El sol calentaba lo suficiente como para convertir el coche en un microondas, pero cuando Logan se apeó del coche aquella mañana de finales de febrero hacía tanto frío que sus tetillas señalaron de inmediato al norte. La espalda le estaba matando, los hematomas ocasionados por las patadas y los golpes de Sean Morrison se extendían como manchas de tinta verde y morada sobre papel secante. King’s Gate bajaba en pendiente a partir de la rotonda de King’s Cross con Anderson Drive, en dirección hacia donde solían grabar el programa de televisión The Beechgrove Garden, y la vista desde lo alto de la colina era fabulosa, una rebanada entera de Aberdeen: el fulgor del granito gris bajo la luz del sol, los oscuros tejados de pizarra, los chapiteles de las iglesias, el resplandor del Mar del Norte, un inmenso zafiro de un azul profundo, surcado lentamente por un barco mercante de una tonalidad naranja como la de una luz de neón, camino del puerto, hacia el sur. Una pena que hiciera un frío que calaba hasta los huesos.
—¡La virgen! —La inspectora Steel pateó en el suelo, maldijo, sacó un cigarrillo y lo encendió. El viento helado barrió el humo—. ¡Dentro de mi nevera hace más calor que aquí!
Logan no le hizo caso. Observaba el domicilio de los Morrison, más abajo de la calle, una gran casa de granito, de dos pisos, con un cuatro por cuatro BMW gigante aparcado delante. No era precisamente el lugar de procedencia que uno esperaría de un pequeño indeseable, ladrón, gamberro y asesino, como Sean Morrison. A ambos lados de la calle había sendas filas de vehículos estacionados, en el interior de muchos de los cuales esperaban una multitud de periodistas aburridos, con sus cámaras y blocs de notas a punto. Ninguno de ellos parecía haberse dado cuenta de que la inspectora y Logan habían llegado ya.
—¿Quiere que empiece? —preguntó él, llevándose la mano a su dolorida región lumbar. Los analgésicos que le habían dado la noche anterior eran unas cinco veces menos potentes de lo que estaba acostumbrado. Para lo que le habían hecho, podía haberse tomado Smarties. Al menos habrían tenido mejor gusto.
A Steel le dio un tiritón, con las manos metidas bajo los sobacos, mientras aspiraba repetidamente del cigarrillo como una loca.
—Deme un minuto… Solo he podido fumar un cigarro en toda la mañana, y este pienso disfrutarlo así me muera.
Logan suspiró y se miró el reloj de forma bien ostensible.
—Son casi las ocho y media… Vale más que nos demos prisa si queremos llegar a la autopsia.
—Necesito mi dosis de nicotina… —La intensidad de la luz del sol obligaba a la inspectora a entornar los ojos—. Además, me parece que ésta me la salto. Me parece que no hace falta que nos digan cómo murió el viejo, ¿no?
—Supongo que no. —Logan contempló cómo el brillante barco mercante naranja desaparecía por detrás de Saint Nicholas House, el edificio del ayuntamiento con apariencia de lápida sepulcral—. ¿Qué piensa hacer con Jason Fettes?
—¿Qué pasa con él? Todo ese asunto está finiquitado. Nadie tiene ni remota idea de quién lo hizo, ni le importa a nadie tampoco. A excepción de a sus puñeteros padres y a los capullos del Press and Journal. —Y es que Colin Miller estaba liderando una nueva campaña «reclamando justicia», como excusa perfecta para darle a la Policía Grampiana una patada en el hígado. La inspectora fruncía el ceño, mientras el cigarrillo se le consumía entre los labios—. No tenemos una sola prueba, ni un solo testigo, ni una maldita pista.
—Ya lo sé, pero se supone que hoy tenía una reunión de trabajo con el ayudante del jefe de policía, ¿recuerda?
—¿Es hoy? —Steel soltó un juramento—. Se lo digo de verdad, entre eso, esto otro de aquí y esos malditos allanamientos, mis estadísticas criminológicas están que dan pena. Ahora que. —Lanzó el cigarrillo al centro de la calzada, donde acabó aplastado por las ruedas de un autobús veintitrés—, al menos esta vez tenemos resultado rápido garantizado.
A Logan le sonó haber oído eso antes.
Se dirigieron caminando por la acera hacia la puerta principal de casa de los Morrison, custodiada por un único agente de uniforme, con aspecto de pasar frío y de sentirse un infeliz. Cuando iban todavía por la casa inmediatamente anterior, apareció delante de ellos un tipo bajito y calvo con una grabadora digital en ristre.
