Capítulo 14

—Santo Dios —dijo Steel, recostándose desfallecida en la pared de la sala de interrogatorios y estrechando una taza de café medio vacía contra el pecho—. He interrogado a asesinos en serie más humanitarios. —Se estremeció—. Gracias a Dios que no he tenido críos… Esos pequeños cabrones te ponen los pelos punta.

Hasta el momento habían interrogado a tres de la pandilla de Sean Morrison, y ni uno solo de ellos se había mostrado dispuesto a soltar prenda acerca de su paradero. Eso sí, todos se habían presentado de la mano de un padre muerto de miedo y al borde de la histeria, que no tenía ni idea de lo que era capaz su pequeñín. Hasta que habían visto la secuencia grabada por la cámara de circuito cerrado.

La inspectora dio vueltas al escaso líquido marrón que le quedaba agitando la taza.

—¿Sabe? Cuando yo era pequeña, respetábamos a los mayores… Bueno, tanto como respetar, no sé, pero tenías claro que si te portabas de manera insolente con un viejo, te iba a poner el culo a caldo. Y que luego se lo contaría a tus padres para que te dieran un segundo repaso. —Asintió con la cabeza, con expresión de sabiduría, y dio otro sorbo de café—. Hablando de culos, ¿ha visto a Rennie?

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —Y de pronto acudió a la mente de Logan la imagen de una zona de almacenaje de contenedores en Altens. Frunció el entrecejo, tratando de entender por qué.

—Nada, eso es lo jodido, que no pasa nada y… —se interrumpió sin acabar la frase, con la vista fija en Logan—. ¿Qué le pasa? ¿Fantaseando otra vez con mis sedosos muslos?

—Zander Clark.

—¿Quién dice?

—El tipo ese que dirige el estudio de cine porno… No preguntó qué le había pasado a Jason. Cuando nosotros le interrogamos acerca de la identidad del actor que salía en el DVD. Él no preguntó nada.

—¿Y…?

—Bueno. —Logan se encogió de hombros—. Que lo normal es preguntar, es lo que hace cualquiera, ¿no?

—No necesariamente.

—Pero…

—Me está tomando el pelo, ¿no? Quiero decir que parece un poco Miss Marple, ¿no cree? —Se rió, con una risa gutural que acabó en un estertor ronco—. ¿Quiere que le convoque al Profesor Mora, la Señorita Amapola y el Coronel Rubio en el comedor? —Logan no se dignó a responder—. Oh, vamos, es viernes por la tarde: le invito a una cervecita, ¿hace? De todos modos ya casi es hora de irse a casa.

—¿Y los equipos de búsqueda?

—¿Qué pasa con ellos? —Entonces se acordó—. Mierda. En media hora habrá oscurecido, ¿verdad? Y todos esos inútiles estarán aquí de vuelta y querrán que alguien les escuche para dar el parte. —Gruñó—. Usted se encarga de una mitad, y yo de la otra, ¿vale? Aún podemos estar en el pub para las siete.

Logan sostenía en alto la cajita de inefectivos analgésicos que le habían dado en el hospital para su vapuleada cabeza y sus costillas magulladas. Solo quedaban un par de pastillas.

—Se supone que no debería beber.

—Sí, bueno, mi médico también dice que yo no debería fumar, ni beber, ni ligar con su secretaria, ¿y acaso eso me lo impide?

Los equipos de búsqueda empezaron a llegar de forma dispersa hacia las seis, sin demasiados resultados tras siete horas en la calle, en medio del glacial aire de febrero. Nadie había visto a Sean Morrison. No se había escondido en ningún cobertizo, garaje o cenador ajenos. Habían enviado incluso uno de los equipos a que inspeccionara las instalaciones del colegio Robert Gordon, por si Sean hubiera acudido allí buscando refugio, en lugar de instrucción.

—Según el director —dijo una agente con la cara amoratada, abrazada a un tazón de chocolate caliente—, no es precisamente un escolar asiduo. Empezó a hacer novillos hará cosa de seis meses. Se había convertido en un niño verdaderamente conflictivo. Acosaba a otros niños, robaba, empleaba un lenguaje soez… No había por dónde cogerlo, a decir de todos. Hicieron ir a los padres para hablar con ellos como media docena de veces, sin que sirviera nunca de nada.

—Es curioso. —Logan se pasó la mano por la barbilla, haciendo rascar la incipiente barba al contacto de sus dedos—. Su padre nos ha dicho que Sean no se había metido nunca en problemas, antes de esto.

La agente resopló.

—Ah, ¿sí? Pues entonces miente. —Se cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra—. Ehm, ¿algo más, sargento? ¿O puedo ir a cambiarme? —Y añadió a modo de explicación—: Esta noche toca karaoke.

Logan le deseó suerte y pasó a escuchar el informe del equipo siguiente.

