La Aberdeen Royal Infirmary, hospital clínico de la ciudad, se extendía como un tumor de cemento. Durante años había experimentado una fase de remisión, pero últimamente había empezado a crecer de nuevo, infectando la zona circundante con nuevas alas de cemento y acero. Cada vez que lo veía, al sargento detective Logan McRae se le venía el alma a los pies.
Reprimiendo un bostezo, estrujó el vaso de plástico que había contenido el café de máquina que acababa de tomarse y lo tiró a la papelera antes de empujar la puerta doble marrón que daba paso al embriagador aroma, mezcla de desinfectante, formaldehído y muerte.
El depósito de cadáveres del hospital era bastante más grande que el ubicado en los sótanos de la jefatura de la Policía Grampiana, y bastante más alegre también. Desde un rincón de la amplia y pardusca estancia, un pequeño equipo estereofónico bombardeaba grandes éxitos de Dr. Hook. La música conseguía casi ahogar los gorgoteos del agua corriente al colarse por los tubos de drenaje de las mesas de disección. Una mujer ataviada con un delantal verde de plástico, pijama quirúrgico y botas de goma blancas volvía a embutir los órganos de una señora mayor del lugar de donde los habían extraído al son de When you’re in love with a beautiful woman.
El varón no identificado de Logan estaba tendido de espaldas sobre una camilla de hospital, los ojos cerrados y tapados con una cinta, y la piel lívida como el papel encerado. Le habían dejado puestos todos los tubos y cables del quirófano para practicarle la inevitable autopsia, lo cual confería al cadáver una impresión de abandono. Un hombre de veintitantos años, el pelo rubio y corto, delgado pero musculoso, como si hubiera sido un adicto al gimnasio. Presentaba marcas rojas en el abdomen y en las extremidades inferiores, y una larga sarta de apresurados puntos de sutura señalaba el lugar por donde había vuelto a coserlo una vez el cirujano, reconocida finalmente la derrota por parte del mismo. Muerte, uno; Sistema Nacional Sanitario Grampiano, cero.
La mujer que estaba rellenando a la señora mayor levantó la mirada y vio a Logan examinando el cuerpo desnudo del hombre.
—¿Policía? —Él asintió con la cabeza y ella se desprendió de la mascarilla, dejando que una pelirroja mata de pelo rizado se le escapara por debajo del gorro quirúrgico—. Lo suponía. Aún no lo hemos metido en su bolsa —declaró con obviedad. Tampoco es que hubiera muchas posibilidades de obtener demasiadas pruebas periciales de utilidad de aquel cadáver; sobre todo después de haber pasado por las áreas contaminadas de urgencias, la sala de exploraciones y el quirófano.
—No se preocupe, puedo esperarme.
—Está bien.
Cogió el tórax de la señora, levantándolo de la camilla de acero inoxidable, volvió a colocarlo en su sitio y comenzó a cerrar.
Él se quedó mirándola unos instantes, antes de preguntar:
—¿Habría alguna posibilidad de que le echara usted un vistazo a nuestro hombre no identificado?
—¡Ni la más mínima! No tiene idea de lo que la Reina de las Brujas Histéricas sería capaz de hacer conmigo si descubriera que una vulgar auxiliar técnico forense ha estado metiéndole mano al cadáver antes de ponerle ella sus fríos dedos encima.
—No le pedía que le realizara una autopsia completa, pero a lo mejor sí que podría… bueno, ya sabe. —Se encogió de hombros—, ¿echarle una miradita? —Probó con la mejor de sus sonrisas—. Si no, tendremos que esperar hasta mañana por la tarde. Cuanto antes sepamos algo, antes podremos atrapar a quienquiera que sea el causante. Vamos, solo le pido un rápido examen externo… Nadie se va a enterar.
Ella apretó los labios, frunció el entrecejo, suspiró y dijo al fin:
—Está bien. Pero le dice a alguien que he hecho esto y le juro que acaba en una de esas malditas neveras de ahí, ¿entendido?
