Capítulo 26

A la mañana siguiente, el aspecto de la inspectora Steel era peor aún de lo habitual, allí sentada muy quietecita en el despacho del comisario jefe de policía, fingiendo prestarle atención mientras él les decía a Logan, al agente Rickards y a ella el gran trabajo que habían hecho.

—No es algo que suceda a menudo, borrar de los archivos sesenta y dos delitos de un plumazo —decía recostado contra el alféizar de la ventana, mientras una nube alta y gris surcaba rauda el cielo tras él—. Además la prensa nos ha dejado en paz por una vez.

Tenía razón, la página de portada del Press and Journal de aquella mañana estaba dedicada a un promotor inmobiliario local al que habían llevado a la Aberdeen Royal Infirmary con las dos piernas rotas.

Quizás eran imaginaciones de Logan, pero Rickards parecía más inquieto que de costumbre, no paraba de moverse en su asiento, haciendo esfuerzos por no hacer muecas con la cara. Ni que tuviera almorranas.

—Y si ahora —apuntilló el comisario, obsequiándoles con una amplia sonrisa— llegamos al fondo del caso de ese tal Fettes, ¡ya todo habrá vuelto a la normalidad!

Steel asintió con tiento y masculló algo acerca del estupendo trabajo que estaba realizando el inspector Insch en el departamento.

—Excelente. —El jefe de policía volvió a sentarse en la butaca del escritorio—. ¿Puedo dar por hecho entonces que estamos componiendo un caso sin fisuras?

—Sí, bueno —la voz de Steel sonaba a medio camino entre la de Darth Vader y una lijadora de banda—, naturalmente aún me queda algo de trabajo de supervisión, pero Insch cuenta con mi absoluta confianza. —Asegurándose de que podía reclamar los honores si tenía éxito y echarle la culpa si no lo tenía.

—Entiendo. Bien, teniendo en cuenta las recientes «dificultades», quiero que se involucre usted personalmente esta vez, inspectora. No quiero que se convierta en otro desastre como el de Rob Macintyre. —Cogió un abrecartas de plata, que sostenía por la punta, como si estuviera a punto de lanzárselo a alguien—. Por cierto, sargento McRae…

Logan tuvo la sensación de que se avecinaba algo desagradable.

—¿Sí, comisario?

—No es frecuente que tenga que considerar la suspensión y la felicitación de un oficial en una misma semana. Voy a tener que estar pendiente de usted.

—Ehm… gracias, señor.

Pero Logan no estaba del todo seguro de si aquello había sido una alabanza o una amenaza.

Logan y Rickards apenas habían llegado a la escalera, cuando el desastre se cebó en ellos adoptando la forma del detective Rennie.

—¡He estado buscándole por todas partes! El inspector Insch requiere el honor de su compañía, lo antes que su amabilidad disponga.

—¿Qué es lo que ha dicho exactamente?

—Que mueva el culo y se presente en el centro de operaciones a la voz de ya. Y que lleve con usted a Bondage… —se interrumpió él mismo, carraspeó un ligero «ejem» y rectificó—: Al agente Rickards.

Logan sacudió la cabeza.

—Imposible. Para empezar no debería ni de estar aquí. —De no haber sido por la llamada de la inspectora Steel a las ocho y media diciéndole que acudiera a recibir una palmada en la espalda de parte del jefe de policía, aún estaría en la cama, durmiendo la celebración de la noche anterior, a base de comida india y alcohol—. Estaré de vuelta… —Contó tres días con los dedos— el sábado.

Rennie adoptó una sonrisa afligida.

—Ha dicho lo antes posible, sargento.

Logan exhaló un suspiro.

—Estoy seguro de que lo ha dicho.

El inspector Insch estaba enfrascado en una conversación con el oficial administrativo cuando Logan y su banda de alegres policías entraron resueltamente en la sala. Se quedaron esperando junto al tablón de novedades mientras el inspector acababa. Rennie no tardó en empezar a hablar del Mikado y de lo bien que lo estaba haciendo. Sophie, Anna y Liz estaban entusiasmadas con él.

—Lo digo en serio —concluyó—, si juego bien mi baza, me veo haciendo un trío. ¡O un cuarteto, con un poco de suerte!

Rickards resopló.

—¿Es que nunca ha hecho un trío?

—Pues… —Rennie apoyaba el peso en un pie, luego en el otro, sobre las baldosas de moqueta de tonos verdes y grises—. No.

—Bueno —intervino Logan, cambiando de tema antes de que la pregunta llegara hasta él—, ¿cómo van entonces los ensayos, y todo lo demás?

—Mejor. Nada espectacular todavía, bueno, a excepción de Debs. A los demás nos cuesta desenvolvernos aún, parecemos Teletubbies.

Logan se rió.

—Sí, ja, ja, Jackie me dijo que os había visto un poco «defectuosos». —Rennie pareció no comprender, por lo que él trató de explicarse—. Me refiero al ensayo del domingo pasado, cuando perdió la apuesta con ella. Los veinte pavos…

—Qué va. —Rennie movió la cabeza en señal de negación—. Ensayamos los lunes, los miércoles y los viernes. ¿Está seguro de que…? Ah, el domingo. Sí, claro, es verdad, el domingo. —Se dio una palmada en la frente—. Por supuesto, qué tonto, ya me conoce, soy un poco zoquete a veces. El domingo, sí.

