Capítulo 22

—¿Qué quiere decir con que ha hablado con él?

Steel tenía el pelo como si alguien hubiera intentado peinárselo con las uñas de un gato. Estaba sentada detrás de su escritorio, con los pies encima de la mesa, un cigarrillo bailoteando en la comisura de los labios, del que se desprendía la ceniza, que le caía en la pechera de la blusa como si fuera caspa.

Logan sonrió.

—Acabo de cachear a uno de sus amiguetes, tenía el número del móvil de Sean apuntado en la agenda del suyo.

Steel frunció el entrecejo.

—¡Sus padres juraron y perjuraron que no tenía móvil, malditos cretinos!

—Ah, y no ha salido de Aberdeen. El pilluelo aseguraba que había huido a Londres, pero no miente tan bien como cree.

Sacó la nota con el número del móvil de Sean Morrison garabateado a toda prisa y se la entregó.

—Gracias, preciosidad… —Cogió el teléfono y marcó el número. Luego escuchó el silencio los repetidos tonos de llamada, hasta que colgó—. Buzón de voz.

—Supongo que se habrá propuesto contestar únicamente las llamadas procedentes de números que él conozca. Pero ahora podemos…

Steel estaba marcando otra vez, esta vez el número de Control para pedirles que rastrearan el móvil de Sean por medio de una señal GSM. Se tapó el micrófono del teléfono con la mano:

—Suba al centro de coordinación, quiero allí a todos los equipos… —Un momento de silencio, mientras esperaba la información—. Craigiebuckler… —Una pequeña zona al oeste de la ciudad, entre Rubislaw y Mannofield—. ¡Hazledene Road! —Colgó con fuerza el teléfono—. ¡Ya le tenemos!

Rastrear a alguien a través de su teléfono móvil no daba un resultado de una precisión al cien por cien, pero como mínimo tenían localizado a Sean Morrison en un radio de cincuenta metros. Había un coche patrulla en cada uno de los dos extremos de la tranquila calle, y otros que bloqueaban también las calles aledañas, no fuera caso que Sean intentara escapar saltando por los jardines traseros. Mientras, un equipo de veinte policías de uniforme iba llamando puerta por puerta a las casas. Esta vez no escaparía.

Steel se paseaba de un lado a otro de la acera, rascándose continuamente el hombro, en un gesto de nerviosismo, mientras los equipos de búsqueda le daban novedades. Nada, nada, nada, nada…

—¡Inspectora! —Un agente agitó el brazo desde la puerta abierta de una casa, un poco más arriba de la calle.

Steel se precipitó hacia allí, con expresión esperanzada.

—¿Ha encontrado a esa sanguijuela?

El agente negó con la cabeza, sosteniendo en alto una bolsa de plástico transparente de recogida de pruebas, con un teléfono móvil dentro.

—Pero él no está.

En el interior de la casa reinaba el desorden: bolsas de patatas fritas, cómics, platos y tazas sin fregar, latas de judías medio vacías, envases tirados de comida para microondas precocinada, las botellas vacías del mueble bar amontonadas debajo de la ventana… y ni rastro de Sean Morrison. Registraron la casa de arriba abajo, mirando en cada uno de los armarios y alacenas, debajo de las camas, en el desván, y repitieron la operación con el gran cobertizo del jardín.

Steel maldijo, de pie en medio del jardín.

—¿Dónde demonios se habrá metido?

—Se diría que entró en la casa por la ventana del baño de arriba. —Logan señaló unas marcas en la madera y la pintura levantada alrededor del pestillo—. Ha subsistido a base de alcohol exento de impuestos, pizzas calentadas en el microondas y lo que ha podido pillar en la nevera.

—¡Mierda! —Steel le dio una patada a un camión volquete de plástico de la altura de la hierba, y se estrelló contra la valla—. ¡Si esta mañana se hubiera limitado a anotar el maldito teléfono, en lugar de llamarle directamente, aún estaría aquí!

—¡Yo no sabía que huiría!

Logan volvió hacia la casa, pero ella le siguió, sin dejar de maldecir y despotricar.

