… Si todo el mundo se había marchado, ¿qué hacíamos allí Emily, Hugo, yo?
Sin embargo, no pensábamos ya en partir; al menos, no lo pensábamos seriamente. Solíamos hablar un poco de los Dolgelly, o bien decir:
—Bien, un día de estos realmente habría que pensar en…
Aire, agua, alimento, calor… lo teníamos todo. Las cosas resultaban más fáciles de lo que habían sido durante mucho tiempo. Había menos tensión, menos peligro. Pero aun las pocas personas que seguían alojadas en los huecos y rincones de esta gran ciudad seguían partiendo, partiendo siempre…
Vi partir a una tribu al terminar el otoño y aproximarse el invierno. La última tribu, por lo menos de las que partieron de nuestra acera. Era como todas las otras cuya partida había presenciado, pero estaba mucho mejor equipada y era típica de las caravanas formadas en nuestra zona. ¡Ahora, al comparar notas con otros, se diría que cada sector de la ciudad tuvo sus peculiaridades, y aun su estilo de viajar! Sí, creo que puedo utilizar esa palabra… ¡con qué rapidez maduran los hábitos y las costumbres! Recuerdo haber oído decir a alguien en los días iniciales del éxodo de las tribus: «¿Dónde está la piel para calzado? Nosotros siempre tenemos una provisión de piel para calzado».
Tal vez tenga interés describir con mayor detalle esta partida tardía.
Hacía frío esa mañana. Un cielo cargado se desplazaba con rapidez de oeste a este como un mar sombrío y torrencial. El aire estaba espeso y era difícil respirarlo a pesar del viento, que agitaba y arremolinaba los montones de copos de nieve que cubrían con una fina capa la calle y las aceras. El suelo tenía un aspecto fluido. Los altos edificios, todo a nuestro alrededor se dibujaban con contornos nítidos y sombríos, o bien desaparecían detrás de las ráfagas de nieve o de las nubes.
Se habían reunido unas cincuenta personas, todas ellas arrebujadas en sus pieles. Delante del grupo había dos jóvenes armados con revólveres que exhibían muy visiblemente. Detrás de ellos estaban otros cuatro, con arcos y flechas, palos, cuchillos. Luego iba un carro hecho con un automóvil. Se le había retirado toda la carrocería hasta el nivel de las ruedas y cubierto el piso con tablones para formar una superficie. El carro iba tirado por un caballo y sobre los tablones estaban apilados bultos de ropas y enseres, tres niños de corta edad y heno para el caballo. Los niños mayores debían caminar.
Detrás del carro marchaban las mujeres y los niños, y cerrando esta marcha iba otro carro, bajo el yugo del cual iban tirando dos jóvenes. Sobre este carro había una versión aumentada del viejo carro cocina. Un recipiente de madera, aislado y acolchado, dentro del cual era posible colocar ollas que, retiradas del fuego momentos antes de iniciar el viaje, seguirían hirviendo suavemente dentro de su recipiente de madera y estarían listas para suministrar una comida caliente una vez finalizada la etapa. Seguía a este carro un tercero, un viejo carro de lechería cargado con alimentos: cereales, legumbres secas, concentrados y otros artículos. Por fin un cuarto, tirado por un asno y dividido en jaulas, con gallinas ponedoras, conejos, no para alimento, sino para cría, alrededor de una docena de hembras preñadas. Este último carro tenía una guardia especial de cuatro muchachos armados.
El caballo y el asno eran lo que distinguía a esta caravana. Nuestro sector de la ciudad era conocido por sus animales de tiro. Por qué desarrollamos esta especialidad, no lo sé. Tal vez era porque en otra época habían existido establos para caballos de silla y estos se transformaron en establecimientos de cría cuando surgió la necesidad. Aun nuestro reducido terreno público contaba con caballos, protegidos por una eficaz guardia día y noche, por supuesto.
Por lo general, cuando partía una columna en su viaje hacia el norte o el oeste, la gente salía de los edificios para despedirla, para desearle buena suerte, para enviar mensajes a amigos o parientes que habían partido antes. Esa mañana aparecieron solo cuatro personas. Hugo y yo nos sentamos con cierta cautela junto a la ventana para observar, mientras la tribu se ordenaba y partía sin aspavientos ni adioses. Muy distinta, esta partida, de las anteriores, tan ruidosas y alegres. Esta gente estaba muy callada, parecía sentir aprensión y trataba de pasar inadvertida dentro de sus pieles. La caravana que formaban representaba un rico botín.
