Capítulo 27

Dos horas más tarde, Logan entraba con paso decidido en el Globe Inn, en North Silver Street, se acercaba un taburete a la barra del bar y pedía una jarra de Stella y un sándwich de queso y cebolla.

—¿Sabes? —dijo mientras la camarera transmitía a la cocina su pedido por un interfono—, la cosa le está afectando, tantas horas ahí en el depósito. Acabará alterando a los cadáveres.

Colin Miller, reportero estrella del Press and Journal, emprendedor incansable de campañas contra la Policía Grampiana en general y contra el sargento detective Logan McRae en particular, volvió unos ojos agotados y enrojecidos hacia él y le dijo que se fuera al carajo. No era un hombre alto, ni siquiera comparado con el agente Rickards, pero lo compensaba más que de sobra en corpulencia. Lo que había sido una masa de músculo, empezaba a reblandecerse y a repartirse formando una disposición más propia de su condición de futuro padre de mediana edad. Su habitual traje lo había sustituido por pantalones vaqueros, camisa recia a cuadros escoceses, chaqueta de piel toda rayada y persistente tufo a alcohol. Agarró la jarra de cerveza que tenía delante, encima de la barra, con unas manos enguantadas de negro. La estrella de aquel hombre no emitía destello ninguno. No era él. Además, no se había afeitado.

—Vamos, Colin, está preocupada por ti. No apareces por casa en toda la noche… Ella teme que te haya sucedido algo malo.

—Ah, ¿sí? ¿Como la última vez, te refieres?

Articulaba mal las palabras, que pronunciaba con marcado acento de Glasgow. Levantó las manos y movió los dedos para que Logan apreciara las articulaciones que ya nunca más iba a poder doblar. Una rigidez que se debía a las prótesis de plástico que habían remplazado el hueso y la carne.

—Colin, está muy preocupada por ti.

—Eso no es asunto tuyo, entrometido de los cojones.

Logan suspiró.

—Mira, lo siento, ¿vale? Por milésima vez te lo digo: ¡lo siento! No fue mi intención que las cosas sucedieran así. Nadie lo buscó. ¿Qué más puedo decirte?

—¿Qué te parece si cerraras el pico de una puta vez y no volvieras a decir nunca nada más? —Miller se puso de pie, se echó al gaznate el último trago de cerveza que quedaba y dejó la jarra dando un golpe encima de la barra—. No te necesito para nada, «Míster Héroe». —Le hincó a Logan el dedo en el hombro—. Así que mejor esfúmate y déjame en paz.

El periodista giró sobre sus talones y se fue dando tumbos hasta una mesa con la superficie de mármol, sobre la cual buscó apoyo para enderezarse y seguir su tambaleante camino hacia los lavabos.

Logan sacó el móvil y llamó a Isobel, a quien dijo:

—Está bien, solo un poco bebido. —Colgó antes de darle tiempo a que empezara a hacerle preguntas o a intentar amedrentarle. Para curarse en salud, volvió a apagar el aparato. El sándwich de queso llegó justo cuando Miller volvía con paso firme a la barra y pedía otra pinta de cerveza tostada y un doble de Highland Park. El whisky exhibió todo su brillo ambarino cuando le pusieron el vaso delante—. ¿Qué tal si llamo a un taxi y te acompaño a casa?

—¿Qué tal si te vas a la mierda, mejor?

Logan observó la loncha de pan de molde de color claro, con el dibujo dorado oscuro impreso al tostarlo; cogió el sándwich, lo partió en diagonal y le dio a Miller una mitad, de entre cuyas rebanadas asomaban los blancos aros de cebolla.

—Toma.

El periodista se quedó mirando el triángulo de pan.

—No creerás que esto vaya a saldar nuestras cuentas. —Pero lo aceptó, lo envolvió en la servilleta de papel de Logan, para no llenarse de grasa los guantes, y se lo comió. Escrupuloso hasta borracho—. ¿Cómo has sabido que me encontrarías aquí?

—No eres el único que se gana la vida investigando cosas.