La inspectora Steel terminó primero, lo cual no era de sorprender. Gracias si hojeaba sucintamente los informes escritos antes de decirles a los agentes que se largaran derechos al pub.

—Bueno —dijo con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de los pantalones—, ¿ya estamos por hoy?

Logan negó con la cabeza.

—Aún hay que repartir los grupos para mañana. Estaba pensando que quizá necesitaríamos una unidad especial de búsqueda, empezar a buscar por parques y bosques. —Además, si contaban con una unidad especializada, Logan no tendría que ocuparse de todas las tareas de coordinación y logística, para variar—. Puede que su madre tenga razón y esté tirado en una cuneta por ahí. Su foto ha salido en todos los periódicos, suponga que alguien lo haya reconocido y haya decidido hacérselas pagar.

—Oh, no, Dios mío, es lo único que nos faltaría. —Steel hizo una mueca y maldijo—. Esto tenía que ser un caso sencillito: sabemos quién es el culpable, lo tenemos grabado en una cinta, tenemos pruebas, testigos…

Lo único que no tenían era a Sean Morrison.

Logan estaba de pie en la parte frontal de la sala, ligeramente mareado. No era el único, la mitad del equipo parecía víctima de una resaca terminal. Había sido buen chico, se había retirado después de la primera ronda de dorados Drambuies, aunque no antes de ser obligado a presenciar a la inspectora Steel berreando Da Ya Think I’m Sexy, durante la sesión nocturna de karaoke en el Café Bardot. Una actuación que no iba a olvidar tan fácilmente. Por desgracia.

En aquellos precisos instantes, la inspectora estaba presentándole al equipo al nuevo y flamante oficial al frente de la unidad especial de búsqueda, un sargento alto y delgado, de ojos mustios y pronunciado mentón, que se entregó a una detallada descripción de cómo iba a realizarse la búsqueda a lo largo de la jornada: protocolo de actuación, localizaciones, grupos y todas las demás cosas que habían dejado de ser problema de Logan.

—Bien —dijo la inspectora una vez el sargento de la unidad especial hubo concluido—, por mucho que Sean Morrison sea un hijo de puta acabado, solo tiene ocho años. Lleva dos días sin aparecer por su casa, y las dos últimas noches hemos bajado de cero. Es probable que esté escondido en algún sitio bajo techo, con una botella de vodka y un buen arsenal de pornografía a mano, pero lo mismo podría estar muriéndose de frío debajo de un matorral. ¡Así que abran bien los ojos! —Les hizo pronunciar a todos el juramento de lealtad a la inspectora Steel—: ¡No abrimos las puertas a Mister Fracaso! —A continuación les dejó que se fueran cada cual a lo suyo.

—¿Quiere que vayamos a ver cómo siguen las cosas por casa de los Morrison? —preguntó Logan mientras las tropas abandonaban la sala.

—Vaya. Y llévese a Rickards. Estoy harta de oírle siempre quejarse de que todos se burlan de él. Yo tengo audiencia con Su Santidad el Jefe de Policía. Tengo que conseguir hacerle creer que este caso no es un craso y manifiesto desastre… —Se sacó del bolsillo un paquete de chicles de nicotina, se metió dos en la boca y se puso a mascar, con una mueca—. Todo saldrá bien. Vamos a encontrar a Morrison hoy mismo, lo encerraremos, y la vida volverá a ser bella. Con tal de que el jefe no quiera saber cómo van todos los demás casos que aún tengo pendientes.

Una capa de color gris paloma se había instalado sobre la ciudad, succionando el color de todo, haciendo que los pálidos edificios de granito se fundieran con el cielo monocromo. Rickards se pasó todo el trayecto de comisaría a School Hill quejándose sobre las bromas que tenía que soportar desde aquella primera sesión de trabajo en torno a Jason Fettes. Logan había desconectado y se había puesto a buscar entre el tráfico y los transeúntes a un niños de ocho años con una sudadera con capucha del Aberdeen Football Club.

Rickards continuaba lamentándose cuando se detuvieron en King’s Gate y aparcaron un buen trecho más arriba de casa de los Morrison, con el fin de poder encontrar sitio.

—Mírelo por el lado bueno —le dijo Logan—. Así al menos todos creen que le están tomando el pelo. Imagine si supieran que en realidad es usted del ambiente.

El agente lo miró frunciendo el ceño.

—¡No lo soy!

—Oh, vamos… ¿De verdad espera que crea que reconoció el trasero de Jason Fettes por haberlo visto de pasada en un DVD requisado? Seguro que lo había visto docenas de veces, para recordarlo con tanta nitidez.

Se desabrochó el cinturón de seguridad y se apeó en medio de la mañana gris. El espectacular panorama del día anterior se había esfumado. Todos los elementos estaban todavía allí, pero ahora tenían un aspecto frío y anodino. El mar era de un color arcilloso, una mancha oscura bajo un horizonte más oscuro aún. Más tarde o más temprano se pondría a llover a cántaros.

