Capítulo 5

La sesión de trabajo de las siete y media de la mañana del miércoles fue mucho más dura que la del martes, pero esta vez al menos Logan pudo seguirla repantigado en una silla del fondo de la clase, mientras la inspectora Steel se sobreponía a la resaca, distribuyendo con voz doliente las tareas del día, para acabar a coro, por parte del equipo al completo: «¡No abrimos las puertas a Mister Fracaso!». Por mucho que el coro de voces no sonara con la intensidad de otras veces, a Logan le pareció que se le partía la cabeza por la mitad.

Tres cafés más tarde empezaba a sentirse en fase ligeramente menos terminal, si bien estaba que ya no aguantaba las palpitaciones en el cráneo. En el centro de coordinación reinaba un gran ajetreo, todo el mundo estaba nervioso y decidido a obtener resultados rápidos, habían cubierto las paredes de mapas, paneles, fotografías de la autopsia… Los periódicos locales iban llenos de especulaciones en torno a Rob Macintyre, pero el cadáver no identificado de Steel había logrado con todo hacerse un sitio en la página de portada del Press and Journal. Publicaban la foto retocada del depósito, el retrato robot digitalizado del asesino y una historia que de un modo u otro se las arreglaba para que sonara a falta de la Policía Grampiana.

De lo cual tampoco había que sorprenderse, teniendo en cuenta quién la había escrito: Colin Miller, el reportero estrella del Press and Journal. Estaba claro que no era persona que olvidara fácilmente.

Con un suspiro, Logan dobló el periódico en dos y lo tiró a la papelera. Hasta el momento la respuesta había sido muy deslucida: apenas habían telefoneado una docena de personas afirmando saber quién era el muerto. Nadie había reconocido al asesino. Pero todo eso cambiaría tan pronto como saliera la conferencia de prensa en las noticias del mediodía; a partir de ese momento se les vendría encima un aluvión. Los avisos televisivos tenían un efecto llamada fulminante en los chiflados, que respondían en tropel. Claro que nunca se sabe…

—Hey, Laz. —Logan levantó la vista para encontrarse con un tipo delgado con uniforme de sargento y un enorme bigote a lo Wyatt Earp: el sargento Eric Mitchell, mirando por encima de la montura de sus gafas y sonriendo como un idiota—. ¿Está por aquí tu «señora amiga»?

Logan frunció el entrecejo, receloso.

—¿Cuál de ellas?

—Watson, memo. ¿Está por aquí?

—Tiene el turno de tarde, no entra hasta las dos.

—Oh, bueno, puede que sea mejor que la avises para que llame y diga que está enferma… —Le tiró a Logan un ejemplar enrollado del Daily Mail en el regazo, le guiñó el ojo y se marchó con paso tranquilo y silbando entre dientes con aire de felicidad.

Pero antes de que Logan tuviera tiempo de preguntarle a qué venía todo aquello, la inspectora Steel plantó una pila de expedientes encima de la mesa, delante de él.

—Esta mierda está acabando conmigo —dijo, toqueteándose la tira del sujetador—. Búsquese un par de agentes que le ayuden con todo esto, ¿entendido? A ver si descartamos que haya nadie que encaje con el retrato robot de la lista de cabrones fichados. Luego puede dedicarse a los historiales dentales. —Dejó la tira del sujetador por imposible y se puso a tirar del alambre interior—. Y mientras, de paso…

—La verdad es que —la cortó Logan— había pensado que podía salir a seguir la pista de un par de llamadas sobre la identidad de nuestra víctima. Ya sabe, cuestión de mostrar buena disposición ante la tropa. —Lo cual tenía la ventaja añadida de alejarlo de la inspectora antes de que a ésta se le ocurriera algún otro trabajito para él.

Steel se quedó pensándoselo, ladeando la cabeza, concentrada en algún punto entre las orejas de Logan, como si tratara de leerle el pensamiento.

—Está bien —dijo al fin—, pero puede llevarse… —Se volvió lentamente, señalando a un agente en el rincón, que estaba escribiendo algo en un panel—, sí, llévese a Rickards con usted. Animalito, le hará bien ver un poco el mundo exterior. Puede que así ese capullo tonto del culo deje de quejarse para variar. Está…

—¿Inspectora? —Era el oficial administrativo, sacudiendo ante ellos algunos papeles más.