—Ya, supongo que no… —Se hizo un silencio, roto por alguien que puso una vieja canción de Deacon Blue en la gramola. La escucharon sin decir nada—. No estoy preparado para ser padre —sentenció Miller por fin, mirando con los ojos entornados su imagen reflejada en el espejo rayado al otro lado de la barra—. Apenas soy capaz de cuidar de mí mismo… —Guardó silencio de nuevo, haciendo girar el vaso de whisky vacío en su mano enguantada—. En cuanto a Izzy… Cielo santo, le aterra la idea de no volver a trabajar. Que les dé por buscarse a otro para descuartizar muertos mientras ella está de baja criando al pequeño. No volver a ver su adorada morgue nunca más… —Un silencio pensativo, un trago de cerveza oscura. Un eructo.

—Vamos, hombre, seréis unos padres estupendos.

Miller no levantó la vista.

—Tú qué sabrás…

—En serio. —Logan sonrió—. Pero es normal que tú digas eso, ¿no?

El periodista asintió con la cabeza, balanceándose sobre el taburete.

—Sí…

—Vamos, Colin, ya es hora de volver a casa.

Logan llamó a un taxi y metió al reportero dentro, enseñándole la placa al taxista antes de que empezara a quejarse de que no quería tener que limpiar vómitos de la tapicería de su coche. No tenía de qué preocuparse: tan pronto como la cabeza de Miller tocó el respaldo del asiento, perdió toda conciencia y se pasó el trayecto de cinco minutos hasta Rubislaw Den roncando dulcemente. Una vez allí, Logan pagó al conductor y sacó a Colin, bajo el plomizo cielo de la tarde.

El nidito de amor de la doctora Isobel MacAlister era bastante más grande que el apartamento de una sola habitación de Logan. Tres pisos de granito del caro en el barrio acaudalado de Aberdeen, la calle atestada de ostentosos coches deportivos y de enormes cuatro por cuatro. Rebuscó en los bolsillos de Miller hasta que encontró las llaves, y entraron ambos en la casa.

En el pequeño recibidor sonó un coro de pitidos de alarma. Miller fue con paso inseguro hasta un pequeño armarito, donde pulsó el código de desactivación. Cero, cinco, uno, cero. El cinco de octubre, el cumpleaños de Isobel. Logan pensó que lo habría puesto ella, para asegurarse de que el periodista nunca olvidara la fecha.

—Lo instalamos después de… después de que pasara aquello… —Colin repitió el gesto de levantar las manos y mover los dedos delante de Logan—. Por si… —Tragó saliva, con expresión preocupada, y respiró hondo dos veces—, por si acaso. —Se fue tambaleándose hasta la cocina, mientras decía volviéndose por encima del hombro—. Vamos, tomemos un poco de… Laga… Lagavulin… in… en…

—¿Seguro que no prefieres un cafetito? —preguntó Logan tras él.

Whisky, whisky, whisky

Miller cogió dos vasos de licor del armario junto a la tetera, los cuales hizo tintinear como campanillas de cristal al dejarlos torpemente encima de la mesa de la cocina, y luego fue en busca de la botella. Logan puso a calentar la tetera.

—¿Sabes, Laz? —dijo el periodista desde las profundidades de la despensa—. Antes tú me… tú me caías bien de verdad… —Volvió a salir al exterior, haciendo girar el tapón de corcho para extraerlo de una botella medio vacía de whisky de malta—. Siempre has sido un poco… un poco cretino, vamos, pero tú… eras mi… compinche. —Se dejó caer en una de las sillas junto a la mesa de la cocina, con el ceño fruncido—. ¿Por qué tuviste que joderlo todo?