—¿Pues qué creía? ¿Qué coño le pasa a su cabeza por dentro?

Logan no consiguió llegar más allá de la puerta de la cocina.

—¡De no ser por mí, ni siquiera habríamos sabido que había estado aquí!

—¡No se le ocurra darle la vuelta a las cosas!

Le siguió al interior de la casa, hasta la cocina integral, hecha un asco, llena de restos de comida desperdigados y envoltorios vacíos.

Una encimera de granito cortó la retirada de Logan.

—Bueno, no lo he hecho aposta…

Se quedó mirando un bote lleno de fideos Seedy Sanchez medio solidificados junto a la tostadora. Cogió el envase de plástico. Aún estaba caliente.

—Cuatro días buscando a esa sanguijuela, y ahora va usted y…

—Acaba de irse. —Logan le dio el bote de fideos a Steel y luego vació la tetera que estaba en el fregadero. El agua caliente cayó humeante encima de los platos amontonados sin lavar—. Fue cuando llamó usted cuando, al no reconocer el número, tiró el teléfono y salió por piernas.

Steel contempló cabizbaja el envase de fideos que tenía en la mano, mientras parecía desinflarse como un globo. Se hizo un silencio incómodo.

—Sí… ya veo… —Dejó caer el bote de cartón plastificado en el fregadero sucio y se recostó contra la nevera—. Lo siento —se disculpó, frotándose la frente—. Mierda. De verdad que pensaba que esta vez lo teníamos… —Suspiró—. Se lo digo en serio, Laz, cada caso que toco se convierte en un callejón sin salida. Soy la reina de los casos cutres. —Soltó un gruñido—. ¿Cómo diablos voy a explicárselo al comisario jefe?

Mientras los agentes salían en tropel de la casa, Logan echó un último vistazo al salón. Sean Morrison había estado viviendo allí como un animal salvaje, después de entrar por la fuerza en un hogar ajeno y hacerse en él su madriguera. Fuera de quien fuera la casa, se iban a llevar una sorpresa más que desagradable cuando regresaran. Había una gran foto en un marco encima de la repisa de la chimenea: marido, mujer, dos niños y medio y un golden retriever. Los chicos llevaban la habitual americana oscura y los pantalones de franela gris del Robert Gordon. La misma escuela a la que iba Sean.

—Él lo sabía…

—¿Aún sigue ahí? —La inspectora Steel se toqueteaba en el hombro con aspecto depresivo, en mitad del pasillo, murmurando—. Mierda de parches de nicotina… Para lo que sirven…

—Sean sabía que aquí estaría seguro. Mire este lugar, ha estado viviendo en él varios días. Él sabía que la familia propietaria iba a estar fuera.

—¿Qué?

Logan sonrió.

—Me parece que ya sé cómo volver a encontrar su pista.

Estaban en la soleada calle, Steel sin parar de moverse, inquieta, mientras Logan escuchaba la lista de nombres y direcciones que el Gran Gary leía al otro lado de la línea telefónica. Logan le dio las gracias y colgó, diciéndole a la inspectora:

—Señor y señora Struther. —Señaló hacia la casa que acababan de abandonar—. Se han llevado a los niños a pasar quince días en Alicante. El mayor va a la clase de Sean. Según el centro, hay otras tres familias que se han tomado vacaciones en mitad del trimestre: los MacKenzie, los Duncan y los Burnett. Sean buscará otra casa que esté deshabitada, en la que pueda vaciar el mueble bar y la nevera.

Steel cerró los ojos, volvió el rostro hacia el lejano cielo azul y dijo:

—Oh, gracias, Dios mío.

Logan se miró el reloj.

—Uno de los domicilios está en Rosemount, otro en Cults y el otro en Kingswells. Kingswells está muy lejos sin un medio de transporte, y en todos los autobuses aparece su foto. Cults es posible, pero hay una buena caminata. Rosemount está a solo quince minutos a pie.