Emily ni siquiera miraba.
En el último momento salió Gerald con media docena de niños y todos se quedaron en la acera, hasta que el último carro con su carga cacareante se perdió de vista más allá de la iglesia de la esquina. Gerald se volvió entonces y condujo a su rebaño de regreso al edificio. Me vio y me saludó con un gesto, pero no sonrió. Tenía una expresión tensa, lo cual no me sorprendió. El espectáculo, simplemente, de aquella banda de niños bastaba para que los músculos del estómago se pusieran tensos de ansiedad. Gerald vivía entre estos niños, día y noche. Creo que había salido tras ellos para impedirles que atacasen los carros cargados.
Aquella noche llamaron a la puerta y vi a cuatro de los niños. Tenían una mirada enloquecida y estaban muy excitados. Emily les cerró la puerta con fuerza y echó el cerrojo. Luego puso unas sillas pesadas contra ella. Se oyeron pasos que se arrastraban y unos murmullos… los pasos se alejaron.
Emily me miró y con los labios me envió un mensaje mudo por encima de la cabeza de Hugo. Tardé unos pocos instantes en descifrarlo: «Asar a Hugo».
—O asar a Emily —repuse yo.
Pocos minutos más tarde oímos gritos en la calle, luego el rumor de muchos pies que corrían y voces infantiles, chillonas y triunfantes… los ruidos propios de una incursión, un crimen. Apartamos nuestras pesadas cortinas y tuvimos tiempo de ver, con el resplandor de la nieve iluminada por una luna muy pequeña, a la banda de Gerald, pero sin Gerald, arrastrando algo por la escalera del edificio. Parecía ser un cuerpo. Quizá no se trataba de nada de esto, sino de un bulto o un saco lleno. El hecho es que la sospecha estaba en nosotras y era lo bastante intensa como para que la creyéramos.
Nos quedamos sentadas en silencio junto al fuego toda la noche, esperando, vigilando. No había nada que impidiese que nos convirtiéramos en víctimas en cualquier momento.
Nada. Ni el hecho de que Gerald, solo o con un grupo elegido de sus niños, o aun algunos de los chicos sin él, bajaran a visitarnos en los términos más normales del mundo. Nos trajeron regalos. Nos trajeron harina y leche en polvo y huevos, hojas de polietileno, cinta de celofán, clavos, herramientas de todas clases. Nos dieron mantas de piel, carbón, semillas, velas. Nos trajeron… La ciudad en torno de nosotros estaba vacía y todo lo que había que hacer era entrar en las casas sin protección y tomar lo que a uno se le antojase. A pesar de ello, la mayor parte de lo que había en las casas eran cosas que nadie volvería a usar nunca ni desearía usar, cosas que, en unos pocos años, si algún superviviente las descubría, le obligarían a preguntar: «¿Para qué diablos puede haber sido esto?».
Como les ocurría ya a esos niños. Podía vérselos en cuclillas frente a una pila de tarjetas de felicitación, una pantalla de lámpara de nailon plegado de color rosa, un enano de material plástico para el jardín, un libro o un disco, mirándolos de un lado y de otro: «¿Para qué era esto? ¿Qué hacían con esto?».
El caso era que aquellas visitas y regalos no significaban que en otro estado de ánimo, en otra oportunidad, no pudieran matar. Por un capricho, una fantasía, un impulso.
Una inconsecuencia…
Una nueva inconsecuencia, como la partida de la pequeña June. Nos quedamos sentadas allí y hablamos de esto, hablamos interminablemente, a la vez que escuchábamos… muy lejos, sobre nuestras cabezas, se oía el piafar de un caballo, el balido de las ovejas. Los pájaros volaban frente a nuestras ventanas en dirección a la parte superior de los edificios, donde estaban los tesoros de las huertas y pesebres, mediante un simple vuelo a través de una ventana rota, las hortalizas y aun algún árbol. Inconsecuencia, elemento nuevo en la psicología humana. ¿Nuevo? La verdad es que si había estado siempre presente, a partir de un momento la habían canalizado, disciplinado, socializado. O, por lo menos, nos habíamos acostumbrado tanto a las formas en que se manifestaba que no la reconocíamos.