—Fue un accidente, Colin. —Logan asaltó el lavavajillas a la caza de un tazón, que llenó de café instantáneo y azúcar, antes de verter en él agua hirviendo—. Nunca pensé que las cosas pudieran salir como salieron, tú eso lo sabes…

—¡Ta-chaaan! —El periodista se despojó del guante de la mano derecha y lo dejó encima de la mesa. Al dedo corazón le faltaban las dos falanges superiores, y al meñique todo a partir del segundo segmento. Los muñones se veían rosados y relucientes—. A veces me pica a rabiar. —Arrugó el entrecejo y escudriñó en la botella de whisky, de la que sirvió una buena medida en cada vaso. Luego se quitó el otro guante, dejando ver otro par de relucientes muñones, que frotó contra la barbilla sin afeitar. Logan le puso el café delante, pero el periodista hizo caso omiso. Colin cogió uno de los dos vasos de whisky y lo levantó para brindar—. Por el feliz Aberdeen y los cojones. —Esperó a que Logan alzara el otro vaso, contra el que hizo chocar el suyo—. ¡Atajo de pastores folla-ovejas!

Veinte minutos más tarde, Logan cerraba la puerta principal de la casa de Isobel y devolvía la llave metiéndola por la rendija del buzón, dejando dentro a Miller roncando en el sofá del salón. Dos cosas eran seguras: que al día siguiente Colin iba a tener una resaca de mil demonios, y que Isobel lo mataría. Si no, sería únicamente por la gracia de Dios… Logan sonrió y regresó hacia el centro de la ciudad.

No había llegado siquiera a la rotonda de Queen’s Cross, cuando sonó el móvil. Era un airado inspector Insch, que quería saber dónde diablos estaba.

—Como es mi día libre, pues yo…

—¿Dónde está?

—¿Cómo? En Queen’s Road, estoy volviendo a…

—Un momento… —Se oyó el rumor de una conversación apagada cuyos términos Logan no pudo entender, pero finalmente el inspector volvió a ponerse al aparato—. Quédese donde está, va en camino un coche patrulla para recogerlo.

—Pero…

—Nos vamos a Dundee.

Sentado en el asiento trasero con Logan, Insch le pasaba a éste las hojas del caso Macintyre, mientras la autovía hacia el sur discurría fugaz a través de las ventanillas del coche. A juzgar por la forma en que conducía, el policía de tráfico parecía estar realizando un intento de batir el récord de velocidad en tierra, adelantando todo aquello que encontraba en la carretera: turismos, coches familiares, vehículos deportivos y camiones.

—Sigo sin entender por qué tenemos que dejarlo todo y lanzarnos a la carretera —dijo Logan mientras le pasaban la declaración de otra de las víctimas.

El inspector lo miró con el entrecejo fruncido.

—¿Es que usted quiere que Macintyre siga libre violando a más mujeres? Cuanto antes lo pillemos, antes dejará tranquila la calle.

Lógico. Logan examinó la declaración, con alguna dificultad para concentrarse.

—¿Está seguro de que volveremos a tiempo? Porque yo tengo que…

—Por última vez, ¡le digo que sí! No se preocupe, que llegará a tiempo a su maldita fiesta. Ahora preste atención —dijo martilleando con su grueso dedo las hojas que Logan sostenía en las manos—. Christine Forrester, última víctima de Macintyre en Aberdeen.

Logan echó una ojeada al formulario.

—Cielo santo.

—Cada vez se ensaña más con ellas. —Los cirujanos habían tardado siete horas en coserle a Christine la cara y el cuello para intentar restituirle algo que se pareciera a un aspecto normal. La fotografía que acompañaba al informe fue suficiente para hacer que Logan apartara la vista, aunque no estaba seguro si el mareo que le producía era por la foto o por intentar leer un informe policial entero en el asiento de atrás de un coche patrulla lanzado por una carretera a más de ciento cuarenta kilómetros por hora mientras se ponía el sol—. Bueno —dijo volviendo del revés la foto de veinte por veinticinco—, ¿y por qué yo?

Insch masculló algo y se sacó una gran bolsa de ositos de goma.

—Me habría llevado a Watson, pero tuvo que abrir su maldita bocaza delante de la prensa. Ahora si la vinculo mínimamente con la investigación, todos nos acusarán de caza de brujas.