Rickards se bajó del coche tras él.

—Yo… —El agente se ruborizó, arrastrando los pies nervioso y evitando cruzar las miradas—. Usted… no se lo habrá dicho a nadie, ¿verdad?

—¡Pues claro que no! Por mí puede vestirse de látex de arriba abajo y dejar que le aticen hasta que se le ponga la cara morada, eso es cosa suya.

—Ojalá no hubiera abierto la boca para identificarlo…

Logan se detuvo y se quedó mirándole.

—¿Lo dice de verdad?

Él exhaló un suspiro.

—No. Fettes no se merecía ser un mero cadáver sin identificar.

—Nadie merece eso.

La multitud de periodistas fuera de la casa de los Morrison había aumentado desde el día anterior. Había incluso un par de unidades móviles de televisión, con sus antenas parabólicas rozando las esqueléticas ramas de las hayas que flanqueaban la calle. Delante de la puerta se había formado un pequeño grupo de manifestantes, algunos de los cuales llevaban pancartas: ¡VERGÜENZA!, ¡JUSTICIA PARA JERRY!, ¡LOS NIÑOS NO DEBERÍAN MATAR! Más que ofrecer una imagen de indignación y de falsa decencia, solo parecían un montón de gente aterida de frío, allí acurrucados alrededor de un termo de té quejándose del tiempo. Hicieron acopio de fuerza para gritar un poco y gesticular cuando se presentaron Logan y Rickards, más que nada de cara a los medios de comunicación. Logan hizo que el agente le abriera el paso, sin hacer caso de las cámaras y de los micrófonos que se agolpaban en las narices y sin dejar de pronunciar la coletilla «sin comentarios» hasta que se encontraron a salvo en el interior de la casa.

El señor Morrison estaba en la sala de estar, sumida en la penumbra, con un aspecto cinco años más viejo que el día anterior. Se le habían formado unos círculos oscuros debajo de los ojos y tenía la cara pálida, como de pez. Tan pronto como la mediadora familiar los hubo conducido dentro, él se puso de pie, restregándose las manos.

—Está… ya han… —Fue incapaz de formular la pregunta.

—Todavía no lo hemos encontrado —dijo Logan, invitando al hombre con un gesto a que tomara asiento en una de sus propias butacas, antes de enviar al agente Rickards a preparar un poco de té—. Solo necesitamos hacerle un par de preguntas, para proseguir la investigación.

—¿Creen…? —Le aquejó una tos nerviosa—. ¿Creen que está bien?

—Eso esperamos, señor Morrison. Por lo que yo sé, Sean es un chico con recursos. —Esto pareció calmar a su padre un poco, aunque no mucho—. Ayer hablamos con el director de su colegio. Dice que Sean empezó a causar problemas hará unos seis meses.

—Oh.

—Pero usted nos dio a entender que él nunca se había metido en líos, hasta este momento.

—Ah, sí… —El señor Morrison se miraba las manos—. Verá, su madre… en fin, ella besa el suelo por donde Sean pisa. Ella… bueno, supongo que los dos lo hemos malcriado un poco, pero… —Se encogió de hombros.

—Volvamos seis meses atrás. ¿Qué sucedió entonces?

—¿En septiembre? Le robó la mochila a un compañero. —Morrison hablaba mirando fijamente hacia las cortinas corridas, que protegían la estancia de la débil luz del día y de los objetivos de los fotógrafos—. Nunca había hecho nada similar… —Exhaló un suspiro—. Otro día le dio un puñetazo a alguien. Otro robó dinero de la comida. Empezó a hacer novillos. Estuvimos a punto de acabar en el juzgado. Tuvimos suerte de que no lo expulsaran.

Logan se acomodó en el sofá.

—¿Nunca le habló acerca del porqué de esa conducta?

El hombro soltó una risa breve y amarga.

—No. Bueno, ellos nunca dan explicaciones, ¿verdad? Los padres somos siempre los últimos en enterarnos. Tan pronto parece que está todo perfecto, como tienes que ir a disculparte con alguna madre afligida porque tu hijo le acaba de dar un mordisco al suyo. Al volver de Guildford, fue como si nos lo hubieran cambiado…

—¿Guildford?

—Sí, bueno, tuvimos que ir a Guildford… es decir, Gwen y yo. Tenían que hacerle un doble baipás al padre de mi mujer. Mi suegra era un manojo de nervios. No quisimos que nos acompañara Sean, por si… ya me entiende, por si la operación no salía bien.

Rickards entró en la sala con el té y depositó con estrépito tres tazones en la mesita auxiliar. No había conseguido encontrar galletas.