Logan sonrió de medio lado.
—Soy una tumba.
—Bien, deme un minuto para terminar con esto y veremos qué podemos hacer…
Diez minutos más tarde, la señora mayor estaba cosida y devuelta al cajón frigorífico. La técnica forense se puso un par de guantes limpios.
—¿Qué se sabe?
—Lo dejaron caer de un coche a las puertas de Urgencias, envuelto en una manta. —Logan alzó la bolsa de plástico llena de ropa manchada de sangre que le habían dado arriba—. Aún tenemos que realizar un examen pericial completo, pero podría tratarse de un accidente y que el conductor se hubiera dado a la fuga. Ya sabe, primero atropella al pobre diablo, luego le entra el pánico, lo mete en la parte trasera del coche y lo abandona en la puerta del hospital. —Se quedó mirando cómo la técnica forense toqueteaba la carne fría, mientras canturreaba «se fugó, se fugó» siguiendo el ritmo de la música.
—Pues va a ser que no —negó con la cabeza, mientras tiraba un envase de refresco Irn-Bru naranja, que caía rebotando contra el suelo—. Mire… —Doblando el dedo, lo metió por la comisura de los labios del tipo y tiró de la mejilla para que pudiera ver los dientes, todavía apretados contra el tubo de ventilación—: Los incisivos, los caninos y los premolares rotos, pero la nariz y la barbilla intactas. De haber sufrido un golpe, tendría señales en los labios. Ha mordido algo con fuerza… —Acarició el lateral de la cara del hombre—. Parece como si hubiera tenido puesta algún tipo de mordaza, aquí puede ver las marcas en la piel.
A Logan se le heló la sangre.
—¿Está segura?
—Sip. Y está recubierto de pequeñas quemaduras. ¿Lo ve?
Se apreciaban pequeños círculos y ronchas de piel hinchada y enrojecida, algunas con una ampolla amarilla en el centro. «Oh, no, Dios mío».
—¿Qué más?
—Abrasiones cutáneas, magulladuras… Yo diría que ha sufrido una ligera paliza… Más señales en las muñecas, como si se las hubieran atado con algo. Demasiado grueso para ser una cuerda. ¿Un cinturón, tal vez? Algo así.
Era lo que le faltaba a Logan: otra víctima a la que habían atado y torturado. Estaba a punto de preguntarle si le faltaba algún dedo, cuando la técnica le dio un par de guantes y le pidió que le echara una mano para volver el cadáver boca abajo. Estaba hecho un asco, cubierto de sangre oscura y coagulada desde los riñones hasta los tobillos.
La técnica forense fue examinando con cuidado la piel, señalando más quemaduras y contusiones según avanzaba, hasta que separó las nalgas del cadáver con un ruido pegajoso y áspero.
—Santo cielo. —Retrocedió un paso, pestañeando, y luego volvió a mirar en el trasero del hombre. Comenzó a sonar la canción de Dr. Hook If I said you had a beautiful body (would you hold it against me?)—. La única forma en que esto pudiera haber sido un accidente de coche es que hubieran intentado aparcarle una furgoneta Transit en el trasero. —Se incorporó, despojándose de los guantes de látex—. Y si quiere saber algo más, tendrá que preguntarle a un patólogo forense, porque yo no pienso abrirlo para averiguar nada.
La sede de jefatura de la Policía Grampiana no era el edificio más bonito de Aberdeen: un bloque de siete pisos de cemento gris oscuro y franjas de cristal como tiras de regaliz, bañado por la luz de las farolas, de un amarillo pálido enfermo de ictericia.
Se oían gritos de indignación procedentes del vestíbulo principal, por lo que Logan decidió eludirlo. Tuvo suficiente con echar una ojeada a través de los cristales de la puerta: una mujerona con bastón y el pelo gris le estaba dando al Gran Gary, tras el mostrador de recepción, una buena reprimenda acerca de las malas artes, los prejuicios y la estupidez de la policía. Profería a voz en grito:
—¡Debería darles vergüenza!
