Logan detuvo su carrera, tras deslizarse sobre el pavimento, y escrutó la calle desierta. Solo se veían coches aparcados, un contenedor lleno de escombros y la lluvia. Ni rastro de Sean Morrison, ni de ninguno de sus indeseables amiguitos. Mierda. Giró lentamente sobre sí mismo, mientras intentaba imaginar dónde podía haberse metido aquel pequeño maleante. Había perseguido a Sean por todo North Silver Street; luego casi lo pierde en Golden Square, cuando un idiota al volante de un monovolumen dio marcha atrás sin mirar; y ahora estaba en medio de la calle Crimon Place, con la pechera del traje llena de sangre, y sin señales visibles de Sean Morrison.
A mano derecha eran todo inmuebles residenciales, bloques de pisos por un extremo y pequeñas casas adosadas por el otro. Sus paredes de granito contrastaban con los bloques de oficinas de cristal oscuro y cemento de enfrente. Logan estaba seguro de que Sean no podía haberse metido en ninguna de las casas, y era muy improbable que le hubieran abierto las puertas en ninguno de los edificios de negocios, con la pinta que llevaba.
El aparcamiento de la catedral daba directamente a Huntly Street, y también un pequeño camino que discurría junto al edificio de Global Santa Fe, pero Logan había visto a Sean saltando a través de ellos hacia Crimon Place. Las piernas y los brazos del golfillo de ocho años iban que volaban.
Quedaba el aparcamiento de King’s Gate en el extremo de la calle, pero era imposible que Sean hubiera llegado hasta allí tan deprisa. Tenía que haberse escondido en algún sitio.
Apretando los dientes a consecuencia del flato que le había entrado en el costado, Logan se puso en movimiento al trote corto mientras se sacaba el móvil del bolsillo y llamaba para pedir ayuda. Oyó el tono de llamada una vez, y otra, y otra…
Una agente completamente empapada y sin aliento se detuvo tambaleándose al final de la calle, jadeando y con la cara congestionada y brillante por el agua, mientras la lluvia le repiqueteaba sobre la gorra de plato y el impermeable negro.
Mientras seguía esperando a que Control contestara al teléfono, Logan le gritó:
—¿Lo ve?
Ella movió la cabeza en señal de negación.
—No… no… ni rastro… Vaya si corre el pequeño cabrón…
Logan oyó una voz, entre crepitaciones, que decía que la centralita de Control estaba estropeada y que… Interrumpió al tipo que hablaba y le dijo que mandaran un coche patrulla a Crimon Place, de inmediato. A Sean Morrison se lo había tragado la tierra. Logan cerró el móvil y volvió a subir la calle, mientras le gritaba a la agente, en la otra punta:
—¡Mire entre los coches!
Él se puso a escudriñar entre los vehículos y debajo de ellos mientras caminaba chapoteando entre los charcos. La fría lluvia salpicaba al caer sobre la calzada, la acera, los BMW, los Porsches, los Fiestas desvencijados, los Rovers… La humedad le traspasaba a Logan el traje manchado y le chafaba el pelo sobre la cabeza mientras seguía buscando a aquel niño.
—¡Ahí está! —Fue la agente la que lo localizó—. ¡Detrás del contenedor!
Sean Morrison, ocho años de edad, uno veinticinco de estatura, la nariz ensangrentada, tejanos y sudadera con capucha roja del equipo de fútbol del Aberdeen. Agarró de entre los cascotes que llenaban el contenedor un fragmento de barandilla de madera no mucho más pequeño que un bate de cricket y le asestó un certero golpe en la cara a la agente cuando ésta se abalanzaba sobre él. La policía emitió un gruñido y cayó al suelo levantando los dos pies y rociando el aire con la brillante salpicadura de su sangre, que destelló en contraste con el gris azulado de las nubes bajas. Logan se quedó paralizado unos instantes, y lo mismo hizo Sean, al verla derrumbarse sobre el asfalto mojado. El niño de ocho años miró a Logan, dio media vuelta y echó a correr.
Por unos segundos Logan se debatió entre comprobar que la agente estuviera bien e ir en pos del pequeño rufián que la había aporreado. Salió disparado detrás del chico.
Sean Morrison corría deprisa, pero sus pequeñas piernas eran bastante más cortas que las de Logan, además de ir todavía cargado con su improvisada cachiporra. Giró de golpe a la derecha, lo cual le hizo resbalar sobre la calzada mojada y a sus zapatillas a la moda levantar una rociada de agua de lluvia, al tiempo que él saltaba el bordillo y se iba contra la fachada lateral de la sede del Boys’ Brigade Battalion. Viendo que Logan le pisaba los talones, se paró en seco, blandiendo su pedazo de barandilla.
