El señor Whyte se puso a recoger a toda prisa juguetes y cuadernos de pintura por todo el salón, apilándolos encima de la mesita del café. Resultaba evidente que se sentía en situación de inferioridad, y eso le había descolocado. Logan dirigió una inspección ocular a la estancia: ornamentación ecléctica, un piano vertical, fotos de vacaciones en la playa. Al otro lado de una puerta en forma de arco se abría un gran comedor, con un invernadero adosado, lleno de animales disecados y objetos de plástico de colores brillantes. A través de la cristalera pudo apreciar un jardín muy bien cuidado con su cascada sobre un estanque japonés. Muy fardón. Había un hombre bajo la llovizna, aplicando unas tijeras de podar a un macizo de madreselvas, que cortaba hasta la raíz del troncho. Una imagen que le recordó a Logan ciertas tijeras de trinchar el pollo, y que quiso desechar lo antes posible.
Whyte se quedó sin más cosas que amontonar encima de la mesa y dijo:
—Supongo que esperan que les ofrezca una taza de té —con un tono lo bastante desagradable como para que Logan sospechara que vendría con salivazo incluido. Un especial Jackie Watson.
—No se moleste, señor Whyte, de verdad, no es necesario. ¿Por qué no hablamos un poco de Sean Morrison?
El hombre se dejó caer en una butaca con estampado de flores.
—Ha sido siempre una fuente de problemas constante. ¡Sabía que acabaría haciéndole daño a alguien! Ese pobre viejo… Deberían recuperar los azotes como castigo.
Logan hizo un gesto de asentimiento.
—La próxima vez que lo pregunte la Oficina de la Corona, estoy seguro de que usted se lo hará saber. Pero al principio no era una fuente de problemas, según tengo entendido…
Whyte se removió en su asiento.
—Yo siempre supe que…
—Entonces ¿por qué lo alojó en su casa cuando sus padres se fueron a Guildford, el pasado mes de septiembre?
—Sí… bueno… por aquel entonces se portaba mucho mejor.
—Pero después ya no.
—Mire, no tengo ni idea, ¿vale? Un día estaba bien, y al siguiente estaba de mal humor y no quería hacer nada. Probamos llevándolo a la bolera, a los karts, al cine, hasta al Laser Quest ese de los cojones. Lo único que hacía era poner caras y estar enfurruñado.
—¿Todo eso mientras estuvo aquí?
—Por supuesto que mientras estuvo aquí. La cosa no hizo más que ir de mal en peor. Lo tuvimos con nosotros tres semanas, y fueron una pesadilla. —Miró el reloj—. Oiga, ¿esto va a durar mucho? Tengo que hacer que las niñas se vistan para ballet.
—¿A qué se debió el cambio?
—¿Y yo cómo quiere que lo sepa? —preguntó, un poco a la defensiva—. Como ya le he dicho, a lo mejor estaba bien y de pronto, ¡pum! Debió de pasarle algo en el colegio, quizá lo acosó algún grandullón, o tuvo algo con algún profesor, o puede que le fuera desastroso en un examen. —Se puso de pie, pasándose las manos por el poco cabello que le quedaba—. Mire, de verdad que tengo que irme. Si las niñas no están a la hora de empezar la clase, las envían de vuelta a casa. Sin devolverte el dinero.
—Está bien, me gustaría hablar con su esposa, si está por aquí.
—Los sábados acompaña a Ewan a jugar a fútbol sala.
Se volvió y gritó asomándose a la escalera que llevaba al piso de arriba para decirles a sus «princesitas» que bajaran ya con el tutú puesto si no querían llegar tarde. Una estampida de pies de elefante en miniatura bajó del piso superior, dando paso a dos niñas pequeñas vestidas con sendos trajes de ballet de color rosa y una trenca cada una por encima. Solo tenían cinco años, y no dejaban de dar saltos y moverse mientras su padre trataba de ponerles las botas de agua.
