Al finalizar ese verano había centenares de personas en la calle. Gerald era entonces solo uno de los doce o más líderes. Entre ellos había un hombre de edad madura, una novedad. Había asimismo una mujer que conducía a una pequeña banda de muchachas. Expresaban de forma deliberada y ruidosa su crítica a la autoridad masculina, la organización masculina, como si se hubiesen impuesto el deber de estar siempre presentes para hacer el comentario de todo lo que hacían los hombres. Había un coro de reprobación. A pesar de ello, esta líder se veía obligada a dedicar mucha energía a evitar que los miembros de su propio rebaño se alejaran para unirse a los hombres. Esto daba origen a numerosos comentarios, no siempre bien intencionados, por parte de los hombres y, a veces, de las otras mujeres. Sin embargo, los problemas y dificultades que debía soportar todo el mundo hacían que estos desacuerdos pareciesen de importancia secundaria. La verdad es que formaban un grupo eficiente que evidenciaba mucha ternura recíproca y, sobre todo, hacia los niños, además de que siempre estaba dispuesto a informar, servicio más preciado que ningún otro, y a mostrarse generoso con los alimentos y bienes con que contaba.

Cuando perdimos a June, fue por su incorporación a este grupo de mujeres.

Sucedió del siguiente modo: Emily había vuelto a pasar la mayor parte de sus días y sus noches en la otra casa. El deber la requería otra vez, por cuanto le habían llegado mensajes de que la necesitaban allí. Quería que June se trasladara con ella, y June escuchó los argumentos persuasivos y se mostró de acuerdo… pero no se fue. Comencé a creer que perdería a Emily, mi verdadera responsabilidad, por culpa de June, por quien no sentía ninguna responsabilidad particular. Me gustaba la chica, a pesar de que su presencia mustia daba un tono melancólico a mi casa y me comunicaba su apatía, aparte de mantener a Hugo en un constante estado de pesarosos celos. Me agradaba mucho cuando cobraba energías suficientes para conversar conmigo, pero la mayor parte del tiempo permanecía acurrucada en una esquina del sofá sin hacer nada. A decir verdad, hubiera preferido que se fuera. Preguntaba por Gerald cuando Emily volvía apresuradamente a casa para prepararse una comida de patatas fritas, o bien una tetera llena de mi precioso té, que servía en tazas llenas hasta la mitad de mi precioso azúcar. Escuchaba, preguntaba sobre esto y aquello. Le gustaban los chismes. Me decía, a mí y a Emily, y sin duda a sí misma, que iría, sí, que mañana iría. Hacía frente a los frenesíes y ansiedades de Emily con un: «Mañana iré, Emily, sí, iré mañana», pero se quedaba donde estaba.

En la acera Emily se mostraba sumamente activa. La tropa de Gerald se componía de unas cincuenta personas, entre la gente que vivía en su casa y los que habían gravitado hacia él procedentes de los grupos que seguían llegando sin cesar durante las tardes largas y calurosas.

