Capítulo 25

Garvie no estaba en su lugar de trabajo. Allí, un tipo de mirada glacial, vestido con un polo y unos tejanos, le transmitió a Logan en términos nada equívocos su opinión acerca de que la policía acosara a personas inocentes hasta obligarlas a pedir la baja por estrés. Así que optaron por probar en el apartamento del exactor porno, en Danestone. El sol estaba oculto tras el edificio, que proyectaba una larga sombra azulada sobre el césped, quemado por las heladas, y el reluciente asfalto gris. Rickards llamó al timbre una y otra vez, hasta que por fin se abrió un resquicio en una ventana del piso de arriba por el que se asomó un rostro de expresión agotada.

—¡Váyanse!

Logan adoptó la más amistosa de sus sonrisas.

—Vamos, Frank, déjenos entrar en casa, aquí fuera hace un frío que pela.

—No me encuentro bien.

Parecía a todas luces que estuviera diciendo la verdad, con aquellas bolsas oscuras debajo de los ojos y la barba gris azulada de un día que le recubría la doble papada y las mejillas, empalidecidas.

—Puedo ir a buscar una orden judicial, si lo prefiere.

El semblante del hombre se puso aún más pálido, y desapareció. Al cabo de treinta segundos se oyó un zumbido sordo a la altura de la cerradura de la puerta. La empujaron y subieron por la escalera hasta el tercer piso. Las cosas habían cambiado un poco en las veinticuatro horas transcurridas desde que registraran el apartamento de Garvie. Ahora en la puerta del piso estaba escrita la palabra «¡PERVERTIDO!», con pintura de spray rojo, que había dejado regueros de gotas bajo las letras.

Garvie les apremió a que entraran en el apartamento, y en cuanto pasaron dio un portazo y cerró con llave. El minúsculo recibidor hedía a desinfectante, un olor que se mezclaba con el tufo persistente a papel quemado y a excremento. Se acomodaron en el oscuro salón, con las cortinas corridas. La única luz procedía de la gran pantalla de proyección, por la que en aquellos momentos surcaba una de las naves espaciales Enterprise. Garvie pulsó el botón de pause, y cesó la música. De cerca, Logan pudo distinguir una sucesión de magulladuras recientes alrededor del cuello del exactor porno. Como si alguien hubiera intentado estrangularlo. Garvie se dejó caer en el gran sofá de cuero negro, derribando dos botellas de vino vacías que se entrechocaron con un tintineo de cristal sobre el suelo laminado.

—¿Va a durar esto mucho? —No era capaz de mirarlos a la cara.

—Eso depende de usted, señor Garvie. —Logan se había sentado en un butacón negro a juego con el sofá—. Queríamos… —se interrumpió—. ¿Eso es nuevo? —preguntó, señalando un gancho de acero inoxidable sujeto al techo. Le parecía imposible no haber reparado en aquello la primera vez.

Garvie levantó apenas la vista hacia el objeto.

—No. ¿Qué es lo que quieren?

—Un té con leche estaría bien. Rickards, ocúpese usted, ¿quiere? —El agente asintió con la cabeza y se dirigió a la cocina. Enseguida llegó a la sala de estar el ruido de cajones y puertas de armario que se abrían y cerraban—. Tenemos un problema, Frank —dijo Logan, sosteniendo en las manos las latas de películas victorianas—. Cuando registramos su casa, encontramos esto.

Garvie levantó la vista como un relámpago, para volver a bajarla acto seguido de nuevo, agachando la cabeza.

—No tengo ni idea de lo que es eso.

—Estaban en el armarito junto a su cama, entre los calcetines y las películas domésticas. ¿Le suena?

—Yo… —Guardó silencio otra vez.

—Son artículos robados. Alguien entró por la fuerza en ClarkRig Training Systems y se llevó esto junto a otras cosas, pertenecientes a la colección privada de su expatrón. Mucha casualidad, ¿no cree?

Garvie se quedó mirando las películas.