En otra época, no hace mucho tiempo, si un hombre o una mujer nos hubiese estrechado la mano, nos hubiese ofrecido regalos, habríamos tenido motivos para suponer que él o ella no nos mataría la próxima vez que nos viéramos porque la idea acabara de metérsele en la cabeza… esto suena, como siempre, como rayando en la farsa. Sin embargo la farsa se basa en lo normal, lo usual, lo común. Sin la norma, fuente de la farsa, esa forma particular de la hilaridad se agota.
Recordé a June la primera vez, cuando me saqueó el apartamento y pregunté a Emily: «Pero ¿por qué yo?», y su respuesta fue: «Porque usted está aquí y porque la conoce. Más aún. Porque usted es una amiga».
Cabía suponer que los chicos de arriba pudiesen bajar una noche y matarnos porque éramos sus amigas. Nos conocían.
Una noche, muy tarde, mientras estábamos sentadas junto al fuego casi apagado, oímos voces detrás de la puerta y frente a la ventana. No nos movimos ni buscamos armas. Los tres intercambiamos miradas… no puede afirmarse que fueran miradas divertidas, no. No teníamos la filosofía necesaria para ello, pero sí diría que estas miradas tenían algo de humorismo. Aquella mañana habíamos alimentado a algunos de esos chicos que estaban ahora afuera. Nos habíamos sentado a comer con ellos. «¿Estáis abrigados? Comed otro poco de pan. ¿Queréis más sopa?».
No podíamos protegernos contra tantos, treinta o más en total, murmurando detrás de la puerta, debajo de la ventana. ¿Y Gerald? No, eso no podíamos creerlo. Estaba durmiendo, o bien ausente, en alguna expedición.
Hugo se volvió y se colocó entre Emily, a quien defendería, y la puerta. Me miró, como sugiriendo que me colocase yo entre ella y la ventana. Sin duda era a Emily a quien debíamos defender.
Los movimientos y susurros prosiguieron. Hubo unos cuantos golpes contra la puerta. Más movimientos de lucha. Luego un ruido brusco, gritos y pasos que se alejaban velozmente. ¿Qué había sucedido? No lo sabíamos. Quizá Gerald los había oído y acudido para impedirles que hicieran lo que pensaban hacer. Quizá habían cambiado de idea, simplemente.
Y al día siguiente los niños, acompañados por Gerald, bajaron a casa y lo pasamos muy bien juntos… Soy capaz de decirlo, de escribirlo. No puedo, en cambio, transmitir la normalidad del episodio, la calidad de habitual de haber estado sentados allí, compartiendo la comida, contemplando una cara de niño y diciéndonos: «¡Es increíble… pensar que podrías haber sido tú quién planeaba hundirme un cuchillo en el cuerpo anoche!».
Y así continuaron las cosas.
No nos marchamos. Si alguien nos hubiera preguntado: «¿Quieres decir que las dos os quedáis en peligro, en lugar de abandonar la ciudad hacia el campo, donde todo es seguro o, por lo menos, más seguro, por culpa de ese animal, de esa bestia fea y áspera que tenéis ahí…?, ¿estáis dispuestas a morir de frío o de hambre o asesinadas, simplemente por culpa de esta bestia?», nosotras habríamos respondido: «Desde luego que no, no somos tan absurdas, damos a los seres humanos el lugar que les corresponde, más arriba de los animales, y hay que salvarlos a toda costa. Hay que sacrificar los animales a los humanos, es lo correcto y lo adecuado y lo haremos, como lo ha hecho todo el mundo».
El caso es que ya no se trataba de Hugo.
El problema era ¿adónde iríamos? ¿A qué? No se sabía nada de aquellos lugares, los lugares adonde se había dirigido tanta gente. Silencio y frío… nunca teníamos noticias de ellos, nadie volvía a nuestras calles para informar: «He vuelto del norte, del oeste, y me encontré con Fulano y me dijo que…».
