Inspeccionaron la casa de arriba abajo, dos veces. No había rastro de Sean Morrison.
La inspectora, de pie en medio del impoluto salón, soltó una retahíla de juramentos.
—¿Cómo demonios puede habérsenos escurrido? Es un niño, ¡no el puto Houdini! —Giró sobre sus talones, dirigiendo su mirada feroz al grupo que se había encargado de vigilar el jardín de atrás—. ¡Vosotros! Ha pasado por delante de vuestras narices y ni os habéis enterado, ¿no es así?
Retrocedieron todos a la vez, deshaciéndose en excusas, diciendo con voz apenas audible que no habían visto a nadie, y que hacía mucho frío y estaba muy oscuro, y que estaban seguros de que Sean no había entrado por allí… No consiguieron sino que Steel se pusiera a despotricar aún más.
Logan se coló a hurtadillas en el comedor, intentando escapar de la diatriba de la inspectora antes de que lo salpicara a él también. Sacó el teléfono móvil y se dejó caer en una silla. Sentado en la oscuridad, marcó de memoria el número del apartamento. Jackie tenía que estar ya en casa, preguntándose dónde diablos se había metido él. Después de ocho tonos de llamada, saltó el contestador automático: la voz de Jackie le dijo que ambos estaban fuera, o luchando contra el crimen, o emborrachándose, pero que podía dejar un mensaje después de la señal. Colgó.
¿Cómo narices se las había arreglado Sean Morrison para escabullirse sin ser visto por entre media docena de policías? No tenía ninguna lógica. Más bien parecía como si… La lámpara de pie del rincón se iluminó de forma súbita, haciendo destellar los objetos de plata pulida.
—Oh, la madre que los…
La lámpara estaba conectada a un enchufe con temporizador. Los Burnett sin duda lo habían dispuesto así para que hacer ver que había gente en casa mientras estuvieran fuera. Una manera de disuadir a los allanadores, y de hacer que la policía quedara como un atajo de imbéciles. Sean Morrison no había puesto los pies en aquella casa.
Mascullando, se levantó de la silla y apagó la maldita lámpara, volviendo a sumir la habitación en las sombras. Plantado delante de la ventana, Logan se preguntaba cuánto tiempo tardaría, después de la bronca que le esperaba, en poder largarse de allí e ir a ahogar sus penas en una botella de vino y en una buena ración de comida china. Porque Steel iba a echarle la culpa de todo aquello, no le cabía la menor duda. Estaba tan seguro de que aquel crío de ocho años se presentaría por allí…
Al otro lado de la calle había alguien observando la casa. Era un niño, y llevaba unos tejanos y una recia chaqueta acolchada, con una mochila al hombro. Miraba hacia la casa con la boca abierta. Sean Morrison.
Logan se precipitó hacia el recibidor, gritando:
—¡Está fuera!
Salió como una exhalación por la puerta principal y se precipitó por los escalones de la entrada. Sean dudó apenas un segundo, antes de salir disparado. Logan se lanzó tras él, mientras oía gritos procedentes del interior de la casa y los demás se unían a la persecución entre un tumulto de pisadas de botas sobre la acera.
Sean dobló la esquina hacia Westfield Terrace. Decidió soltar lastre, y la mochila salió volando. Logan distinguió una mancha oscura junto a su hombro: la sombra de un agente que se había puesto a su altura en la estrecha calle. Ambos reducían la distancia que los separaba de aquel crío.
Al llegar hacia la mitad de la calle a un coche aparcado en la acera, Sean saltó encima del capó, de éste al techo y luego se encaramó de un brinco a una tapia de piedra de un par de metros de alto, desde la que saltó al jardín trasero de una casa. El agente llegó el primero a la tapia, que salvó, mientras un foco de seguridad se encendía y penetraba en la oscuridad.
Logan le siguió, respirando con dificultad, y fue a caer entre un plantel de coníferas. Al incorporarse, el agente había agarrado a Sean por la pernera del pantalón cuando el niño ya desaparecía por encima de la valla del siguiente jardín.
Sean chilló con fuerza.
—¡Ven aquí, cachorrillo!
El agente dio un tirón y obligó a Sean a bajar otra vez al suelo del jardín, pero cayó sobre él y ambos rodaron enzarzados, entre improperios. Entonces se oyó un gañido, y el agente soltó a su presa, mientras se llevaba la mano derecha a la muñeca izquierda, con los ojos clavados en la cuchillada abierta en la palma de la mano. El color rojo de la sangre fresca brilló con un tono de neón a la luz del foco de seguridad.