—¡Yo no las robé!

—Vamos, Frank, usted conocía a Clark y sabía de la existencia de estas películas, y el valor que tienen. Usted entró allí y…

—¡No es cierto! ¡Las compré!

Logan se recostó en su asiento, con aire escéptico.

—¿Las compró?

—Sí, se las compré a un tipo. En el pub. Yo… —Tosió, se aclaró la garganta y lo intentó otra vez—. Yo ya sabía que eran de Zander, pensaba devolvérselas. Lo que pasa es que… ya no estuve a tiempo…

—Y ese tipo del pub, tendrá un nombre…

—Pues… —Los ojos de Garvie volvieron a clavarse en sus pantalones de chándal manchados de curry—. No le había visto nunca.

Logan se levantó de la butaca, moviendo la cabeza de un lado a otro con tristeza.

—Debe de ser usted de las personas que peor mienten de cuantas he conocido. Frank Garvie, queda arrestado por posesión de bienes robados. No tiene por qué decir nada…

—¡Ron! Ron Berwick. A veces va por los pubs vendiendo cosas, por Bridge of Don. Vive a las afueras de Balmedie. Pero yo no tengo nada que ver con él, ¡lo juro!

—¿En qué lugar de las afueras de Balmedie, exactamente?

Garvie se lo dijo todo.

Hacía una tarde fresca y clara. La escarcha espolvoreaba todavía la hierba y las esqueléticas zarzas que estaban en la sombra como si estuvieran recubiertas de azúcar glasé. En lo alto, el tenue azul del cielo se tornaba blanquinoso a medida que descendía hacia el horizonte. Una delgada línea azul oscuro señalaba el límite con el mar, que apenas era visible desde aquel pequeño núcleo de casas a casi quince kilómetros al norte de Aberdeen. El lugar en algún momento había sido una granja, con una edificación de granito de un solo piso, en forma de herradura para cuidar del ganado o de los cerdos, hasta que alguien la había convertido en seis casas dispuestas en terraza con las superficies de madera barnizadas y rematadas con buhardillas en lo alto. Una fila de garajes individuales flanqueaba la zona izquierda. Según los datos facilitados por Control, Ronald Berwick vivía en la casa del final, junto con su mujer, tres hijos y un perro labrador.

—Ehm, sargento —dijo Rickards, agitándose en el asiento del conductor del desvencijado Vauxhall del parque móvil del departamento, mientras observaba a media docena de policías adiestrados en armas de fuego saliendo en tropel de la parte trasera de una roñosa furgoneta blanca de camuflaje—. ¿No le parece todo esto un poco…? —Señaló a los hombres y mujeres que se apresuraban en dirección a la casa de Ronald Berwick, completamente vestidos de negro: chaleco antibalas negro, bufanda negra enrollada alrededor de la cara, voluminoso casco negro protegiéndoles la cabeza; corrían doblados casi sobre sus metralletas MP5 Heckler and Koch, con una Glock de nueve milímetros sujeta a la cadera—. Bueno, un poco… ¿excesivo?

—No.

No le había resultado sencillo convencer al inspector encargado de la sala de control para que le concediera una brigada armada, pero Logan no estaba dispuesto en modo alguno a que se repitiera lo sucedido la última vez que había montado una redada en busca de artículos robados. No quería tener que asistir al funeral de otro policía, y mucho menos ser el responsable.

Dos de los policías de negro se colocaron con el cuerpo completamente pegado uno a cada lado de la puerta principal, mientras un tercero se plantaba con el ariete negro en ristre y el resto corría a ocupar posiciones en la parte de atrás. En la ventana de una de las casas de enfrente apareció el rostro de un niño, con la nariz aplastada contra el cristal y los ojos abiertos como platos. El transmisor-receptor Airwave de Rickards emitió un pitido metálico, y se oyó en el coche la voz crepitante del oficial al mando de la brigada:

—Equipo uno preparado.