No, lo único que veíamos al mirar hacia arriba eran aquellas nubes bajas amontonadas del invierno que se aproximaban a toda prisa. Nube negra, nube negra y fría. Puesto que nevaba. Caía la nieve, llegaba la nieve hasta los alféizares de nuestras ventanas. Y toda esa gente que se había ido, esas multitudes, ¿qué había sido de ellas? Era como si hubiesen caído desde el borde de un mundo plano… Por la radio, y de vez en cuando por los altavoces de un automóvil oficial, que visto desde nuestras ventanas era como una reliquia de una era muerta, llegaban noticias del este. Unas pocas personas todavía se dedicaban a la agricultura, cultivaban y subsistían. «Allá», «allá lejos»… oíamos mencionar esos puntos y tenían vida para nosotros. Pero donde estábamos también había vida. La antigua ciudad, no obstante estuviera casi vacía, contenía personas, animales, plantas que crecían y crecían, invadiendo las calles, las aceras, las plantas bajas de los edificios, abriendo grietas en el cemento, trepando por las paredes… vida. Cuando llegase la primavera, qué explosión se produciría… cuántos animales se hallarían reproduciéndose, comiendo, prosperando…
En cambio al norte y al oeste, nada. Nada, salvo frío y el silencio. No queríamos partir. Además, ¿con quién partir? Emily, yo y nuestro animal… ¿debíamos partir solas? No partían tribus, no se formaban tribus y cuando mirábamos por nuestras ventanas no había nadie en las aceras. Nos quedamos en medio de la fría oscuridad de aquel invierno interminable. Ah, qué oscuro estaba, qué oscuridad baja y espesa… Todo a nuestro alrededor, las torres altas y negras se elevaban desde la nieve espesa que se amontonaba en sus bases, cada vez más alto. Ni una luz brillaba ahora en esos edificios. Nada. Cuando brillaba el cristal de una ventana durante las largas noches de tinieblas, era el reflejo de la luna cuando aparecía por instantes entre una y otra nube apresurada.
Una tarde, alrededor de una hora antes de oscurecer del todo, Emily, que estaba junto a la ventana mirando, exclamó: «¡Ah, no, no, no!». Me acerqué y vi a Gerald de pie en la nieve blanca y limpia que se amontonaba hasta gran altura debajo de las ramas despojadas. Llevaba su abrigo de bandido, pero estaba abierto, como si a Gerald no le importara el frío intenso. Tenía la cabeza descubierta y deambulaba como si estuviera enteramente solo en la ciudad y nadie pudiese verle. ¿Volvía a visitar los escenarios, tan recientes después de todo, de sus triunfos, cuando había sido el señor de las aceras, el jefe de las tribus en formación, tal vez? Contempló todo a su alrededor, la nieve hermosa y suelta, después el cielo donde las nubes bajas traían la noche desde el oeste, luego los árboles negros con sus toques de blanco. Permaneció varios minutos en cada actitud, enteramente pasivo, mirando fijamente, perdido en sus pensamientos o abstraído. Y Emily lo observaba y sentí cómo crecía en ella una ansiedad febril. Ahora los tres observábamos a Gerald, y desde luego otras personas estaban junto a sus ventanas, observándolo. No llevaba armas. Tenía las manos sin guantes en los bolsillos o, a ratos, colgando a los lados. Tenía una expresión indiferente, se había desarmado y no le importaba.
Entonces un pequeño objeto arrojadizo pasó velozmente por su lado, como un pájaro en vuelo. Gerald dirigió una mirada rápida e indiferente al edificio, pero no se movió. Siguió un pequeño chaparrón de piedras. Desde las ventanas, más arriba de las nuestras, le dirigían hondazos, tal vez peor que hondazos. Una piedra le dio en el hombro. Podría haberle herido en la cara y aun en el ojo. Entonces se volvió deliberadamente y miró hacia el edificio, y vimos que se ofrecía como blanco. Con las manos flácidas colgando a los costados, siguió allí de pie, impasible, sin sonreír, pero a la vez sin preocuparse o alarmarse, esperando, con los ojos fijos en algo o en alguien de las ventanas, probablemente un piso más arriba del nuestro.