Logan observó cómo desaparecía un puñado de figuritas de gelatina en la boca del inspector, intentando no imaginar sus gritos mientras éste masticaba.

—Usted sigue convencido de que es Macintyre.

—Pues claro que es el maldito Macintyre. —Unas palabras apenas inteligibles en medio de tantos ositos agonizantes.

Logan asintió con la cabeza. Insch era igual que Jackie: incapaces de ver más allá de aquello que los obsesionaba. Por mucho que dijera el inspector, seguía siendo una caza de brujas. Mantuvo la boca cerrada y volvió a centrarse en la documentación.

El Dundee’s Ninewells Hospital era un gigantesco laberinto de corredores y pabellones interconectados. El familiar olor a desinfectante y el zumbido de los fluorescentes le resultaban de lo más deprimente a Logan, mientras seguía a Insch escaleras abajo y a lo largo del pasillo que conducía a la sala de neurología. En el puesto de las enfermeras había una mujer de mediana edad con un uniforme blanco y verde, mirando por encima de las gafas una tablilla sujetapapeles repleta de formularios, y con una gran caja de bombones abierta junto a ella. Insch se sirvió uno y dijo:

—¿Nikki Bruce?

La enfermera jefe de la sala levantó la vista.

—¿Son ustedes parientes? —Acabó la frase con el característico tono cantarín agudo propio de Fife.

El inspector le enseñó la placa.

—Policía. Venimos a…

—Sí, ya sé. Nikki está esperándoles. —Al ponerse de pie, solo llegaba hasta la mitad del enorme pecho en forma de tonel de Insch; los condujo a lo largo del pasillo hasta una pequeña habitación individual—. Lo ha pasado muy mal… mucho dolor. No la cansen.

Unos globos de helio se balanceaban suavemente mecidos por el aire acondicionado, con cositas metálicas brillantes en forma de ositos y gatitos adheridas a ellos. En el tablero de corcho colgado por encima de la cama había tarjetas prendidas con chinchetas en las que se leía «PONTE BIEN», pero no se veían flores. Nikki estaba medio incorporada, con la cabeza apoyada en varias almohadas de áspero tacto del servicio nacional de salud. Sus facciones quedaban en la sombra. En un brazo tenía puesto el gota a gota, y en las orejas, un par de auriculares de iPod.

Insch se aclaró la garganta y se dejó caer a peso en la silla de respaldo alto que había junto a la cama, destinada a los pacientes, dejando a Logan una crujiente silla de plástico que éste fue a buscar a un rincón. Nikki hizo un leve movimiento, como si hasta entonces no hubiera advertido la presencia de los dos hombres. Dejó escapar un suspiro y apagó la música con una mano vendada y temblorosa.

El inspector le preguntó cómo estaba, con una voz tan atenta y humana que Logan casi no la reconoció.

—Créame que lo lamento —dijo el gran hombre—, pero necesitaríamos hacerle algunas preguntas. ¿Está usted en disposición?

Un gesto de asentimiento con la cabeza. A medida que los ojos de Logan se acostumbraban a la oscuridad de la habitación, podía apreciar los cambios operados en un par de días. Los hematomas de Nikki se habían extendido hasta cubrirle toda la cara, que estaba hinchada y amoratada. Unas compresas quirúrgicas recién cambiadas le tapaban las heridas de las que hablaba el informe policial que había leído durante el viaje en coche. A través de la gasa blanca, se traspasaba una ligera mancha amarillenta y una serie de puntitos rojos que delataban el surco seguido por el cuchillo del agresor. Su voz al hablar sonó débil y compungida por el dolor, y no pudo reprimir el llanto mientras contestaba al inspector. Le contó que había ido a una fiesta de cumpleaños a aquel club nocturno, donde había bebido demasiado. No recordaba nada hasta el momento en que se sintió mareada en la parada de taxis y había intentado volver a casa andando. Luego, el cuchillo; el cuerpo de aquel hombre; la sangre… Sus palabras hicieron que Logan se sintiera mal de nuevo. ¿Cómo era posible que alguien pudiera hacerle eso a otro ser humano?

