La inspectora Steel estaba con los pies encima del escritorio, una taza de café en la mano y un cigarrillo sin encender entre los labios que se movía sin cesar mientras hablaba.
—¿Cómo es que Rickards ha sido capaz de reconocer el culo de ese tipo? ¿Es que lo había visitado?
Logan se encogió de hombros.
—Dice que lo vio en uno de los DVD confiscados durante la redada en el burdel. Ha ido adonde guardan las pruebas a buscarlo.
—Estupendo. ¡Nada como un poco de porno duro de buena mañana para ponerte a tono para todo el día!
Se encontraron en la sala de juntas. Rickards se peleaba con el reproductor de DVD mientras Steel examinaba la funda.
—¿James Bondage? —Entornó los ojos para leer la pequeña letra impresa de la contraportada, sosteniendo la funda con el brazo extendido para poder verla con claridad—. Eh, ¡está rodada en Aberdeen! ¡Genial! No sabía que teníamos nuestra propia industria de pelis guarras.
El agente se puso en cuclillas y sonrió mientras el televisor se encendía tras algunos parpadeos.
—No han rodado más que un puñado de títulos. La verdad es que no están mal, una vez te acostumbras al acento. Además… —Se paró en seco al darse la vuelta y ver la expresión dibujada en el rostro de la inspectora Steel, que le hizo ponerse rojo como la grana—. Es decir, eso es lo que dicen los tipos que arrestamos. Ehm… —Tosió, se removió inquieto y añadió—: Cuando quieran, ehm… ya está todo preparado…
—Ya lo veo. —Steel se dejó caer en una silla al final de la mesa de conferencias mientras la pantalla se ponía azul oscuro y aparecía una información sobre el copyright y un aviso que advertía de que aquella producción había sido clasificada para mayores de dieciocho años por parte del British Board of Film Classification. A continuación apareció el logotipo de la productora cinematográfica, Crocodildo Films Ltd., una especie de cocodrilo rampante a pilas[1]. Logan no pudo por menos que reír. Vinieron a continuación los títulos de crédito, acompañados de una imitación apenas disimulada de la música de James Bond.
Rickards pulsó con fuerza el botón del mando a distancia, y la imagen comenzó a pasar a velocidad rápida: un coche deportivo, una casa, un exterior que parecía la playa de Balmedie, al norte de Aberdeen, personas desplazándose con una rapidez sesenta y cuatro veces superior a la normal. De pronto la pantalla se llenó de tonos rosados y la inspectora gritó:
—¡Pare! ¡Dele a la velocidad normal!
Pero Rickards no le hizo caso.
—Ya falta poco.
—¡Pero si yo quiero ver esta parte! —Más coches, una casa de lujo, una morenita en bikini, un tipo gordo con perilla y más tonos rosados—. ¡Oh, venga ya! ¡Déjenos ver algo!
—Solo un segundo… ¡ya está!
Rickards pulsó el botón de play, y las siluetas que se agitaban configuraron una escena más reconocible. Y explícita. Estaba claro que se trataba de una parodia de las típicas escenas de agente secreto capturado y torturado para sonsacarle información hasta que lo dejan solo y escapa. Solo que en esta ocasión al hombre del esmoquin lo ata boca abajo encima de una mesa de masaje adaptada al uso una pelirroja de enormes tetas, vestida con un hábito de monja de látex. Después de atarlo le zurra.
—Ahora… —dijo Rickards, tocando la pantalla con la yema del dedo mientras la monja le arranca a James Bondage los pantalones y los calzoncillos—. El secuaz. —Surgió una figura de entre las sombras, un hombre de veintitantos años con el pelo rubio corto y gafas oscuras, vestido de sacerdote.
El tipo se quitó las gafas de sol y dijo: «Es inútil que se resista, señor Bondage, ¡nos lo dirá todo!», mientras la monja dejaba de azotarle y se colocaba a toda prisa un arnés consolador. Rickards le dio a pause y la imagen se detuvo.
—Fíjense… ¡parece él! —Sostuvo en alto una de las fotos del depósito retocadas, realizadas por la Oficina de Identificación. Logan tuvo que reconocer que no iba desencaminado.
—¿Y la cicatriz?
El agente Rickards pulsó de nuevo el botón de marcha rápida, para disgusto de la inspectora Steel. Color carne, más color carne, figuras de contornos imprecisos, antes de volver a velocidad normal: el cura-secuaz dándole a la retaguardia de la monja, mientras la vanguardia se ocupaba de la erección del señor Bondage. Mete, saca, mete, saca, mete, saca… congelación de la imagen. Captada en mitad de la penetración, la cicatriz en forma de media luna era perfectamente identificable. Rickards los miraba expectante.