—Ken Inglis, de Radio Scotland. Inspectora, ¿han encontrado ya al chico?
Fue como si alguien hubiera arrojado una cebra muerta a una piscina con pirañas: tan pronto olieron la sangre, aparecieron reporteros por todas partes.
—No, aún no —dijo Steel en medio de una repentina lluvia de flashes—, pero estamos siguiendo varias líneas de investigación. Ahora, si nos disculpan…
—Para ITN News: ¿es cierto que Morrison ya había tenido problemas con la policía?
—De verdad, no puedo hacer ningún comentario acerca de…
—¿Cómo está la agente Nairn? ¿Ya ha recuperado la conciencia?
—Joanna Calder, para el Guardian: ¿hasta qué punto le preocupa la seguridad del chico?
Steel le hizo un gesto con la mano al agente de uniforme apostado en la puerta de la casa de los Morrison, y el policía entró en acción, sin mucho entusiasmo, abriéndose paso a través de las cámaras y las preguntas. Los escoltó para que Logan y Steel pudieran llegar hasta la puerta. Detrás de los periodistas se había congregado cierto número de ciudadanos de expresión huraña, que los miraban con ojos de reproche. Ninguno de ellos llevaba pancartas todavía, pero no era más que cuestión de tiempo.
Logan llamó al timbre apoyándose con fuerza en el pulsador.
La casa de los Morrison por dentro era como un anuncio de cera abrillantadora. Los muebles estaban todos relucientes. Logan se había quedado de pie delante del fuego, tostándose las pantorrillas, mientras Steel tomaba el té en un tazón de porcelana y un par de galletas digestivas, sentada en el sofá. La señora Morrison ocupaba el otro sofá, con aspecto alicaído y asustado, y aparentando muchos más años de los treinta dos que tenía. Su esposo, por su parte, no paraba de pasearse de una punta a otra de la sala, retorciéndose las manos, pasando del estado de preocupación al de enojo, luego pidiendo disculpas y vuelta a empezar.
—¡Sean nunca había hecho nada parecido! —dijo, y la inspectora resopló.
—¡Eso espero! Apuñalar a viejos de setenta años y a agentes de policía no es algo que uno desearía ver convertido en un hábito.
Logan probó una manera un poco menos susceptible de generar confrontación.
—¿De modo que Sean no ha vuelto a casa desde ayer?
La madre movió la cabeza en señal de negación, haciendo que su castaña cabellera rizada rebotara a un lado y a otro del óvalo de su rostro. Tenía los ojos sonrosados e hinchados, relucientes de lágrimas.
—Se fue al colegio por la mañana, ¡y desde entonces ya no hemos vuelto a verle! ¡Toda la noche! ¿Y si le ha pasado algo? ¿Y si alguien le ha hecho daño?
Steel depositó su taza de té sobre la mesita auxiliar.
—A mí me parece que debería preocuparnos más que él haya podido hacer daño a más personas.
—¡Es un buen chico!
—¡Acaba de matar a una persona!
El padre la miró con el ceño fruncido.
—Solo tiene ocho años.
—Y Jerry Cochrane tenía setenta y dos, y en cambio está muerto. ¡Y podemos sentirnos más que afortunados de que no haya matado también a la agente de policía! Su querido hijito es un…
Logan la interrumpió antes de que pudiera decir nada más.
—Señor Morrison, ¿ha mirado en las dependencias anexas a la casa, por si Sean hubiera vuelto durante la noche?
—¡Malditas las facilidades que le han puesto para que vuelva, con todos esos periodistas de las narices acampados ahí fuera! Son como un…
—Señor Morrison…
—Sí. Por supuesto que he mirado, y también su condenada brigada de inspección: dos registros anoche y uno más esta misma mañana.
—¿Y no se lo ocurre ningún otro sitio al que pudiera haber ido? A casa de un amigo, de un pariente…
—¿Por qué no están ustedes buscándole, en lugar de estar aquí preguntando? ¡Anoche estábamos bajo cero! ¡Solo tiene ocho años! Es…
Sonó el teléfono, y los ojos de la señora Morrison se abrieron como platos, al tiempo que le temblaba el labio inferior. Hizo el gesto de retroceder ante el aparato, que seguía sonando. Su marido se quedó mirándolo fijamente.
Steel dejó que sonara hasta cinco veces antes de preguntar:
—¿No piensan contestar?