Cuando terminó, Insch le pidió disculpas una vez más, le posó la mano en el hombro y le prometió que haría todo lo posible por atrapar al responsable. Se marcharon dejándola con su pena y su dolor.

En el mostrador de la recepción había un hombre con traje esperándoles. Rasgos duros y manos como palas. Llevaba el nombre del Departamento de Investigación Criminal escrito en la cara.

—¿Y bien?

Insch se sirvió otro bombón de la caja de la enfermera.

—Nada que sea concluyente, pero parece el mismo modus operandi que en el caso Macintyre, todo igual.

—Eso ya lo sabíamos, ¡ya se lo dijimos! —El acento de Dundee del hombre sonó alto y digno—. No le pedimos que viniera para que nos dijese lo que ya sabemos.

—Escúcheme bien, ricura —anunció Insch con voz grave y amenazadora, acercándose al hombre y utilizando su volumen corporal para obligarle a retroceder un paso—, tengo en Aberdeen a seis mujeres que han sido agredidas por ese hijo de puta. Esto no es ningún juego, ni una mierda de concurso. ¿Lo ha entendido?

—¿Pero usted a quién demonios está llamando «ricura»? —El tipo se irguió, cuadrándose de hombros y sacando el pecho—. Para usted, superintendente detective Campbell, o «señor» si lo prefiere, cualquiera de las dos. ¿Lo ha entendido?

Insch estaba empezando a ponerse rojo, pero consiguió articular:

—Sí… señor. Lo siento, señor.

—Así está mejor. —El superintendente Campbell se volvió hacia Logan—. ¿Es el expediente del caso? —preguntó alargando la mano.

Logan miró a Insch y, tras recibir un gesto de asentimiento de parte de éste, se lo entregó.

—A juzgar por las fotografías de la víctima, parece como si la conducta del agresor se hiciera cada vez más violenta. No tardará en matar a alguien.

—Genial —exclamó el superintendente, mientras hojeaba el expediente—. Vaya unos pueblerinos cabrones que están hechos ustedes, que nos lo entrenan primero y luego nos lo mandan aquí. Les estamos muy agradecidos…

—¿Sabe? —Logan seguramente iba a lamentar haber abierto la boca, pero alguien tenía que decirlo—. No es seguro que sea Rob Macintyre, podría ser un imitador.

Campbell volvió su fría mirada hacia él.

—No me diga, sargento. ¿Tiene alguna otra asombrosa revelación que comunicar? —A Logan no le hubiera costado encontrar algunas más, todas ellas relacionadas con el superintendente, su madre y el culo de un caballo, pero mantuvo cerrado el pico—. Ya —dijo Campbell cerrando de golpe el expediente Macintyre y metiéndoselo bajo el brazo—, lo suponía. Bien, a partir de aquí nos encargamos nosotros, y si necesitamos a alguien que nos diga obviedades, les llamamos. Mientras tanto, procuren mantener a raya a sus violadores de mierda y que no se muevan de su jurisdicción. ¿Entendido?

La cabeza de Insch parecía como si fuera a estallar en cualquier momento.

—Haremos lo que podamos —aseguró.

El trayecto de vuelta a Aberdeen, a lo largo de la oscura autovía llena de curvas, fue cubierto a la misma velocidad que el de ida, a más de treinta kilómetros por hora por encima del límite legal de velocidad, con el pie del agente Stirling Moss apretado a fondo en el pedal del acelerador.

—Lo siento —aseguró Logan mientras el coche adelantaba con un rugido de motor a un camión de dieciocho ruedas que se dirigía a un ASDA más al norte—. Solo intentaba ser objetivo.

Silencio. Y luego:

—No necesito que socave mi autoridad delante de cretinos cara de culo como Campbell.

—Solo quería…

—Ha sido Macintyre, ¿de acuerdo? Ya ha visto lo que le ha hecho a esa chica. Tiene veintitrés años y unas cicatrices de por vida. No solo en su aspecto exterior. Ya nunca podrá curarse de lo que le ha hecho.