Cuando las niñas advirtieron la presencia de Rickards, chillaron y se escondieron detrás de las piernas de su padre, desde donde se pusieron a vigilar a aquel extraño policía que se les había colado en casa.
—No se lo tome como algo personal —dijo Whyte, apartando a sus bailarinas y empujándolas en dirección a la puerta—, no les gustan los hombres con uniforme. Tendría que ver cómo se ponen cuando ven al cartero. Vamos, niñas, ¡la última en llegar al coche paga prenda!
—Bien —dijo Logan, entregándole al señor Whyte una tarjeta de visita de la Policía Grampiana—, si se le ocurre algo más, llámeme. Es preciso que hable también con su esposa y con su hijo.
—Sí, sí, claro, está bien. —Se metió la tarjeta en el bolsillo sin mirarla siquiera y los sacó apresuradamente a la calle, bajo la lluvia—. Molly, cielo, abróchate bien el cinturón de seguridad, ¡o si no, este poli tan feo te arrestará!
—Es él, ¿verdad? —dijo Rickards mientras el coche de los Whyte salía del camino de entrada marcha atrás y las dos niñas lo miraban fijamente como si tuviera monos en la cara—. El que comete todos esos actos de vandalismo.
Logan asintió con la cabeza.
—Vaya una casualidad, si no… Y apuesto a que Whyte también lo sabe. Lo cual motiva a preguntarse por qué el padre de Sean Morrison se hace el tonto. Whyte podría presentarse allí en cualquier momento, divulgándolo todo a los cuatro vientos. De lo más natural, por otra parte.
—¿No quiere reconocer que su hijo es un sinvergüenza desalmado, tal vez?
—Un poco tarde para eso, ¿no le parece?
Se subieron en el coche del Departamento de Investigación Criminal. Logan se quedó mirando las ondas de agua de lluvia que descendían por el cristal, hasta que Rickards encendió el motor y las deshizo al accionar el limpiaparabrisas.
—¿Adónde?
—Espere un segundo. —Logan se sacó el móvil y llamó de nuevo a Control—. Les hablo a propósito de las denuncias de vandalismo presentadas por Whyte, en Hamilton Place: ¿dijo si sospechaba de alguien?
Una pausa al otro lado de la línea, durante el que se oía el tecleo al escribir en el ordenador.
—No hay nombres… La búsqueda de huellas dactilares no dio tampoco ningún resultado… Llevaban guantes en todos los casos… la ventana… la puerta… los peces… otra vez la ventana… No coinciden con ningún nombre. El oficial a cargo de la investigación piensa que se trata de algún resentido.
—Sorprendente. ¿Y la última denuncia es del jueves por la noche?
—De las veintiuna horas.
El mismo día en que Sean Morrison había apuñalado a dos personas. Logan le dio las gracias a la agente y colgó. Se quedó unos segundos sentado haciendo tamborilear los dedos en el salpicadero.
—Usted dirá, sargento.
—Vuelvo en un minuto.
Dejó a Rickards en el interior del coche, mientras se adentraba bajo la lluvia por un pequeño camino lateral aledaño a la casa de los Whyte y cruzaba una alta verja que conducía al jardín de la parte de atrás.
El estanque japonés era como de peltre, recubierto de pequeñas gotas de agua que reflejaban un brillo trémulo. El jardinero había terminado la poda y estaba de rodillas excavando en un parterre con un desplantador, sin hacer el menos caso de la fina lluvia.
—¿No es un poco pronto para eso? —preguntó Logan, acercándosele y adoptando la más amistosa de sus sonrisas.
—Nunca es demasiado pronto para poner un poco de orden en el jardín.
Deje de acento de Aberdeen, pero no demasiado marcado.
Logan señaló hacia la casa.
—¿Hace mucho que trabaja para los Whyte?
El hombre se puso en cuclillas con una mueca y clavó el desplantador en la tierra del arriate, al tiempo que se quitaba los guantes de jardinero, sucios de barro.
