Al cabo de algunos días de no ver a Emily para nada, me fui a la casa de Gerald por calles que estaban en el mismo desorden de siempre, pero que parecían más limpias. Era como si un exceso de suciedad hubiera hecho erupción en todas partes pero luego el viento o, por lo menos, los movimientos del aire, la hubiesen eliminado en parte. No vi a nadie en el trayecto.

Había esperado a medias que se hubiese desplegado algún esfuerzo por restablecer el huerto. No, seguía destrozado y pisoteado y algunos pollos se paseaban por él. Desde los arbustos se les acercaba sigilosamente un perro. Este era un espectáculo tan poco habitual que no pude por menos de detenerme a contemplarlo. No era un solo perro, era una jauría de perros que se acercaban de todas partes hacia los pollos que comían allí. Me es difícil expresar la sensación de malestar que me produjo esto. Había algo enorme que acechaba para lanzarse sobre mí, un verdadero movimiento y cambio en nuestra situación. ¡Perros! Una jauría de perros, once o doce… ¿qué podría significar? Al verlos, el cosquilleo de la piel y el sudor frío de mi frente me dijeron que tenía miedo y que tenía buena razón para ello. Los perros optarían por mí en lugar de los pollos. Corrí tan velozmente como pude hacia el interior de la casa, la cual estaba limpia y vacía. Mientras la recorría esperé oír señales de vida en los ambientes que se comunicaban con los rellanos de la escalera… nada. En la parte superior de la casa había una puerta cerrada. Llamé y Emily la abrió apenas. Al ver que era yo me permitió entrar, y luego cerró la puerta con rapidez y le echó el cerrojo. Estaba vestida con pieles, pantalones de piel de conejo o de gato, una chaqueta de piel y una gorra de piel gris que le tapaba toda la frente. Parecía un gato de pantomima. Estaba, en cambio, pálida y apesadumbrada. ¿Dónde estaba Gerald?

Volvió al nido que se había preparado en el suelo, un nido de mantas y almohadones de piel. El cuarto tenía el olor de una madriguera a causa de las pieles, pero cuando aspiré me di cuenta de que en otro sentido el aire era puro y vigorizante y me encontré respirando con ansia. Emily me hizo lugar sobre las pieles y me senté y me cubrí con ellas. Hacía mucho frío. Allí no había calefacción. Nos sentamos muy quietas las dos… respirando.

Ella habló primero:

—Ahora que el aire de afuera se ha vuelto imposible de respirar, paso la mayor parte del tiempo aquí.

Por mi parte comprendí que tenía razón. Este fue el momento en que alguien dijo que algo se cristalizó en apreciaciones de hechos captados solo a medias hasta entonces y que siempre habían señalado hacia un desenlace obvio… en este caso, que el aire que respirábamos se había vuelto malsano para nuestros pulmones y venía transformándose desde hacía largo tiempo en algo impuro y espeso. Nos habíamos acostumbrado a él, nos adaptábamos. Yo, como todos, había respirado con un ritmo rápido y poco profundo, lleno de resistencia, como si racionara lo que entraba en los pulmones, en mi organismo, como si racionara asimismo los venenos… ¿qué venenos? ¿Quién podía decirlo, o saberlo? ¿Era esto «ello», nuevamente, en una forma nueva… o bien, quizá, «ello» en su forma original?

Sentadas en ese cuarto cuyo piso estaba cubierto de pieles para tenderse o reclinarse en ellas, un cuarto en el cual no quedaba otra alternativa que acostarse o sentarse, caí en la cuenta de que era… sencillamente feliz, simplemente por el hecho de estar allí y respirar. Cosa que hice durante un buen rato mientras se me despejaba la cabeza y me sentía mucho más animada. Miré hacia afuera a través del polietileno limpio y vi un cielo turbulento y cargado de nubes que anunciaban nieve. Vi cambiar la luz sobre la pared. De vez en cuando Emily y yo nos sonreíamos. Reinaba un gran silencio en todas partes. Hubo un momento en que se oyeron ruidosos cacareos y ladridos en el jardín, pero no nos movimos. El ruido cesó. Nuevamente el silencio. Seguimos sentadas allí, sin movernos, respirando.