—¡No, No! —dijo otra vez Emily, y en un instante se envolvió los hombros con un chal, como una campesina, y salió del apartamento. La vi correr por la calle. La respiración de Hugo se oía en leves quejidos de ansiedad y su nariz cubría de vapor el cristal de la ventana. Le apoyé una mano en el cuello y se serenó un poco. Emily había tomado de un brazo a Gerald y le hablaba, tratando de persuadirle de que se alejase de la acera y viniese a casa con nosotros. Hubo una andanada de piedras, trozos de metal, entrañas, desperdicios. Apareció sangre en una sien de Gerald y una piedra golpeó a Emily en el abdomen y la hizo tambalear. Gerald, llevado a la acción por el peligro de Emily, la protegió con un brazo y ya la llevaba hacia nuestro edificio. Arriba oía a los niños gritando y cantando la copla de antes: «Soy el rey del castillo…». El golpear de pies y los cantos prosiguieron sobre nuestras cabezas, mientras Gerald y Emily entraban en el cuarto donde les esperábamos Hugo y yo. Gerald estaba muy pálido y tenía un profundo corte en la frente, que Emily curó con gran solicitud. Luego él le pidió que comprobara si la pedrada que había recibido le había hecho mucho daño. No había nada, salvo una magulladura. Estaba abatido, deprimido.
—No son más que niños, chicos —volvió a decir mirándonos a Emily y luego a mí y a Hugo—. No son más que niños. —Su rostro reflejaba total incredulidad y dolor. No se que había en Gerald que no podía soportar, ni aun ahora, lo que habían llegado a ser esos niños. Sé, por otra parte, que era algo profundo en él, esencial, y que para él abandonarlos significaba renunciar, o por lo menos así lo sentía, a lo mejor de sí mismo.
—¿Sabes una cosa, Emily? El chico menor, Denis, no tiene más que cuatro años, sí, solamente cuatro. ¿Lo conoces, sabes a cuál me refiero? Estuvo aquí conmigo hace pocos días, el pequeñito, el de la cara de pícaro.
—Sí, lo recuerdo, pero Gerald, tienes que aceptar…
—Cuatro —insistió—. Cuatro años. Nada más. Lo deduje por algo que dijo. Nació el año que pasó por esta zona el primer grupo de gente. Y a pesar de su edad va con los otros y es tan malo como los demás. ¿Sabías que tomó parte en ese trabajo, el de anoche?
—¿Un asesinato? —pregunté, pero Emily no dijo nada y siguió frotándose las manos ateridas.
—Sí, aunque… bien, supongo que fue un asesinato. Allí estaba el hombre. Cuando volví esa noche perdí los estribos, me sentí enfermo. Les dije… y entonces uno de ellos dijo que fue Denis, que fue el primero en atacar con lo que tenía… una piedra, creo. Fue el primero, y luego, los otros. Cuatro años… y cuando volví al apartamento, el muerto estaba allí y todos lo rodeaban y estaban… y también estaba allí Denis, Denis en persona, tomando parte en todo… no tienen la culpa, ¿cómo pueden tener la culpa? ¿Cómo se puede culpar a un niño de cuatro años?
—Nadie los culpa —dijo Emily con suavidad. Tenía los ojos brillantes, el rostro pálido, y estaba sentada junto a Gerald, como protegiéndolo, como si lo hubiera salvado y no estuviese dispuesta a dejarlo nunca más.
—No, pero, por otra parte, si nadie los salva, es lo mismo que culparlos, ¿no? ¿No es así? —repitió dirigiéndose a mí.
Nos quedamos en vela toda aquella noche, esperando. Sin duda esperábamos un ataque, una visita, una embajada, algo. Arriba, en el gran edificio vacío, no se oía ni un sonido. Y todo aquel día siguiente nevó y estuvo nublado y frío. Permanecíamos sentados, esperando, y no sucedió nada.
Sabía que Emily esperaba que Gerald visitara la parte superior del edificio para averiguar qué ocurría allí. Tenía la intención de disuadirlo, pero Gerald no subió, y lo único que dijo al cabo de unos días fue:
—Probablemente se han mudado a otro lugar.
—¿Y los animales? —preguntó Emily con énfasis, pensando en los pobres animales allí arriba.
Gerald levantó la cabeza, la miró y se echó a reír de aquel modo que indicaba que alguien ha llegado mentalmente a una decisión. Una decisión que está sembrada de ironía o de conflicto:
—Si subo, pues… puede que vuelvan a atraerme y… es inútil. En cuanto a los animales, tienen que correr sus riesgos, como todo el mundo… todavía hay alguna gente allí.
Y así nos quedamos, llevando una existencia callada.