Emily estaba siempre junto a Gerald, en un papel destacado como consejera, fuente de información. En aquellas circunstancias hice lo que en un momento anterior me había abstenido cuidadosamente de hacer, por temor a irritar a Emily, a perturbar aquel equilibrio. ¡Crucé yo misma la calle para ver «qué sucedía», como si no hiciera meses que venía observando lo que sucedía! Por otra parte era en tales términos que los ciudadanos mayores describían sus primeras excursiones y aun las subsiguientes a la acera, como las describían a menudo, hasta el momento mismo en que tomaban una manta, algunas prendas de abrigo y unos alimentos, para abandonar la ciudad junto con una tribu de paso o alguna que partía de nuestro barrio. Hasta llegué a preguntarme si este alejamiento mío de mi casa para cruzar la calle no sería acaso una señal de una intención aún no exteriorizada de partir, intención que había ignorado hasta entonces. La idea me resultó tan atrayente que tan pronto como me vino a la cabeza, se apoderó de mi imaginación y tuve que luchar contra ella. Mi primera excursión al pavimento. Quedarme allí, ir de un lugar a otro entre la multitud durante cosa de una hora, significaba en realidad enterarme de lo que Emily brindaba en ese lugar con tanta aptitud y durante tantas horas todos los días. Pues bien… me quedé atónita… ¡cuántas veces me había sorprendido esa muchachita! Me paseé, pues, entre esa multitud inquieta, alegre y sin convenciones, y vi cómo todo el mundo, no solamente aquellos que parecían dispuestos a comprometer su lealtad con Gerald, recurría a ella en busca de noticias, información, consejo. Y ella lo daba todo. Sí, había manzanas secas en una tienda de tal suburbio. No, el autobús para tal pueblo situado veinte millas hacia el oeste no estaba totalmente suprimido, seguía circulando una vez por semana hasta el mes de diciembre, además de que había un viaje el lunes siguiente a las diez de la mañana, pero habría que hacer cola desde la noche anterior y estar dispuesto a luchar por un sitio. Valía la pena, porque, según decían, allí había abundancia de manzanas y ciruelas. Todos los viernes llegaba un campesino con un carro cargado de grasa de oveja y pieles y era posible encontrarlo en… Se vendían caballos grandes y fuertes, o se cambiaban. Ah, sí, había una casa a unas cuatro manzanas que era bastante apropiada para utilizar como establo. En cuanto a alimento, era posible obtenerlo, pero mejor aún, cultivarlo, ya que para un caballo se necesitaría… Una variedad de recursos químicos para cocinar e iluminar estaban a punto de ser montados la tarde del día siguiente en el segundo piso del antiguo hotel Plaza. Se necesitaba ayuda y se pagaría por dicha ayuda con los mismos aparatos fabricados. Ceniza de madera, estiércol, abono vegetal, todo ello se vendía debajo del puente de la carretera frente a Smith Street el domingo a las 15.00. Lecciones sobre cómo construir los propios generadores eólicos, pagaderas con alimentos y combustible… Limpiadores y purificadores de aire, purificadores de agua, incubadoras de barro… gallinas ponedoras y estantes para las mismas… afiladores de cuchillos… un hombre que conocía la disposición de las cloacas subterráneas y de los arroyos que entraban en la canalización y que sacaba agua de ellos por medio de una bomba en… Entre la calle X y la rotonda Y se cultivaban lotes soberbios de alquilea medicinal y de otras plantas para infusiones. Y en la esquina de Piltdown Way había un terreno lleno de patatas que algún grupo había sembrado y luego abandonado sin recoger; seguramente se habían ido de la ciudad. Emily estaba enterada de todas estas cosas y muchas más, por lo cual todo el mundo la buscaba, por su energía y sus conocimientos, en un escenario semejante al de un mercado público, donde centenares de yos chocaban y competían y se nutrían recíprocamente… Emily, la chica de Gerald. Así aludían a ella, así se dirigían a ella. Ello me sorprendía, por conocer la situación en aquella casa que había visitado. ¿Era este un resabio más, emocional, o al menos verbal, del pasado? ¿Un hombre tenía una mujer, una mujer oficial, como una primera esposa, aun cuando virtualmente mantenía además un harén…? Si se aceptaba usar un término anticuado, ¿por qué no otro? Ensayé el uso de esta palabra al hablar con June: «El harén de Gerald», le dije, pero ella repuso con una expresión perpleja en su rostro afilado. Había oído la palabra, pero no la asociaba con nada de lo cual tuviese experiencia directa. Aunque, sí, había visto una película y, sí, Gerald tenía su harén. Ella, June, formaba parte de él. Hasta rio con malicia, mirándome con aquellos ojos azul pálido que siempre parecían estar llenos de asombro. Allí estaba June, viéndose a sí misma como una odalisca, tina mujercita menuda y envejecida con su cintura infantil, sin curvas, sus ojos candorosos, su cabello claro apartado a un lado.