—¿Bueno? ¿Qué les parece?
Logan comprobó el informe de la autopsia: la cicatriz de la víctima era idéntica a la que llenaba en aquellos momentos la pantalla de televisión.
—Es él, definitivamente.
—Pero ¿quién es él?
Logan no lo habría creído posible pero, Rickards se puso aún más rojo mientras decía:
—Según los títulos de crédito, se llamaba Phal O’Longo.
—Ya, claro. Brillante. ¿«Falo Longo»? Vaya un nombre adecuado para un actor porno. Para eso podría haberse puesto «Cacho Polla», ya de paso. —Steel escrutó nuevamente la funda del DVD—. ¿Ha conseguido la dirección de esta gente? —Rickards asintió, y Steel se quedó mirándole unos segundos, antes de espetarle—: No soy adivina, carajo: díganosla. —Rickards le dijo la dirección y ella sonrió—. Bien, ¡en marcha entonces! Me hace gracia eso de darme una vueltecita por Crocodildo Films.
—¿Está seguro de que es aquí?
Steel retrocedió dos pasos y observó de arriba abajo la pequeña edificación industrial, que quedaba oculta en el fondo de un callejón adyacente a Hutcheon Street. El rótulo de la pared decía: CLARKRIG TRAINING SYSTEMS LTD.
El agente Rickards comprobó sus notas una vez más.
—Debería ser. Al menos es la dirección en que están registrados.
Dentro estaba todo lleno de tiestos con plantas y de grandes fotografías enmarcadas de plataformas petrolíferas y personas posando con equipos de salvamento. En el centro del vestíbulo había dos grandes proyectores de aspecto bastante antiguo sobre sendos pedestales de caoba y encerrados en dos vitrinas de cristal gemelas, como si se tratase de una exposición del Museo de Historia Natural. La recepcionista, una mujer de más de sesenta años que parecía como inflada, dejó a un lado su ejemplar de la revista Hello y sonrió a los visitantes.
—¿En qué puedo ayudarles? —Parecía la mamá de alguien impostando la voz para contestar al teléfono.
Logan le enseñó la placa policial.
—Necesitaríamos hablar con alguien acerca de… —Hizo una pausa, sin saber muy bien cómo preguntarle por Crocodildo Films. Tenía pinta de ser del tipo de mujer que se escandaliza con facilidad—. Ehm…
—Oh, por el amor de Dios —exclamó Steel apartándolo de un empujón—. Queremos hablar con alguien que lleve lo de las películas porno.
—Ah, ¿sí? —dijo la recepcionista, abandonando el tono afectado—. Esperen un momento que llame al jefe.
Pulsó un número en la centralita, y sonó varias veces el tono de llamada. Tras un pequeño estallido y una crepitación, se oyó a través del aparato una voz no demasiado contenta:
—Por todos los santos, ¿qué pasa ahora? ¡Ya te he dicho que estamos rodando!
La recepcionista tomó aire, hinchándose aún más.
—¡Alexander Lloyd Clark! ¡No te atrevas a hablarle a tu madre en ese tono!
Una pausa. A continuación un sufrido:
—¿Para qué me llamabas, mamá?
—Tienes visita.
—¿Podrías decirles que se vayan al cuerno? Estoy ocupado. Si quieren…
La inspectora Steel se inclinó por encima del mostrador y gritó:
—Es la policía.
Una nueva pausa.
—Mamá, ¿has vuelto a poner el manos libres? ¿Cuántas veces tengo que decirte que…?
—Tenemos que hablar con usted, señor Clark.
—¿Es por lo del asalto en casa? ¡Porque ya era hora!
Steel articuló moviendo los labios: «¿asalto en casa?», dirigiéndose a Logan, que se encogió de hombros.
—No, es sobre…
—Mire, vuelva mañana. Hoy estoy muy ocupado. Pida una cita, yo…
Steel le cortó antes de darle tiempo a la recepcionista a que sacara la agenda.
—Escúcheme bien, monada: o colabora con nosotros en la investigación, o hago que le arresten y me llevo su culo de traficante de porno a comisaría. Usted mismo.
—Oh, mierda, está bien, está bien. Ya voy para allá.
En el rostro de la inspectora se dibujó una amplia sonrisa.