—¡Aaagh!
Sean se apartó a trompicones, maldiciendo, gritando, con un reluciente cuchillo de cocina en la mano. Se quedó mirando al agente, y luego levantó la vista hacia Logan, mientras una agente de policía saltaba la tapia y, tras ir a parar encima de un arriate decorativo, caía de bruces sobre el césped. El pequeño asesino de ocho años gruñó, blandiendo el cuchillo y retrocediendo contra la valla, mientras sus ojos miraban frenéticos a un lado y a otro del jardín.
—¡Cabrones! ¡Cabrones hijos de puta de mierda!
En la parte trasera de la casa se abrió una ventana, por la que se asomó un hombre mayor, que proclamó a voz en grito que iba a llamar a la policía.
—Ya ha acabado todo, Sean. —Logan adoptó la voz más comprensiva y amistosa que pudo—. Vamos, deja ese cuchillo. Yo sé que no quieres lastimar a nadie más.
—¡Te mataré, cabrón! —Las lágrimas le rodaban por las mejillas, y un reguero plateado le caía de las ventanas de la nariz. Le temblaba el labio inferior—. Te… mataré…
Logan oyó tras él a la agente que se incorporaba mascullando y a otro policía de uniforme que irrumpía con estrépito en el jardín.
—Ya no tienes que seguir huyendo.
—Cabrones…
La punta del cuchillo osciló, y cayó entre la hierba requemada.
—Shhh, no pasa nada, Sean, no pasa nada…
La agente fue directa hacia Sean Morrison y le roció la cara con spray de pimienta.
—Esto por Jess Nairn, capullín de mierda.
Los gritos del niño debieron de oírse en Edimburgo.
—Le escocerán un rato, pero la hinchazón menguará pronto. Tampoco es que eso importe mucho, donde va a ir. —El doctor Wilson estaba recostado contra la pared del pasillo, con las manos en los bolsillos. Su cara era como un banco en un fin de semana de agosto: larga y aburrida. Exhaló un teatral suspiro—. Mañana por la mañana tengo que ir a ver al oncólogo…
Logan asintió con la cabeza. No tenía muchas ganas de dejarse arrastrar de nuevo al desgraciado mundo del doctor Wilson.
—¿Está lo bastante bien como para someterlo a interrogatorio?
El doctor reflexionó unos segundos y se encogió de hombros.
—Tampoco importa mucho, ¿no?
Se separó de la pared, recogió el maletín de médico y se marchó arrastrando los pies, sin dejar de murmurar entre dientes.
—¿Y bien? —dijo Steel cando Logan regresó a su despacho—. ¿Qué ha dicho el doctor Funesto? ¿Le ha enseñado su tumor?
—No hay daños irreparables. Puede interrogar a Sean si quiere. El Gran Gary dice que el padre del crío está abajo, gritando como un energúmeno: que si violencia policial, que si derechos humanos, que interpondrá acciones legales. Lo de siempre.
Ella se miró el reloj.
—Veintisiete minutos para que comience el espectáculo… ¿Qué le parece? ¿Vale la pena el intento?
—Usted misma.
Se frotó el puente de la nariz con un dedo manchado de nicotina.
—Qué diablos. Llévelos a una sala de interrogatorio. Aunque no sea más que para infundirle un poco de temor de Dios a ese pequeño canalla.
Interrogar a Sean Morrison era como interrogar a un ladrillo. Se había quedado sentado al otro lado de la mesa, silencioso y huraño, con el ceño fruncido mirando a la cámara. Tenía la cara hinchada y enrojecida como si se hubiera quemado por el sol en la playa, con los ojos del color de la remolacha. Que aún le escocían del spray de pimienta. Ni siquiera accedió a confirmar su nombre.
El señor Morrison estaba sentado junto a su hijo, rodeando con el brazo los hombros del pequeño matón y temblando de ira.
—¡Les exijo que lleven a mi hijo al hospital!
—No. Y no pienso repetírselo más veces —replicó Steel—. Lo ha examinado el médico de servicio y está bien.
—¡Le duele horrores! ¡Mire lo que le han hecho sus tropas de asalto! ¡Mire! —Le mostró el rostro de Sean agarrándole por la barbilla, y dejándole la marca blanca de los dedos cuando el niño se soltó agitando la cabeza—. ¡Solo tiene ocho años!
Steel dio un manotazo sobre la mesa, haciendo tambalearse los vasos de plástico con el té y el café.