Otro pitido:

—Equipo dos. Sí, ya estamos en la parte de atrás. No hay moros en la costa.

Logan dio la orden, y la puerta saltó fuera de sus goznes y cayó plana sobre el suelo del recibidor, mientras los tres polis ataviados al estilo de los cuerpos de élite irrumpían en el interior de la casa, gritando:

—¡Policía! ¡Al suelo! ¡Que nadie se mueva!

Cinco minutos más tarde reaparecía en el lugar en que había estado la puerta el jefe de la brigada armada, con los pulgares en alto. Todo ello sin un solo disparo.

El hogar de los Berwick olía a pintura fresca. No había un solo cuadro en las paredes y la alfombra del salón estaba cubierta con papel de periódico; junto a la chimenea eléctrica había una escalera de mano y varias latas de pintura de color magnolia.

Se oyeron voces procedentes de la parte de atrás de la casa:

—¡Le he dicho que ponga las manos donde yo pueda verlas! —Seguido de un grito aterrorizado. Logan cruzó corriendo el salón hasta un pequeño distribuidor, donde había un agente de negro apuntando con su metralleta a través de una puerta abierta—. ¡No voy a repetírselo otra vez!

Dentro de la habitación se oyó un gemido. Logan se asomó por el marco de la puerta y vio a un hombre de treinta y pocos años con expresión de terror, sentado en la taza del váter, con los pantalones bajados hasta los tobillos, mostrando sus desnudas piernas temblando, la cara lívida, los ojos cerrados con fuerza y las manos levantadas.

—¿Ronald Berwick?

—Por favor, ¡no me maten!

Logan ordenó al agente que bajara el arma.

—Señor Berwick, cuando acabe lo que está haciendo, me gustaría hablar con usted en la cocina. Y no olvide lavarse las manos.

La cocina comedor estaba tan vacía como el resto de la casa, como si alguien le hubiera arrancado todo atisbo de vida. En un rincón había una gran nevera americana, que ronroneaba tranquilamente sin un solo imán ni un solo dibujo infantil que rompiera la monotonía. Las paredes tenían un aspecto igual de espartano, sin calendarios, ni cachivaches, ni flores, nada.

Ronald Berwick fue conducido a punta de pistola desde el baño hasta la cocina, donde le obligaron a preparar nueve tazas de té: seis para los miembros de la brigada armada, dos para Rickards y Logan, y una para él. Hasta consiguió encontrar un paquete de galletas Penguin.

—Bien, ya estamos todos —dijo Logan mientras el hombre se sentaba con nerviosismo en una silla junto a la mesa de la cocina—. ¿Cómo se siente?

Berwick se lo quedó mirando.

—Pues resulta que estaba cagando tan tranquilo, cuando de pronto entra alguien en el lavabo pegándole una patada a la puerta y me apunta con una metralleta en la cara. ¿Cómo narices cree que me siento? Doblemente cagado, si le parece.

Logan hizo un esfuerzo por no sonreír.

—Traemos una orden de registro para inspeccionar el lugar en busca de artículos robados.

El tipo soltó un gruñido.

—Genial. Primero Margaret y ahora esto. —Fue encorvándose hasta quedar inclinado encima de la taza de té, cuyas profundidades parecía sondear mientras murmuraba—: Mierda joder mierda joder mierda joder…

Inspeccionaron hasta el último rincón de la casa, pero no encontraron señal alguna de ningún objeto sexual vitoriano coleccionable.

—Está bien —dijo Logan después de que uno de los policías armados asomara la cabeza a través de la trampilla del techo y dijera que tampoco había nada en el desván—. Echaremos una ojeada en el garaje.

Salieron todos en tropel. El niño que había presenciado cómo habían derribado la puerta principal del hogar de los Berwick estaba ahora acompañado por su hermana pequeña, y los dos observaban a los policías como si fueran la cosa más emocionante que hubiera sucedido en aquel lugar en varios siglos. Para cuando Berwick había conducido a Logan y el grupo de policías hasta el último garaje de la fila, salían ambos apresuradamente por la puerta de su casa, desesperados por no perderse ni un ápice de aquel gran momento.

