Hacía frío. Había poco combustible. Durante las largas tardes y noches oscuras me sentaba con una sola vela encendida en mi cuarto. O bien la apagaba, dejando como única iluminación el resplandor del fuego.

Sentada allí un día, contemplando este fuego, pasé detrás de él, más allá de él… para verme frente a la escena más absurda que sea posible imaginar. ¿Cómo puedo calificar de «inoportuno» a un mundo en el que el tiempo no existía? De todos modos, aun allí, donde uno aceptaba lo que venía y no criticaba el orden de las cosas, pensé: «¡Qué escena extraña surge en este momento!».

Estaba yo con Hugo. Hugo no era simplemente una compañía para mí, o un protector, como lo es un perro. Era un ser, una persona por derecho propio, además de ser esencial para los hechos que estaba presenciando.

Era un cuarto de niña, el de una escolar, bastante pequeño, con cortinas floreadas convencionales, una colcha blanca sobre la cama, un escritorio con libros escolares en ordenados montones, un horario escolar clavado sobre el armario blanco. En el cuarto, delante de un espejo que habitualmente no formaba parte de él (contaba con un espejito colgado en la pared sobre el lavabo), un espejo vertical, grande, con un marco lleno de tallas y escorzos dorados, el tipo de espejo que asociamos generalmente con un decorado para una película, una tienda de modas elegante o bien un escenario de teatro; delante de este espejo, en ese lugar, tan solo porque los requerimientos emocionales de la escena lo exigían, más que el sobrio espejito cuadrado, había una joven. Allí estaba Emily, una chiquilla arreglada o bien decorada como una mujer joven.

Hugo y yo estábamos juntos, observándola. Tenía la mano sobre el cuello del animal y sentía los estremecimientos de inquietud que pasaba hasta ella desde su corazón aprensivo. Emily tenía unos catorce años, pero estaba «bien desarrollada», como tiempo atrás se acostumbraba a expresarlo. Llevaba un vestido de noche. El vestido era escarlata. Es difícil describir mis sentimientos cuando lo vi, cuando la vi a ella. Sin duda eran violentos. Me chocó el vestido, o mejor dicho, que vestidos como ese hubiesen sido tolerados, aun usados por cualquier mujer, por convertirla en lo que la convertían. El hecho es que había sido algo aceptado, una moda más, ni peor ni mejor que cualquier otra.

El vestido era muy ceñido en la cintura y el busto. La palabra «busto» es la indicada, ya que aquellos no eran unos senos que respiraran, se elevaran y cayeran con las emociones, los cambios mensuales, sino que formaban un bulto único, inflado, saliente. Los hombros y la espalda estaban desnudos. El vestido era ajustado sobre las caderas y las nalgas, y aquí, una vez más, uso el término apropiado, porque las nalgas de Emily estaban redondeadas en una protuberancia única. Debajo se agitaba y se abultaba alrededor de los tobillos. Era un vestido de una vulgaridad estridente. Además, toda su exhibición del cuerpo era perversamente no sexual ya que corporizaba las fantasías del tipo de hombre que, al vestir así a la mujer, la convertía en una muñeca ridícula, provocativa e indefensa, y a la vez la desarmaba, la transformaba en un objeto de odio, de compasión, de temor… en algo grotesco. En esa monstruosidad de vestido, la prenda convencional usada por centenares de miles de mujeres durante un período de mi vida, la prenda codiciada por las mujeres, admirada por las mujeres en innumerables espejos, llevada por las mujeres para vestir sus fantasías masoquistas… dentro de ese horror escarlata estaba Emily, quien volvía la cabeza a uno y otro lado delante del espejo. Tenía el cabello «levantado», lo que le descubría la nuca. Tenía las uñas escarlata. Durante toda la vida de Emily no había imperado esta moda… no había imperado ninguna moda, por lo menos para la gente corriente, pero allí estaba, a pocos pasos de nosotros y, al intuir nuestra presencia allí, la de su fiel animal y su ansiosa guardiana, volvió la cabeza lenta, muy lentamente, y nos miró con los párpados de largas pestañas entornados, los labios entreabiertos como en espera de besos imaginados. Entró en el cuarto una mujer alta y grande, la madre de Emily, y con su aparición Emily dio la impresión de empequeñecerse, de volverse más pequeña, de tal manera que fue encogiéndose desde el momento en que su madre estuvo a su lado. Emily la miró y, mientras su tamaño seguía disminuyendo, representó su provocativo fantaseo sexual, retorciéndose y mostrando la lengua entre los labios. La madre la miró horrorizada, llena de desagrado, mientras su hija se achicaba cada vez más hasta quedar reducida a una muñeca vestida de escarlata, con su pecho de paloma, su trasero delineado entre cintura y rodillas. La muñequita se contoneaba y cambiaba de poses, y por fin se esfumó con un resplandor de humo rojizo, como una alegoría medieval de la carne y el diablo.