Había mecanismos en el cuarto, un artefacto que colgaba del techo, otro en el suelo y otro clavado en la pared. Eran aparatos para purificar el aire y funcionaban emitiendo haces de electrones, de iones negativos. Hacía algún tiempo que la gente los usaba; del mismo modo que a nadie se le habría, ocurrido beber agua a menos que hubiese pasado antes por uno de los innumerables tipos de purificadores que existían. Aire y agua, agua y aire, bases de nuestra sustancia, elementos en los cuales nadamos, nos movemos, de los cuales nos formamos y volvemos a formar, continuamente, perpetuamente recreados y renovados… ¿cuánto tiempo hacía que debíamos desconfiar de ellos, huir de ellos, verlos como posibles enemigos?

—Le convendría llevarse a casa uno de esos aparatos —dijo Emily—. Hay un cuarto lleno de ellos.

—¿Gerald?

—Sí, los trajo de un depósito. Hay un cuarto lleno debajo de este. Yo la ayudaré a llevarlos. ¿Cómo puede vivir en ese ambiente inmundo? —dijo esto como lo hubiera dicho cualquiera que expresase algo largamente contenido, reprimido.

Sonreía, con aire de reproche.

—Piensas volver… —vacilé antes de decir «a casa», pero ella dijo:

—Sí, iré a casa con usted.

—Hugo se pondrá contento —dije sin intención de hacerle un reproche, pero a pesar de todo Emily se sonrojó y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Por qué puedes volver ahora? —me arriesgué a preguntarle, pero se limitó a mover la cabeza, como queriendo decir: «Responderé en un momento»… y respondió una vez que hubo recuperado el dominio de sí misma.

—No tiene objeto que me quede aquí ahora.

—¿Se ha ido Gerald?

—No sé dónde está. No lo sé desde que trajo los aparatos.

—¿Está formando una nueva banda?

—Intenta formarla.

Cuando estaba de pie, arrollando pieles en grandes rollos para llevarlas con nosotras, dejando otras apartadas para envolver los aparatos, llamaron a la puerta y Emily fue a ver quién era. No, no era Gerald, sino una pareja de niños. Al verlos sentí miedo. Y me di cuenta en un instante, ¡otro chispazo de intuición!, de que yo, como todo el mundo, había llegado al punto en que todos los niños me parecían simplemente aterradores. Aun antes de la llegada de los «pobres niñitos» había sido así.

Estos dos, sucios, de expresión inteligente, alertas, cautelosos, se sentaron sobre las pieles, lejos de nosotras, separados entre sí. Cada uno esgrimía un garrote con la punta erizada de clavos, listo para usarlo contra nosotros o bien contra el otro.

—Pensé que sería bueno tomar un poco de aire puro —dijo el chico, un pelirrojo de cutis lechoso y simpáticas pecas. La niña, una rubia de aspecto angelical añadió, como hablando consigo misma:

—Sí, yo quería tomar el aire.

Permanecieron sentados respirando y observándonos, mientras nosotras, sin dejar de vigilarlos, seguíamos preparando rollos y bultos.

—¿Adónde van? —preguntó la chica.

—Dile a Gerald que ya sabe dónde encontrarme.

Esto me dio tanto que pensar que no pude asimilarlo inmediatamente.

¿Esos niños formaban parte de la nueva banda de Gerald? ¿No eran miembros de la banda de niños del metro? Si lo eran, pues… ¿quería decir que esa banda era mortífera tan solo tomada como unidad, pero en cambio los individuos eran rescatables y, por tanto, Gerald tenía razón? Cuando estuvimos listas, partimos, acompañadas por los dos niños. Sin embargo nos dejaron ver el matadero en que se había convertido la huerta. Había plumas por todas partes, trozos de carne, un perro muerto. Cuando nos alejamos los chicos estaban descuartizando el perro, en cuclillas a cada lado del animal, trabajando con trozos de acero afilado.