—¡Santo Dios! —refunfuñó Steel, que le susurró a Logan—: Cúbrame, ¿quiere? Me muero por un cigarro.

Se volvió hacia el oficial administrativo y le dijo que tenía que asistir a una reunión urgente con el ayudante del jefe de policía, pero que el sargento McRae podía hacerse cargo de lo que fuera. Y se esfumó.

Con un suspiro, Logan aceptó los papeles que le tendían.

Firmó en el formulario para retirar un vehículo del parque del Departamento de Investigación Criminal, uno de tantos escabrosos Vauxhall de la flota de jefatura de policía, y le cedió el volante al agente Rickards, para así poder arrellanarse en el asiento del pasajero y echar una cabezada. Ahora como mínimo empezaba a encontrarse un poco mejor. Después del whisky habían pasado al vodka, y luego había aparecido un tipo bastante raro que había intentado enrollarse con Jackie, todos se habían reído de él de lo lindo, y había seguido más cerveza, tequila, hasta que… bueno, a partir de cierto momento estaba todo bastante borroso, pero el caso es que habían acabado de pie en la calle, a la puerta del kebab de Belmont Street. Cuando por fin habían llegado a casa, Jackie se había quedado dormida en el lavabo.

Logan se pasó la mano por la cara, reprimiendo un bostezo. Se hacía viejo ya para estas cosas…

Tras la lluvia del día anterior, la ciudad había quedado limpia y resplandeciente. Las cosas brillaban a la luz de un sol que calentaba más de lo habitual para el mes de febrero, y que sacaba destellos a las partículas de mica del pálido granito gris. Rickards condujo por Union Street, en dirección a una casa semiadosada en Kincorth, en el seno de un grupo aislado de casas en la zona sur de la ciudad, donde vivía una señora mayor que aseguraba conocer al fallecido que salía en el periódico.

—Así que —dijo Logan, mientras el agente giraba el coche por el puente de Jorge IV y el agua reverberaba como diamantes tallados a lado y lado—, ¿estuvo en la redada del burdel ese de Kingswells, la semana pasada? —Rickards murmuró algo referente a un esfuerzo en equipo—. Todo un antro de perversión, ¿eh? —continuó, mientras observaba a un par de gaviotas peleándose por una bolsa de patatas fritas abandonada—. Látigos, cadenas, pinzas para pezones y todo eso, ¿no?

—Ah… ehm… sí… eso… ehm…

El rubor hizo que la torcida línea de la cicatriz que Rickards tenía sobre el labio superior resaltara, se viera más blanca en contraste con el fondo rojo, como si alguien hubiera intentado hacerle un labio leporino con una botella rota. Logan sonrió: no parecía que el agente fuera precisamente un hombre de mundo. Resistió un impulso imperioso de tomarle el pelo, y se volvió para seguir viendo pasar el mundo por la ventanilla.

La casa de la anciana estaba en Abbotswell Crescent, hacia los tres cuartos de su recorrido, por encima de los polígonos industriales de Craigshaw y Tullos y con vistas a la autovía de doble calzada. Un lugar encantador. Sobre todo con Torry de fondo: el esfuerzo de los rayos del sol y del cielo azul por hacer que pareciera atractivo eran una mera batalla perdida.

Quince minutos, dos tazas de té y algunas galletas Penguin más tarde estaban de vuelta en el coche.

—Qué se le va a hacer.

Logan llamó a la inspectora Steel para transmitirle las malas noticias, con el resultado de ser agraciado con otras dos direcciones más: una en Mannofield y la otra en Mastrick. Ambas igual de infructuosas.

Rickards se removía en su asiento, como si la ropa interior que llevaba puesta estuviera tratando de devorarlo.

—¿Y ahora qué?

Logan miró el reloj: iban camino de las once.

—Volvamos a comisaría. Podemos… —Le sonó el móvil con su habitual retahíla de zumbidos y silbidos espasmódicos—. Un momento. —Sacó el móvil—. ¿Diga?

—¿Dónde demonios están? —La inspectora Steel. Parecía molesta.

—Mastrick. Es usted la que nos ha enviado aquí, ¿no lo recuerda?

—Ah, ¿sí? Oh… Bueno… En ese caso, ¿por qué no han terminado aún?

—Ahora mismo hemos terminado, justamente volvíamos a comisaría.

