Era imposible revisar él solo la colección entera de pornografía de Fettes antes de las diez, así que Logan agarró a Rickards y requisó una pequeña sala llena de bolsas de recogida de pruebas y archivadores abandonados. Tenía las placas del techo de color amarillo nicotina, la pintura color hueso de las paredes desconchada y un fluorescente que zumbaba y parpadeaba, pero era el único sitio libre. Ahora ya solo les faltaba un aparato en el que poder ver los DVD.
—Tengo una idea… —Rickards se esfumó, dejando a Logan a solas en aquel espacio reducido y desordenado. Mientras maldecía para sí, Logan se puso a apilar cosas en un rincón. Para cuando volvió el agente, había hecho espacio suficiente para poder trabajar—. No se lo cuente a nadie, ¿eh? —dijo, dejando un archivador encima de la mesa—. El sargento Mitchell cree que me los he llevado arriba para un nuevo análisis de huellas dactilares.
Dentro del archivador había ordenadores portátiles que parecían nuevos y una de esas pequeñas impresoras de calidad fotográfica.
Logan se había quedado impresionado.
—¿De dónde…?
—Parte de lo incautado en aquella redada en un burdel. Montaban numeritos de sexo por internet con los clientes. —Se puso a conectar cables—. Podemos sacar pantallazos de las imágenes de las pelis porno de Fettes que puedan interesar e imprimirlas.
La maquinaria cobró vida entre chirridos y pitidos, y el agente asintió feliz con la cabeza.
—Y parecía tonto cuando lo compraron.
Logan eligió uno de los DVD de Fettes al azar. Rickards sonrió.
—Gracias a Dios, ¿eh?
A las diez tenían un pequeño montón de imágenes impresas con actores porno. La cosa no había sido tan difícil pasando las películas a velocidad rápida y deteniendo la imagen cada vez que aparecía un rostro nuevo. Habían hecho pantallazo, lo habían impreso y le habían dado a la velocidad rápida otra vez. No había por qué sorprenderse de que muchas de aquellas personas se repitieran en casi todas las películas, y tres de ellas mostraban en verdad un ligero parecido con el retrato robot. Es decir, entornando los ojos y eliminando imaginariamente la perilla y todo adorno facial.
Logan se aseguró de haber escrito todos los nombres de las películas en la parte de atrás y se marchó en busca de Insch.
El salario de futbolista de Rob Macintyre le había permitido comprarse una gran casa de granito en una de las calles más exclusivas de la ciudad, en la parte más ostentosa de Great Western Road, así como un flamante Porsche 911, recién estrenado, que estaba aparcado en la puerta y que reflejaba el acerado cielo. Según el ordenador central del Departamento de Vehículos a Motor, el joven de veintiún años poseía también un Mercedes y un Audi familiar. Todos ellos con la matrícula personalizada. Logan tuvo la impresión de que Macintyre seguramente gastaba el dinero con la misma rapidez que lo ganaba. Le gustaba representar el papel tan propio de la sociedad de Aberdeen: «¡mirad todos mi coche y cómo he triunfado!».
El Range Rover de Insch, con su roña incrustada, parecía decididamente fuera de lugar. El inspector permanecía sentado en el asiento del conductor, contemplando la casa mientras daba cuenta de un paquete de caramelos Polo de menta.
—¿Ha visto lo que dice la prensa de la mañana?
—Lo de siempre, no sé cómo no se han cansado ya a estas alturas de darnos patadas en el culo.
El titular de la página de portada del Press and Journal era: «¡LA POLICÍA, INCAPAZ DE DETENER A UN ASESINO DE OCHO AÑOS!». Colin Miller una vez más, dando la vara como de costumbre, que si la Policía Grampiana era incapaz de encontrársela para mear, menos aún de atrapar a Sean Morrison. Hasta para Miller resultaba corrosivo.
Logan abrió una rendija en la ventanilla, para ver si entraba un poco de aire fresco. Dentro de aquel coche apestaba a perro mojado.
—¿Qué demonios quieren que hagamos? ¿Registrar la ciudad palmo a palmo? Solo porque tenga ochos años, no significa que… —Vio el ceño fruncido en el semblante del inspector—. ¿Qué pasa?
