El apartamento estaba caliente al llegar a casa, la tele competía con el equipo de música de la cocina a ver cuál de los dos hacía vibrar más las paredes. Jackie estaba en el dormitorio, poniéndose unos tejanos viejos por encima de unos gruesos leotardos. No le oyó la primera vez, así que tuvo que volver a gritar:
—¡¿Quieres quedarte sorda cuando seas vieja?!
—¿Qué? —Pareció sorprendida unos instantes, y luego se subió la cremallera de los pantalones—. Es por ese gilipollas del piso de abajo, no paraba de dar el coñazo con Whitney Houston desde que llegué. —Se calló y le pasó la mano por la magullada mejilla de Logan—. Te dieron fuerte… El Gran Gary me ha dicho que no te echarán.
—A Napier no le ha hecho mucha gracia.
—A Napier nunca le hace gracia nada. —Jackie se puso la recia chaqueta negra acolchada y sacó una gorra de lana del cajón superior de la cómoda. También negra.
—¿Vas a salir?
Ella asintió con la cabeza, mientras se acomodaba el pelo rizado debajo de la gorra.
—Rennie lleva todo el día dando la vara con su Mikado. Le he apostado veinte pavos a que le sale de pena, así que voy al ensayo a tocarle un poco las narices.
Jackie rebuscó en los bolsillos del abrigo hasta que encontró un par de mullidos guantes.
—Pareces un caco.
—Gracias. —Ella se puso los guantes con el entrecejo fruncido, ladeando la cabeza—. ¿Te vienes?
—No, ya los vi el otro día. No temas por tus veinte pavos.
—Estaba segura. No me esperes levantado, ¿vale? Después iremos al pub, y ya sabes cómo es Rennie cuando se mete nada que huela a alcohol entre pecho y espalda.
Y se marchó.
El lunes había amanecido frío y claro. El cielo se había teñido de un pálido tono azul con las primeras luces del alba mientras Logan subía en compañía de Jackie la cuesta hacia Castlegate en dirección a la jefatura de policía, donde les esperaba el inicio del turno a las siete de la mañana. Ella tenía la nariz y las orejas de un rojo brillante para cuando alcanzaron King Street. La respiración se condensaba a su paso, la helada centelleaba en la acera. Jackie reprimió otro bostezo, lo cual deshizo el ceño fruncido que adornaba su cara desde que el despertador había sonado a las seis.
—¿A qué hora llegaste entonces? —le preguntó él, tratando de no pensar en el titular del Press and Journal. Más concretamente en el que rezaba: «¡UN POLICÍA AGREDIÓ A MI NIÑO!».
Jackie embutió aún más las manos hasta el fondo de los bolsillos del abrigo.
—Ni idea. Tarde. Tenías razón, estuvieron todos espantosos. Los veinte pavos más fáciles que me he ganado en toda la vida. —No esbozó siquiera una sonrisa.
—¿Quieres hablar de ello? —le preguntó Logan.
—¿De qué, del ensayo? —Se encogió de hombros—. Un desastre, nada más…
—Estás de morros desde que te has levantado.
—No digas estupideces. —Se detuvieron a la espera de que el tráfico les diera ocasión de atravesar corriendo la calzada, antes de bajar por la calle que hacía esquina con el puesto de control y donde estaba la entrada lateral de jefatura—. Es por el caso Macintyre, ¿vale? Dejamos que ese hijo de puta saliera con las manos limpias de aquí y ahora se dedica a violar mujeres en Dundee.
—Puede que no sea él.
—¿Estás de guasa? Por supuesto que es él, esa rata de cloaca. —Puso el pie en la calzada nada más cambiar el semáforo—. ¿Y dónde está ahora? ¿En la cárcel? No señor. Está tocándose las pelotas en su lujosa casa y paseándose en coches despampanantes con la puta preñada de su novia. ¿Cómo puede encubrirle así, facilitándole coartadas? ¡Ella tiene que saber que es culpable!
Se dieron un beso de despedida a la sombra del depósito de cadáveres, y Jackie se marchó a grandes zancadas, maldiciendo todavía a Rob Macintyre entre dientes, mientras Logan subía a reunirse para la sesión de trabajo del caso Jason Fettes.
La reunión matutina del inspector Insch tuvo un tono triunfal, a pesar de iniciarse con casi una hora de retraso, con el inspector sentado encima de la mesa al frente de la sala, explicándole a todos la detención de Frank Garvie. El exactor porno tenía que presentarse a las once y media en el juzgado, donde la fiscal pediría que permaneciese detenido sin fianza hasta la celebración del juicio. Cosa que no era probable que se concediera.
