el tiempo justo de ir a echar una meada antes de que llegue la fiscal. Levante esos ánimos, por el amor de Dios, a este paso hará que el doctor Funesto parezca unas castañuelas, comparado con usted.

La fiscal se había sentado en la silla menos destartalada de las que había en el despacho de la inspectora. Estaba morena, la piel bronceada por el sol, pero su ayudante, a la que había dejado al mando mientras ella se había ido a tomar el sol a un lugar remoto, había adquirido la palidez típica de lo más crudo del invierno en Aberdeen. Rachael Tulloch tenía la piel casi blanca, y el largo y rizado cabello de color castaño rojizo recogido en forma de cola de caballo suelta, que no dejaba de tocarse mientras la fiscal y Steel repasaban la lista de acusaciones que iban a presentar contra Sean Morrison.

Era muy guapa, Logan no podía creer no haberse fijado antes. Más que guapa, hermosa, céltica, la típica vecina preciosa. Levantó la vista, lo sorprendió mirándola, y sonrió. Sintiéndose como un adolescente pícaro, él se ruborizó y apartó la mirada.

Cuando hubieron terminado, Rachael se rezagó, dejando que Steel y la fiscal fueran por delante.

—Vaya —dijo mientras se deshacía la cola, dejando que su cascada de rizos le cayera sobre los hombros y por la espalda—, he oído que cogió a Sean prácticamente usted solito. —Logan protestó, pero ella no le hizo caso—. Por no mencionar la resolución de todos esos robos. —Esbozó una amplia sonrisa e hizo rodar los ojos, para acto seguido adoptar un acento americano barato—: ¿Hay algo que usted no pueda hacer?

—Yo… bueno…

Logan de pronto se veía en dificultados para encadenar dos palabras seguidas.

—¿Sabe? —dijo ella respirando hondo—. Creo recordar que le debía una copa. De hace tiempo. —Le tocó el brazo con los dedos.

—Bien, ehm… —Entonces se acordó de Jackie y de Rennie («no sospecha nada»)—. Ahora que lo dice, me parece recordar algo acerca de un gin-tonic tranquilo.

—¿Cuándo?

—Euh… ¿esta noche?

—Esta noche. A las siete, en el Ferry Hill House Hotel, en el bar, no en el salón. No se retrase.

Rachael sonrió, se volvió y se apresuró a alcanzar a la fiscal. Solo se volvió a mirar dos veces.

Logan se tropezó con el Gran Gary cuando bajaba por la escalera. El gran hombre lo miró de arriba abajo y soltó un gruñido.

—¿Qué haces de servicio? Creía que te había dicho que te tomaras libre hasta el sábado.

—La inspectora Steel.

—No sé por qué narices nos molestamos en hacer un cuadrante de turnos. —Se sacó el bloc de notas y escribió algo en él—. ¿La más remota idea de cuándo Su Santidad te permitirá regresar a tus tareas habituales?

—No. ¿Has visto a Rennie por aquí?

Logan no sabía qué le haría al agente cuando lo viera, pero no sería nada bonito.

—En los juzgados. Todo el día —dijo Gary, volviendo a guardarse el bloc de notas—. Dos traslados ilícitos, tres robos en tiendas y una denuncia por exhibicionismo. Pero mañana entra de servicio.

Logan le dio las gracias y bajó la escalera de dos en dos hasta el exiguo centro de coordinación requisado. Estuvo un rato sentado en el pequeño habitáculo sin ventanas, pensando en si presentarse en los juzgados, agarrar a Rennie por el cuello y molerlo a palos. Le estaba pisoteando los testículos a aquel cabronzuelo repugnante cuando le sonó el móvil.

Era Mister Skate Or Die, del equipo informático de la Oficina de Identificación, que quería hacerle saber que había indagado en los servidores de casa de Garthdee.

Logan frunció el ceño.

—Garvie, no Garthdee. Frank Garvie.

—Sí, bueno, lo que sea. Los hemos conectado esta mañana… Está todo codificado.

—¿Y no puede descodificarlo?

Se hizo un silencio, seguido de una risa burlona.

—No.

—Voy para allá.

Los servidores que habían confiscado en el apartamento de Garvie yacían en medio de un vertedero de latas de Coca-Cola Diet y segmentos de cable. Ambas máquinas estaban conectadas a sendos monitores de pantalla plana que mostraban filas y filas de letras y números que lucían con un brillo verde pálido sobre fondo negro.

—¿Qué es lo que busca? —preguntó el informático, con la punta de un bolígrafo en la boca—. Está cifrado con una codificación doscientos cincuenta y seis asimétrica. Está todo abierto en la caja, no hay ningún tipo de seguridad, pero es imposible obtener nada que tenga sentido sin las claves.

—Tiene que haber algo que pueda hacer…

—No hay una puta posibilidad. —Golpeteó en una de las cajas con su cigarrillo de mentira—. Los militares utilizan la codificación de ciento veintiocho bits para los documentos secretos. La doscientos cincuenta y seis es como trescientos cuarenta mil millones, de millones, de millones de veces más segura. Es lo máximo en alto secreto, algo tipo Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos, o MI6 de Gran Bretaña. No seremos capaces de entrar en cosas así hasta dentro de por lo menos otros veinticinco años. Antes de que me lo pregunte: puede comprar software codificador en internet por menos de lo que vale una entrada de fútbol. —Volvió a meterse el bolígrafo en la boca—. Sin la clave, no tenemos la más remota posibilidad de averiguar lo que hay dentro de estas máquinas.

