En el despacho del jefe de policía solo había rostros infelices. El inspector Insch y la inspectora Steel estaban sentados uno frente a otro, mientras «Dios» en persona ocupaba su puesto detrás del escritorio, tamborileando ligeramente los dedos sobre la queja formal interpuesta por la familia del niño. El conde Nosferatu, alias inspector Napier, el miserable cabrón de pelo panocha y cara de loro al frente de Asuntos Internos, acechaba junto a la ventana, observando con el ceño fruncido cómo Logan repasaba los acontecimientos que habían abocado al desastre que los tenía allí reunidos. Le habían hecho esperar fuera casi una hora mientras ellos decidían lo que hacían con él. El Gran Gary estaba allí también, en su condición de representante corporativo; lo cual significaba que se trataba de un asunto serio. Era probable que lo expulsaran del cuerpo.
Logan podía sentir los entrecerrados ojos de Napier clavándosele profundamente en la espalda como un juego de cuchillos para la carne. Desde el caso del «Monstruo de Mastrick», el inspector se había desvivido por hacerle la vida imposible cada vez que se le había presentado la ocasión. Joder a Logan se había convertido en algo así como un objetivo personal. Debía estar disfrutando con aquello. Logan llegó al momento en que la familia había amenazado con interponer una demanda y concluyó su relato. El único sonido que se oía en la estancia era el de los chasquidos metálicos del radiador bajo la ventana.
El jefe de policía dijo:
—¿De verdad creyó, sinceramente, que era Sean Morrison?
—Sí, señor.
¿A lo mejor tenía suerte y salía de allí con una suspensión temporal?
—¿Y recurrió a la fuerza porque pensaba que se trataba de un chico violento? —El jefe de policía unió las puntas de los dedos de ambas manos, en forma piramidal—. ¿Un chico de ocho años…?
—Señor, la última vez que nos las habíamos tenido con él, le clavó un cuchillo en el cuello a una agente de policía. Y acababa de asesinar a un…
—Vez en que usted lo dejó escapar. —Napier, con una voz que era un témpano de hielo—. De no haber sido por su… «estado», la agente Nairn no habría necesitado acudir en su socorro, ¿no es cierto, sargento? —Logan no respondió. El inspector añadió con desdén—: Sin duda incluso usted debería haber sido capaz de reducir a un niño de ocho años…
El jefe de policía levantó la mano, y Napier volvió a su silencio.
—Comprenderá la que se nos va a venir encima con todo este asunto, ¿verdad, sargento? La Policía Grampiana, no solo ha sido incapaz de detener a un niño de ocho años, sino que ahora nos dedicamos a ir por ahí agrediendo indiscriminadamente niños con sus familias.
—¡Ellos me agredieron a mí! Yo sólo quería…
El jefe de policía siguió hablando.
—¿Tiene usted idea de lo incompetentes que nos hace parecer esto, sargento?
Logan lo había tomado por una pregunta retórica, pero el jefe de la policía se quedó mirándole fijamente a la espera de su respuesta.
—Yo creía que era Sean Morrison.
Un suspiro.
—Y ése es el único motivo por el que no vamos a suspenderle pero, por el amor de Dios, la próxima vez que se le pase por la cabeza la feliz idea de arrestar a un niño, ¡al menos no se equivoque de crío!
Si alguien preguntaba, la versión era que estaba dedicándose a fondo a los tres millones de asaltos domiciliarios con que lo había cargado la inspectora Steel, pero si tenía que ser sincero, Logan estaba escondido en la pequeña y atestada habitación que había requisado para visionar la colección de pornografía de Jason Fettes, mortificándose a gusto. La oficial del cuerpo médico le había dado un par de compresas frías para su maltrecha cabeza, pero no parecía que le hicieran gran cosa, pues seguía doliéndole.
Malditos padres: ¿en qué estarían pensando, para vestir a su condenado retoño exactamente igual que Sean Morrison? Como si la descripción de éste no hubiera salido bastante en la prensa y por televisión…
Se quedó sentado contemplando los ordenadores portátiles que Rickards había hurtado del almacén donde se guardaban las pruebas. Luego se puso a maldecir. Si alguien descubría que habían estado utilizando aquellos equipos para ver pelis guarras, volvería a encontrarse directamente delante de Napier, y aquel cabrón de facciones afiladas tendría una nueva oportunidad para hacerle la vida imposible. Logan estaba agachado debajo de la mesa, intentando desenredar el lío de cables y enchufes, cuando se abrió la puerta de golpe y entró en la habitación una enorme sombra amenazante. Insch.
—¿Qué demonios está haciendo ahí abajo…? Da igual, déjelo. Póngase el abrigo, a la fiscal le ha gustado Garvie para sospechoso. Conocía a la víctima, ambos estaban metidos en el ambiente bondage, practicaban juntos el sexo… o lo que sea que hagan esos tarados, y Garvie es impotente. —Logan asomó la cabeza de debajo de la mesa, justo a tiempo de ver desaparecer una gominola de cola en la boca del inspector; el hombretón chupeteó con aire pensativo—. Eso para mí significa frustración sexual. Garvie se provee de un arnés de esos consoladores tamaño extra grande, ata a Fettes y se deja llevar por el entusiasmo. Hasta que de pronto hay sangre por todas partes, le entra la desesperación y corre al hospital.
—Necesitaremos entonces una orden de arresto y…
Insch sostuvo en alto dos hojas de papel.