Volvimos por calles que señalé a Emily por hallarlas… ¿sin duda, menos sucias? Noté su débil reacción contenida. Calles en las que no había nadie, ni un alma, aparte de nosotras… también se lo comenté y la oí suspirar. Se mostraba paciente conmigo.

En el vestíbulo principal del edificio donde vivíamos, un gran jarrón junto al ascensor, antes lleno de flores, estaba volcado en fragmentos sobre el suelo. Entre la basura había una rata muerta. Cuando Emily tomó al animal por la cola para arrojarlo a la calle, el profesor White, su mujer y Janet se aproximaron por el pasillo que compartíamos. Habían conservado tanto las antiguas costumbres que era posible advertir inmediatamente que estaban vestidos para viajar, con abrigos, echarpes y maletas. Verlos vestidos de ese modo nos recordó aquel otro mundo o sector de la sociedad, por encima de nosotros, en el cual la gente seguía presentándose escudada tras ropas o bienes adecuados para cada ocasión. Los White, como si nada le hubiera ocurrido a nuestro mundo, se iban de viaje. Y Janet decía: «Rápido, vamos, mamá, papá, es horrible estar aquí cuando ya no queda nadie». Clic… allí estaban, las pocas palabras lanzadas, emitidas como por el ambiente mismo, por el «ello», resumiendo el nuevo estado de cosas que hasta entonces no había sido resumido, o por lo menos, no por mí. Vi la mirada sagaz que me dirigió Emily, quien instintivamente dio un paso hacia mí, con un gesto maternal de protección ante lo que pudiera ser un momento de debilidad. Me quedé silenciosa, contemplando a los White, que hacían aspavientos y organizaban su partida, y viendo mi pasado, nuestro pasado. Resultaba cómico. Eracómico. Siempre habíamos sido animales ridículos, imbuidos de nuestra importancia, que representábamos nuestros papeles, actuando al amparo de cada uno… no fue agradable contemplar a los White y ver en ellos a nosotros mismos. Y luego todos nos despedimos con las frases consabidas. «Ha sido un placer conocerla, espero que volvamos a vernos» y otras por el estilo, como si no pasara nada. Habían averiguado que aquella tarde partía un coche motorizado de nuestra ciudad, unas diez millas al norte, con una misión aparentemente oficial. No era para uso de los ciudadanos corrientes, pero ellos habían sobornado y molestado a varias personas hasta lograr una plaza en ese autobús, que los dejaría a una milla del aeropuerto con su equipaje. Esa misma tarde se anunciaba un vuelo oficial hacia el extremo norte del país. También en este caso, mientras nadie del grueso de la población podía esperar utilizar nunca ese vuelo, un jefe de departamento con su familia podía conseguirlo, si contaban con la suma, desde luego astronómica, no para los pasajes, repito, sino para los sobornos. Cuántas negociaciones de trueque, promesas, amenazas y llamadas debieron de mediar en ese viaje, qué inmenso esfuerzo —y todo ello dentro de la tónica del nuevo estilo de vida, nuestra nueva moda, la de sobrevivir, de sobrevivir a toda costa—, aunque diré que en la actitud de los White no se reflejaba ni rastro de ello. «Adiós, adiós, encantados de haberlas tenido como vecinas, tal vez nos veamos pronto, sí, así lo espero, adiós, buen viaje».

Volvimos a nuestro apartamento y desde las ventanas los observamos alejarse calle abajo acarreando sus pesadas maletas.