—Ehm… sí… sí… —El señor Morrison se humedeció los labios con la lengua, se retorció las manos una vez más y descolgó el teléfono—. ¿Diga?
Se apartó el auricular de la oreja, y luego volvió a dejar el aparato en su soporte, con un fuerte golpe.
—Déjeme que lo adivine: ¿alguien que se ha equivocado de número?
—No paran de llamar desde que ha salido en las noticias. Dicen cosas sobre el… viejo que ha resultado lastimado. Dicen cosas horribles…
Volvió a sonar el teléfono. Esta vez fue Steel la que descolgó, provocando un pequeño maremoto de té al dejar la taza sobre la mesita.
—¿Sí? —preguntó—. ¿Quién es? —Escuchó con una mueca de concentración, como si tratara de ubicar la voz—. Óyeme bien, capullo de mierda, estás hablando con la policía. Como vuelvas a llamar otra vez, voy a hacer que averigüen dónde vives, y me presento en tu casa y te meto tal patada en el culo que vas a estar saboreando pie de atleta durante un mes. —Se apartó el teléfono de la oreja—. Ha colgado, ya me lo pensaba… —Luego marcó el 1471 y fue repitiendo lo que decía la voz automática que recitaba el número de la última llamada recibida, para que Logan pudiera anotarlo. Sonrió volviéndose hacia el señor Morrison—. Le enviaremos un coche patrulla, que le den un escarmiento. ¿Sale usted en el listín? —El hombre asintió—. Ya, bueno —dijo Steel mientras volvía a dejar el teléfono en su lugar y cogía la taza de té—, cámbiese de número y dese de baja en la guía.
—No podemos… ¿Y si llama Sean?
—¿Si llama? ¿Tiene móvil?
Los padres intercambiaron una mirada de preocupación, antes de que el señor Morrison dijera:
—Nos parece que los niños no deben tener móvil. Ya sabe, los tumores cerebrales. —Se hundió en una butaca, al borde de las lágrimas—. Podría estar en cualquier parte…
Únicamente por curarse en salud, Steel envió a Logan a que mirara en el cobertizo y en el garaje, mientras ella se quedaba dentro, al calor del fuego, tomándose otra taza de té. La brigada de inspección había realizado su trabajo a fondo: el garaje era un puro desorden, lo habían amontonado todo en un rincón. Latas de pintura, cajas con chatarra doméstica, tres pares de esquís, una tabla de windsurf, más chatarra. Logan miró en todos los armarios, debajo de la mesa de trabajo, dentro del arcón congelador, pero Sean no estaba allí. Ni tampoco en el cobertizo, ni escondido en el jardín.
Logan volvió al interior de la casa y registró todas las habitaciones, incluidas la lavadora y la secadora, uno nunca sabe dónde es capaz de meterse un niño de ocho años si se lo propone.
Casi una hora después de haber empezado, Logan bajó del desván, tosiendo por el polvo y con motas de aislante de lana de roca adheridas al traje.
La inspectora le esperaba de pie en medio de la salita.
—¿Y bien?
—Nada.
Se pasó la mano por la cara, intentando desprenderse de una telaraña.
—Bueno, había que asegurarse.
Atravesaron el corro de periodistas y volvieron al coche, haciendo caso omiso de las preguntas que les gritaban a sus espaldas y manteniendo la cabeza gacha hasta encontrarse cómodamente instalados en el roñoso Vauxhall del Departamento de Investigación Criminal que Logan había retirado a primera hora. Steel miraba con los ojos entornados a través del parabrisas, en dirección a la casa de los Morrison.
—¿Qué opina? —preguntó—. ¿Va a volver a casa?
Logan asintió con la cabeza mientras encendía el motor.
—Debería haber visto su habitación. Ese crío tiene más cosas que yo. Sus padres deben de tenerlo consentido a más no poder. Otra noche a la intemperie, con este frío, y estará desesperado por volver.
—¿Está chalado? Acaba de acuchillar a un viejo y a una agente de policía. No es precisamente Christopher Robin. Yo creo que ese pequeño hijo de puta sanguinario tiene algún sitio donde esconderse…
—No sé, no puede quedarse escondido para siempre —dijo Logan, arrancando el vehículo y tomando la dirección de jefatura—. En la cartera de Cochrane no había más que cincuenta pavos, y no creo que le resulte fácil gastárselos, a estas horas no puede haber una persona en todo Aberdeen que no conozca su aspecto.