—¡No me refiero a su maldito crío desaparecido, sino a la violación de Dundee! —Sacudió la cabeza de un lado a otro y se bajó pesadamente del vehículo—. Bueno, vamos allá, no tenemos todo el día. El señor Macintyre ha tenido la amabilidad de concedernos veinte minutos de su valioso tiempo, nada menos, y no quiero malgastarlos aquí sentado escuchando sus lamentos.
Una morenita asombrosamente guapa les abrió la puerta y les hizo pasa a casa de Macintyre. Lucía un escote que distraía la atención de cualquier otra cosa, con un colgante dorado y rubí alojado entre ambos senos, un anillo de compromiso del tamaño de una bola de cristal y unas piernas como las de una bailarina de striptease. Una esposa de futbolista típica en ciernes. No podía estar preñada de mucho más de cuatro meses, con el vientre sabiamente arropado entre el ribete de unos pantalones de cintura baja, una blusa abierta y una camiseta por encima del ombligo, en el cual relucía un sugerente piercing con un brillante rubí.
—¡No sé por qué no pueden dejarle en paz de una vez! —dijo mientras abría el paso delante de ellos a través del recibidor—. ¡Nunca le ha hecho daño a nadie! Deberían ir a detener a los delincuentes de verdad y dejar de acosar a mi Robert…
Por dentro, aquel sitio era como un anuncio de Ikea. Todo eran líneas minimalistas y madera de tonos pálidos, fotografías y grabados pseudoartísticos, conchas de mar y unos extraños objetos de cristal de pequeño tamaño enmarcados en madera. No había nada que tuviera un aspecto real, como si hubieran comprado la casa entera y su contenido a través de un catálogo, en lugar de haber ido llenándola con el paso de los años. Carecía de alma. Logan habría esperado un interior más llamativo.
Macintyre estaba sentado en el salón principal, con los pies encima de la mesita, una lata de Coca-Cola en una mano y un teléfono en la otra, charlando en voz alta con marcado acento de Aberdeen. Su novia le dijo con un gruñido:
—¡Los pies!
Y él los bajó de golpe, poniéndolos sobre la alfombra, como si se los hubieran quemado. Se tapó el micrófono del teléfono y le pidió disculpas a su amada. Logan no lo conocía personalmente, de hecho, solo lo había visto en el tribunal, en televisión y en el terreno de juego, en el estadio de Pittodrie. Por un momento trató de imaginarse a aquel feo lechuguino sujetando a aquella pobre mujer de Dundee contra el suelo mientras le rebanaba la cara.
Si había sido él, entonces Jackie tenía razón: el futbolista se tenía más que ganada una manta de patadas. Lo observó mientras Macintyre volvía a atender su llamada telefónica, riendo con la mayor despreocupación de este mundo. Allí plantado, para velar porque las cosas siguieran por tal cauce, estaba Sandy Moir-Farquharson, de espaldas a una enorme pecera de peces tropicales, con una expresión que hacía que a Logan le entraran ganas de comprobar las suelas de sus zapatos por si habían pisado algo sucio.
—Ah, el señor Frankuharstein —dijo Insch, deformando cómicamente su apellido para provocarle un poco—. Macintyre no nos había dicho que le encontraríamos aquí. Es un placer verle de nuevo.
El abogado sorbió por las narices.
—Ahórrese sus veleidades teatrales de aficionado, Insch, no estoy de humor. Si están aquí es porque mi cliente quiere asegurarse de que no pergeñan a sus espaldas alguna de sus estúpidas conclusiones habituales en torno a esa agresión que ha tenido lugar en Dundee. Si se les ha permitido venir, no es para someter al señor Macintyre a un interrogatorio policial, ni para humillarle, ni para intimidarle. ¿Está claro?
El rostro del inspector se ensombreció.
—¡No le consiento que me diga cómo debo interrogar a un sospechoso!
—Por favor, intente meterse esto en su reluciente cabezota: el señor Macintyre no es un sospechoso. Su último y patético intento de cargarle el muerto a mi cliente fue rechazado por el tribunal, ¿lo recuerda? Y además…
Se oyó un taconeo en la puerta, que precedió a la entrada de la madre de Macintyre arrastrando una mesita de ruedas con un servicio de té y pastelitos.