Las habitaciones contiguas a las mías estarían vacías ahora. Vacías… Se me ocurrió entonces que había visto muy poca gente en el vestíbulo principal, en los pasillos. ¿Qué había sido del mercado? Se lo pregunté a Emily y se encogió de hombros, con un gesto evidente de que yo tendría que estar enterada. Volví a salir del apartamento y me dirigí al cuarto del encargado en el fondo del pasillo. «En caso de emergencia, dirigirse al apartamento 7, 5.º piso». La forma en que colgaba el cartel, torcido, el silencio detrás de la puerta, me dijeron que el encargado y su familia habían partido, huido.

Bien podía hacer semanas que colgaba allí el cartel. A pesar de ello fui hasta el ascensor, que a veces funcionaba, y apreté el botón de llamada. En algún punto de los pisos superiores el mecanismo se movió y seguí esperando, apretando y escudriñando, pero el ascensor no bajó, de manera que utilicé la escalera, arriba, arriba, piso vacío tras piso vacío, despojados todos de la vida del comercio y el trueque. Los comerciantes, los compradores, las mercancías, todo había desaparecido y no había nadie en el apartamento 7 del quinto piso, pero en cambio, en el último piso del edificio, cerca del techo, vi algunos muchachos alimentando a unos caballos con bieldos cargados de heno y me retiré para que no me vieran, ya que algunos de los que estaban trabajando eran niños de poca edad. Avancé sigilosamente por el pasillo, frente a cuartos en los que había más animales. Por una puerta entornada apareció la cabeza de un chivo; un par de corderos llenos de dignidad estaban al final del corredor y desde algún punto muy próximo llegaba un rumor de empujar y rascar y el olor de los cerdos. Visité el tejado, construido como azotea. Había allí una huerta floreciente llena de hortalizas y hierbas de todas clases, un invernadero de polietileno, conejos en jaulas y una familia de madre, padre y tres niños, todos trabajando afanosamente. Me dirigieron la mirada típica de la época: «¿Quién eres?, ¿amiga?, ¿enemiga?», y se quedaron esperando, esgrimiendo sus herramientas como para usarlas como armas. Volví a bajar un piso y de pronto un niño se quedó inmóvil en un rincón oscuro. Había estado siguiéndome. Mostraba los dientes con una sonrisa vengativa, pero a la vez calculada. Quiero decir que la animosidad era calculada, medida, como para asustarme. Lo imaginé frente a un espejo recogido de algún rincón, practicando una serie de expresiones horribles. Estaba verdaderamente asustada. Tenía la mano (como la tenía Emily ¡en los últimos días!) junto al pecho, donde pude ver que asomaba el mango de un cuchillo. Creí reconocerlo y pensé que era, por ser pelirrojo y de la altura que correspondía, uno de los chicos abandonados que habían visitado a Emily ese mismo día. Sin duda no intenté apelar a él recurriendo a argumentos sentimentales como el de conocerle, sino que a mi vez lo miré con fiereza y con un gesto de amenaza moví una mano hacia mi cuchillo inexistente. El chico no retrocedió y pasé junto a él por el pasillo, mirando en el interior de los cuartos mientras sentía que él iba detrás, furtivamente, pero a bastante