—No hace falta, quédese donde está y ya vamos nosotros.
—Sí, bueno, como quiera… —Les dio la dirección, en una zona de almacenaje de contenedores en Altens, y colgó.
Steel estaba exultante:
—Siempre había querido ver rodar una peli porno. ¿Cree que me dejarían hacer una prueba?
Altens no era precisamente un sitio pintoresco: una sucesión de naves industriales en el límite sur de la ciudad, sucios edificios de compañías petroleras, zonas de almacenaje, furgonetas de venta de comida rápida y remolques abandonados de camiones articulados, algunos de ellos repletos de tuberías de perforación, otros sin apenas más carga que un par de rollos grasientos de cuerda azul. Encontraron al equipo de rodaje junto a un montón de enormes contenedores de metal, utilizados para el transporte marítimo de bienes de consumo. Luces, cámaras, pero no demasiada acción.
—¿Quién de ustedes es Clark? —gritó Steel.
Casi todos señalaron a un tipo grandullón vestido con una voluminosa chaqueta acolchada, gorra de lana y perilla canosa, que estaba bebiendo algo de un vaso de poliestireno. El humo le subía en espiral por entre sus pequeñas y extrañas gafas rectangulares. No era tan grande como el inspector Insch, pero poco le faltaba. El tipo se quedó petrificado, como si lo hubieran sorprendido haciendo algo malo, y enseguida adoptó una sonrisa obsequiosa.
—Zander Clark, con zeta —se presentó, ofreciendo su enguantada mano—. Hola. ¿Usted debe de ser…?
—La policía. Bueno… —Steel miró a la cámara, a las luces y luego al pequeño grupo de personas arremolinadas en torno a un guión—. ¿Cuándo empieza el folleteo?
Zander no pudo evitar que le saliera un chorro de café por entre sus apretados labios.
—¡Shhh! —Agarró a Steel por el brazo y se la llevó aparte—. Estamos rodando un curso de capacitación de seguridad, ¿vale? No quiero que mi cliente se entere de que también hago películas para adultos.
—No se siente orgulloso precisamente, ¿eh? Eso puedo entenderlo, he visto una.
Sostuvo en alto el DVD de James Bondage.
—Por si quiere saberlo —dijo Zander, irguiéndose todo lo alto que era, que debía de ser por lo menos tanto como metro noventa—, mis películas han ganado premios en toda Europa, muchas gracias. Es solo que me gusta separar los negocios.
—¿Teme que su cliente le deje plantado si se entera de que se dedica a filmar monjas sodomizando agentes secretos?
El tipo frunció el ceño, con un aire más impaciente que enojado.
—Ha dicho que quería hablar conmigo.
—Ah, sí. —Sostuvo de nuevo en alto el DVD—. El tipo que sale aquí, Phal O’Longo: ¿quién es?
Zander le cogió la funda de las manos y la examinó entornando los ojos.
—Jason —afirmó al cabo—. Jason Fettes. Yo le di su gran oportunidad.
—¿De darle por delante y por detrás a una monja?
—Oiga, ¿tiene usted algún tipo de problema? ¿Las películas eróticas son demasiado «reales» para usted? Solo porque no haya conocido el sexo de verdad en toda su vida no tiene por qué…
Logan lo interrumpió en seco antes de que la cosa se pusiera fea.
—¿Cuándo vio al señor Fettes por última vez?
El hombretón obsequió a Steel con una ceñuda mirada, antes de darle la espalda.
—Hará un par de semanas: lo necesité para introducir algunos efectos sonoros en su última película. El maldito sonido era espantoso. —Le hizo gestos con la mano a un tipo de aspecto cadavérico y cara aburrida que llevaba un micrófono con pértiga—. Juro por Dios que voy a despedir al flaco ese soplagaitas como no espabile.
—Jason.
—Ah, sí, sí, es verdad. Lo utilizo bastante. Salió en James Bondage, y en su secuela, Desde el látex con amor. También en un par de pelis sobre un fontanero… en fin, tiene que haber alguna de ésas, ¿no? Es la tradición. Harriet Potter y la cama secreta, Sharon y el trasero mágico y, claro está, Crocodildo Dundee. Con esta gané el premio XRCO a la mejor película —apuntilló henchido de orgullo—. De hecho creo que saldrá también en mi próxima película, Más adentro. Va de un investigador de accidentes que va a un pozo petrolífero en alta mar, pero allí descubre que las vikingas amazonas han vuelto del pasado, y se tiran a todos los tíos de la plataforma hasta que los matan. Va a ser algo grande.