—Sí, a no ser que haya birlado una bici. —Steel sacó el móvil y llamó a Control, a quienes dio instrucciones para que enviaran un par de coches camuflados a cada una de las direcciones—. Laz —sentenció, una vez todo organizado—, si alguna vez me vuelvo «hetero», se está ganando uno de propina.

Dos horas más tarde, se oía gruñir el estómago de la inspectora Steel desde el asiento del pasajero.

—¿Dónde diablos estará? —Rebuscó en los bolsillos, maldijo y se repantigó en el asiento—. Ande, bájese un momentín y tráigase cigarrillos, ¿quiere? Para los dos.

Logan refunfuñó.

—Estará aquí, ¿vale? ¿A qué otro sitio iba a ir? Además, yo creía que lo estaba dejando.

—No empiece. —Infló las mejillas y dejó escapar la respiración muy lentamente—. ¿Valoración de la situación?

—Pues no.

—Vaya una suerte. —Volvió a inflar las mejillas como un pez globo—. Me muero de hambre… —La casa de Whitehall Place estaba vacía y silenciosa, las cortinas medio corridas—. A lo mejor deberíamos mirar otra vez, puede que estuviera ya dentro.

—No es posible, lo habríamos visto.

Ella cogió un transmisor Airwave y pidió novedades al grupo que vigilaba el jardín de atrás, sin obtener otra cosa más que quejas de los agentes, por tener que estar allí tanto rato con el frío que hacía. Volvió a guardarse el aparato en el bolsillo.

—¡Pero dónde está!

—Quizás espere a que oscurezca…

Steel maldijo.

—No pienso quedarme aquí, sentada en este maldito coche, hasta que se ponga el sol. Vamos —dijo apeándose, en medio de la fría tarde—, a ver si encontramos algún amable ciudadano solidario dispuesto a prepararnos una taza de té.

La señora McRitchie vivía justo enfrente, al otro lado de la calle, y no era del tipo de mujer que deja ir a un invitado con una simple taza de té. En aquellos momentos entraba de espaldas en la sala de estar, cargada con una bandeja llena de macarrones con queso.

—¡Espero que tengan buen apetito! —exclamó, depositándolo todo con un tintineo de loza sobre la mesita del café.

—¿Qué ha hecho…? —La inspectora Steel arqueó una ceja, mirando atónita los platos—. ¡Y patatas fritas! Alice, ¡es usted la reina! —Lo aderezó todo abundantemente con pimienta negra, sal y vinagre, antes de empezar a zampárselo, al tiempo que farfullaba—: Dios, cuánto lo necesitaba… —Sin dejar de masticar.

Desde donde se encontraban tenían una visión perfecta de la casa de enfrente, de la que el señor Burnett y su familia se habían ausentado para pasar dos semanas en las Seychelles.

—¿No le parece mejor esto que estar sentados en el maldito coche? —dijo Steel dando un sorbo de té.

Logan se miró el reloj.

—Aún faltan cuatro horas para que se ponga el sol. Cinco, para que esté oscuro del todo.

—¿Y? —Boca llena de patatas fritas.

—Bueno, tengo cosas que hacer para Insch.

Steel le quitó importancia, agitando el tenedor con desdén.

—Pase de él. Estamos haciendo trabajo de calle, el jefe considera que esto es algo «proactivo». Aquí se está cómodo, calentito, tenemos buena comida, y nada más que hacer más que descansar tranquilamente hasta que aparezca Sean Morrison. Estas oportunidades no se dan a menudo. —Se llevó a la boca otra buena cucharada de brillante pasta con salsa de queso—. Disfrute mientras pueda.

Es probable que tuviera razón, en parte, pero Logan empezaba a sentirse culpable por haber abandonado a Rickards y que se las tuviera que ver él solo con los vendedores de alfombras. Tan pronto acabara de comer, llamaría a ver cómo le iba.

Cuando se acabaron los macarrones con queso, seguidos por un buen pedazo de tarta de Dundee y varias tazas más de té, la inspectora Steel se arrellanó en un viejo butacón de piel con un ejemplar del Press and Journal. Cinco minutos más tarde estaba profundamente dormida.

