Unos metros más adelante, la mujer se detiene. Sosteniéndose sobre una pierna, bajo la farola, se frota el tobillo, como si no estuviera acostumbrada a llevar tacones altos. Es la número siete: una tía de Torry, Aberdeen, que vuelve a casa después de pasarse la noche bebiendo y que recorre las calles tambaleándose con una minifalda y unos tacones que invitan a hacerse ilusiones, en pleno y gélido febrero escocés. Un bombón. Nariz respingona y piernas bonitas, largas y sexis. De ésas que a él le gusta sentir cómo se debaten bajo su peso, mientras le da su merecido, a la muy puta. Mientras le demuestra quién manda.
Ella se reincorpora y se aleja con paso titubeante, sin dejar de murmurar para sí envuelta en vapores etílicos. Así es como le gustan, borrachas: no tanto como para que no se enteren de lo que pasa, pero lo suficiente como para que no puedan hacer nada. Y que no puedan verle bien.
Putas de mierda.
La chica pasa dando tumbos junto al edificio de NorFish, iluminado unos segundos por las luces de un camión articulado al dar la vuelta a la rotonda y girar por el adoquinado Puente Victoria, antes de cruzar el oscuro y silencioso río Dee y adentrarse en el barrio de Torry. Él se rezaga un poco, fingiendo atarse los cordones de las zapatillas para darle tiempo a ella a que acabe de cruzar por la zona iluminada. Esta parte de la ciudad no es su territorio de caza habitual, por lo que debe irse con cuidado. Asegurarse de que no haya nadie mirando. Sonríe: la calle, oscura y gris, está desierta. Están solos él y la afortunada chica Número Siete.
Una carrerita y vuelve a estar detrás de ella. Está en forma, no desprende ni una gota de sudor enfundado en su chándal del Aberdeen Football Club, con su capucha y sus zapatillas Nike negras. ¿Quién se volvería a mirar dos veces a un tipo que ha salido a hacer jogging?
El barrio de Torry ofrece un aspecto lúgubre de noche, a finales de febrero: edificios de granito ennegrecidos por la suciedad, bañados por la amarillenta luz que sobre ellos orinan las farolas. La joven encaja con el atuendo que lleva: ropa barata, chaqueta de cuero negro barata, zapatos baratos, perfume barato. Una putilla. Él sonríe y palpa el cuchillo que lleva en el bolsillo. Ha llegado el momento de darle la golosina a la chica.
Ella gira a la izquierda, toma la larga y amplia curva de Victoria Road hasta una de las calles adyacentes en las que están ubicadas las plantas de procesamiento de pescado. Seguramente toma un atajo para volver a su miserable habitación realquilada, o al piso de sus padres, en el que aún sigue viviendo. Él esboza una sonrisa, deseando que sea esto último, para que ella tenga alguien con quien compartir su dolor cuando todo haya pasado. Porque va a tener mucho dolor que compartir.
La calle está desierta, tan solo se ve la parte trasera de un tráiler de dieciocho ruedas vacío aparcado en la acera de enfrente del autoservicio mayorista oriental. Allí solamente hay unidades industriales que, oscuras y silenciosas, permanecen cerradas durante la noche. Nadie que pueda verles y pedir ayuda.
La mujer, Número Siete, pasa junto a un contenedor lleno de desechos de metal retorcido y él apresura el paso, acortando la distancia. Los tacones de ella hacen resonar su clic-clac sobre la fría acera de cemento, pero las Nike de él son silenciosas. Dejan atrás un par de grandes cubos de plástico llenos a rebosar de cabezas y raspas de pescado y tapados con sendas paletas de madera mugrientas para evitar que acudan las gaviotas. La tiene al alcance.
Con una mano se saca el cuchillo, mientras con la otra se frota la parte delantera de los pantalones del chándal, acariciándose el miembro erecto para darse suerte. Todos los detalles resaltan claros y brillantes, como la sangre rociada sobre una piel blanca, pálida.
Ella se da la vuelta en el último segundo, abre los ojos como platos al verle, entonces se fija en el cuchillo, está demasiado impresionada para gritar. Esto va a ser algo especial. La Número Siete va a hacer cosas con las que jamás habría soñado, ni en sus peores pesadillas. Ella…
Mueve el brazo como un rayo, haciéndole saltar el cuchillo, mientras le agarra del chándal y le hunde la rodilla en la ingle, con tal fuerza que lo levanta del suelo.
El tipo profiere un débil grito, antes de que ella le tape la boca con el puño. Negros círculos concéntricos cincelan un rugido tumultuoso en su cerebro, denso y amarillo, y las rodillas ceden. La acera está fría y dura al caer, mientras se acurruca en torno a sus testículos lastimados, y llora.
—Joder… —El detective Rennie se inclinó sobre el tipo lloriqueante que estaba tirado sobre la agrietada acera, en medio de restos de pescado—. Yo creo que le has reventado las pelotas, juraría que las he oído estallar.
—Sobrevivirá. —La agente Jackie Watson obligó al sujeto a colocarse boca abajo y le esposó las manos a la espalda. El tipo gruñó y soltó un gemido. Jackie le sonrió—. Tú te lo has buscado, hijo de puta asqueroso… —Levantó la mirada hacia Rennie—. ¿Hay alguien mirando? —Él respondió que no, así que ella le propinó al tipo una patada en las costillas—. Esto por Christine, Laura, Gail, Sarah, Jennifer, Joanne y Sandra.
—¡Joder, Jackie! —Rennie la agarró del brazo antes de que ella pudiera repetirlo—. ¿Y si te ve alguien?
—Has dicho que no miraba nadie.
—Sí, ya, pero…
—¿Qué problema hay? —Se quedó mirando con el ceño fruncido al tipo gimoteante con el chándal del Aberdeen Football Club—. Ya está bien, primor, ponte de pie. —No se movió—. Oh, por el amor de Dios… —Lo agarró de la oreja y tiró de ella hasta incorporarlo—. Rennie, ¿querrás hacerme el favor de…?
Pero el detective Rennie estaba ocupado con la radio, comunicando a Control que la Operación Golosina había sido un éxito: había atrapado al hijo de puta.