distancia. Vi a Gerald. Estaba sentado sobre una pila de pieles, rodeado por los niños, los de la «pandilla del metro», que estaban viviendo en «mi» edificio. Esto me produjo una sensación de verdadero estupor y bajé la escalera dejando atrás al muchachito, quien mantenía siempre su expresión maligna y amenazadora. Abajo, abajo, hasta que llegué a mi apartamento, el cual, luego de todo lo que había visto, se me apareció como un pequeño refugio de inusitado orden, comodidades de otra época, calidez. Emily había encendido el fuego y estaba sentada cerca de él frente a Hugo. Se miraban sin tocarse, se miraban fijamente y en silencio. La chica, enteramente envuelta en pieles, de modo que era difícil decir dónde empezaba y donde terminaba su propio cabello brillante y la pobre bestia, con su piel áspera y amarilla, la Bella y la Bestia, en ese atuendo, aunque ahora la Bella estaba tan cerca de su Bestia, envuelta en su ropaje animal, alerta y vigilante como un animal, sobreviviendo como un animal. La verdad es que la Bella había caído, caído muy bajo… Tuve un momento difícil al ver a los dos allí, cuando pensé cuan cerca estábamos ya todos de correr y deslizamos como ratas a lo largo de los túneles, pero entonces vi que el fuego era abundante y vivo, que los purificadores de aire que habíamos traído funcionaban todos y que los cortinajes estaban corridos y tenían frazadas prendidas con alfileres. El aire en casa era saludable, limpio, y en él sentí revivir mi verdadera personalidad. A pesar de este hecho volví a salir del apartamento para bajar a la acera. Anochecía. Había pocas personas en el punto de reunión. Se paseaban allí con aspecto desorientado y perplejo. ¡Se habían ido tantas tribus que estos eran rezagados! ¡Qué oscuro estaba todo! Por lo general, al avanzar la noche centenares de llamas de velas encendidas daban la impresión de flotar en numerosos puntos de los altos edificios. Gente en las ventanas mirando hacia abajo y los cuartos a sus espaldas llenos del reflejo de la luz de las velas. En cambio esa noche se veían apenas unos débiles reflejos muy alto en medio de la oscuridad. De mis ventanas nada, a pesar de que había aún vida en casa. No era posible decir ahora, por las luces de las ventanas, quiénes estaban en el edificio. No había luces en las calles, tan solo una oscuridad espesa y opresiva, el resplandor de algún cigarrillo en la calle y, fuera de esto, nada. Me descubrí allí contemplando la faz sombría del edificio con una sola luz de vela, la mía, en todo él. Así marchaban las cosas en los últimos tiempos. Cualquiera que pasara habría sabido que allí, sola, indefensa, vivía una sola persona, o una sola familia. Era una locura por mi parte. Las leves reacciones contenidas de Emily, de impaciencia o de preocupación, eran comprensibles y, ahora, las comprendía. Y con bastante frecuencia, en el resplandor de aquella llama aislada debió de resultar visible la silueta de Hugo en su vigilancia impasible. Sí, la verdad es que era una suerte que Emily hubiese vuelto a casa, esta vez, o por lo menos tal era mi impresión, para cuidarme, en lugar de cuidarla yo a ella.