—Ya veo… —dijo Logan, intentando conservar una expresión normal—. ¿No tendría la dirección de Jason?
—Ahora mismo no… —Frunció el ceño—. Vive en Cults, me parece… No, espere, acaba de mudarse. En Blackburn. Sus papis se han comprado una de esas casitas nuevas.
Logan contuvo una maldición.
Steel se dio la vuelta completamente en el asiento del acompañante para poder dirigir su enfurecida mirada a Logan, sentado en el asiento de atrás:
—Vaya par de cretinos, ¿o sea que estuvisteis ayer en casa de nuestro hombre y no dijisteis nada?
Sentado al volante, Rickards se puso rojo como un tomate, pero mantuvo los ojos en la calzada y la boca cerrada. Así que la pelota era para Logan.
—¡No fue culpa nuestra! ¡La vecina no estaba segura de que fuera él! Por cierto, ¿a qué ha venido todo ese numerito que acaba de montar? No tenía ninguna necesidad de indisponer a ese tipo.
—Ya, bueno. —Steel se encogió de hombros—, me había hecho ilusiones de ver un poco de sexo explícito del bueno, y en lugar de eso nos los encontramos haciendo el payaso con unas carretillas elevadoras. —Se dio media vuelta, y miró de nuevo al frente—. Además, quién le mandaba ser tan gordo y tan cabrón como para recordarme al cascarrabias de Insch.
El cielo azul era un recuerdo del pasado para cuando llegaron a la zona residencial de Blackburn. Un manto de nubes de un gris violáceo se cernía sobre sus cabezas, mientras un frío viento soplaba por entre las casas a medio construir, cuyas vigas sobresalían como costillas limpias de carne.
—La virgen, ¡hace un frío que pela! —exclamó Steel, apeándose del coche sobre el asfalto lleno de tierra—. Rickards: vaya a preguntarles a los vecinos si han visto a Cacho Polla desde el lunes… quedaríamos como un atajo de gilipollas si al final resulta que no es él.
Mientras el agente salía disparado hacia la casa de los vecinos, Steel encendía un cigarrillo, se metía las manos hasta el fondo de los bolsillos y recorría a paso lento el camino de entrada a la casa, sumida en el silencio.
Estaba igual de desierta y cerrada que la vez anterior, pero la inspectora insistió en asomarse a cada una de las ventanas, dejando las huellas de sus botas en los parterres vacíos y marcas de dedos en los cristales. Iban ya por el garaje cuando volvió Rickards con la noticia de que no, que la vecina no había vuelto a ver a Jason, y ¿no les apetecería pasar a tomar una taza de té?
—¡Joder si me apetecería! —dijo Steel, aspirando una última bocanada del cigarrillo y aplastando la colilla contra la pálida pared de ladrillo—. Aquí fuera se me están congelando los pezones.
Logan trató de no visualizarlo.
—Yo iré a la oficina de la urbanización, puede que… —Se le apagó la voz al ver que una gran furgoneta Citroën roja se acercaba por el camino de entrada, con la parte de atrás llena de cajas y maletas.
El conductor paró el motor, dirigió una mirada a Rickards y su uniforme de policía, y se apeó.
—¡Vaya por Dios! —Tendría poco más de cincuenta años, y el pelo cano le clareaba dejando ver el cuero cabelludo por un montón de sitios—. Otra vez esos gamberros que suben del pueblo, ¿eh? Ya le dije al promotor que tenían que poner personal de seguridad, pero ¿creen ustedes que me han hecho ningún caso? ¡No! Hemos estado fuera dos semanas enteras… ¿Qué han hecho ahora esos cabrones?
Logan y Rickards miraron a la inspectora Steel. Era una de esas ocasiones en que el rango supone una carga, más que un privilegio. El oficial de mayor graduación que se encuentra presente en el lugar es el encargado de dar las malas noticias, así son las reglas del juego. Pero la inspectora no jugaba siguiendo las reglas.
—Adelante, sargento —animó en un susurro—, usted puede. Con delicadeza, ¿de acuerdo?
Genial.
—No hemos venido por un problema de gamberrismo, señor. —Logan extrajo la foto retocada hecha en el depósito y se la entregó al hombre—. ¿Lo conoce usted?
Un suspiro de paciencia agotada y un cansado:
—¿Qué ha hecho?
—Me temo que tenemos malas noticias para ustedes.