—Bueno, bueno —dijo Macintyre, alargando las palabras, que sonaban llanas y dóricas, mientras su madre distribuía tazas y platitos—. Concédele un respiro, solo está cumpliendo con su trabajo. —Sin el teléfono pegado a la oreja, Logan pudo apreciar el brillo de la dilatación color rubí en el lóbulo de Macintyre, de la misma tonalidad que el colgante de su prometida, rojo como la camiseta del Aberdeen Football Club. El color de la sangre. Por primera vez, a Logan le asaltó la sensación de que Macintyre estaba cargando un poco las tintas, sobreactuando en su papel del escocés provinciano y amistoso al que incordian unos polis muy malos. Macintyre señaló con un gesto un sofá de aspecto muy caro invitando a Insch a que se sentara en él—. Usted pregunte, inspector, que yo intentaré ayudarle en lo que pueda.
Sid Sinuoso no parecía muy contento, pero no dijo nada mientras el inspector Insch se acomodaba en el sofá, se sacaba una hoja de prensa del bolsillo de la chaqueta y la colocaba bien visible encima de la inmaculada mesita que ocupaba el centro del salón, alisando la hoja y disponiéndola en la posición adecuada para que el futbolista pudiera leer el titular: «VIOLACIÓN EN DUNDEE A IMITACIÓN DE ABERDEEN».
—Me gustaría que nos dijera dónde estuvo el viernes por la noche.
—Muy fácil… Estuve con Ashley, ¿verdad, cari?
Logan observó cómo la chica se llevaba la mano a la cadena de oro que le rodeaba el cuello, la misma que sostenía un rubí en el extremo inferior. Ella asintió:
—Sí, estuvo conmigo toda la noche. —A continuación los deslumbró a todos con su sonrisa—. Roncando como una locomotora, además.
—No le hagan caso —protestó Macintyre—. ¡Yo no ronco!
—Sí que roncas, ya te digo…
Insch interrumpió la encantadora escena doméstica.
—¿Dónde? ¿Dónde pasaron la noche?
—En la cama. —Macintyre.
—Por ahí. —Ashley. Los dos habían respondido a la vez. Ella se ruborizó y le arrojó un cojín a su futuro esposo—. Salimos a tomar un par de cervezas —insistió ella—, pasamos por un restaurante de comida para llevar y nos quedamos aquí el resto de la noche.
—Sí, es verdad —terció la madre, ofreciendo una ronda de tartitas Bakewell y pastelillos Tunnock’s para el té—. Yo estaba aún levantada cuando volvieron.
Insch se quedó mirándola.
—No me diga que todavía vive en casa con mamá.
—Soy yo la que vive con él. Esta casa es de mi Robby, comprada a tocateja: sin hipotecas. ¿Cuántos hijos pueden decir lo mismo?
Insch les pidió que le dijeran a qué pub habían ido, y también a qué establecimiento de comida para llevar. Logan lo anotó todo, sabedor de que seguramente iban a cargarle con el cometido de comprobar sus coartadas.
—Si le parece suficiente, inspector —advirtió el abogado—, yo creo que mi cliente ya ha sido lo bastante generoso con el tiempo que les ha dedicado. Si tienen más preguntas, deberán remitírmelas a mí por escrito, y yo las atenderé.
—Oh, eso es lo que usted cree, ¿verdad?
Insch se desprendió del abrazo del sofá de piel y acercó su amenazadora humanidad al abogado, sirviéndose de su voluminoso cuerpo como arma de intimidación. Moir-Farquharson no se inmutó en lo más mínimo.
—Cualquier intento por su parte de ponerse en contacto directamente con mi cliente, será considerado como acoso policial. Dados los antecedentes inmediatos, no creo que tengamos ningún problema en conseguir una orden judicial. ¿No le parece?
La explosión de ira tuvo lugar en el coche. El inspector Insch se puso a maldecir y despotricar con las puertas cerradas y las ventanillas subidas, mientras Logan esperaba fuera en la acera, no precisamente animado ante la perspectiva del trayecto de regreso a comisaría. Insch se calmó por fin, recurriendo a la misma práctica de tomarse el pulso y respirar hondo que Logan había presenciado la noche anterior en el teatro. La puerta del acompañante se abrió de pronto, e Insch le dijo que subiera al vehículo, no tenían todo el día.