Sin duda Emily había reparado en mi presencia en la acera y estaba suponiendo que me disponía a partir. La verdad es que era simpático mezclarse con una masa de gente vigorosa, llena de recursos para sobrevivir en un mundo precario, espontánea y llena de inventiva en todo lo que hacía. Qué alivio sería despojarse, con un simple movimiento de hombros, de todas las viejas costumbres, los viejos problemas… problemas que una vez que uno diera el paso de cruzar la calle para incorporarse a las tribus se esfumarían, perderían importancia. El cuidado de la casa en la situación que vivíamos bien podría haber sido calificado como el cuidado de la caverna, y era una tarea sin importancia, trivial. El caparazón de la vida individual era un marco para «todas las comodidades modernas», mas debajo de este caparazón se canjeaba y capturaba y aun se robaba, se utilizaban velas y se congregaba uno alrededor del fuego de maderos cortados con hacha. Y toda esa gente, la de esas tribus, estaba a punto de volverle la espalda a todo esto y lanzarse simplemente a los caminos. En efecto, tendrían que hacer alto en alguna parte, hallar una aldea abandonada y ocuparla, o radicarse donde se lo permitieran los agricultores que habían sobrevivido a cambio de su trabajo, o bien actuando en calidad de ejércitos privados; se verían obligados a crear para sí mismos algún tipo de orden, una vez más, aunque solo fuera el que correspondía a los bandidos que vivían dentro o al borde de los bosques en el norte. Las responsabilidades y los deberes serían inevitables, y probablemente se endurecerían y se harían monótonos muy pronto. Entretanto, durante semanas, meses quizá, con un poco de suerte un año o más, imperaría una forma de vida humana de una era anterior, disciplinada, pero democrática. Cuando esta gente se manifestaba en sus mejores aspectos, hasta las voces de los niños se escuchaban con respeto, no había preocupación por los bienes, no había tabúes sexuales, salvo los nuevos, pero los nuevos siempre son más fáciles de soportar que los viejos; todos los problemas, en definitiva, compartidos y llevados en común. Libres, libres por fin, de todo lo que restaba de la «civilización y sus cargas». Infinitamente digna de envidia, infinitamente deseable, de tal manera que cuánto deseé cerrar mi casa y partir. Sin embargo, ¿cómo podría irme? Estaba Emily. Mientras ella se quedara, también yo me quedaría. Comencé a hablar, con mucho tacto, de los Dolgelly, de que podríamos pedirles que nos dejasen utilizar un cobertizo en su granja y construir lo necesario para convertirlo en un hogar… con June también, desde luego, ya que por la intensa ansiedad que expresó Emily comprendí que le sería del todo imposible separarse de June. ¿Y Hugo? La verdad es que no tenía tiempo de ocuparse de él, y llegué a pensar entonces que, si bien había sido lo que retuviera a Emily antes, no sucedía así ahora.

Creo que abandonó toda esperanza durante aquella época en que Emily no estaba casi nunca con nosotros y solo venía apresuradamente a ver a June. Un día lo vi sentado abiertamente junto a la ventana, con la totalidad de su cuerpo feo, amarillo, empecinado, enteramente visible para cualquiera que mirase en esa dirección. Era un desafío, o bien indiferencia. Lo vieron, por supuesto. Algunos muchachos cruzaron la calle para mirar al animal amarillo sentado allí, observándolos fijamente con sus ojos de gato. Se me ocurrió en ese momento que algunos de los más jóvenes del grupo, los verdaderos niños de cinco o seis años, nunca habían visto en «un gato o un perro» a un animal amigo al cual amar y aceptar como miembro de la familia.

—Qué feo es —oí comentar, y vi las muecas de los chicos mientras se alejaban. No, nada sería capaz de salvar a Hugo cuando le llegara la hora. Nadie podría decir: «¡No, no lo matéis, es un animal tan bonito…!».

Bien… Emily llegó una noche y vio la mancha amarilla dibujada en la ventana. Hugo estaba allí, vivido, iluminado por el resplandor de una puesta de sol tardía y por las velas de nuestra casa. Se quedó sorprendida, porque inmediatamente comprendió el motivo que lo había llevado a desobedecer su instinto de conservación.

—¡Hugo —dijo— pero Hugo, mi Hugo querido…! —Hugo le dio la espalda, aun cuando Emily lo tomó por ambos lados del cuello y le hundió la cara en la piel. No se ablandó, y ella comprendió que él le decía que lo había abandonado, que ya no lo quería.

Lo persuadió de que bajara de la ventana y se sentó con el en el suelo. Empezó a llorar con unos sollozos irritados, irritantes, llenos de suspiros, surgidos del agotamiento. Yo lo adiviné. También lo adivinó June, quien observaba sin moverse. Y también lo adivinó Hugo. Por fin le lamió la mano y con gran paciencia se tendió, diciéndole con este gesto: «Lo hago para complacerte. No me interesa vivir si tú no me quieres».

Ahora Emily era toda conflicto, toda ansiedad. Todo el día corría apresuradamente entre mi apartamento y la casa, entre la casa y la acera. June, tenía que ver a June, llevarle los trozos de alimento que le gustaban, hacer el gesto de obligarla a acostarse a una hora razonable, ya que, abandonada a sus propios medios, June se habría quedado en el rincón de ese sofá hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, sin hacer nada, salvo registrar los movimientos interiores de su enfermedad, que nadie conocía bien. En cuanto a Hugo, tenía que hacer hincapié en mimar a Hugo, en quererlo. Era como si se hubiese impuesto el deber de amar a Hugo. Y allí estaba yo, la guardiana vieja y reseca, la mentora… con cierto atractivo, supongo. Estaban los niños a quienes siempre mandaban a buscarla si permanecía fuera de la casa demasiado tiempo. Estaba exhausta. Estaba irritada, nerviosa y acosada, y para mí era muy triste verla así.