—Escúcheme bien: su inocente criaturita ha intentado clavarle un cuchillo a dos agentes de policía esta misma tarde. A uno le están cosiendo la mano en urgencias. Por no hablar de la agente de policía a la que apuñaló en el cuello, ¡ni del anciano al que mató!
—Exigimos hablar con un abogado.
Logan le dio unas palmadas en el hombro a la inspectora y le susurró al oído:
—Las siete y cuarto. La rueda de prensa es dentro de cinco minutos.
Se levantó echando hacia atrás la silla, que chirrió contra el suelo, y miró fijamente al padre.
—Que permanezca usted aquí o no es criterio mío, Morrison. Puedo hacer que lo sustituya un asistente social. Así de fácil —concluyó haciendo chasquear los dedos bajo las narices del hombre—. El momento en que asesinó al viejo está grabado por una cámara de circuito cerrado de televisión. Tengo un testigo policial que vio cómo acuchillaba a la agente Jess Nairn, y más testigos aún que le vieron intentar repetir la hazaña esta tarde. Tengo los cuchillos, las huellas dactilares. No necesito ninguna confesión.
Le hizo un asentimiento de cabeza a Logan, quien dijo:
—Interrogatorio suspendido a las siete y dieciséis.
Steel se inclinó sobre la superficie de la mesa, envolviendo al padre de Sean Morrison en una rancia oleada de aliento a tabaco.
—Va a ir directo a un Centro de Prevención hasta que cumpla dieciséis años. Es como un hogar infantil, solo que allí encierran a estos pequeños cabrones. Luego irá a una institución para delincuentes juveniles hasta que cumpla los veintiuno. Entonces irá a la cárcel. Con un poco de suerte estará fuera para celebrar los treinta años. ¿No le gustaría ponerle las cosas un poco más fáciles? ¿Acortar la sentencia, tal vez? Pues consiga que hable.
Estaba todo el mundo esperándoles. El comisario jefe de policía, tapando el micrófono con la mano, le dijo algo en voz baja a la inspectora mientras ésta tomaba asiento. Seguramente la felicitó por su gran trabajo, porque ella sonrió de oreja a oreja, antes de dar paso a la conferencia. Logan, recostado en la silla, escuchó cómo el jefe de policía anunciaba la captura de Sean Morrison y abría la ronda de preguntas. La primera:
—¿Cómo es que a la Policía Grampiana le ha costado cuatro días detener a un niño de ocho años?
La siguiente:
—¿Se nombrará alguna comisión que indague el desarrollo de la investigación policial?
Pero fue Colin Miller el que formuló la pregunta temida por Logan:
—¿Es verdad que Sean Morrison fue agredido durante su arresto?
Steel apretó los dientes.
—No, no lo es.
—Entonces ¿por qué los vecinos hablan de un niño que «gritaba de dolor», cuando se produjo la detención?
La inspectora acometió la explicación, pero los periodistas habían olido la sangre. ¿No era cierto acaso que el sargento McRae había agredido a un niño en el paseo de la playa, el día anterior? ¿Quizá los miembros del cuerpo de policía buscaban venganza, después de que Sean Morrison hiriera con arma blanca a la agente Nairn el jueves anterior? ¿Se había institucionalizado una cultura de la vigilancia en el seno de la Policía Grampiana?
El jefe de policía no permitió que la cosa se prolongara demasiado. Declaró concluida la rueda de prensa e «invitó» a todos a continuar con su labor.
—¡Atajo de cabrones! —dijo Steel al salir al pasillo—. ¿Qué se ha hecho del «buen trabajo» y de «por ser una chica excelente»?
Logan se apartó al pasar el comisario jefe hecho una furia, seguido por el oficial encargado de las relaciones con la prensa.
—Me parece que Dios en persona tampoco está demasiado contento.
Steel lo vio desaparecer por la doble puerta batiente.
—Se pueden ir al carajo. Venga, vamos al pub. Creo que nos merecemos una palmada en la espalda, aunque no haya ningún cabrón dispuesto a dárnosla por nosotros.