El tráfico era inusualmente intenso para un domingo por la mañana. Insch no dejaba de hacer por lo bajo comentarios de naturaleza homicida mientras conducía en dirección a jefatura.
—Ehm… —tanteó Logan—, ¿se encuentra bien, inspector?
Insch se volvió con mirada torva hacia él y le dijo que no, maldita sea, que no se encontraba nada bien. Se siguió luego un incómodo silencio, y Logan hizo otro intento cambiando de tema.
—En cuanto a la colección de Fettes… tenemos a tres tipos en los DVD que podrían encajar con la descripción.
Una sonrisa triste se abrió paso a través de la gorda faz del inspector.
—Ah, los tenemos, ¿eh? ¿Nombres?
—Bueno, son todos ficticios, nombres artísticos para pelis porno. —Se sacó del bolsillo las tres impresiones en papel brillante de calidad fotográfica y se las entregó—. Tendremos que preguntarle al tipo que dirige el tinglado.
Insch sostuvo las impresiones de pantalla contra el volante y las examinó sin dejar de conducir.
—Ya lo ve. —Le arrojó las fotos a Logan, en una repentina mejoría de humor—. Llevo en el caso menos de veinticuatro horas y ya hemos avanzado algo. —Giró el coche siguiendo las instrucciones de Logan para ir a hacer una visita a ClarkRig Training Systems Ltd.—. Mire en el bolsillo lateral, ¿quiere? Tiene que haber caramelos de toffee por ahí…
La madre de Zander Clark estaba sacando brillo al mostrador de la recepción cuando entraron Logan e Insch.
—Caramba —exclamó al ver al inspector—, esto sí que es un buen mozo.
—¿Está su hijo? —le preguntó Logan, antes de que se generara un conflicto diplomático.
—¿Eh? Oh… sí, sí. No solemos trabajar los domingos, pero cuando tiene algo nuevo entre manos, es como una obsesión. Entren por allí. —Señaló hacia una puerta azul oscuro que llevaba fuera de la recepción—. Están rodando, así que: ¡shhh!
El estudio era alargado y bastante amplio, con espacio suficiente como para aparcar cuatro o cinco autobuses de dos pisos y que quedase sitio además para una banda entera de gaiteros. Habían montado un plató de grabación que parecía una pequeña sección de la zona de alojamientos de una plataforma petrolífera: tres camarotes con literas, una ducha y una porción de pasillo, todo ello iluminado desde arriba con potentes focos de televisión. Solo que Logan estaba convencido de que no estaban rodando una película sobre medidas de seguridad. A menos que se tratase de «cómo evitar contraer enfermedades de transmisión sexual si tienes relaciones con unas vikingas lesbianas».
Tanto Logan como Insch se quedaron clavados donde estaban, mientras un tipo vestido con un sucio mono naranja se acomodaba entre dos rubias de pote con coletitas en el pelo y pechos de una redondez imposible, y les presentaba un pene de látex de doble punta y un poco de lubricante. Otro tipo se ponía a dar vueltas alrededor del recién llegado con una steady-cam, hasta que se detuvo detrás de él y encuadró la cama y a las señoritas vikingas.
—¡Cooor… ten! —Zander Clark apareció de detrás de un monitor y se acercó al plató—. Brian, ha salido perfecto. Claire, Gemma, necesito todavía más energía de vuestra parte, preciosas. —Se dejó caer encima de la cama, a su lado—. ¡Recordad que estáis celebrando que habéis vuelto a la vida! Después de quinientos años encerradas en el hielo de las cuevas de Ragnarök, ahora estáis fuera, ¡sois libres!
Las chicas intercambiaron una mirada.
—Sí, bueno —se quejó una de ellas—, pero no es tan fácil celebrar la vida con un consolador metido por el…
—Ragnarök —dijo Insch, haciendo retumbar su voz de bajo en las paredes desnudas del almacén—: Es un acontecimiento, no un sitio.
El encargado del sonido se volvió hacia ellos, los vio de mirones y le dio un golpe en el hombro al director con su micrófono telescópico.
—Tiene visita.
—¡Oh, por el amor de Dios! —Zander alzó las manos al cielo—. ¡Esto es una filmación a puerta cerrada! ¡No deberían haber entrado aquí! —Se detuvo y miró fijamente a Logan—. ¿Nos conocemos?