Logan tuvo apenas tiempo de levantar los brazos para cubrirse la cara, antes de que la madera crujiera al golpearle. Lo suficiente como para detenerle en su carrera, hacerle resbalar sobre el mojado suelo y perder el equilibrio. Sintió que le faltaba el aliento y que le quemaban las cicatrices del estómago. De pronto escuchó a Sean maldecir y llamarle maldito-cabrón-hijoputa-de-mierda, mientras levantaba de nuevo su arma de madera y la descargaba contra la espalda de Logan. Los juramentos redoblaron, relacionados con una astilla, y el pedazo de barandilla salió volando. Un golpe contra el pavimento. La sirena de un coche patrulla surgió de entre la lluvia. La patada de una zapatilla deportiva contra la coronilla de Logan. Éste se acurrucó en forma de ovillo, protegiéndose el estómago pero sin poder evitar una nueva patada en las costillas. Que rechinaron. El pequeño maleante retrocedió tres pasos cogiendo carrerilla y le asestó otra patada a Logan en la espalda.
Sean estaba a punto de repetir la acción, cuando se oyó un grito furioso y doliente que percutió entre al aullido de la sirena del coche patrulla.
—¡Ven aquí, cabroncete! —Logan abrió los ojos a tiempo de ver a Sean Morrison darse la vuelta y hacer ademán de echar a correr—. ¡Mierda, quieto ahí!
Con un veloz gesto de la mano, agarró al crío de ocho años por el tobillo y lo mandó al suelo. Más juramentos. Logan se puso de pie dando tumbos, se tambaleó de lado y cayó contra un Alfa Romeo con el parabrisas roto. Mientras se llevaba las manos a la cabeza, llegó la agente junto a él. Todo le daba vueltas y se volvía borroso, al unísono con un pitido en los oídos.
La cara de la agente era un poema, llena de sangre y con un ojo cerrado por la hinchazón. Por las ventanas de la nariz aplastada le salían burbujas de sangre, mientras agarraba a Sean Morrison por el cogote y lo levantaba unos centímetros del suelo.
—¡Ya estás listo, chaval!
Se volvió hacia Logan para preguntarle si estaba bien, y entonces de repente se puso muy pálida. Un ruido de forcejeo, y Sean Morrison estaba de pronto en el suelo, hecho un lío de piernas y brazos. El mocoso de ocho años se revolvió poniéndose de pie mientras la agente se miraba con la boca abierta el mango del cuchillo que le sobresalía del cuello, justo entre el borde del chaleco a prueba de arma blanca y su clavícula. Batió las manos, mientras la sangre brillante le bajaba por el pecho, con los ojos implorantes clavados en los de Logan… Y entonces se derrumbó como un saco de patatas.
Logan pudo sostenerla justo a tiempo de evitar que se abriera la cabeza contra la acera. Depositándola con cuidado sobre el pavimento, cogió el transmisor Airwave que llevaba la agente prendido del hombro y gritó:
—¡Policía herida! ¡Esquina de Crimon Place con Skene Terrace! ¡Repito! ¡Policía herida!
Le acunó la cabeza en el regazo, sin que ella dejara de gemir y de sufrir contracciones nerviosas. La sangre fresca empapaba los pantalones de Logan mientras Sean Morrison escapaba.
Cuatro horas más tarde, en Urgencias, Logan hablaba con un enfermero con un lunar piloso para que le pusiera al corriente. La agente tenía suerte de seguir con vida, el cuchillo le había rozado la vena braquiocefálica. Un milímetro más a la derecha, y sus últimos sesenta segundos de vida se hubieran derramado sobre la acera y sobre Logan. Su estado era crítico, pero estable.
Fuera la lluvia había amainado un poco y la temperatura era más fría. No lo suficiente para que nevara, aunque probablemente no tardaría mucho en hacerlo. Logan sacó el móvil y lo encendió. Seis mensajes. El primero era de Jackie, que trataba de no parecer muy preocupada al preguntarle por su refriega con Sean Morrison. Luego era Rennie el que le llamaba para decirle que habían visto al anciano jubilado al que buscaban en Turriff; y a continuación el Gran Gary, que quería saber cómo estaba la agente herida. Por lo visto seguía sin haber rastro de Sean Morrison. Logan pensó en la posibilidad de borrar directamente los mensajes de Steel, pero al final se decidió por escucharlos.