Habían intentado ofrecer a los medios de comunicación la versión de que Sean solo era un niño desaparecido. Habían difundido su fotografía, pidiendo a todo aquél que lo viera que lo notificara. Pero uno de los testigos del centro comercial de Saint Nicholas, al ver la foto en las noticias, había llamado al Daily Record y había identificado a Sean como el jovenzuelo que le había clavado un cuchillo a Jerry Cochrane. Y los periodistas se habían despachado a sus anchas: «¡UN ASESINO DE OCHO AÑOS!, ¡EL NUEVO ROSTRO DEL DIABLO!, ¡UN ESCOLAR ASESINA A UN JUBILADO!». La noticia había ocupado la página de portada de la segunda edición de todos los periódicos de Escocia, y de unos cuantos también de más al sur.
—Podríamos intentar seguir a sus amigos —añadió Logan—, tiene que haber alguien que le proporcione comida.
La inspectora sopesó la idea unos segundos, con el rostro vuelto hacia el otro lado y mordiéndose la mejilla por dentro.
—No. No acabaríamos nunca. Yo en su lugar me subiría al primer autobús a Londres, o a Brighton, o a cualquier otro agujero perdido por ahí.
—Tiene ocho años.
—Bobadas. ¿Cuánto hace que no tiene contacto con los chicos de hoy? ¿Eh? Un niño de ocho años de hoy día es como uno de trece de antes. Por fuera parecen de porcelana, pero se pasan la mitad del tiempo intentando dejarse embarazados unos a otros. —Se sacó los cigarrillos, agitó el paquete y volvió a dejarlo con un suspiro—. Vamos a buscar a esos pequeños cabrones y a llevarlos a comisaría, a ver si les metemos el miedo en el cuerpo y alguno de ellos lo delata. Vaya a comprobar también las cámaras de circuito cerrado de las estaciones de tren y de autobuses. Llévese con usted a varios agentes para que hablen con los conductores… Ah, y cuando haya acabado de organizarlo todo, podría hacer el informe de seguimiento de Jason Fettes. No hay por qué estar todo el día rascándose la barriga, ¿no?
Cuando Logan terminó de hacer el trabajo que le correspondía a la inspectora, la primera de las «amiguitas» de Sean Morrison estaba sentada en la sala de interrogatorios número dos en compañía de su padre. Había en el ambiente un desagradable olor rancio a calcetines y a café, mezclado con un agrio tufillo a ajo, que iba marinando poco a poco a todos los presentes. La inspectora Steel ocupaba una de las sillas de plástico barato y miraba fijamente a la niña sentada enfrente de ella. Natalie Lenox, ocho años de edad, larga cabellera castaño oscuro, tez pálida, las uñas de los dedos mordidas hasta la raíz y con un ceño de enojo adornando sus mofletudas facciones. Su padre era una versión en grande de lo mismo, pero sin pelo. Lanzó una mirada furiosa a Logan cuando éste entró un carrito con un monitor de televisión y un vídeo, que llevó hasta el rincón y enchufó a una toma de corriente.
—Quiero que esté presente mi abogado.
Steel exhaló un suspiro.
—Ya se lo he dicho. Dos veces. No hay abogado.
—Entonces no pienso decir nada más.
—Por mí perfecto. Usted cierra el pico y yo mientras hablo con Natalie.
—Ella tampoco dirá nada.
La inspectora adoptó la mejor de sus sonrisas, lo cual no era decir mucho.
—Señor Lenox, si persiste usted en esa actitud tan poco colaboradora, voy a tener que sustituirle por otro adulto más apropiado. ¿Qué le parece?
—¡Usted no puede hacer eso!
—¿Quiere apostar algo? Natalie, aquí presente, está involucrada en el asesinato de un hombre de setenta y dos años. Me parece que…
—¡Ella no tuvo nada que ver! —Le hincó a la niña el dedo en el hombro—. Díselo. Vamos, diles que no tuviste nada que ver.
—Yo no tuve nada que ver. —Hablaba con un cerrado acento de Aberdeen, y tan desabrido como su cara de patata—. Nada.
—Ya, entiendo… —Steel le dijo a Logan que pusiera en marcha la cinta—. ¿Cómo explican entonces esto? —La pantalla parpadeó, y una raya irregular que la cruzaba de lado a lado fue ascendiendo, dando paso a una toma del interior del centro comercial Saint Nicholas, a la altura de Union Street. Se veía gente que pasaba con bolsas de compras y sillitas de paseo de niño. No tardó en aparecer una mujer embarazada que llevaba un bolso grande y una bolsa de plástico de The Body Shop. Acababa de pasar por delante del puesto de lotería, cuando se le acercaron media docena de niños, la mayoría con sudaderas con capucha, por lo que la cara quedaba oculta a la cámara. La inspectora pulsó el botón de pause—. Abajo a la izquierda, la niña del suéter verde.