Todo llegó a su fin, aunque no puedo afirmar que fuera cuando Gerald se unió a nosotros. Habíamos estado esperando que terminase el invierno y sabíamos que faltaba mucho, pero no tanto como indicaban nuestros sentidos exhaustos. Un período interminable, pero nunca más largo que un invierno. Luego, una mañana, un largo rayo amarillento se reflejó en la pared y allí, dotado de nueva vida, estaba el diseño oculto. Tuve el sentimiento de que eso era lo que habíamos estado aguardando, ya que era tan intenso que no pude por menos de llamar a los otros, que aún dormían.
—¡Emily! Gerald y Emily, venid pronto. Hugo, ¿dónde estás?
Del cuarto de ella apareció la bestia obstinada, Hugo, seguido por Gerald y Emily envueltos en sus pieles, bostezando, desaliñados, pero no sorprendidos, sino con aspecto interrogante. Hugo no estaba sorprendido, lejos de ello. Permaneció alerta y lleno de vida junto a la pared, contemplándola como si por fin lo que quería y necesitaba y sabía que habría de suceder estuviese allí, y él estuviera preparado para ello.
Emily tomó a Gerald de la mano y, con Hugo, atravesaron los tres la barrera del bosque, hacia… me resulta difícil describir con exactitud qué sucedió en realidad. Estábamos en ese lugar que podría presentarnos cualquier cosa… cuartos amueblados de este o aquel otro modo, que abarcaban los gustos y costumbres de millares de años. Paredes rotas que caían y volvían a levantarse. Una casa con un techo como una selva, lleno de hierbas y nidos de pájaros. Cuartos destrozados, sucios, saqueados. Un parque cubierto de césped verde debajo de nubes tormentosas y amenazadoras y, sobre el césped, un gigantesco huevo negro, de hierro carcomido, pero al mismo tiempo pulido y reluciente, alrededor del cual, reflejados en la brillante superficie negra, se habían reunido Emily, Hugo, Gerald, el padre de ella, oficial del ejército, la madre, esa mujer grande y valerosa, y el pequeño Denis, el criminal de cuatro años, aferrado a la mano de Gerald, aferrándola y mirándole a la cara con una sonrisa… Allí estaban todos, contemplando el huevo de hierro, hasta que este, quebrado por la fuerza de su presencia, se abrió y en su interior surgió… una escena, tal vez, de personas en un cuarto silencioso, inclinándose para colocar fragmentos de material de colores sobre una alfombra que no tuvo vida hasta ese momento, cuando le confirieron vitalidad esos trozos que respondían exactamente al diseño. Aunque no, no vi eso, o bien si lo vi con claridad… ese mundo, al presentarse en mil visiones fugaces, facetas de otra imagen, efímero todo él, se dobló sobre sí mismo en el momento en que entramos en él para luego dividirse, encogerse y desaparecer… todo, árboles y arroyos, pastos y cuartos y personas. Pero la única persona que yo había buscado todo el tiempo estaba allí, sí… allí estaba ella.
La verdad es que no puedo decir claramente cómo era. Era bella. Esta palabra es adecuada. La vi tan solo un instante, durante un período igual al de la chispa que se apaga en la oscuridad, una visión apenas percibida. Me miró solo una vez y lo único que puedo decir es… nada.
A su lado entonces, cuando se volvió para alejarse y abrir la marcha, mientras el mundo se doblaba sobre sí mismo a su alrededor, iba Emily, y junto a Emily, Hugo, y siguiéndolos, Gerald. Emily, sí, pero más allá de sí misma, en una transmutación y en otra dimensión, y la bestia amarilla, Hugo, se adaptaba ahora a su nueva personalidad. Un animal espléndido, hermoso, todo dignidad generosa y dominio, marchando a su lado, mientras ella le apoyaba una mano en el pescuezo. Ambos marcharon rápidamente detrás de ella, la que los guiaba y les mostraba el camino, fuera de ese pequeño mundo hundido, hacia otro enteramente distinto. Ambos, por un instante, volvieron la cara hacia atrás, al pisar el umbral de ese mundo. Sonrieron… y al ver esos rostros Gerald se sintió atraído, aunque seguía sacudido por un terrible conflicto, y miró a su alrededor y a sus espaldas, mientras los fragmentos brillantes giraban a su alrededor. Por fin, en el último instante, llegaron, llegaron sus niños corriendo, cogiéndose las manos y las ropas, y todos sucesivamente fueron pasando mientras se disolvían las últimas paredes.