Regresé al apartamento. Emily se había acostado, sin que Hugo la acompañara. Por orgullo, y sin duda ella debía de comprenderlo. Estaba junto al fuego como cualquier animal doméstico, con la nariz vuelta hacia el calor, con los ojos verdes, vigilantes y abiertos. Extendí una mano hacia él y me concedió un leve temblor de la cola. Me quedé sentada allí largo tiempo viendo cómo se extinguía gradualmente el fuego, escuchando el silencio total del edificio. Sin embargo, arriba había una granja, había animales, había niños asesinos, había un viejo amigo, Gerald. Fui a acostarme y me cubrí la cabeza, como los campesinos y la gente simple, contra todo pensamiento de peligro y dejando libre solo la cara… y al día siguiente me desperté y descubrí que no salía agua del grifo.

El edificio, como mecanismo, había muerto.

Esa mañana Gerald bajó con dos de los niños, el pelirrojo y una niña negra. Trajo como presente un poco de vino, por haber encontrado el negocio de un comerciante de vinos a medias saqueado, y también algunas frazadas y algunos alimentos. Emily preparó una comida para cinco, una especie de cocido de cereales con un poco de carne. Era sabroso y me reconfortó.

Gerald quería que nos trasladáramos al piso superior, donde le sería fácil reparar una máquina de viento, uno de aquellos pequeños molinos capaces de proporcionar energía suficiente como para calentar agua cuando la obtuviéramos. No dije nada, permití que Emily hablara y tomara las decisiones. Dijo que no, que sería mejor quedarse aquí. No me miró al decir esto, y poco a poco caí en la cuenta de que en la parte alta del edificio seríamos más vulnerables al ataque. Allá arriba no nos sería fácil huir, mientras que aquí solo era cuestión de saltar por una ventana. Esta fue la razón de su negativa a la oferta de «un apartamento grande, de verdad Emily, muy grande y lleno de toda clase de comida y de cosas. Y podría instalarle energía en un día… ¿no podríamos?», preguntó, dirigiéndose a los niños, quienes sonrieron y asintieron. Estaban a ambos lados de Gerald. Esos niños de tan poca edad, de unos siete y ocho años, eran de Gerald, eran sus chicos; él los había hecho suyos; tenía su banda, su tribu… pero al precio de hacer lo que ellos querían, de servirles.

Mas lo que él quería era volver a tener a Emily. Quería que subiera con él, que viviera con él, como reina, como primera dama, como mujer del bandido, entre los niños, su banda. Ella, en cambio, no quería esto, decididamente, no. No era que lo expresara, pero resultaba evidente. Luego los niños, con sus ojos agudos y alertas, estaban al tanto del problema. Era difícil decir cuáles eran sus sentimientos ya que no había ninguna de las señales conocidas para indicárnoslo. Los ojos pasaban de Emily a Gerald, de Gerald a Emily. ¿Se preguntan si Emily, como Gerald, se convertiría en una de ellos, si mataría con ellos? ¿O bien pensaban que era bonita y simpática y que sería agradable tenerla entre ellos? ¿La veían, o bien la sentían, como si llenara el lugar de su madre, si acaso recordaban una madre, una familia? ¿Estaban pensando en matarla en vista del amor que sentía Gerald, su propiedad, hacia ella? ¿Quién podía saberlo?

Sus modales para comer eran repugnantes. Gerald les decía: «¡Utilizad la cuchara, mirad, así… no, no la tiréis al suelo!». Hasta cierto punto esto indicaba que en sus propias habitaciones, en su propia caverna, había dejado de preocuparse por estos refinamientos. La mirada que le dirigía a Emily expresaba que, de estar ella junto a los niños, llegaría a influenciarlos y civilizarlos… pero todo fue inútil y los tres, el hombre y los dos niños, se retiraron al mediodía. Al día siguiente nos traerían carne fresca, pues se había dispuesto sacrificar una oveja. Pronto volvería a ver a Emily. Se dirigió a ella y ahora mi casa era la de Emily. Mi apartamento era propiedad de Emily y yo era su ayudante, una mujer de edad. Pues bien, ¿por qué no?

Se quedó silenciosa cuando Gerald se fue, y entonces vino Hugo y se sentó con la cabeza apoyada sobre sus rodillas, diciéndole con ello: Veo que me has elegido a mí, por fin, a mí y no a él, a mí en lugar de todo el resto.