—Pues no, no está en casa. —Era la voz de Alfa Trece—. Hemos preguntado a un par de vecinos, pero no le han visto desde anoche. Al parecer estaba borracho y se puso a gritar en la escalera que eran todos un atajo de cabrones y que él no había hecho nada.

Logan tapó el teléfono con la mano y le transmitió el mensaje al inspector Insch.

—No está en casa.

El obeso frunció el ceño.

—Dígales que sigan volviendo periódicamente, cada hora, a las horas en punto. En cuanto Garvie vuelva a casa, quiero el código de esos malditos archivos.

Hacia las once, Logan estaba de vuelta en su lúgubre centro de coordinación, con las luces apagadas, rumiando con amargura en torno a Jackie y Rennie, incapaz de mostrar ningún entusiasmo hacia las pilas de papeleo que tenía que poner al día. ¿Cómo había podido Jackie hacerle eso? ¡Y con Rennie! Con el capullo mentecato de Simon Rennie. El capullo mentecato cara de culo cerdo mamón hijo de…

El sonido de la puerta al abrirse. Alguien exclamó:

—¿Eh? —La estancia se iluminó de pronto, haciendo que Logan parpadeara y maldijera. En el umbral estaba el Gran Gary, con una mano en el interruptor de la luz—. ¿Qué haces aquí a oscuras?

—¿Qué quieres, Gary?

—Joder, vaya alegría llevamos en el cuerpo… Ha llamado el cretino ese de Glasgow.

Logan esperó a que desembuchara el resto, pero no dijo nada más.

—¿Y?

—Y yo qué coño sé… ¿es que tengo pinta de secretaria? Si encendieras el móvil de vez en cuando, igual te enterabas de algo, ¿no te parece?

—Vale. —Se volvió de nuevo a mirar la pared—. ¿Algo más?

Un suspiro, y Gary dijo en voz baja:

—Me rindo. —Apagó la luz y cerró la puerta.

Logan sacó el móvil y llamó a Colin Miller. Parecía que no se acababan nunca los timbrazos, hasta que por fin se oyó la voz del periodista, más profunda y áspera de lo normal.

—¿Qué quieres?

—Buenos días, Colin. ¿Estás mejor?

—Como si se me hubiera meado un gato en la boca.

—Me han dicho que me habías llamado.

—Ah, ¿sí? —Se oyó una tos estentórea, como un sonajero—. Argh… ¿hice alguna estupidez, ayer?

—Sí. ¿Ya has hablado con Isobel?

—Ha gritado un poco. —A Logan le dio la impresión de que eso era una estimación por lo bajo, la doctora MacAlister no era del tipo de mujer que sufre en silencio. Colin soltó un gruñido—. Ha dicho que soy un cabrón y un irresponsable por desaparecer de esa manera. Que me podía haber pasado quién sabe qué. Sí, eso, como la otra vez, ¿lo recuerdas? Cuando tú me jodiste bien jodido y…

—Ya hablamos de eso ayer. ¡Y tú me perdonaste! Me dijiste que era tu mejor colega.

—Debía de estar borracho de verdad…

—Eso da igual, no se puede «desperdonar» a alguien.

Se hizo un silencio prolongado, lo suficiente como para que Logan llegara a pensar que Miller había colgado, hasta que el periodista dijo:

—Izzy dice que me porte bien.

—¿Eso significa entonces que se ha acabado despotricar contra nosotros en la portada del Press and Journal?

—Lo pensaré. —Tosió de nuevo—. Oh, Dios…

—Bueno, si volvemos a ser todos amigos… —Logan dudó unos instantes. Era la ocasión perfecta para devolvérsela a Rennie: pedirle a Miller que lo vituperara en la prensa—. ¿Habría la posibilidad de que sacaras los trapos sucios de alguien por mí?

—Depende de quién. —Rennie, Rennie, Rennie… Logan cerró los ojos. Se rajó. No podía hacerle eso a nadie. Ni siquiera a Rennie—. ¿Estás ahí? Vamos, ¿de quién se trata?

Sí, sí que podía.

—Agente detective Simon Rennie.

Se hizo el silencio en el otro extremo de la línea, y cuando Miller habló al fin, su voz había recuperado el tono profesional.

—Se ha metido en algo gordo, ¿no?

—Eso depende de lo que averigües.

—¿Y quieres que publique lo que encuentre?

—Yo ahí ya no entro, con tal de que me lo cuentes a mí primero.

—Veré qué puedo hacer.

Miller colgó.

Ya estaba hecho, ahora ya no había vuelta atrás. Si había algo sucio que esconder, Miller lo descubriría y Rennie quedaría salpicado en el Press and Journal. Su reputación arruinada. Logan tardó casi cinco minutos en empezar a sentirse culpable. Sentado allí solo, en la oscuridad, se llevó las manos a la cara, maldiciendo en voz baja una y otra vez.