—¡Rennie, mueva el culo y acérquese!

El inspector Insch asomaba su furibunda mirada por encima de un informe. El detective cruzó al trote la estancia, hubo un quedo intercambio de palabras y a continuación salió por la puerta para cumplir con algún mandado. Insch le devolvió el informe al oficial administrativo tirándoselo desde el escritorio al que estaba encaramado, y del que bajó a duras penas su ingente corpachón.

—Sargento McRae, llevo llamándole toda la mañana.

Logan asintió.

—Estábamos con el comisario jefe, inspector. Ya sabe cómo se pone si suena un móvil mientras él está…

—Le quiero en mi despacho, sargento, y tráigase a su agente también. —El inspector esperó a que estuvieran todos en su oficina y le dijo a Rickards que cerrara la puerta. Él se acomodó en la gran silla de cuero negro tras el escritorio y se quedó observándolos en silencio—. ¿Dónde está mi informe de seguimiento de ayer? —preguntó—. Debería de haber estado encima de mi escritorio cuando he llegado esta mañana. —Apuntilló la frase clavando sobre la superficie de madera un enorme dedo del tamaño de una salchicha.

—Teníamos que cumplimentar un gran número de informes, de las denuncias por allanamiento…

—Eso no me interesa. Yo le ordené un trabajo, ¡y esperaba que lo cumpliera! —Su rostro estaba empezando a adquirir aquel horrible tono rubicundo que les resultaba tan familiar.

Rickards rompió la regla de oro y replicó:

—¡Eso no es justo! Ayer resolvimos sesenta y dos allanamientos con robo, el jefe nos ha felicitado…

—¿Le he pedido su opinión, agente? —Las palabras habían sonado graves y peligrosas.

Rickards se cuadró de hombros, irguiéndose todo lo que daba su metro sesenta y cinco.

—Con el debido respeto…

Logan le propinó una patada en la espinilla antes de que acabara por meterse en un problema de verdad. El agente cerró la boca mientras Insch se encendía, presa de un ataque de ira.

—No se atreva a venirme a mí con eso del «debido respeto» del carajo, Rickards. Si tiene algo que decir, ¡dígalo! —Se había puesto de pie, imponiendo todo su volumen sobre el agente.

—No, señor, lo siento, señor, nada.

—¡¡Dígalo!!

Logan cerró los ojos, pidiendo a Dios que Rickards tuviera el mínimo de sensatez de mantener la boca cerrada. No la tuvo:

—Inspector, ayer resolvimos un montón de delitos. Recurrimos a nuestra iniciativa… ¡el comisario jefe ha dicho que somos un honor para el cuerpo!

—Oh, acabáramos… —Insch había pasado finalmente de un rojo sonrosado al morado oscuro, y a Logan se le iban los ojos sin poder evitarlo hacia la vena palpitante que le abultaba al inspector en la frente, como si tuviera un gusano construyendo una madriguera bajo la piel—. Entienda bien esto, agente: cuando yo digo rana, usted salta. Usted no rechista, ni se dirige a mí «con el debido respeto», ni se le oye una queja. Usted pregunta: ¿cómo de alto? ¡¡Y luego salta!! —Se volvió hacia Logan apuntándole con su grueso dedo—. ¡Usted ya debería saberlo!

—Sí, señor.

No tenía sentido discutir, solo serviría para prolongar la bronca. Era mucho más fácil y rápido esconder las uñas.

El orondo inspector se tocó el pulso en la parte lateral del cuello y volvió a sentarse ruidosamente en su silla.

—¿Qué pasó ayer?

Logan le ofreció la versión escueta: Garvie le había comprado material pornográfico robado a un tipo al que luego acabarían acusando de sesenta y dos casos de allanamiento con robo.

—Según Zander Clark, Fettes se prostituía además con mujeres de mediana edad, que pagaban por acostarse con un actor porno de curso legal. Le mandaban las proposiciones por correo electrónico, a través de la página web de Crocodildo, desde donde le enviaban los correos a su dirección de Hotmail.

Logan le entregó al inspector la nota de saludo que le había dado el director. Insch la cogió emitiendo un gruñido, sacó el expediente de Jason Fettes y lo hojeó hasta encontrar el informe de Identificación acerca del ordenador de la víctima.

—Era de prever, no está siquiera en la lista de direcciones de correo electrónico que nos dieron. —Cerró de golpe la carpeta—. Ocúpese de recuperar todos esos mensajes: quiero todo lo que le enviaron a esa dirección, y lo que se envió desde ella, durante los últimos seis meses. Garvie tuvo que comunicarse con él. ¡Luego averigüe qué narices pasa con esos malditos servidores! Ah, y si ve a Watson, dígale que quiero hablar con ella. —Volvió a sentarse en la silla y encendió el ordenador—. Bueno, ¿a qué están esperando? ¡Muévanse!