Era cómico, patético, pero Emily me dirigía miradas indicando que no debía reírme. Era ella quien contenía las sonrisas, se mordía los labios, respiraba hondo para reprimir la risa. Y hacía aspavientos y acariciaba: «Hugo querido, querido Hugo…», mientras yo registraba mentalmente, observaba. Estaba viendo a una mujer madura, una mujer que lo ha recibido todo hasta sentirse colmada, pero de quien se sigue pidiendo, exigiendo, a quien se sigue persuadiendo para que dé. Semejante mujer es en verdad generosa, sus fuentes y reservas están siempre repletas y siempre dispuestas a dar. Ama… sí, pero en alguna parte de su interior hay una inmensa fatiga. Lo ha conocido todo y no quiere nada más… pero ¿qué puede hacer? Se reconoce —los ojos de los hombres y de los muchachos se lo dicen— como fuente. Si no puede ser esto, no es nada. Por ello todavía piensa, porque todavía no se ha despojado de esa ilusión. Da, da, pero con el cansancio contenido y controlado… Por ello seguía acariciando la cabeza de Hugo, haciéndole el amor a sus orejas, murmurando palabras afectuosas pero sin sentido. Por encima de la cabeza de Hugo, la mirada de Emily se cruzó con la mía. Eran los ojos de una mujer madura, de unos treinta y cinco o cuarenta años… Nunca sufriría voluntariamente lo que había sufrido ya. Como la mujer de nuestra civilización extinguida, conoció el amor como una fiebre que era necesario sufrir, pasar. «Enamorarse», enfermedad que había que pasar, una trampa que podía llevarla a traicionar su propia naturaleza, su sentido común, sus verdaderas aspiraciones. No era una puerta hacia nada, sino una puerta en sí misma; como no era tampoco una norma para la existencia, era un estado, una condición, suficiente en sí misma, casi independiente de su objetivo… «estar enamorada». Si hubiese hablado de ello, lo habría hecho en términos semejantes a los que he utilizado. El hecho es que no deseaba hablar. Brotaba de ella la fatiga, la disposición a dar si era absolutamente necesario, a dar, pero sin convicción. Gerald, a quien había adorado, su «primer amor» acorde con la tradición, a quien había esperado, por quien había sufrido, pasado noches sin sueño, Gerald, su amante, ahora la necesitaba y la deseaba, por haber vivido ya el ciclo de sus propias necesidades; pero ella no tenía ahora la energía para levantarse y salir a su encuentro.

Cuando más tarde el mismo día Gerald volvió a bajar, solo esta vez, en un esfuerzo por persuadirla de que volviese junto a él, Emily le habló. Ella habló y él escuchó. Ella le dijo qué le había sucedido a él, porque él no lo sabía.

Después de que la primera comuna organizada en su casa fuera destrozada por la pandilla de «chicos» del metro y cuando comprobó que nadie de su propia «familia» volvería, había concentrado todos sus esfuerzos en lograr que Emily se quedase a su lado para formar una nueva familia. Volvió a la calle para atraer a un núcleo para una nueva tribu. Pero esto no sucedió, no había sucedido. ¿Por qué? Tal vez se sospechara que podía estar en contacto con los chicos peligrosos, o bien que cualquier comuna nueva que formase los atraería. Tal vez el hecho de que se hubiese mostrado abiertamente dispuesto a quedarse con una sola mujer, con Emily, en lugar de ejercer su libertad de elección, de conferir sus favores a quienquiera que hallase en su cama, alejó a las otras muchachas. Cualquiera que fuese la ley que imperó, la consecuencia fue que Gerald, el joven príncipe de ayer, tal vez el más prestigioso de todos los jóvenes de la calle, se encontró sin ningún seguidor, uno más, simplemente, entre los jóvenes que debían colocarse bajo las órdenes de otro líder a fin de sobrevivir… Gerald escuchó, pensativo, atento, sin expresar desacuerdo con nada de lo que decía Emily.

—Y entonces decidiste que era mejor tener a esos chicos que no tener a nadie, o que ser paciente y esperar. Simplemente tenías que tener tu banda, a cualquier precio. Y volviste a ellos y te hiciste cargo de ellos. Ahora ocurre que ellos se han apoderado de ti… ¿no lo ves? Apuesto a que tienes que hacer exactamente lo que ellos quieren. Estoy segura de que nunca puedes impedirles que hagan lo que les dé la gana, ¿no? ¿Y tienes que aceptarlo todo, cualquier cosa?

Ahora Gerald retrocedía, no estaba preparado para oír esto, no podía seguir escuchando.

—No son más que niños —dijo—. ¿No es mejor para ellos tenerme a mí? Les consigo alimentos y cosas. Los cuido.

—Antes tenían ya alimentos y cosas —dijo Emily con sequedad.

Demasiada sequedad… Gerald advirtió su actitud crítica… esa actitud y nada más. No había afecto para él, o por lo menos, no lo sentía. Partió y no volvió en varios días.

Estábamos organizando nuestra vida, nuestros cuartos.