En ese punto, de pronto, todo se solucionó. June partió.

Se levantó trabajosamente del sofá un día y volvió a la acera. ¿Por qué? Lo ignoro. Nunca supe qué movió a June. Cualquiera que fuese el motivo, por las tardes estaba otra vez con la multitud de la acera. No parecía pertenecer a un grupo más que a otro. Se veía su persona opaca, pálida y borrosa tanto con los otros clanes como con el que Gerald mantenía unido. Se la vio, aunque solo un par de veces, junto al grupo de mujeres. Y un día este grupo de mujeres partió, y June se fue con ellas.

Y la verdad es que no lo creímos, ni supimos en un principio qué había sucedido. June no estaba en mi apartamento. No estaba en la calle. No estaba en la casa de Gerald. Emily corría ansiosamente de un lado a otro, preguntando. En aquel momento estaba atónita. ¿Se había ido June, sin decir nada, sin dejar siquiera un mensaje? Efectivamente, era lo que había sucedido. Nadie le había oído decir, según comentó alguien, que pensara marcharse.

Fue este hecho, que June no se despidiese, lo que Emily no podía aceptar. ¿No había dado June ningún indicio? Lo discutimos detenidamente, analizando las pocas migajas de información que teníamos, y lo único que pudimos aportar como respuesta fue que June había dicho el día de su partida: «Bien, ya nos veremos, creo». Pero no había dirigido este comentario a nadie en particular, ni mucho menos a Emily ni a mí. ¿Cómo podríamos haber comprendido que aquel era su adiós antes de marcharse definitivamente?

Las implicaciones de la acción nos produjeron una sensación de estupor. ¿No creía June que merecíamos el esfuerzo de despedirse de nosotras? ¿No se había despedido, tal vez, por temor a que intentáramos retenerla? No, no podíamos creer que fuera esta la razón. Podía quedarse con la misma facilidad con que había partido. La realidad sorprendente era que June no creía que ella mereciera tal esfuerzo. El hecho de dejarnos, debió de suponer, no tenía importancia. ¿A pesar de que Emily la quería con tanta solicitud y devoción? Sí, a pesar de ello. June no se valoraba a sí misma. El amor, la dedicación, el esfuerzo, podían ser vertidos tan solo dentro de ella, receptáculo sin fondo del cual se derramaban sin dejar rastro. No merecía nada, no se le debía nada, nadie podía amarla de verdad y por lo tanto nadie la echaría de menos. Así pues, había partido. Probablemente una de las mujeres se mostró bondadosa con ella y June había respondido a este pequeño destello de afecto, como antes frente a Emily. Se fue porque lo mismo le daba partir un día que otro. No importaba, ella no importaba. Por lo menos estuvimos de acuerdo en que la mujer enérgica y masculina que conducía aquella banda había conquistado a la apática June con su energía, en un momento en que Emily no había tenido suficiente para dedicarle algo de ella.

Emily no lograba comprenderlo.

Y en ese punto, se echó a llorar. Primero, las lágrimas violentas y heridas de un niño, con el rostro demudado y los ojos muy abiertos, que expresan solamente «¿cómo, a mí me sucede esto? ¡Es imposible! ¡No esjusto!». Torrentes de lágrimas, sollozos entrecortados, exclamaciones de ira y disgusto, pero durante todo el tiempo unos ojos que parecían pintados, impasibles: «a , a mí que estoy sentada aquí, es a quien le ha sobrevenido esta horrible injusticia…». Inquietud, ruido, gemidos, lágrimas de aquellas, pero en modo alguno intolerables ni dolorosas, ni lágrimas de mujer adulta…

Esto llegó después.

Emily, con los ojos cerrados, las manos sobre los muslos, se meció hacia atrás y hacia delante y de un lado a otro, y lloró como llora una mujer, lo que es como decir que la tierra está sangrando. Estuve a punto de decir «como si la tierra hubiese decidido llorar a su antojo», pero esto restaría eficacia al hecho. Al escucharla, no podía hacer menos, sin duda, que rendir homenaje a la cualidad profunda del llanto de una mujer adulta cuando llora.