Hugo se adelantó hacia el espacio delante del espejo y olfateó, y luego hizo lo mismo con el suelo donde había estado Emily. El rostro de la madre se crispó de desagrado, pero ahora era el animal lo que la afectaba tanto.

—Vete —le dijo en voz baja y entrecortada, la voz que nos brota a todos en el extremo de la repugnancia o el temor—. ¡Vete, animal sucio, asqueroso! —Y Hugo retrocedió hasta mí y ambos retrocedimos frente a la mujer que avanzaba con un puño levantado para pegarme, para pegar a Hugo. Retrocedimos más y más, y la mujer avanzó, se hizo enorme y absorbió todo el cuarto de la adolescencia de Emily, con su convencionalismo remilgado, el espejo absurdo y… de pronto… estuvimos otra vez en la sala, en el cuarto sombrío donde la única vela florecía en su hueco de luz, donde el fuego escaso calentaba parte del aire que lo rodeaba. Yo estaba sentada en mi lugar habitual. Hugo yacía cerca de la pared y me contemplaba. Nos miramos. Estaba lloriqueando… no, es más exacto decir que lloraba. Lloraba con desconsuelo, como un ser humano. Se volvió y se alejó, arrastrándose hacia mi dormitorio.

Y aquella fue la última vez que vi a Emily en lo que he llamado lo «personal». Quiero decir que no me introduje más en escenas que mostrasen su desarrollo de adolescente, de bebé, de niña. La horrible escena del espejo, con sus implicaciones de perversidad, fue la última. Ni tampoco, cuando entré en aquel momento a través de… y también esto era novedad… las llamas, o el resplandor controlado del fuego, mientras me sentaba a su vera en aquellas largas noches de otoño, hallé los cuartos que se comunicaban entre sí. Por lo menos no creí encontrarlos. Cuando volvía de una incursión a aquel lugar, no tenía un recuerdo claro de lo vivido ni de dónde había estado. Sabía que había estado allí por las emociones que me embargaban o me agotaban. Allí me había alimentado de alguna fuente generosa y murmurante, toda solaz y dulzura. Me habían asustado o amenazado. O tal vez dentro, o debajo de la luz escasa de este cuarto parecía resplandecer ahora otra luz que provenía de allá… la había traído conmigo y me acompañó un tiempo, haciéndome añorar lo que representaba.

Y cuando se desvaneció, qué lento y sombrío y pesado quedó el aire… Hugo tenía ahora una tos seca, y mientras estábamos sentados los dos, de pronto se levantó de un salto y corrió hacia la ventana para olfatearla con los flancos palpitantes, y yo corrí a abrirla al darme cuenta de que a mi vez estaba atontada por el confinamiento y la pesadez del ambiente. Allí permanecimos una junto al otro, respirando el aire que entraba de fuera, intentando inundar nuestros pulmones con su pureza.