—Bien… La conferencia de prensa es a las doce. Vamos a salir en las noticias del mediodía. Cuando digo «vamos» es que va por usted también. No llegue tarde. En el camino de vuelta puede comprobar otra dirección, de paso. Ha llamado una mujer diciendo que el tipo muerto vivía en la casa de al lado con sus padres. Recuerde: si no está aquí a las doce, lo mato.

Logan anotó la dirección y colgó soltando un gruñido.

—Cambio de planes, tenemos que hacer una última parada.

Blackburn parecía más una zona de edificios en construcción que una ciudad dormitorio: urbanizaciones de minúsculas casas adosadas en rápido crecimiento se apiñaban en reducidos solares, derramándose hacia el norte y el oeste, al precio de un riñón para el comprador, aunque luego tuviera que vivir como un pollo de criadero. El domicilio que les había facilitado Steel correspondía a la penúltima casa de un callejón sin salida sin terminar, que ni siquiera estaba completamente pavimentado todavía. Apenas una fina capa de irregular asfalto lleno de barro seco y de baches, junto al cual el estrépito de las excavadoras rivalizaba por la supremacía con los chirridos de las sierras circulares y el martilleo de las pistolas de clavos. Todo ello desaparecía lentamente bajo la pálida nube de polvo de color crema.

El número siete era una «casa de alto standing» de cuatro habitaciones construida sobre un sello de correos. Logan le dijo a Rickards que llamara al timbre, mientras él contemplaba las suaves colinas que cerraban el paisaje por el norte, preguntándose cuánto tiempo tardarían los promotores en alfombrarlas con más casas en miniatura.

Abrió la puerta una mujer de rostro congestionado que llevaba una camiseta muy suelta y pantalones de jogging, y un niño pequeño en equilibrio sobre la cadera.

—¿Hola? —saludó con voz levemente nerviosa.

Logan adoptó una sonrisa tranquilizadora, mientras el niño lo miraba fijamente con la boca abierta y unos grandes ojos azules.

—¿La señora… —Comprobó sus notas— Brown? Hola. Creo que nos ha llamado usted esta mañana, en relación con este hombre. —Logan le mostró la foto.

Ella asintió con la cabeza.

—Sí, creo que sí. Me parece que es el hijo del tipo de la casa de al lado. Jason, creo que se llama. —El niño se agitó y ella lo cambió de postura, hasta colocárselo sentado encima del codo. El pequeño la agarró del pelo, sin dejar de escrutar a los dos policías de la puerta—. Cuida de la casa mientras ellos están de vacaciones.

—¿Está segura de que es él? —Logan le entregó la foto, y ella se mordió el labio inferior.

—Pues… se le parece un montón… —Risita nerviosa—. Le pregunté a Paul y me dijo que podía ser…

—¿Cuándo vio a Jason por última vez?

La mujer se encogió de hombros.

—Lleva una vida muy ajetreada. ¿Un par de días, puede?

—Está bien. —Logan recuperó la foto y el niño se puso a chillar—. ¿Cómo se llama Jason de apellido? —preguntó tratando de hacerse oír por encima de la voz del niño.

—Disculpen, hace solo tres semanas que nos mudamos aquí, aún lo tenemos todo en cajas. —Arrulló al pequeño dándole saltitos—. ¿Quién es el hombrecito de mamá? —Más gimoteo—. Puede que lo sepan en las oficinas de la inmobiliaria…

—Gracias por su ayuda.

Logan y Rickards fueron a la casa de al lado, llamaron al timbre, por probar, escudriñaron a través de la ventana de delante (salita de estar impecable, amueblada con buen gusto, y con cuadros en las paredes), y luego dieron un rodeo a la casa. El jardín de atrás era un cenagal de barro entremezclado con hierba y espigas, en cuyo centro se veía un aspersor solitario como una antena abandonada, con el cable de plástico amarillo tirado e inservible. Tampoco en el garaje había nada, tan solo una mancha negra en el suelo de aceite de motor.

Rickards regresó a la calle a medio asfaltar, desde donde se quedó contemplando las ventanas vacías de la casa.

—¿Qué opina?

—Más o menos lo mismo que de las demás visitas que hemos hecho hoy: una pérdida de tiempo. —Logan montó en el coche y miró el reloj—. ¡Joder, las doce menos veinte! Vamos, será mejor que nos demos prisa, Steel nos mata como lleguemos tarde.