Quién más es capaz de llorar así. La mujer de edad, no. Las lágrimas de la anciana pueden ser dolorosas, pueden ser abyectas, tan terribles como podamos imaginar. Sin embargo, son lágrimas en las que la experiencia impide clamar pidiendo justicia, pues han aprendido demasiado y carecen de esa calidad abismal que recuerda un desangramiento. Un niño pequeño puede llorar como si toda la angustia y soledad del universo le pertenecieran exclusivamente, mas no es el dolor del llanto de una mujer lo que importa, no, es lo definitivo de esa aceptación de un mal. Allí estaba, como en aquel momento y como estaría siempre en el futuro, con los ojos cerrados, de los que caían lentamente las lágrimas, el cuerpo que se movía con lentitud, el pesar… el acto del duelo, eso es. Se ha enfrentado a un enemigo, se ha trabado lucha con él, pero se ha perdido una batalla, todo se ha derrumbado, todo se ha agotado, no queda nada, no cabe esperar nada… sí, a pesar mío, todo lo que escribo en este instante bordea la farsa, se oye con frecuencia una carcajada que es tan intolerable como las lágrimas. Seguí sentada mientras contemplaba a Emily, la mujer eterna, en su tarea de llorar. Hubiera querido poder alejarme, sabía que no tenía importancia alguna para ella que yo estuviese allí o no. Hubiera querido darle algo, reconfortarla, ofrecerle unos brazos abiertos, o… ¿una buena taza de té? (a su debido tiempo se la ofrecería). No, debía escuchar. Escuchar ese pesar, esa expresión de lo intolerable. «Que cosa en el mundo —se habría preguntado quien la observara en aquel momento, marido, amante, madre, amigo, aun alguien que en un momento determinado hubiese llorado esas mismas lágrimas, pero en particular, desde luego, un marido o un amante— ¿qué puedes haber esperado de mí, de la vida, por Dios, que ahora lloras así? ¿No ves que es imposible, que eres imposible, que nadie podría haber recibido promesas suficientes como para justificar, siquiera, tales lágrimas… no lo ves?» Pero es inútil. Los ojos ciegos miran a través de uno, están viendo un enemigo ancestral que no es, gracias a Dios, uno mismo. No, es la vida, el azar, o el destino, una fuerza de este tipo, que ha golpeado a la mujer en lo más profundo del corazón, y allí permanecerá sentada siempre, balanceándose en su dolor arcaico y terrible, y los sollozos que desgarran su ser son uno de los pilares sobre los que debe descansar todo. Nada menos podría justificarlos.

Al cabo de un rato Emily se dejó caer hacia un lado, se quedó acurrucada, y al pasar el ritual a un tono totalmente diferente, se sorbió las lágrimas como una niña, lloró entrecortadamente un poco más y por fin se durmió.

Cuando despertó, en cambio, no volvió a la otra casa ni tampoco fue a la acera. Se quedó sentada, tratando de hallar una tregua. Y es probable que se hubiese quedado allí eternamente si alguien no la hubiera desafiado.

Gerald fue a verla. Había estado en casa antes, es verdad, y a menudo, a pedir consejo. Como su visita no era nada nuevo, no advertimos en aquel momento que su problema, nuestro problema, lo fuese. Tampoco él lo notó en aquel momento.

Quería hablar sobre una «banda de chicos» hacia los cuales sentía cierta responsabilidad. Estaban viviendo en el metro y subían a la superficie en busca de comida y provisiones. Aquello tampoco era una novedad. A mucha gente se le había ocurrido llevar su existencia en los subterráneos, aunque resultaba en general un poco extraño, dado que había tantas casas y hoteles vacíos. Podía ocurrir, no obstante, que la policía los buscase activamente, o que se tratase de criminales, y por ello encontrasen más seguro el metro.

Estos niños, pues, vivían como topos, o como ratas, bajo tierra, y Gerald consideraba que había que hacer algo, para lo cual solicitaba el apoyo y la ayuda de Emily. Quería desesperadamente que recobrase su energía y se la comunicase, junto con su fe y su competencia.

Su llamada era insistente, Emily se mantenía apática y distante. La situación no dejaba de ser cómica. Emily, mujer, allí sentada expresando con todo su ser el seco: «Quieres volver a tenerme, me necesitas… mírate, mi pretendiente, casi de rodillas, pero cuando me tienes no me valoras, me tomas como algo sin importancia. ¿Y qué hay de las otras?». La ironía le inspiraba las actitudes y los gestos, e irradiaba un resplandor de inteligencia lleno de crítica ante su mirada. Por su parte, Gerald sabía que era objeto de reproches y que sin duda era culpable de una u otra cosa, pero no había tenido la menor idea, hasta ese momento, de la profundidad de los sentimientos de ella ni de la magnitud de su propio crimen. Buscaba en su memoria todos los actos que en el momento de haber sido cometidos había intuido como delictivos y que ahora podía reconocer… si realmente lo intentaba y… estabadispuesto a intentarlo… ¿será esta, tal vez, la situación cómica por esencia?