Rickards tuvo al menos un mínimo de sentido común para esperar a encontrarse a una distancia prudencial antes de empezar a quejarse.

—¿Por qué hemos tenido que tragarnos eso? ¡No somos unos críos! Usted ni siquiera ha…

—Porque le conozco, ¿vale? No tiene ningún sentido ponerse a discutir con Insch ahora, lo único que conseguiría es ponerlo en contra, y ya está de bastante mal humor como para empeorarlo.

—Pero él no puede…

Logan levantó la mano, cortándole en seco.

—No ha trabajado con muchos inspectores, ¿verdad? Todos dicen que su puerta está siempre abierta, y que uno puede ir con el problema que sea, y que la opinión de todo el mundo es igual de valiosa, pero a la hora de la verdad todo eso son bobadas. La responsabilidad del espectáculo es suya. Si una investigación se va al cuerno, son ellos los que se ganan el rapapolvo, no nosotros.

—¡Pero eso no le da derecho a tratarnos como a una mierda!

—Muy cierto, pero yo no pienso volver ahí dentro para volver a machacar sobre lo mismo. ¿Usted?

Hablar con el mentecato irritable de la Oficina de Investigación requirió aguantar una diatriba de diez minutos por parte de Mister Skate Or Die acerca de que nadie comprendía lo difícil que resulta el tratamiento informático correcto de las pruebas periciales y de que ¿era culpa suya acaso que los laboratorios de Dundee estuvieran de trabajo hasta las orejas? Cuando Logan le transmitió las peticiones de Insch, volvió a empezar otra vez con lo mismo.

Cuando llegó por fin la hora de firmar en la hoja de salida, lo único que deseaba Logan era meterse en su apartamento, darse un baño con agua caliente y olvidarse de aquel cascarrabias insoportable de inspector Insch. El Gran Gary estaba una vez más en el mostrador, con una taza de té en una de sus enormes manazas y un bollo con pasas en la otra.

—¿Dónde demonios estabas? —preguntó el hombretón con la boca llena de bollo—. He tenido a Insch pegado al culo toda la mañana, ¡haz el favor de encender el móvil!

Logan levantó dos dedos mientras garabateaba su firma en el libro.

—Día libre, ¿recuerdas? Para tu información, estaba en el piso de arriba recibiendo la felicitación del comisario jefe de la policía.

—Oh. —El Gran Gary hizo el gesto de enjugarse una lágrima imaginaria de la comisura de los párpados—, qué momento, es un orgullo para todos. De todos modos, mejor lleva el teléfono encendido, no soy tu secretaria.

Le entregó un pequeño fajo de papeles, todos ellos con mensajes apenas legibles tales como: «¡LLAMA A INSCH!», o «¿DÓNDE DIABLOS TE HAS METIDO?». Logan los estrujó y los tiró a la papelera más cercana, antes de sacar el móvil y encenderlo. El aparato estaba repleto de mensajes cada vez más airados de Insch, que Logan empezó a revisar, y a borrar uno tras otro. Por último, había un mensaje de una Jackie malhumorada que le recordaba que comprara un regalo y una tarjeta de felicitación para aquella noche, antes de entregarse a una invectiva truncada referente a que Rob Macintyre había hablado por la radio aquella mañana, explicando lo mucho que había sufrido por culpa de la campaña de desprestigio lanzada contra él por la Policía de Aberdeen. «¡Pues no va esa sanguijuela y dice que le han ofrecido escribir un libro! Pero ¿qué clase de idiota…?», y el mensaje se cortaba de forma abrupta. Logan lo borró también. Todo aquel asunto de Macintyre estaba convirtiéndose en una obsesión. Cada día oía algo que la sacaba de sus casillas y que motivaba que Logan tuviera que aguantar otro sermón acerca de que lo que necesitaba aquel futbolista era que lo colgaran de las pelotas. Empezaba a estar harto.

Se guardó el móvil en el bolsillo y se dirigió al centro para buscar algún tipo de regalo del cual una mujer de cincuenta y tantos años no tuviera demasiada queja.

Estaba en plena compra de una especie de campanas de viento con elefantitos colgando, cuando sonó el móvil. Era la Dama de Hielo, alias doctora Isobel MacAlister.

—¡Anoche no volvió a casa! ¡No ha vuelto!

Logan le entregó la tarjeta de crédito a la joven que despachaba tras el mostrador, y que se puso a envolver el regalo.

—Isobel, yo no sé…

—¡Colin! ¡No ha vuelto a casa!

Estaba al borde de las lágrimas, lo cual no era nada propio de ella.

—Puede que le hayan encargado un artículo, y esté fuera visitando a…

—¡Me lo habría dicho! —Hubo un silencio, y su voz se hizo un susurro—. Ya sabes lo que pasó la otra vez…

—Estoy seguro de que no ha pasado nada y que…

—¡Tienes que encontrarlo!

Tratando de no dejar traslucir la exasperación en su voz, Logan cogió la bolsa de plástico que le entregaba la dependienta, con sus elefantes dentro envueltos en papel de regalo, y le prometió a Isobel que haría lo que pudiera.