—No soy un empleado. Soy el padre de Daniel.
El señor Whyte padre se levantó del suelo con un gruñido.
—¿Y hace mucho que vive aquí?
—Ocho meses. Desde que Mary murió. La casa estaba demasiado vacía sin ella.
Ocho meses… Eso explicaba por qué no constaba empadronado allí, en la base de datos del registro.
—Estaría ya usted aquí entonces cuando la estancia de Sean Morrison.
—Terrible, ¿no es verdad? Un chico tan encantador, me resulta imposible creer que le haya hecho daño a nadie.
—Su hijo opina que es un monstruo perverso.
El viejo sonrió con tristeza.
—Sí, bueno… Sean Morrison es la viva imagen del hermano pequeño de Daniel. Siempre le tuvo celos. —Sorbió por la nariz y se quedó mirando el estanque, en cuyo interior una forma dorada nadaba bajo la superficie del agua—. Fue culpa nuestra, Mary y yo malcriamos a Craig. No deberíamos haberlo hecho, pero era un niño tan mono. —Se hizo el silencio en el jardín—. Mary nunca volvió a ser la misma… —El señor Whyte tosió con embarazo—. Bueno, en fin, no tiene ningún sentido volver siempre sobre lo mismo.
Tal vez fuera la lluvia que le empañaba los ojos, o quizá fuera una lágrima. En cualquier caso, Logan lo dejó allí solo con sus recuerdos.
La inspectora Steel estaba sentada detrás de su escritorio cuando Logan entró de espaldas en el despacho llevando dos tazas de té. Ella lucía una gran mancha húmeda en la teta izquierda y el entrecejo fruncido en el semblante.
—¿Dónde demonios se había metido?
—¿Quería verme? —Logan intentó no mirar la zona húmeda de la inspectora.
—Sí, hace quince minutos…
Le lanzó una hoja de tamaño A4: un informe del jefe de policía en persona. Logan lo leyó, murmurando entre dientes hasta que llegó al meollo.
—Oh… Bueno, podría ser peor.
—¿Usted cree? —Steel abrió la ventana del despacho y se puso a rebuscar a la caza de sus cigarrillos—. ¿En qué podría ser peor?
—Bueno, estoy seguro de que procurará…
—¿Por qué coño tenían que endosárnoslo a nuestro equipo? —Una vez encontrados los cigarrillos, comenzó la búsqueda de algún encendedor que funcionara—. ¡Va a ser una pesadilla!
Así que por eso era por lo que le había dicho que dejara todo lo que estuviera haciendo y fuera a su oficina, para poder despacharse a gusto y lamentarse de que le hubieran asignado al inspector Insch la tarea de «aligerar su carga investigadora». Logan suspiró.
—Bien, podría ofrecerle esos casos de allanamiento, o la investigación en torno a Fettes.
—¿Está de broma? Ya sabe cómo es… querrá poner sus sucias zarpas sobre todo el pastel. ¡Acabaré trabajando para él! —El encendedor chirrió varias veces, hasta que se cansó de probar y lo tiró a la papelera del rincón—. Mierda de cacharro… Si quisiera que me ayudaran, ya lo habría pedido. —Lo cual fue el punto de partida de una diatriba de quince minutos que tuvo la siguiente conclusión—: Así que tendrá que ocuparse de él.
—¿Yo? —Logan se incorporó en su silla de golpe—. ¿Por qué yo? ¡Dígaselo a Rennie! ¡O a Rickards!
Pero la inspectora Steel se limitó a mover la cabeza en señal de negación.
—Lo siento, Laz, no puedo hacer eso. Rennie sería como llevar un cordero al matadero, y en cuanto al Chico Bondage, creo que le gustaría demasiado. Con tanto comportamiento abusivo, no haría nada. —Dio un sorbo de su taza de té—. Así que ya lo ve, le ha tocado. Usted es joven, lo superará.