Así que optó por la escalera.
El comedor-cafetería estaba sumido en la calma propia de las horas posteriores a la medianoche. Mientras Logan se sentaba y tomaba unos sorbos de su crema de sopa de tomate, tratando de no pensar en el maltrecho trasero del hombre muerto, tenía por única compañía el ruido de las sartenes y cazuelas al entrechocarse en el fregadero y la emisora nocturna sintonizada en una radio con el volumen bajo.
Estaba acabándose el plato cuando una figura familiar se aproximó mascullando hasta el mostrador y pidió tres cafés, uno de ellos con salivazo incluido. La agente Jackie Watson se había desprendido ya de la vestimenta que la había convertido por unas horas aquella noche en cebo para violadores y había vuelto al uniforme reglamentario, completamente negro, con el pelo recogido en forma del preceptivo moño. No parecía muy contenta. Logan se le acercó por detrás sin hacer ruido mientras ella esperaba, la rodeó por la cintura y gritó:
—¡Uh!
Ella ni se inmutó.
—Te he visto venir por el cristal antisalpicaduras.
—Vaya… Bueno, ¿cómo va?
Jackie se volvió hacia el mostrador, tras el que había un viejecillo manipulando sin mucha destreza la máquina de café.
—¿Tanto se tarda en preparar tres malditos cafés?
—Ya veo que va de primera, ¿eh?
Ella se encogió de hombros.
—Francamente, ¡habría tardado menos yendo hasta Brasil nadando que a buscar el café a su planta!
Cuando llegaron por fin los tres cafés, Logan la acompañó al piso de abajo, a la sala de interrogatorios número cuatro.
—Aguanta —le dijo, pasándole dos de los vasos de cartón. Desprendió la tapa de plástico del tercero, carraspeó y escupió en el espumoso líquido marrón, para acto seguido volver a colocar la tapa y agitar el vaso.
—¡Jackie! No puedes…
—¿Tú me vas a vigilar?
Le cogió los otros dos cafés de las manos y entró en la sala de interrogatorios empujando la puerta. Durante el breve instante en que la puerta estuvo abierta, Logan tuvo tiempo de distinguir la enorme y colérica figura del inspector Insch recostado contra la pared, con los brazos cruzados y el semblante furioso, hasta que Jackie volvió a cerrar la puerta de golpe empujándola con la cadera.
Intrigado, Logan siguió por el pasillo hasta la sala de observación. Era un cuarto pequeño y gris, con apenas un par de sillas de plástico, una mesa desvencijada y un equipo de monitores de vídeo. Había ya alguien en la sala, hurgándose en la oreja con el extremo mordisqueado de un boli viejo: el detective Simon Rennie. Se extrajo el bolígrafo, examinó la punta, volvió a metérselo en la oreja y le dio unas vueltecitas más.
—Si lo que quieres es encontrar cerebro, estás perforando en el lugar equivocado —dijo Logan, dejándose caer en la otra silla.
Rennie le sonrió con una mueca.
—¿Qué hay de tu amigo no identificado?
—Muerto. ¿Y tu violador?
Rennie señaló, tocando la pantalla del monitor que tenía delante con la punta del boli que se había metido por la oreja.
—¿Te suena?
Logan se inclinó hacia la pantalla y observó la imagen parpadeante: el interior de la sala de interrogatorios número cuatro, la nuca de Jackie, una mesa de formica rayada y el acusado.
—La virgen, ¿no es ese…?
—Sip. Rob Macintyre. Alias el Goleador de Oro. —Rennie se arrellanó en su asiento exhalando un suspiro—. Supongo que ya sabes lo que eso significa.
—¿Que el Aberdeen no tiene la menor opción el sábado que viene?
—Exacto, y jugamos contra el maldito Falkirk. ¿Te imaginas lo humillante que puede ser? —Se llevó las manos a la cabeza—. ¡Falkirk!
Robert Macintyre, el mejor goleador que había conocido el Aberdeen en muchos años.
—¿Qué le ha pasado en la cara?