—Oficialmente, no se trata de una investigación por asesinato —dijo Insch, con una voz que retronaba en la pequeña sala—, pero nosotros vamos a tratarla como si lo fuera. Puede que sea un accidente en apariencia, un juego sexual que se les fue de las manos, pero Garvie lleva escrita la culpa en toda su persona. Inmovilizó a Jason Fettes atándolo con correas y le metió algo tan adentro que le rasgó la pared intestinal. Fettes se rompió los dientes al morder por el dolor que le causó. Murió con un sufrimiento atroz. Tenemos que averiguar dónde recogió Garvie a su víctima.
El problema de preguntar en todos los establecimientos hoteleros si alquilaban habitaciones por horas para relaciones sexuales ilícitas era que todos respondían que no. El sector vivía en cualquier caso una época de bonanza, la mayoría de los negocios que ofrecían alojamiento tenían bastante con explotar a las compañías petroleras y terciarias sin necesidad de tener que recurrir a ofrecer ese otro tipo de servicios. Así que asignaron a Logan la tarea de ir preguntando por los mayoristas de alfombras para ver si algunos de los cientos de hostales de Aberdeen había cambiado recientemente todas sus alfombras, para intentar eliminar así manchas de sangre sospechosas.
Lo cual era una completa pérdida de tiempo: si algún propietario se hubiera encontrado al despertar una de sus habitaciones encharcada de sangre, habría llamado a la policía. Era una evidencia. Pero el inspector Insch se había mostrado inflexible, y Logan no le había visto ningún sentido a ponerse a discutir. Sólo habría conseguido que le abroncaran.
Agarró a Rickards y firmó la retirada de un andrajoso Vauxhall, cediéndole el volante al agente. El cielo de la mañana era de un azul cristalino. Un lado de la calle estaba bañado por la luz del sol, mientras que la que estaba en sombras no había salido aún de la gelidez nocturna. Rickards subió por Schoolhill y se detuvo en el semáforo para dejar que un grupo de escolares atravesara en tropel la calle, vestidos con su uniforme Robert Gordon: los chicos con pantalones gris oscuro, las chicas con vestido de cuadros escoceses; las oscuras americanas cubrían apenas las camisas sin pliegues y las corbatas torcidas. Casi todos ellos iban con el teléfono móvil pegado a la oreja.
Cuando el semáforo se puso verde para los coches, una pareja de rezagados atravesó todavía la calle arrastrando los pies, sin el menor asomo de preocupación. Rickards arrancó por fin y condujo por entre la multitud de jóvenes vestidos de manera idéntica que pululaban alrededor de las puertas del Robert Gordon’s College, con la firme determinación de no cruzarlas hasta el último minuto. De disfrutar de su libertad. Logan se volvió hacia ellos y se quedó observándolos.
—Pare el coche.
—¿Qué?
—Aparque por allí —ordenó, señalando la mole gris de la Aberdeen Art Gallery.
Rickards hizo lo que le decían.
Caminaron entre la multitud, hasta llegar a un pequeño grupo de niños congregados junto a la estatua del fundador de la escuela del siglo XVIII. Eran cinco en total, reían y daban empellones por turno a una niña pequeña pelirroja. Logan agarró al cabecilla por la parte trasera del cuello de la camisa, un niño de siete u ocho años con unas caras gafas de sol. Las risas cesaron en seco.
—¿No has aprendido la lección?
—¡Déjeme! ¡Suélteme, capullo! —Braceaba en el aire.
Logan lo empujó enviándoselo a Rickards, antes de que pudiera causar daño. El agente lo agarró con las dos manos por la chaqueta, impidiendo que el niño escapara corriendo. Una vez fuera del centro de atención, la niña se escabulló.
—Peter, te llamabas, ¿no es así? —le preguntó Logan al crío, que seguía debatiéndose—. ¿Llevas algún cuchillo, como tu amiguito Sean?
La cara del niño era tan fea y hosca como cuando había pasado por la sala de interrogatorios el viernes anterior. Uno de los de la pandilla de Sean Morrison.
—¡Mi papá dice que no tengo por qué decirles nada, mamones!
—Está bien. Puedes mantener la boca cerrada mientras te cacheamos.
El forcejeo se hizo más violento, y Rickards lo agarró con más fuerza mientras el niño gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡¡Violencia policial!! ¡No pueden registrarme! ¡No he hecho nada!
—Tengo motivos para creer que puedes llevar un arma escondida, así que estoy facultado para registrarte. Podemos…
—¡Me ha tocado el culo! —Se retorció, volviéndose a mirar hacia el agente Rickards—. ¡Es un pervertido! ¡Acoso infantil!