Lo aguantó. Y también ella. Era como un niño, con su jersey destrozado y sus vaqueros raídos. Un muchachito muy joven, en realidad, este pirata, este joven cacique. Se le veía cansado, estaba ansioso. Daba la impresión de necesitar apoyar, en ese momento mismo, la cabeza en el hombro de alguien que le dijera: «¡Vamos, vamos, no es nada!». Daba la impresión de necesitar una buena comida y una noche de sueño realmente reparador. ¿Es necesario describir lo que ocurrió? Por fin, Emily sonrió, secamente y como para sus adentros, puesto que él no alcanzaba a ver por qué sonreía y ella, por su parte, no estaba dispuesta a ser desleal frente a él compartiendo la sonrisa conmigo. Emily, pues, reaccionó ante la llamada que él no tenía idea de estar haciendo, la verdadera llamada, mientras seguía explicando y exhortando con gran despliegue de lógica. En pocos minutos se encontraron discutiendo los problemas de su casa como dos padres jóvenes. Luego ella se fue con él y durante varios días no la vi, y solo por momentos llegué a comprender la naturaleza de este nuevo problema y de lo que resultaba tan difícil en el caso de estos «chicos» en particular. No me enteré de ello solamente por Emily. Cuando me reuní con la gente de la acera, todo el mundo hablaba de ellos. Eran un problema para todos.

Un problema nuevo. Al comprender por qué lo era, todos nosotros, los que aún ocupábamos casas, llegamos a aceptar hasta qué punto nos habíamos desplazado de aquella fase en que solíamos intercambiar cuentos y rumores sobre «esa gente de allá», sobre las tribus y bandas migratorias. En otra época, y de ello hacía bastante poco tiempo, contemplar, llenos de temor, el paso de una banda frente a nuestras ventanas había sido el límite de nuestro descenso hacia la anarquía. En otra época, pocos meses atrás, habíamos visto a las bandas como grupos totalmente al margen de todo orden. Ahora nos preguntábamos si no deberíamos unirnos a ellas. Sin embargo, lo esencial era que, si uno las estudiaba, si las comprendía, las bandas y las tribus tenían una estructura, semejante a la de los hombres primitivos o los animales, entre los cuales reina, en realidad, un orden estricto. Bastaba vivir un tiempo con gente que llevaba este tipo de vida para aprender las reglas, todas ellas no escritas, desde luego, pero uno sabía cuáles eran.

Y en este aspecto residía, precisamente, la diferencia de estos chicos nuevos. Nadie sabía qué cabía esperar de ellos. Antes, los numerosos niños sin padres se incorporaban de buen grado a otras familias, clanes o tribus. Eran desorbita dos y difíciles, cargados de problemas, desgarradores. No eran como los niños que vivían en una sociedad estable, pero era posible manejarlos dentro de los términos de lo conocido y comprendido.

No era este el caso de esta nueva «pandilla» de «chicos». O mejor dicho, pandillas, pues pronto nos enteramos de que existían otras. Nuestro distrito no era el único en que las jaurías de chicos muy jóvenes, como estos, desafiaban toda tentativa de asimilación. La verdad es que eran muy jóvenes. Los mayores no tenían más de nueve o diez años. Daban la sensación de no haber tenido nunca padres, de no haber conocido nunca el afecto atemperante de una familia. Algunos habían nacido en los subterráneos y habían sido abandonados. ¿Cómo habían sobrevivido? Nadie lo sabía, pero sobrevivir era lo que sabían hacer estos niños. Robaban lo que necesitaban para seguir viviendo, que en verdad era muy poco. Usaban ropa… solo la indispensable. Eran como… no, no eran como animales que, de cachorros, han sido lamidos y acariciados y que, como las personas, encuentran el camino hacia la buena conducta observando a sus modelos. Tampoco formaban una jauría, sino una serie de individuos que se mantenían juntos exclusivamente por la protección que da el número. No tenían lealtad recíproca o, de tenerla, era una lealtad caprichosa y circunstancial. En un momento podrían estar cazando en grupo, y matar a alguien de ese mismo grupo al instante siguiente. Se lanzaban unos contra otros obedeciendo a impulsos del momento. No había amistades entre ellos, solo alianzas de un instante, y aparentemente no parecían recordar lo ocurrido un minuto antes. Unos treinta o cuarenta componían la pandilla que merodeaba por nuestra vecindad, y por primera vez vi a la gente dar muestras incontroladas de verdadero pánico. Estaban a punto de llamar a la policía, al ejército. Obligarían a los chicos a salir del metro recurriendo a los gases, al humo…