El primero de ellos estaba en la línea de sus lamentos de los últimos días: «¡Ha bajado a verme otra vez el maldito ayudante del jefe de policía! ¡Que por qué no hemos arrestado todavía a nadie en relación con la muerte de Jason Fettes! Es cosa de sus padres del demonio, que han estado dando la vara otra vez en la prensa. Joder, ¡como si no lo intentáramos! Nosotros no tenemos la culpa de que a su hijo le fuera la porquería esa del bondage…». Algunas imprecaciones en voz baja. «¡Y que cómo es que no hemos cogido a nadie aún por los asaltos domiciliarios!». Quejas, quejas, más quejas. «Lo digo en serio, la próxima vez que aparezca el cabeza huevo ese en mi despacho, ¡le meto uno de los tapones anales de Fettes por la garganta! Igual le gusta…». La cosa seguía, pero Logan lo borró.
El segundo mensaje era un poco más actual: «¿Pero a qué coño juega? ¡Era un crío de ocho años! ¿Cómo ha podido dejarlo escapar? Pero ¿qué…? Un momento, me llaman por la otra línea…». Silencio. Biiip. Nuevo mensaje: «¿Por dónde iba? Ah, sí… ¡ocho años! La leche…». Un arranque de tos. «Es igual, han llamado del hospital a propósito del tipo al que agredió su pequeño delincuente: un pulmón perforado. No tiene buena pinta. He convocado una conferencia de prensa para las seis menos cuarto, ¡así que mueva el culo y véngase para comisaría!». Biiip.
Logan soltó un gruñido. Le palpitaba la cabeza, en la zona hinchada de la piel donde le había pateado Sean. Las costillas le dolían también de las patadas. La tela del traje se le había quedado rígida al secarse la sangre. En aquellos momentos lo único que quería era irse a casa y tomarse un par de las pastillas que le habían dado después del vergonzante reconocimiento médico: «¿Esta paliza se la ha dado un niño de ocho años? ¿En serio? ¡Eh, Maggie, ven a ver esto!». Meterse en la ducha, estarse un buen rato debajo del agua caliente, acurrucarse en la cama y sentir compasión de sí mismo hasta que Jackie acabara su turno y volviera a casa. Y entonces hacer que ella sintiera también compasión de él. Pero en lugar de todo eso, tenía que asistir a una conferencia de prensa al cabo de… se miró el reloj: apenas media hora. Mascullando maldiciones, Logan volvió a entrar con aire desgarbado en Urgencias y buscó a uno de los agentes de guardia en el hospital para que lo llevara en coche a comisaría.
Los periodistas locales estaban poniéndose nerviosos cuando Logan entró cojeando en la sala donde tenían lugar los comunicados de prensa. Filas de cámaras y de rostros hambrientos de la prensa nacional a la espera de que sirvieran el plato principal.
—¿Dónde demonios se había metido?
La inspectora Steel: cigarrillo sin encender entre los labios, mientras hacía chasquear un encendedor de gasolina barato, encendiéndolo y apagándolo, encendiéndolo y apagándolo. El detective Rennie se paseaba de un lado a otro tras ella como un spaniel inquieto.
—En el hospital. —Logan señaló el cigarrillo de la inspectora—. Se va a armar como lo encienda aquí dentro.
—Ese jodido imbécil de Jerry Cochrane va y se nos muere, así que ahora todo cabrón que vive bajo la capa del cielo quiere saber qué pensamos hacer al respecto. —Se quitó el cigarrillo de la boca y volvió a meterlo en la cajetilla. Acto seguido volvió a sacarlo—. Mierda… ¿por qué narices me han tenido que asignar este caso a mí? ¿Por qué no podían habérselo dado al gordinflas de Insch? A estas alturas ya debe de estar acostumbrado a los casos desastrosos para nuestra imagen. Yo ya no necesito más casos horribles… —Se interrumpió cuando reparó por fin en que Logan llevaba el traje y la camisa llenos de sangre seca—. ¡Oh, vaya mierda! ¿No podía haberse cambiado? ¡Entramos en escena en siete minutos!
—¡Vengo del hospital!
—Joder. Joder, joder, joder… —Retorció la cara en una mueca, y luego se volvió hacia Rennie—. Está bien, busquen un sitio discreto e intercámbiense la ropa. Los dos son de la misma talla, más o menos. —Rennie abrió la boca para quejarse, pero la inspectora le ganó la mano—: ¡Ya están tardando!
No había nadie en la sala de interrogatorios número tres, así que se metieron dentro. Logan se desprendió haciendo muecas de dolor de la camisa, la chaqueta y los pantalones, mientras Rennie se desnudaba quedándose en calzoncillos, unos boxers de Pedro Picapiedra. Al ver las costillas magulladas de Logan y la cicatriz en su estómago, dijo:
—Santo cielo, tiene un aspecto horrible.