Insch asintió con la cabeza.
—Enséñele a este caballero tan amable su placa, sargento.
Zander hizo chasquear los dedos.
—Ah, claro… usted es el que vino aquel día con una inspectora de policía, ¿no? Una tía arrugada y fea a más no poder, y vieja además. Se ve que el cine erótico no estaba a su altura. ¿Vienen por el robo en mi casa, esta vez? —El director le ofreció la mano a Insch—. Zander Clark, con Z.
Logan estaba en lo cierto: el director no era tan grandullón como el inspector, pero poco le faltaba. Sin la barba, el pelo y las gafas, habrían sido como dos gruesas y sonrosadas gotas de agua.
Insch le estrechó la mano con tal fuerza que el tipo torció el gesto.
—Necesitamos hablar con usted acerca de algunos de sus empleados.
—Oh, está bien… —Zander retiró la mano y la protegió bajo el brazo, antes de volverse hacia el plató y gritar—: Hacemos una pausa, amigos, ¡hoy lo estáis haciendo genial! —Sonaba mucho más convincente que Insch la noche anterior con su troupe—. Francamente —empezó Zander bajando el tono de voz mientras las damas que estaban en la cama se desprendían del artilugio que las unía y se tapaban con sendas batas rosas aterciopeladas—, hay días en que es como pretender hacer juegos malabares con gatos.
Insch asintió con la cabeza.
—Entiendo lo que quiere decir. Apuesto a que la mitad son incapaces de recordar los putos diálogos.
Zander sonrió, le pasó el brazo por detrás a Insch y lo acompañó hasta una mesa de caballete con termos, pastas y sándwiches.
—Joder, ¡si me dieran una libra por cada vez que he tenido que repetir una secuencia por culpa de eso! De lo único que se acuerdan, más o menos, es de los «oooh», «aaah» y «¡dame más!». Ahora, intenta que se aprendan algo más complicado y puedes pasarte todo el día. ¿Es aficionado al arte interpretativo, inspector?
—A nivel de aficionado, sobre todo musicales. Revistas musicales navideñas, en fin, esas cosas…
—Claro, ¡eso es! —Le dio a Insch una palmada en la espalda—. Sabía que le había visto en algún sitio. Hace dos años, en Aladdin. Usted era el malvado tío Abanaza. Estuvo espléndido.
—Bueno, yo no diría tanto…
—¡Ya le digo yo que sí! Aportó usted una gran resonancia emocional al papel, cosa que no era nada fácil con todos aquellos mocosos entre el público que no paraban de gritar: «¡Está detrás de ti!».
Logan se separó de ellos antes de que se pusieran a discutir acerca de la importancia de la motivación y de la actuación siguiendo un método: musical navideño frente a película porno.
Actores y personal técnico se habían dividido también: los encargados de sonido, del maquillaje, de las luces y de las cámaras se habían quedado en uno de los falsos camarotes, mientras los actores habían ido a la parte de atrás a fumar y a hablar de la serie EastEnders. Probó primero con éstos:
—Disculpen.
Las damas vikingas se volvieron a una hacia él. Vistas de cerca, era fácil apreciar las capas de base de maquillaje que disimulaban las imperfecciones de su piel y sus rasgos ligeramente asimétricos. Unas mujeres corrientes y anodinas retocadas para que parecieran algo que no eran. Mister Mono Naranja tampoco es que fuera una pintura al óleo, precisamente.
—Lo siento, cielo —dijo Gemma haciendo caer con un gesto del dedo la ceniza de la punta de su cigarrillo—, ahora mismo estamos trabajando, no podemos atender a los fans. Lo comprendes, ¿verdad?
Logan mostró de nuevo la placa policial.
—Qué casualidad, yo también estoy trabajando.
Las chicas dieron un paso atrás, pero Mister Mono Naranja se cuadró de hombros. A duras penas si alcanzaba el metro sesenta, pero Logan imaginó que la «altura» no era el tipo de talla por la que lo habían contratado. Al menos en posición vertical. Mono Naranja frunció el ceño.