Volvió a poner en marcha la cinta, y la niña se abalanzó hacia la embarazada, contra la que chocó con tal fuerza que a la mujer se le cayó el bolso de la mano. La señora se tambaleó y la niña la ayudó a mantener el equilibrio, mirándola con una sonrisa y articulando palabras a toda velocidad. Era Natalie Lenox, su carita regordeta y larga cabellera se distinguían perfectamente en la pantalla. Parecía disculparse por su torpeza, mientras dos de sus amigos ayudaban a la amable señora a recoger sus cosas. Agenciándose el monedero de paso. Sean Morrison le devolvía el bolso con un educado asentimiento con la cabeza, pero a la embarazada no se la dio. Lo agarró por la manga y se puso a gritar.
—Yo… —El padre de Natalie se humedeció el labio superior y lo intentó una vez más—. Bueno, ha tropezado con alguien, eso no es ningún crimen.
—No es la primera vez. Hemos recibido como una docena de quejas más acerca de robos de bolsos, carteras y monederos. Todas las víctimas coinciden en que tropezó con ellas una niña, con su pandilla de amigos. ¿Quiere apostar algo a que reconocen a Natalie cuando les enseñemos su foto? —En la pantalla, Sean se había puesto a dar golpes a diestro y siniestro, alcanzando a la mujer embarazada en la cabeza y derribándola contra el suelo. Como ella no lo soltaba, él redobló los golpes. En ese momento fue cuando entró en escena Jerry Cochrane. A los lados de la imagen, los compradores se detenían a mirar, mientras el viejo izaba a Sean por el pescuezo separándolo de la mujer y sin dejar de increparle. Sean lo golpeó a él también, y el hombre le dio un buen golpe a su vez, directo a la nariz. Entonces fue cuando sucedió: el resplandor de la hoja de un cuchillo, y una expresión de asombro en el rostro de Jerry Cochrane. El viejo cayó pesadamente, quedando sentado en el suelo y soltando a Sean. El niño de ocho años arremetió contra el hombre con puños y pies, mientras la multitud de mirones contemplaba la escena, incapaz de reaccionar. De pronto toda la pandilla de críos se puso a dar puñetazos y patadas. Steel apretó el botón pause, para que todos pudieran ver a Natalie Lenox propinándole una patada en la cabeza a Jerry Cochrane—. Bueno —sentenció Steel—, ¿sigue pensando que su hija no tuvo nada que ver?
—Yo… —El señor Lenox estaba lívido.
Steel apagó el monitor de televisión.
—Quiero saber dónde está Sean Morrison. Y quiero saberlo ahora mismo.
La niña los miraba con el ceño fruncido, sin pronunciar palabra.
Su padre tragó saliva. Luego le dio un manotazo en la nuca.
—¡Díselo!
Nada.
—Míralo desde este punto de vista —le dijo la inspectora—: Lo más probable es que te espere una buena temporada en una institución para jóvenes delincuentes. Encerrada con todos los demás chicos y chicas peligrosos de la comunidad. Sin que papá y mamá puedan velar por ti ni comprarte cosas.
—No… ¡no pueden meterla en la cárcel! ¡Solo tiene ocho años!
Logan se encogió de hombros.
—Ésa es la edad mínima que la ley establece para la responsabilidad criminal en Escocia, señor Lenox. Una agresión tan violenta, con el resultado de la muerte de una persona… Es muy posible que le caigan cuatro años, tal vez cinco. Cuando salga estará en plena adolescencia. Le sorprendería lo mucho que cambian ahí dentro.
—Oh, Dios mío. —El señor Lenox se tapó la cara con una mano temblorosa—. ¡Su madre no lo soportaría!
—A menos que colabore con nosotros para atrapar a Sean Morrison. A partir de ahí, quizá podríamos hablar con la fiscal, tratar de convencerla de la voluntad de enmienda por parte de Natalie…
—¡Ella tiene voluntad de enmienda! Estás dispuesta a cambiar, ¿verdad que sí?
Natalie se limitó a mirar a su padre con encono, mientras las lágrimas feroces y ardientes hacían que sus ojos destellaran. Como el cuchillo de Sean Morrison.