Logan le cedió a Rickards el honor de abrir la puerta roja del garaje y hacerla bascular hacia arriba. Dentro era como una cueva de Alí Babá de aparatos eléctricos, ninguno de los cuales conservaba su empaquetado originario. Había cajas llenas de cámaras digitales, grabadoras de DVD, iPods, ordenadores portátiles y de sobremesa, vajillas de plata, marcos para fotografías, candelabros, DVD, CD, joyas, grabadoras digitales…

—¡Santo cielo! —Logan se sintió impresionado a su pesar—. ¿En cuántas casas hay que entrar para reunir todo esto?

A Berwick le había entrado un repentino y exclusivo interés por los zapatos que llevaba puestos.

—Es la primera vez en mi vida que veo todas estas cosas.

—Pero bueno… Sabe muy bien que podemos acarrear con todo esto hasta comisaría y confrontar cosa por cosa con las denuncias de robos en casas. Todo lo que hay aquí debe de estar plagado de huellas dactilares suyas. ¿Por qué no nos ahorramos molestias y nos dice de dónde las robó? Eso le favorecerá en el juicio.

Él se entregó a unos silenciosos segundos de meditación, hasta que exhaló un prolongado suspiro.

—Mierda. ¿Quién ha largado?

—Denos las direcciones y le garantizo que la fiscal sabrá que se ha mostrado colaborador.

—Ha sido Margaret, ¿verdad? Puta vengativa. No ha tenido bastante con llevarse a mis hijos y todo lo de la sociedad de crédito hipotecario, no. Tenía también que delatarme a los malditos polizontes. —Se irguió, viendo cómo Rickards se colaba por entre los objetos amontonados de cualquier manera—. ¿Está usted casado, inspector?

—Sargento detective —dijo Logan—. No, no estoy casado.

Berwick hizo un gesto de asentimiento.

—Eso es bueno. Porque es entonces cuando empiezan los problemas. Tú sales de casa y haces todo lo que puedes por que haya comida caliente encima de la mesa, por que tengan un techo bajo el que cobijarse. Luego ella empieza a salir por la noche, por su cuenta, cuando lo que debería de hacer es cuidar de los niños. «A visitar a unos amigos», la muy puta, mentirosa.

En el fondo del garaje, Rickards cogió una caja del montón y rebuscó dentro, hasta que extrajo un consolador violeta translúcido.

—¡Sargento, mire lo que he encontrado!

Logan refunfuñó:

—¡Póngase guantes, por el amor de Dios!

—Naturalmente, tú sabes lo que ha ido a hacer, cómo no vas a saberlo —continuaba Berwick, mientras Rickards se ponía un par de guantes de látex e iba sacando modelos diversos de aparatos sexuales—. Se tiraba al tío que había venido a instalarnos la banda ancha. Mientras, yo, tonto, arriesgando la vida y la libertad para pagarle la peluquería y las clases de francés, y ella follándose a un «friki» de la informática. —Parecía encogerse por momentos—. Y no se lo pierda, ¡cuando le pido explicaciones es ella la que se hace la ofendida! Que si cómo me había atrevido a seguirla, que si dónde estaba mi confianza en ella… Ella tirándose a otro, y yo me llevo la bronca por no confiar en ella… Putas mujeres.

Rickards sostuvo en alto una lata metálica redonda.

—¡La gatita Katy!

—Un buen día salgo por un trabajo y cuando vuelvo se ha ido. Se había llevado a los niños y todo lo que no estaba clavado a algún sitio. Había alquilado un camión de mudanzas. ¿Puede creerlo? —Berwick sorbió por las narices, mientras veía las evoluciones por el garaje del agente de policía, que rebuscaba feliz entre el material perteneciente a la colección porno victoriana de Zander Clark—. Había dejado una nota en la cocina: «Me voy para siempre. Mi madre siempre me decía que podía aspirar a algo más, y tenía razón». —Sacudió la cabeza—. Se lo digo de verdad, no confíe nunca en una maldita mujer. Al final acaban jodiéndote.