Logan depositó las bebidas con un sonoro tintineo en la pegajosa mesa, salpicada de cerveza, y dejó media docena de bolsas de patatas en medio. Steel y dos de los policías de uniforme que habían participado en la detención de Sean Morrison se entregaron a un frenético festín, lanzándose sobre la salsa de tomate. Cuando la velada había dado ya para tres rondas, la conversación había derivado del trabajo al fútbol, y al hat trick conseguido por Rob Macintyre aquel fin de semana contra el Saint Mirren. Todos evitaron prudentemente mencionar las acusaciones de violación, dando prioridad a marcador final de cuatro a uno. La inspectora Steel levantó los brazos, mirando por encima del hombro de Logan hacia la barra y gritando:
—¡Llegas a tiempo! —en dirección al agente que había placado a Sean en el jardín. Llevaba una mano vendada de blanco—. ¡Laz! —aulló la inspectora—. Laz, ¡vaya a buscarle una bebida a este hombre! ¡De mi cuenta! ¡Un whisky doble!
Logan estaba esperando aún a que le atendieran, cuando notó una palmada en el hombro. Se volvió esperando encontrarse con Steel, o con Jackie, pero era el agente Rickards, vestido con unos tejanos deshilachados, una camiseta pornográfica y una chaqueta de aspecto descuidado.
—Ehm… lamento molestarle, sargento, pero el sargento Mitchell me ha dicho que seguramente le encontraría aquí.
—¿Quiere tomar algo? Invita Steel. Hemos atrapado a Sean Morrison.
Logan se daba cuenta de que sonreía como un idiota, pero no podía evitarlo.
Rickards parecía incómodo.
—Solo quería decirle que he preguntado en todos los establecimientos esos de alfombras… Nadie ha vendido nada a ninguna pensión ni hostal desde hace meses. Lo siento.
—Usted no tiene la culpa, era muy difícil que diera resultado… —Logan frunció el entrecejo—. Un momento, ¿su turno no acababa hace como tres horas? ¿Ha estado dando vueltas por comisaría buscándome todo este tiempo?
—¿Qué? Oh, no, no, por Dios. —Hizo una mueca—. Qué triste, ¿no? Ehm… —Se ruborizó ligeramente—. Tenía un par de horas, así que he estado leyendo algunos de los informes sobre esos casos de allanamiento. En fin, por ver si podía encontrar un patrón que se repitiera y esas cosas.
—En ese caso se merece un trago, definitivamente.
Logan le hizo un gesto al camarero, le pidió el whisky doble de Steel y se volvió hacia Rickards para preguntarle qué quería tomar.
—No, de verdad que no, sargento, no puedo…
—Pues claro que puede. ¿Una birra?
—Yo… —Rickards se ruborizó de nuevo—. Es que todos siguen burlándose de mí. Desde aquella maldita reunión. Todo son insinuaciones y dobles sentidos, y la coletilla de los demonios: «mucho gusto», «el gusto es mío»… Algún cabrón hasta me ha metido condones en la taquilla, a través de la rejilla. Me tienen harto.
Logan le pidió una pinta de cerveza rubia.
—Mire, si deja que le afecte, seguirán haciéndolo. Les encanta ver que el otro reacciona, eso es todo. Vamos, no se va a morir por una cerveza, ¿no? —Cogió las bebidas de la barra y le dio a Rickards su jarra—. Es una orden, agente.
Rickards esbozó una media sonrisa.
—Sí, sargento.
Fuera no había tanto ruido. Guarecido del viento bajo el pórtico de columnas a la entrada del pub, esperaba a que Jackie contestara al teléfono del apartamento. Acabó de sonar hasta que saltó el contestador automático, así que Logan probó con el móvil. Sonó una vez, dos, tres…
—¿Diga?
—¡Eh, le hemos cogido!
—¿Qué? —Su voz sonó ajena.
—A Sean Morrison. Ya le tenemos.
—Ah, sí, lo he oído en las noticias. Genial…
—Estamos en el pub. ¿Te vienes?
Un silencio, y luego:
—Oh, no, no puedo… ¿Te acuerdas de mi amiga Janette? Su novio acaba de dejarla. Está hecha trizas, no puedo dejarla así.
—Oh. —Trató de no parecer contrariado—. Bueno, no te preocupes, no pasa nada.
—Lo siento… Oye, no me esperes levantado, no tengo ni idea de cuándo me podré escapar. Seguramente estaré hasta tarde. Se pone imposible cuando empieza.
Un autobús articulado pasó a toda velocidad, bamboleándose y casi atropellando a una joven escasamente vestida y a su novio Neanderthal. Logan los observó mientras lanzaban improperios al conductor.
—Oye, ya vuelve del lavabo, tengo que colgar.
—Vale, luego… —Pero ella ya había colgado.
Logan se quedó plantado en el escalón superior, mirando el móvil que sostenía en la mano. Lo cerró y regresó dentro.