Logan no pudo hacer acopio de la energía suficiente para dirigirle una mirada de enojo.
—Gracias por el cumplido.
Volvió a la sala de conferencias con treinta segundos de sobra y se acercó cojeando a Steel.
—¿Contenta? —le preguntó, dejándole claro que él no lo estaba.
Si se sentaba demasiado deprisa, tenía muchos números para que sus pantalones prestados le jugaran una mala pasada. Ella le echó un somero vistazo de arriba abajo.
—Puede pasar. Pero ¿no podría haberse peinado, de paso? Parece un colchón rajado. —Todo un cumplido, viniendo de ella. Logan hizo lo que pudo pasándose los dedos por el pelo. Steel asintió con la cabeza—. Mejor. ¿Ha traído…? —Se abrieron de golpe las puertas del fondo de la sala, y entró el jefe de policía con paso firme—. Joder, Dios en persona… —Respiró hondo—. Está bien, recuerde: no abrimos las puertas a Mister Fracaso…
La mesa era más larga de lo habitual, y estaba dispuesta de modo que hubiera espacio suficiente para un mediador familiar y una pálida mujer de sesenta y ocho años con los ojos rojos e hinchados y las manos temblorosas: la señora Cochrane, la esposa de la víctima. Logan esperó a que ella se sentara, antes de ocupar su lugar junto a la inspectora Steel, sentándose con cuidado en la silla para no lastimarse más aún las costillas magulladas ni desgarrar los pantalones de Rennie.
—Bien. —El jefe de policía se había puesto de pie, luciendo su plateada cabellera, que, bajo los intensos focos de la televisión, brillaba como en un anuncio de champú—. Antes de comenzar, me gustaría dejar una cosa bien clara: la señora Cochrane ha sufrido hoy una terrible conmoción. Ha perdido al esposo con el que había compartido casi cincuenta años de su vida. Si está aquí con nosotros, es porque desea ayudarnos a atrapar a los responsables. Pero la primera persona a la que oiga efectuar comentarios inapropiados o formular preguntas faltas de tacto será excluida de la sala, agarrada por la oreja. ¿Me he expresado con claridad? —Se produjo un incómodo silencio. El jefe de policía hizo un gesto de asentimiento—. Bien. —Y se sentó de nuevo.
—Hoy, a las doce y once minutos, una mujer embarazada, que estaba comprando en el centro comercial de Saint Nicholas, ha sido abordada por una pandilla de niños de edades comprendidas entre los seis y los nueve años. Han intentado robarle la cartera, pero ante la resistencia de ella, la han hecho objeto de una brutal agresión. El señor Cochrane ha acudido para intervenir en su ayuda…
Logan no necesitaba escuchar el resto, él había sido uno de los primeros en personarse en el lugar, por cuanto había entrado un momento a comprar un bocadillo y una bolsa de patatas Markies para comer. Al oír los gritos, se había precipitado hacia el interior del centro comercial, saltando por entre jerséis y pantalones, y había llegado justo a tiempo de ver a Sean Morrison agenciándose la billetera del viejo y echando a correr. Había llamado de inmediato pidiendo ayuda y se había lanzado hacia la víctima, tratando de contener la hemorragia. Tras decirles a los detectives de los grandes almacenes que mantuvieran la presión sobre la herida por arma blanca hasta que llegara la ambulancia, salió disparado para perseguir a los pequeños rufianes. Sin lograr atraparlos.
Escuchó cómo la señora Cochrane pronunciaba una apasionada súplica dirigida a toda persona que conociera el paradero de los asesinos de su esposo, para que no callara y acudiera a la policía, con unas lágrimas que brillaban a la cruda luz de los focos de las cámaras y que resbalaban por sus pálidas y arrugadas mejillas. A continuación el jefe de policía le dio las gracias por su valor y abrió el turno de preguntas.
En su mayor parte fueron las habituales: «¿hay algún sospechoso?», «¿es posible que haya algún arresto en las próximas horas?». Luego una periodista de Sky News preguntó al jefe de policía en torno al juicio de Iain Watt: ¿iban a acusarle de las otras violaciones supuestamente cometidas por Rob Macintyre?
El jefe de policía le dirigió una mirada furibunda: el «violador de Ciudad Granito», como la prensa había empezado a llamar a Watt, era un tema, por así decir, espinoso. De esta abrupta manera la rueda de prensa se dio por concluida.