Logan sacó el móvil.

—¿Rickards? Sí… no, todavía no hay señales de él. ¿Cómo le va? —No muy bien, a juzgar por cómo lo decía. Según el agente, la mitad de los establecimientos que había visitado se le habían quejado de la ley de protección de datos, y la otra mitad había tardado una eternidad en sacar algo en claro de sus viejos y destartalados ordenadores. Hasta el momento no había nada en relación con hostales o pensiones.

Logan le dijo que siguiera con aquello, colgó y se sirvió otra taza de té.

La llamada que tanto había temido se produjo no mucho después de las tres de la tarde. La inspectora Steel roncaba dulcemente en su butacón, con el periódico desplegado por encima, como si fuera una manta impresa, mientras por la televisión emitían Solo ante el peligro en sesión de tarde y la señora McRitchie, sentada en un sofá, garabateaba números uno tras otro en una revista de sudokus. Logan se disculpó y fue a contestar la llamada en una habitación del piso de arriba, desde la cual pudiera vigilar la calle mientras el inspector Insch se despachaba a gusto con él.

—¿Dónde demonios se ha metido? ¡Le dije que investigara entre los mayoristas de alfombras! —Solo Dios sabía cómo lo había averiguado. Logan le puso al corriente de los progresos de Rickards, con la esperanza de que ello sirviera para apaciguarlo. No sirvió—. ¡Mueva el culo de ahí! ¡Quiero una lista completa para la hora de cierre de los comercios, hoy!

—No me es posible, inspector, estamos en plena operación de vigilancia…

—¿Operación de vigilancia? ¡Búsquese a los agentes que haga falta para eso…! ¡Nosotros tenemos que enchironar a Garvie!

—Pero Steel me ha ordenado que…

—Oh, claro, ya veo, cuando es ella la que da las órdenes, usted acude raudo y veloz, pero cuando soy yo…

—¿Cómo ha ido la vista de esta mañana?

Había sido un intento de maniobra de distracción, pero el inspector no estaba por la labor. Por el contrario, Logan se llevó una buena bronca de dos minutos acerca de la manera en que estaba dejando de lado a Jason Fettes y su familia. Logan suspiró, le quitó la voz al teléfono y trató de imaginar pensamientos agradables mientras Insch seguía quejándose.

—Y para su información —concluía el inspector cuando Logan volvió a activar la voz—, ese sucio cabrón ha salido bajo fianza. ¡Está libre ahora mismo!

—¿Ha hecho que le siga alguien?

Hubo un silencio, y luego:

—Por supuesto que he hecho que le siga alguien. Puede que venga del campo, ¡pero no soy ningún idiota!

—Yo no pretendía…

—Tarde o temprano volverá al lugar en que estuvo con Fettes. Ahora sabe que andamos tras él, así que querrá eliminar cualquier tipo de rastro. —Su voz empezaba a sonar un poco más calmada—. Mañana le quiero en mi despacho en cuanto llegue, ¿entendido? ¡Se supone que trabaja para mí, no para Steel!

—Sí, inspector. —Como si él tuviera voz en eso.

—Y si sabe algo de Watson… quiero verla también a ella. En cuanto hay una mierda de trabajo que hacer, la gente desaparece como por encanto.

Y colgó.

Eran las cuatro y media y la luz empezaba a decaer. El cielo avanzaba hacia la puesta de sol, las nubes grises se teñían de un rosa intenso, como ascuas incandescentes sobre fondo azul. Los niños volvían del colegio, sin prisa, unos en grupo, otros solos, dejando el rastro vaporoso de su respiración en el aire frío del atardecer. Ninguno de ellos respondía a la imagen de Sean Morrison.

—¿Usted qué dice? —preguntó Steel, mirando a la calle desde la ventana del salón.

—No tardará. —O al menos eso era lo que Logan esperaba—. Yo en su lugar esperaría a que todo el mundo estuviera sentado para cenar. Para que estuvieran distraídos y no prestaran atención a si hay alguien entrando a escondidas en casa del vecino… ¡Allí!