Contábamos con aire purificado porque nos sentábamos y hacíamos girar la manivela para cargar las baterías periódicamente. Estábamos calientes. Emily salía con un hacha y volvía con grandes haces de leña. Luego, cuando yo ya temía que la falta de agua nos obligara a ponernos en marcha, oímos un ruido de cascos sobre el pavimento y apareció un carro tirado por un asno, cargado de cubos de agua, de plástico, de madera, de metal.

—¡Aaaaaa-guaaaa! ¡Aaaaa-guaaa! —El viejo pregón resonó a través de nuestras húmedas calles del sector norte. Dos niñas de unos once años vendían agua, o mejor dicho, la daban a cambio de otras cosas. Salí con unos recipientes y vi acercarse a algunas personas de los distintos edificios de apartamentos de la vecindad. No eran muchas, unas cincuenta en total. Pagué muy cara el agua. Las niñas habían aprendido a negociar con dureza, a mover la cabeza y encogerse de hombros ante la perspectiva de que la gente se privase de agua. Por dos cubos llenos de agua potable, que por lo menos nos permitieron probar antes de comprar, entregué una piel de oveja.

Entonces apareció Gerald con unos veinte miembros de su banda, todos con vasijas de todo género. Evidentemente esos animales que tenían allí arriba necesitaban agua. El hecho es que en un instante la banda se apoderó del agua, la tomó, sencillamente, sin pagar. Me encontré de pronto gritando, diciéndole a Gerald que vivían de ello, las dos niñas… pero él no reparó en mí. Creo que no me oyó. Se quedó allí, de guardia, con los ojos fríos y calculadores, mientras sus niños se apoderaban de los baldes llenos de agua y se alejaban corriendo hacia el edificio, mientras las niñas se quejaban y la gente que había acudido a comprar el agua también se quedaba gritando y expresando su indignación. Luego se fueron Gerald y los niños y me tocó a mí ser robada. Estaba allí con mis dos baldes llenos, cuando un hombre del bloque de edificios de enfrente extendió una mano a la vez que bajaba la cabeza y me miraba cruelmente. Mostrando los dientes le entregué uno de los baldes y corrí a casa con el otro. Emily había estado observando desde la ventana. Parecía triste y, además, irritada. Imaginé las palabras que usaría para recriminar a Gerald.

Pusimos una vasija con agua limpia para Hugo, quien bebió y bebió. Se quedó luego junto a la vasija vacía, con la cabeza baja. Volvimos a llenarla y bebió, un tercio del balde desapareció de este modo, y en la mente de todos había una misma idea, en la de Hugo inclusive. Emily se sentó junto a él y lo rodeó con los brazos, como antes. No debía preocuparse ni apenarse, ella lo protegería, nadie lo atacaría. Tendría agua, aunque le faltara a ella, a mí…

Cuando los vendedores de agua volvieron dos días más tarde, había hombres armados con revólveres que la guardaban y la compramos, después de formar colas ordenadas. Gerald y su banda no estaban. Una mujer comentó que «esa banda de criminales» había abierto un acceso al Fleet River y había comenzado a vender agua por su cuenta. Era verdad, y para nosotros, Emily, Hugo y yo, fue una circunstancia afortunada, porque Gerald nos traía un balde de agua todos los días y a veces más.

—Bien, tuvimos que hacerlo, teníamos que dar agua a nuestros animales, ¿no?

Por su tono defensivo adivinamos que se había librado un duro combate. ¿Con las autoridades? ¿Con otra gente que utilizaba esa fuente? No es necesario recordar que los viejos pozos y fuentes habían sido reabiertos en toda la ciudad. Si la lucha se había librado con las autoridades, ¿cómo era que Gerald y los chicos habían ganado? Tenían que haber ganado, para poder utilizar la fuente de provisión.

—Lo que sucede —dijo Gerald— es que no tienen suficientes tropas para vigilarlo todo… Casi todos se han ido, ¿no? Quiero decir que ahora somos más que ellos…