—Firmadas y selladas. Lo único que estamos esperando es a que los de identificación pongan sus culos en movimiento. —Sonrió, mientras la parpadeante luz del fluorescente se le reflejaba en la calva—. Qué le dije: lo que Steel fue incapaz de resolver en cuatro semanas, yo lo he hecho en menos de un día.
El apartamento de Garvie no tenía nada de especial, visto desde fuera. Dos habitaciones en el segundo piso de un edificio de cuatro plantas ubicado en Danestone, una zona residencial de casas cuadrangulares que había ido extendiéndose por encima de la orilla septentrional del río Don. Tortuosas calles sin salida, paredes amarillas de ladrillo y tejados rojos. Una serie de gigantescas torres metálicas de electricidad se alineaban como en un desfile atravesando por el centro la zona, como trípodes marcianos que hubieran quedado inmovilizados en su marcha hacia la guerra. El edificio en el que estaba el piso de Garvie se encontraba a la sombra de una de estas torres eléctricas, cuyo débil zumbido era apenas audible a través de la ventana abierta de la cocina. El apartamento estaba decorado con clásica elegancia friki: el salón acogía una colección completa de Star Trek: Espacio Profundo Nueve, Star Trek: Voyager, Star Trek: La nueva generación, Star Trek: Enterprise, Buffy Cazavampiros, Stargate, Farscape, Los Simpson y un montón de anime japoneses, además de PlayStation, Xbox y TiVo interconectados entre sí y una colección de altavoces de lo más imaginativo; una de las paredes estaba ocupada por una enorme pantalla, con su proyector colgado del techo, por encima de la puerta; completaba el mobiliario un sofá individual de cuero negro. La habitación de los invitados estaba reconvertida en estudio, con toda una colección de ordenadores y pilas de libros y cómics. Estos últimos protegidos de forma individualizada con fundas de plástico, como si Garvie hubiera tenido miedo de que pudieran contraer algo.
La parafernalia bondage estaba en la habitación principal y ocupaba toda un ala de un armario ropero empotrado. El traje de látex rojo oscuro hecho a medida estaba colgado junto a una diversidad de objetos de cuero: arneses consoladores, correas, garrotes y látigos.
—Houston, hemos despegado… —dijo uno de los técnicos de la Oficina de Identificación, saliendo del fondo del armario con un enorme falo negro. Tenía más de cuarenta centímetros de longitud, y destacaba de manera ostensible sobre el fondo blanco del mono que llevaba el técnico que lo había encontrado. Fue a parar a una gran bolsa de plástico de recogida de pruebas. Junto con un aparato de color rosado de familiar forma de seta.
Insch llegó a articular:
—¿Qué dem…?
Antes de que Logan entrara al quite:
—Un tapón anal. —El inspector lo miró fijamente—. Ehm… este… me lo dijo la inspectora Steel cuando encontramos uno igual en la habitación de Fettes.
El rubor que le subió de repente a las mejillas le hizo sentir un calor incómodo embutido en su traje CSI.
La colección de pornografía de Garvie estaba ordenada alfabéticamente en una pequeña estantería junto a la cama, y constaba de un puñado de sus propias películas y una serie de porno duro gay holandés y norteamericano. Oculto en el fondo de un cajón de ropa, había un conjunto de vídeos sin etiqueta y dos viejas películas de diecisiete milímetros en sendas latas. Escrito a mano en desvaída tinta marrón, en una ponía «LA VENGANZA DEL MAYORDOMO» y en la otra «ALEGRES TRAVESURAS».
—¿Sabe? —pregunta Logan mientras las metían en una bolsa—, no sé por qué no me imagino a Garvie viendo este género de antiguallas. —Tenía razón, por mucho que registraron el apartamento de arriba abajo, no encontraron rastro de ningún tipo de aparato que pudiera reproducir nada tan antiguo—. Debe guardar algo raro ahí dentro.
Logan les pidió a los chicos de Identificación que recuperaran las latas y las abrieran, esperando encontrar un suculento alijo de drogas o algo así. Pero se llevó una decepción cuando resultó que contenían exactamente lo que ponía fuera: dos viejos rollos de quebradiza película de cine en blanco y negro.
—No importa —dijo Insch, mientras volvían a sellarlas y a guardarlas en la bolsa—, estoy seguro de que pronto acertará en algo. Por mera ley de probabilidades.
Y se dirigió con elefantino paso hasta el umbral, donde se puso a masticar caramelos Chewits de goma, dejando que Logan se encargara de la supervisión de los técnicos de Identificación mientras buscaban muestras de sangre y de semen en la ropa de cama y las alfombras.
Al cabo de una hora estaban de nuevo en el coche, presenciando cómo cargaban la última bolsa con las posibles pruebas en la parte trasera de la sucia furgoneta Transit blanca de la Oficina de Identificación.
—Hay algo que falla —observó Insch, mientras Logan ponía en marcha el vehículo—. Debería haber sangre por todas partes. Aunque Garvie fuera tan pervertido que usara sábanas de látex, tendría que haber un rastro entre el dormitorio y la puerta principal… —Se quedó unos segundos con la mirada perdida en la distancia—. Investigue en los hoteles y pensiones, compruebe si en alguno alquilan habitaciones por horas a gente de la comunidad bondage. Haga circular fotos de Fettes y de Garvie, quiero saber si alguien les proporcionó habitación aquella noche. Pregunte también puerta a puerta, aquí en el vecindario. ¿Venía Fettes con regularidad? —El inspector registró una vez más en la guantera, sin obtener nada—. Mierda. Bueno, vamos, sargento, volvamos a jefatura, no tenemos todo el día.