El joven tenía el labio superior partido e hinchado.
—Cosas de Jackie. Y le ha dejado las pelotas como un Playtex, altas y separadas…
Permanecieron unos segundos sentados en silencio, observando cómo el tipo que aparecía en la pantalla se agitaba incómodo y daba sorbos ocasionales al café aderezado con saliva que le había traído Jackie. No es que fuera gran cosa: veintiún años, orejas de soplillo, mandíbula endeble, pelo pincho moreno y cejijunto, pero el cabronzuelo era rápido como un demonio y capaz de marcar desde medio campo.
—¿Se ha aligerado? ¿Ha confesado sus pecados?
Rennie resopló.
—No. ¿Y sabes en quién ha gastado la única llamada telefónica? Nos ha pedido que llamáramos a su mamá. En menos que canta un gallo estaba ahí abajo en la entrada, gritando como una posesa. Parece un Rottweiler a dieta de esteroides. A una tía puedes sacarla de la calle, pero nunca podrás sacar la calle de la tía.
Logan subió el volumen de golpe, pero no había nada que escuchar. El inspector Insch estaba, seguramente, probando una vez más con uno de sus silencios patentados; haciendo una prolongada pausa vacía de palabras a la espera de que el acusado reaccionara y llenara el vacío, pues sabía que la mayor parte de la gente era incapaz de aguantar con la boca cerrada en situaciones de máxima tensión. No era el caso de Macintyre, a quien no parecía importarle nada en absoluto. Salvo sus gónadas apaleadas.
Resonó de pronto la voz del inspector Insch fuera de cámara, crepitando a través de los altavoces.
—Te daremos una última oportunidad, Rob: o nos lo cuentas todo acerca de las violaciones, o te clavamos a la pared. Tú eliges. Si hablas con nosotros, eso que podrás esgrimir ante el jurado: muéstrate arrepentido y puede que la sentencia sea más benigna. Porque si no, van a pensar que no eres más que un capullo de mierda que persigue mujeres y que no se merece otra cosa que pasarse el resto de su vida pudriéndose en la cárcel.
Nueva pausa marca registrada.
—Mire —empezó Macintyre por fin, echándose hacia delante en la silla, haciendo una mueca y volviéndose a recostar de nuevo contra el respaldo, con una mano bajo la mesa. No llevaba el tiempo suficiente siendo el foco de atención de los medios de comunicación como para haber perdido el acento de Aberdeen, por lo que hablaba en tono bajo y alargando las vocales—. Se lo repetiré otra vez, despacio para que me entienda. Salí a correr un poco. Tengo que estar en forma para el partido del sábado. Yo no he violado a nadie.
Jackie llegó a decir:
—¿Y el cuchillo que llevabas…? —Antes de que Insch le mandara cerrar la boca.
Su corpachón ocupó la pantalla al inclinarse sobre la mesa con los dos puños cerrados sobre ésta, ocultando a Macintyre. La calva cabeza del inspector relucía bajo la iluminación del techo.
—Sí que lo has hecho, Rob… Las seguías, las asaltabas, les golpeabas, las violabas, les destrozabas la cara…
—¡No fui yo!
—Y te llevabas trofeos también, tarado hijo de puta: collares, pendientes, ¡hasta unas bragas! Encontraremos todas esas cosas cuando registremos tu casa.
—Yo nunca hice nada de todo eso, ¿vale? Métaselo de una vez en esa cabezota. ¡Yo nunca he violado a nadie!
—¿De verdad crees que puedes salir de esta así como así? No necesitamos tu confesión, con lo que ya tenemos…
—¿Sabe qué? Ya se ha terminado el rollo este de colaborar con la policía. Quiero hablar con mi abogado.
—Ya hemos tratado de eso antes: ¡hablarás con un abogado cuando yo lo diga, no antes!
—Ah, ¿sí? Bueno, pues por mí puede mandar que traigan más café si quiere, porque va a ser una noche larga. Yo no pienso decir nada más.
Y no lo hizo.