—Y entonces. —Logan se sirvió té en uno de los tazones—, ¿con quién se alojó Sean mientras estuvieron ustedes fuera?

El señor Morrison abrió y cerró la boca varias veces, hasta que reconoció que no lo sabía con seguridad. En casa de un compañero de clase de Sean, eso sí.

—Gwen seguro que lo sabe, pero está durmiendo… El médico le ha dado algo para ayudarla…

—Es importante, señor Morrison.

—Sí. —Se levantó de la butaca, retorciéndose nuevamente las manos—. Sí, por supuesto. Voy a… preguntarle.

El nombre no coincidía con el de ninguno de los que aparecían en la lista de «amigos» de Sean. Según la señora Morrison, hacía meses que su hijo no se hablaba con aquel chico. Antes estaba siempre por casa, con Sean, pero no habían vuelto a verle desde que habían regresado de Guildford, después de la visita a sus padres.

—Ya sabe cómo son los chicos —había dicho con voz algo entorpecida, por el efecto de los sedantes—, tan pronto son amigos inseparables, como se olvidan de la existencia del otro.

Pero todavía conservaba la dirección, motivo por el cual Logan y Rickards estaban ahora delante de una gran casa en forma de caja de granito en Hamilton Place. Un niño pequeño podría haber tardado en llegar allí, corriendo, unos siete u ocho minutos.

—Ajá —dijo Logan, con el teléfono móvil pegado a la oreja, mientras contemplaba la casa—, ¿cuántos integrantes?

—Madre, padre y tres hijos: un chico y dos chicas.

—¿Alguno con antecedentes?

Hubo un silencio mientras la voz de Control consultaba el Ordenador Nacional de la Policía.

—Nnno… Bueno, al padre lo pillaron conduciendo borracho hace siete años, pero desde entonces, nada.

—Muy bien, gracias por…

—Han denunciado una serie de intrusiones en su casa, que comenzaron hace cinco meses… Oh, y acciones por parte de gamberros en septiembre, octubre… y varias más hasta Navidad. Ventanas rotas, pintadas en las puertas, ese tipo de cosas. No cuelgue, que hago un cruce de datos… —Una pausa más larga, y esta vez Logan habría jurado que oyó crujir patatas fritas, disimuladamente—. No ha habido suerte, parece que solo fueron ellos. No hay más denuncias por vandalismo en Hamilton Place. Un par de bicis robadas en el otro extremo de la calle y…

—Está bien, gracias —le interrumpió Logan antes de que le leyera el historial criminal completo de la calle.

Se metió el teléfono en el bolsillo. Eran poco más de las diez de un sábado por la mañana. Si tenían suerte, podían encontrar en casa a toda la familia.

Les abrió la puerta un hombre con incipiente calvicie de alrededor de treinta y cinco años. Un poco mayor que el padre de Sean Morrison y con una cintura mucho más gruesa. Al ver a Rickards con su uniforme en el umbral, dijo:

—Ya era hora de que apareciera alguien, ¡llamamos el jueves!

Logan no pudo evitar repetir:

—¿El jueves?

—¡El jueves, sí! ¡La ventana! ¿Pero es que ni siquiera se comunican entre ustedes? ¿O es que se limitan simplemente a mandarles a que se den un garbeo por aquí, para perder el tiempo como los de la otra vez? ¿Eh?

Muy típico de Control: eran capaces de darles una lista de todos y cada uno de los crímenes y faltas cometidos en la zona desde 1906, pero no sabían decirle que había una incidencia abierta en la casa a propósito de la cual había pedido informes.

—No hemos venido por lo de la ventana, señor Whyte, sino para hacerle algunas preguntas acerca de Sean Morrison.

El rostro del hombre se ensombreció.

—No tenemos nada que decir sobre ese pequeño cab… sobre él.

—Era amigo de su hijo… —Logan comprobó sus anotaciones—, Ewan, ¿no es eso?

—Eso fue hace mucho tiempo.

El señor Whyte retrocedió un paso mientras las primeras gotas de lluvia empezaban a caer y formaban diminutas burbujas de agua en la puerta de brillante color azul.

—Tanto como seis meses.

—Más o menos.

—¿Por la misma época en que ustedes empezaron a denunciar actos de vandalismo?

Hizo ademán de cerrar la puerta con suavidad.

—Mire, ya le he dicho que no queremos hablar de ese Morrison. Ewan no tiene ningún tipo de relación con él desde hace meses. Y ahora, si me disculpan, tengo que ir a…

—Solo será un momento, señor Whyte. —Logan interpuso el pie en la rendija de la puerta, evitando que ésta se cerrara—. No querrá usted que la gente pueda pensar que se ha negado a colaborar en la detención de Sean Morrison, ¿verdad? Podría parecer que desea usted protegerlo.

Whyte frunció el ceño y maldijo, pero les hizo pasar.