Una mujer del edificio donde yo vivía se había aproximado con algunos alimentos para ver si «se podía hacer algo por ellos» y se encontró con dos de los chicos que buscaban provisiones. Les ofreció el alimento, que ellos comieron allí mismo, desgarrándolo y gruñendo y mostrando los dientes. Esperó, deseosa de hablar, de ofrecerles ayuda, más alimentos, un hogar incluso. Terminaron de comer y huyeron sin dirigirle una mirada. Se sentó entonces. Estaba junto a un viejo cobertizo cerca de la entrada del metro en el que la maleza y las hierbas asomaban a través del pavimento, un lugar a la vez abierto y protegido, a fin de poder huir corriendo si era necesario. Y fue necesario… mientras estaba allí sentada vio que la rodeaban por todas partes los chicos y que se acercaban sigilosamente a ella. Iban armados con arcos y flechas. Como no podía creer, según sus propios términos, que «estuviesen más allá de toda salvación», les habló en voz baja mencionando lo que podía ofrecerles, los riesgos que corrían al vivir de esa manera. Entonces comprendió, con una sensación de verdadero terror, que los chicos no la entendían. No, no era que no comprendiesen el lenguaje, ya que se comunicaban entre ellos con palabras reconocibles, aunque apenas… eran palabras, y no menos gruñidos, ladridos y gritos. Se quedó sentada inmóvil, segura de que cualquier impulso bastaría para que se esgrimiera un arco y le dirigieran una flecha. Habló todo el tiempo que pudo. Era, dijo, como hablar en el vacío, la experiencia más increíble de toda su vida. «Cuando los miraba, veía niños, esto era lo que no entraba en mi dura cabeza, que eran solo niños… pero eran malvados. Por fin me levanté y me fui. Y lo peor fue que uno de ellos vino corriendo y me tiró de la falda. No podía creerlo. Sabía que igual podría haberme clavado un cuchillo. Sonreía. Tenía un dedo en la boca y me tiraba de la falda. No era más que un impulso, ¿comprenden? No sabía lo que hacía. Al instante siguiente oí un grito y todos se lanzaron a perseguirme. Corrí, se lo aseguro, y solo me salvé entrando en ese viejo hotel Park de la esquina, donde pude librarme de ellos encerrándome en una habitación del cuarto piso hasta que oscureció».

Estos eran los niños que Gerald había decidido incorporar a su comuna. ¿Cómo se incorporarían a ella? Pues bien, de alguna manera, y de lo contrario, había esa otra casa grande dos calles más abajo, y tal vez Emily y él podrían, entre ambos, manejar las dos casas…

Hubo gran resistencia a esta iniciativa. De parte de todos. También de Emily. Sin embargo Gerald logró vencerla. Siempre lo conseguía, ya que, después de todo, era él quien los mantenía a todos, quien obtenía alimentos y provisiones, quien asumía la responsabilidad. Si él afirmaba que era posible, quizá… y si no eran más que unos «chicos», tenía razón, por lo menos en esto. «Son unos chicos, ¿cómo podemos dejar que se pudran allá abajo?».

Creo que los otros miembros de la comuna se reconfortaban pensando que «no vendrán, de todos modos». Estaban equivocados. Gerald sabía lograr que la gente creyera en él. Bajó al metro, fuertemente armado y en forma bien visible. Sí, estaba asustado… surgieron de agujeros, rincones y túneles, y aparentemente eran capaces de ver sin necesidad de mucha luz, mientras él estaba medio deslumbrado por la luz de la linterna. Estaba solo, allí abajo, era un enemigo, como todos, ya que les ofrecía algo cuyos términos ni siquiera conocían. A pesar de ello pudo lograr que le siguieran. Salió del metro como el Flautista de Hamelin, y los veinte niños que le siguieron corrieron gritando por toda la casa, abriendo las puertas con violencia y golpeándolas para cerrarlas, hundiendo los puños en el precioso polietileno que cubría las ventanas. Al oler los alimentos que se cocinaban, se detuvieron todos juntos esperando que llegase hasta ellos. Vieron que la gente se sentaba, chicos de su misma edad con adultos, espectáculo que les resultaba insólito. Parecían estar impresionados, o bien por el momento sus reflejos se habían detenido. ¿O quizá tenían curiosidad? Se negaron a sentarse a la mesa. Nunca lo habían hecho, ni tampoco se sentaron en el suelo con cierto orden para que les sirvieran, sino que se quedaron de pie, dando manotadas a la comida que pasaba junto a ellos servida en bandejas y tragándola en instantes, observándolo todo con ojos brillantes y crueles, tratando de comprender. Cuando la comida no fue suficiente para las cantidades que habían esperado, se dispersaron gritando y riéndose por toda la casa, rompiéndolo todo.