Eran pasadas las seis, pero Logan seguía sentado en el centro de coordinación de la inspectora Steel, rodeado de montañas de papeles en expansión, rellenando todos los formularios que acarreaba la resolución de los allanamientos con robo. Rickards ocupaba el otro extremo del escritorio, intentando casar la lista de los artículos encontrados en el garaje de Ronald Berwick con la de las propiedades de las que él decía haberlos sustraído. No habían recuperado todo lo consignado en las denuncias, pero Logan tampoco lo esperaba. Por su experiencia, la mayoría de la gente inflaba sus reclamaciones con un par de cosas al menos que no habían poseído jamás pero que siempre habían deseado, imaginando que a la compañía de seguros no le importaría obsequiárselas. Además, Berwick había vendido en los pubs parte del alijo para financiar sus derroches redecorativos.

Logan dio los últimos retoques a otro juego de formularios y los mandó a imprimir por la impresora láser del rincón. Cuando la máquina acabó de chirriar y runrunear, Logan se levantó haciendo crujir la silla para ir a buscar las hojas.

—¿Cuántos llevamos? —preguntó, grapando el nuevo juego de documentos y añadiéndolo a la pila.

Rickards levantó la vista de la pantalla.

—Yo he hecho veinte.

Logan asintió y se miró el reloj.

—A este ritmo acabaremos hacia las… ¿siete? ¿Siete y media? —Reprimió un bostezo—. Y después nos vamos a comer una pizza. No todos los días…

—Disculpe, sargento. —El revelador sonrojo de siempre se abría paso a través del rostro de Rickards—. Esta noche voy a una… ehm… fiesta…

—Ah, ¿sí? —Logan se dejó caer en la silla detrás del escritorio y abrió en la pantalla la siguiente denuncia de allanamiento—. Permítame que le pregunte —dijo mientras empezaba a rellenar el formulario—: ¿Qué tipo de gente asiste a esos saraos?

—Bueno… —El agente se aclaró la garganta, mientras su sonrojo se hacía más subido de tono—. Pues… nosotros…

La puerta se abrió de sopetón y afloró una expresión de alivio en el semblante de Rickards, que se esfumó cuando vio que era la inspectora Steel la que estaba plantada en la puerta, con el pelo como una ardilla asustada y dos grandes manchas azul oscuro en los sobacos de la blusa.

—Bueno, ¡qué! —exclamó—, ¿es cierto lo que he oído?

Logan asintió con la cabeza, señalando el montón de formularios completos, que seguía en aumento constante.

—Sesenta y dos allanamientos.

—¿Sesenta y dos? ¡Ja! ¡Eso es como decir casi todos! ¿Se los imputa todos a él?

—Sí, pero él no piensa confesar ninguno. Seguramente son todos suyos, pero ha vendido mucha mercancía, así que no tenemos pruebas.

—Ya, bueno, supongo que no nos podemos quejar. Sesenta y dos… —Se metió las manos en los bolsillos, con una radiante sonrisa de felicidad—. Todos esos robos resueltos, y Sean Morrison detenido. Mis estadísticas van a sacar brillo este mes. En cuanto acaben con el papeleo, vamos y nos corremos una buena. Va de mi cuenta. Usted, Látigo y yo.

El agente lanzó a Logan una mirada de horror.

—¿Látigo…?

—Pues la verdad, inspectora, es que Rickards me decía ahora mismo que esta noche había quedado para ir a ver a su madre, así que seremos usted y yo.

Steel pareció sinceramente desilusionada.

—Oh. ¿Está seguro, Látigo? Sesenta y dos robos de un plumazo: eso hay que celebrarlo. —Dejó que se hiciera el silencio el tiempo suficiente como para que Rickards pudiera cambiar de idea, pero el agente se limitó a ponerse rojo como la grana y balbucear una disculpa. Ella se encogió de hombros—. Bueno, más cerveza para nosotros.