Un muchachito se acercaba caminando morosamente por la calle, vestido con el habitual uniforme azul oscuro y gris del colegio.

Steel entornó los ojos, y las arrugas de las comisuras de sus párpados se hicieron más profundas.

—Pero ése no va en tejanos ni lleva una sudadera con capucha del Aberdeen.

—Se ha cambiado de ropa. Sean sabe que andamos tras él, han difundido su descripción por todas partes. Así que habrá cogido un uniforme escolar en casa de los Struther. Ahora parece un niño más que vuelve a casa como cualquier otro, después de pasarse el día estudiando en el colegio.

—Supongo que tiene razón…

Observaron al niño mientras se paraba a atarse los cordones de los zapatos, y luego se pasaba de largo la casa de los Burnett y continuaba calle arriba.

—Puede que esté estudiando el terreno…

—No es él.

—Un momento, espere, dará media vuelta en menos de un minuto… —Logan guardó silencio. El niño se había detenido cuatro casas más arriba, delante de una puerta que no tardó en abrirse y a través de la cual se oyó la voz de una mujer que gritaba algo referente a unos palitos de pescado. El niño se metió en casa arrastrando los pies, y la puerta se cerró a su espalda con un sonido metálico—. Mierda.

Las seis, y el cielo estaba oscuro como un ojo morado. De vez en cuando pasaba algún que otro coche por delante de la ventana tras la que esperaban Logan y Steel, pero aparte de eso la calle estaba desierta.

—Tiene que aparecer en cualquier momento —dijo Logan, cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro e intentando ser optimista.

—No sé… —suspiró Steel—. Con la suerte que tengo, seguro que esta vez se ha largado de verdad. Estoy empezando a pensar que soy gafe. —En las ventanas de la casa de enfrente se vio luz de pronto, y la inspectora se quedó paralizada. En casa de los Burnett había alguien—. ¡Ya te tenemos, pequeño hijo de puta! —Cogió el móvil y se puso a llamar a los diferentes grupos—. ¿Alguien le ha visto? ¿Cómo ha entrado…? ¿Qué narices hacían, estaban dormidos? Sí… ya sé que hace frío… No… Un momento, para nosotros tampoco ha sido como ir de excursión, precisamente… ¡No! Esperen hasta que yo dé la orden. —Cerró el móvil, cortando a quien tenía al habla—. Quejicas de los cojones.

—¿No le han visto, entonces?

—Bah. —Resopló y se puso los zapatos—. Nunca entenderé cómo pudieron superar la instrucción básica, la mitad de ellos por lo menos.

Le dieron las gracias a su anfitriona y cruzaron la calle a toda prisa, en dirección a la puerta principal de la otra casa. La inspectora Steel volvía a estar con el móvil en la mano, diciéndoles a los grupos que fueran al jardín de atrás de los Burnett.

—¿Qué se propone, entrando en la casa? —preguntó Logan mientras llegaban cautelosamente a la puerta.

Había ya un par de agentes de uniforme esperándoles, preparados y con el chaleco contra arma blanca puesto, la porra extensible en ristre y el spray de pimienta dispuesto.

La inspectora se encogió de hombros.

—Tenemos una orden de arresto contra Sean… Si alguien pregunta, íbamos persiguiéndole, ¿de acuerdo? —Se volvió hacia el agente más corpulento, una mujer con las piernas como troncos—. Derribe la puerta.

¡Buuum! La madera vibró. Otra patada más, y el cerrojo saltó del marco. Las astillas volaron por el recibidor, al tiempo que la puerta se abría de golpe y rebotaba contra la pared. La fornida agente gritó:

—¡Policía! ¡Que nadie se mueva! —e irrumpió en la casa, con su compañero pisándole los talones.

Se oyó un estampido procedente de la parte trasera de la casa:

—¡Policía! —Y el estrépito de las botas al entrar precipitadamente por la puerta de atrás.

Steel sonrió.

—Me matan de la risa cada vez que hacen eso.