—Ya la ha oído, ¡estamos trabajando! —Flexionó los músculos y obsequió a Logan con su mejor encarnación de tipo duro—. ¡Así que ya puede largarse!
Logan lo miró fijamente, hasta que el tipo apartó la vista y retrocedió para unirse a las vikingas.
—¿Reconocen a alguno de estos hombres?
Logan les entregó las tres impresiones de pantalla obtenidas de la colección porno de Jason.
—Eh —dijo el tipo, examinando una de ellas y dándole luego la vuelta para leer el nombre de la película en la parte de atrás—. ¡Este soy yo! Uau… Claire, ¿te acuerdas de Promiscuity Jane?
Claire soltó un gruñido.
—El vibrador más rápido del oeste: ¡estuve una semana entera sin poder caminar! —Mono Naranja le pasó la hoja impresa, y ella se rió—: ¡Estuviste de lo más cochino, Brian!
Logan lo comparó con el retrato robot: prescindiendo de las redondeces acumuladas en la cara, no se parecía en nada con el tipo de la imagen. Con todo, Logan le preguntó dónde estaba la noche en que murió Fettes.
—En Eurodisney. Pasamos dos semanas, con mi novia y su pequeño. Estuvo lloviendo a cántaros todo el tiempo.
Algo bastante fácil de comprobar.
—¿Y qué me dicen de los otros dos?
Gemma identificó al tipo de Desde el látex con amor:
—Frank Garvie. Me parece que ahora se dedica a los ordenadores… Oh, y este otro… —Sostuvo en alto la tercera hoja—. Mat McEwan, está muerto. De sobredosis, estas Navidades. Una pena, era muy mono.
Logan les dio las gracias por las molestias, y fue a repetir las mismas preguntas entre el personal de las cámaras, por si acaso, pero los actores parecían haber dicho la verdad. Insch y Zander se reían de algo cuando Logan volvió a la mesa del refrigerio, junto a la que ambos bebían café con los carrillos inflados de galletas danesas.
—¿Sabe? —decía el director rociando a su interlocutor de migajas de galleta al hablar con la boca llena—. Todo es cuestión de desafiar las expectativas de la gente. No tiene por qué ser solo sexo, sexo, sexo… Tiene que haber también un mensaje emocional. ¡Algo que vaya también al corazón! Por eso no hago cine gonzo. Nada de sexo anómalo, nada que degrade a las mujeres, nada de violencia. —Otro mordisco a la galleta—. Bueno, sí, en las pelis bondage hay unos cuantos azotes, pero es todo sano, por consenso mutuo, y «hetero».
Insch abrió la boca para contestar, pero Logan se entrometió antes de que pudiera decir nada.
—¿Y qué me dice de James Bondage, de la monja con el arnés consolador?
—Oh, por favor, eso es «hetero». Un poco pervertido, pero «hetero». Yo no hago porno gay.
—¿No? ¿Y las dos chicas? Esas vikingas suyas…
Zander sonrió con aire indulgente, dándole a Logan unas palmaditas en el hombro.
—Chica con chica no es gay, es erótico.
—Sí… bueno… He identificado a los tipos de la colección porno de Fettes: uno está muerto, otro está aquí y el tercero dejó la profesión hace cosa de un año.
Zander examinó la impresión de pantalla.
—Ah, Frank. Sí… Le entró miedo escénico, después de un tiempo haciendo películas. El espíritu estaba dispuesto, pero la carne era fofa. Ahora trabaja para una empresa informática en Bridge of Don. Era él el que mantenía nuestra página web. Tengo su tarjeta de visita profesional por alguna parte, si puede serles de utilidad. —Insch le dijo que sí lo era, así que el director los acompañó nuevamente a la recepción y anotó las direcciones de Garvie, la particular y la de la empresa, en una nota de saludo—. Aquí tiene. Yo tengo que volver al trabajo, pero no se vaya sin una cosa. —Zander rebuscó en una caja de cartón bajo el mostrador, de la que extrajo un DVD—. Crocodildo Dundee, mi obra maestra. De verdad me gustaría conocer su opinión. Ha sido muy agradable poder hablar con alguien sobre arte, por una vez. —Los acompañó hasta la puerta principal, estrechó la mano de Insch, y luego la de Logan con un guiño—: Recuerde, sargento: pervertido, sí, pero «hetero».