Había pasado más de una hora, y Rickards hacía rato que se había ido a toda prisa para vestirse de látex de arriba abajo, o para lo que fuera que hiciera con sus amigos BDSM, con una sonrisa de oreja a oreja porque Logan le había dicho que había hecho un trabajo excelente. Había intentado también quitarle con tacto importancia al apodo inventado por Steel. Al fin y al cabo, sabiendo de lo que era capaz la inspectora, podía darse por satisfecho con «Látigo». Logan retiró la última denuncia de la bandeja de la impresora, apagó los aparatos y las luces, bostezó y bajó la escalera hasta el mostrador de recepción. Estaba silencioso y vacío, así que se metió por una puerta adyacente, por detrás del espejo unidireccional, donde estaba el Gran Gary sorbiendo ruidosamente de un gran tazón de café y llenando de migas de galletas digestivas de chocolate un ejemplar del Evening Express.

—¿Gromf grumpf mpfomp? —preguntó mientras Logan cogía una galleta.

—Ni idea. Llevo una semana sin parar en turno de día y estoy hecho polvo ahora mismo.

El Gran Gary deglutió lo que tenía en la boca con la ayuda de un trago de café.

—Llevas unos horarios que no hay por dónde cogerlos. —Bajó un grueso libro de registro de la estantería—. Tómate tres días libres, y vuelves el sábado, con turno de noche. —Le guiñó el ojo a Logan—. Y así te pones a la par con la encantadora señorita Watson.

Logan sonrió.

—Ya sería hora.

Porque sería bonito pasar algo de tiempo juntos, para variar. Se miró el reloj: ella hacía turno de día, de modo que a aquellas horas tenía que estar ya en casa. Podría pasar a buscarla e invitarla a la celebración de Steel. Cogió el móvil y llamó a la inspectora. A juzgar por el ruido de fondo, estaba ya en el pub.

—¡Laz! —Sonaba a segundo whisky—. ¿Dónde está?

—Acabo de terminar ahora mismo…

—Bien. ¡Mueva el culo y véngase para aquí!

—¿Le importa si me traigo a Jackie?

—¿Por qué iba a importarme? Joder, por esos sesenta y dos robos sería capaz de invitar a cenar a Rennie.

Se oyó por detrás a alguien gritar: «Hip, hip… ¡hurra!».

Logan colgó sonriendo y llamó al apartamento, donde saltó el contestador automático. Probó de nuevo. Luego llamó al móvil de Jackie.

—¿Qué tal si te vienes a cenar conmigo y con la inspectora Steel? Paga ella.

Hubo un breve silencio.

—Me encantaría, pero no puedo. Me ha llamado Janette, se ha encerrado en el lavabo con una botella de vodka y un álbum de fotos. Así que otra noche al cuerno. Te lo digo de verdad, como le ponga las manos encima a ese capullo de novio suyo, le retuerzo el cuello.

—Oh… —Logan frunció el entrecejo, intentando imaginarse a Janette, sin conseguirlo—. Ya te acuerdas de lo de mañana, ¿no?

—Mañana… oh, no. ¡Mierda! —Maldijo un poco y preguntó—: ¿No habría forma de aplazarlo para la semana que viene?

—Mañana es cuando cumple los cincuenta y cinco, y es su fiesta. Así que no.

—¡Pero si tú ni siquiera querías ir!

—No, pero tengo que hacerlo. Y ya sabes cómo se pondrá si tú no apareces.

Más improperios.

—Vale, está bien, iremos a esa estúpida fiesta. Joder. ¿Contento?

—No especialmente. —Trató de mostrarse razonable—. Oye, tampoco tenemos que quedarnos hasta el final, podemos…

—Estupendo. Como quieras. Me tengo que ir. —Colgó.

Logan se fue para el pub.