A Logan no se le ocurrió nada que decir a eso, y tampoco parecía que Insch esperara ninguna respuesta. El inspector se cruzó de brazos y cerró los ojos. En el asiento delantero, el conductor encendió la radio y sonó un rock and roll de los años setenta que llenó el espacio interior del coche, mientras este comía millas y dejaba Dundee atrás a toda velocidad.

Jackie no apareció en el apartamento hasta casi las ocho menos cuarto. Entró dando fuertes pisotones en el recibidor y maldiciendo entre dientes, mientras se despojaba del grueso anorak acolchado y se arrebujaba junto al radiador, quejándose del tiempo.

—Y eso que no iba a nevar hasta el fin de semana… —Tenía la nariz roja como la camiseta del Aberdeen—. ¿Por qué no vas y preparas un poco de café para los dos?

—¿Dónde estabas? ¡Son casi las ocho! —Logan la siguió hasta la sala de estar, donde ella se quitó los zapatos dando patadas al aire y se quedó de pie con la espalda encarada a la chimenea eléctrica y un pie colocado a centímetros apenas de las barras incandescentes—. Te van a salir sabañones.

A Jackie no pareció que le importara mucho.

—Steel te estaba buscando. ¿Por algo sobre una reunión mañana con la fiscal para evaluar el caso Morrison, puede ser?

—Maravilloso. —Lástima de día libre—. En fin, qué se le va a hacer, date prisa si quieres ducharte antes de salir, el taxi está pedido para las ocho. —Logan recogió las botas tiradas por el suelo y se las llevó al vestíbulo, mientras se volvía para decirle en voz alta—: He comprado una tarjeta de felicitación y una especie de campanas de viento con elefantes.

—Oh, cielos, ¿no era esta noche, no? —Guardó unos segundos de silencio y maldijo antes de añadir—: ¿Por qué narices tenía que ser esta noche?

—Porque es su cumpleaños. No empecemos otra vez, por favor.

—Solo era una forma de hablar.

Sacudiendo la cabeza, Logan la dejó en la salita y fue a arreglarse.

Pasaban doce minutos de las ocho cuando sonó como un bramido la bocina de un coche desde la calle. Logan se asomó a mirar entre las cortinas. Había un taxi parado en mitad de la calzada.

—Ya era hora. Jackie, ¿estás lista?

No hubo respuesta. Cogió el paquete envuelto y la tarjeta de felicitación y miró en el recibidor. Vacío. Pero la oyó hablar en el dormitorio:

—No, no puedo. Tengo que ir a ese estúpido cumpleaños… No… —Logan se quedó paralizado con la mano apoyada en el pomo de la puerta, escuchando—. Sí… Mira, anoche sí que pude, y la noche anterior. Estoy agotada, ¿vale? —Una pausa más larga—. No, qué va, no sospecha nada. Mira, tendrá que ser mañana… Sí, yo también. —Se oyó el pitido del teléfono al colgarlo.

Logan retrocedió, mirando fijamente la puerta del dormitorio medio abierta.

Un nuevo bocinazo del taxi, y Jackie salió al recibidor poniéndose el abrigo. Se quedó un momento inmóvil, al verle a él allí. Luego dijo:

—Bueno, vamos, yo creía que teníamos prisa.

La fiesta de cumpleaños no fue lo espantosa que Logan había temido. Fue mucho, pero que mucho peor. Jackie se la pasó entera mirando el reloj, como si tuviera algún otro sitio mejor adonde ir, mientras Logan la contemplaba refunfuñando de un lado a otro como una niña mimada.

¿Cuánto debía de hacer que duraba… lo de ella con el tipo del teléfono? ¿Cuánto hacía que le mentía? Viéndose con otro a sus espaldas. La ruptura ficticia de Janette, el ensayo teatral del domingo que no había existido: mentiras.

¿Qué era lo que había dicho Ronald Berwick, ladrón de pisos de primera? «No confíe nunca en una mujer. Al final acaban jodiéndote».