—Cierra el pico y vacíate los bolsillos.
—Se cree muy fuerte, ¿verdad? ¡Pues Sean le dio una buena! ¡En cuanto este pederasta me suelte, yo también le voy a dar una patada en el culo!
—Y tu papá y tu mamá deben de sentirse muy orgullosos de ti. Sujételo bien. —Logan empezó por la chaqueta: un iPod, una consola de juegos portátil, una bolsa de patatas fritas y teléfono móvil—. A ver qué tenemos aquí. —Logan lo abrió y lo encendió. La pantalla se iluminó mostrando una foto de una mujer desnuda. El teclado numérico no estaba bloqueado—. Tendrás el tique de compra, ¿verdad, Peter? No lo habrás robado, ¿eh?
—¡Váyase a la mierda!
Logan abrió la agenda y la recorrió hasta que encontró lo que buscaba: SEAN - MÓVIL. El teléfono que sus padres habían jurado y perjurado que él no tenía. Pulso el botón de «llamar» y se llevó el aparato a la oreja. Escuchó el tono de llamada una vez, otra, y otra…
—¿Pete?
—No soy Pete. ¿Te acuerdas de mí, Sean?
El niño al que Rickards sujetaba con ambos brazos forcejeó y se debatió, y gritó:
—¡Ten cuidado, Sean! ¡Son los polis de mierda!
Silencio en el otro extremo de la línea. No el de haber colgado, sino el de alguien muy asustado que trataba de respirar sin hacer ruido.
—Sean, a la agente de policía no le pasará nada. Puedes volver a casa.
—¡No le hagas caso, Sean! ¡No…! —Rickards le tapó la boca con la mano.
Nuevamente la respiración silenciosa.
—Tu mamá y tu papá están preocupados por ti, Sean.
—Yo…
Logan dio tiempo a que dijera algo más, pero no fue así.
—Vamos, Sean, dime dónde estás y vamos a recogerte. Todo irá bien. —Hizo una larga pausa, pero nada. Tenía que probar con otra cosa—. Lo has llevado mucho tiempo ahí guardado, ¿verdad, Sean? ¿Qué sucedió hace seis meses? —Una respiración honda en el otro lado de la línea—. ¿No sería bueno hablar de eso con alguien?
Y al otro lado colgaron.
Logan cerró el móvil y le dijo a Rickards que quitara la mano de la boca del compinche de Sean.
—¿Dónde está?
El crío lo miró frunciendo el ceño con furia.
—¡Se lo diré a mi papá! ¡Y a los profesores! ¡Estás jodido! ¡Te echarán y…!
—Se ha marchado de la ciudad, ¿no es así? ¿A Londres? ¿A Edimburgo?
Una sombra de astucia cruzó el rostro del niño, que dijo:
—Sí. Eso es, se ha marchado de esta ciudad. A Londres. Donde nunca lo encontrarán.
Las campanas de la iglesia de Saint Nicholas repicaron en el frío aire de la mañana, anunciando las nueve, y los chicos fueron encaminándose a las clases. Logan anotó el número de Sean y le dijo a Rickards que podía soltar a aquel crío de cara avinagrada, a quien le devolvió el teléfono móvil tirándoselo para que lo cogiera al vuelo. Lo atrapó justo antes de que chocara contra el suelo.
Cuando volvieron al coche, Logan se sentó en el lugar del acompañante y le dijo a Rickards que diera un giro de ciento ochenta grados en la rotonda, para echar un vistazo a los amigos de Sean. Con la esperanza de que a alguno de ellos se le ocurriera saltarse la clase e ir a avisar a aquel asesino de ocho años. Pero cruzaron uno por uno las puertas del centro escolar y se perdieron entre los demás.
—Mierda. —Logan frunció el entrecejo, mientras dejaban atrás lentamente el colegio. ¿Insch o Steel? Insch o Steel…—. Bien —concluyó sin que le gustara ninguna de las dos alternativas—, volvemos a comisaría.
El agente Rickards pareció como si se horrorizara.
—Pero el inspector…
—Ya lo sé. Se pondrá como una fiera. Usted déjeme en jefatura y luego vaya a lo de las alfombras. No le creo incapaz de arreglárselas sin mí, ¿no?
—Bueno, sí…
—De paso puede ir a comprobar la coartada de Macintyre. —Logan se sacó las notas que había tomado en casa del futbolista el día anterior, con las direcciones del pub y del restaurante de comida para llevar, y se las entregó a Rickards—. Si descubre algo, ¡llámeme el primero!
Con un poco de suerte, Insch no se enteraría jamás de que Logan le había dado el salto con la inspectora Steel.