Inmediatamente el grupo se desintegró. Gerald se negaba a escuchar razones alegadas por los habitantes permanentes. Había algo en las condiciones de esos niños que Gerald no podía tolerar. Tenía que tenerlos con él, tenía que intentarlo y ahora no quería expulsarlos. Para entonces ya era tarde. Los otros se fueron. Bastaron unas pocas horas para que Gerald y Emily comprobaran que su «familia» se había ido en su totalidad, mientras ellos quedaban como padres de chicos que eran salvajes. Aparentemente Gerald había creído de buena fe que sería posible enseñarles reglas elaboradas para el bien de todos. ¿Reglas? Apenas comprendían lo que se decía. No tenían el concepto de la casa como un mecanismo, lo destruyeron todo, arrancaron todas las hortalizas, se sentaron en las ventanas para arrojar desperdicios a los que pasaban, como otros tantos monos. Estaban ebrios. Habían aprendido a embriagarse.

Desde mi propia ventana vi que Emily tenía un brazo vendado y fui a preguntarle qué le había ocurrido.

—No, nada grave —repuso con su risita seca, y seguidamente me contó que ella y Gerald, al bajar esa mañana a la parte inferior de la casa, habían hallado a los niños en cuclillas rascándose como monos en una jaula demasiado pequeña. Por todas partes había restos de carne asada a medias. Habían estado asando ratas. Junto a la casa había un acceso a algunas alcantarillas. Nada debajode la tierra podía ser extraño a estos niños, y habían bajado a las cloacas con sus hondas y sus arcos y sus flechas.

En el piso superior, Gerald y Emily habían discutido la táctica a adoptar. Su situación era melancólica. No habían podido encontrar a ninguno de sus propios niños, ni uno solo. Todos ellos habían partido hacia otras comunas o casas, o bien decidido que había llegado el momento de incorporarse a una caravana para partir definitivamente de la ciudad. Los dos estaban solos con los nuevos niños. Por fin ambos decidieron que era necesario intentar una incursión decidida y firme al piso inferior y una arenga razonable pero a la vez severa. Lo que se proponían era, en realidad, la inmemorial conversación de los adultos, con la cual apelan al sentido común y a la sensatez antes de tener que recurrir al castigo. La dificultad estribaba en que ningún castigo era posible para esos descastados a quienes todo les había acaecido ya. Emily y Gerald cayeron en la cuenta de que no tenían nada con que amenazarlos ni nada que ofrecerles, salvo los viejos argumentos de que la vida es más confortable para la comunidad cuando sus miembros mantienen el lugar limpio, comparten el trabajo, respetan la individualidad de cada uno. Sin embargo, esos niños habían sobrevivido sin que tales ideas se les hubiesen presentado jamás.

El hecho es que, no pudiendo pensar en algo distinto, los dos jóvenes padres bajaron y uno de los chicos corrió de pronto hacia Emily y la golpeó con un garrote. Y volvió a golpearla y gritó… y en un instante otro niño de corta edad se acercó a unirse al ataque. Gerald, al volar a socorrer a Emily, se vio a su vez golpeado, mordido, arañado por una docena de ellos. Tuvieron que recurrir a todas sus fuerzas para rechazarlos, a esos niños de los cuales ninguno tenía más de diez años. Y a pesar de ello, la inhibición contra el hecho de golpear o maltratar a un niño era tan fuerte en ellos que «nos paralizaba los brazos», según me explicó Emily. «¿Cómo es posible pegarle a un niño?», había preguntado Gerald, a pesar de tener Emily un brazo magullado. De pie allí, maltrechos, mientras la sangre salpicaba por todas partes, los dos jovencitos habían resistido a los niños con gritos más fuertes que los de ellos, tratando de razonar y persuadir. La respuesta a estas exhortaciones fue que los niños se agolparon en un grupo muy apretado en un rincón del cuarto, haciéndoles frente, mostrando los colmillos, sus palos en alto como para repeler un ataque, como si las palabras hubiesen sido proyectiles. Por fin Emily y Gerald se retiraron, sostuvieron otra conversación, decidieron intentar algo más, aunque no sabían bien qué. Aquella noche, acostados en su cama en el piso superior de la casa, notaron olor a humo. Los chicos habían incendiado la planta baja, exactamente como si la casa no fuese el lugar que los cobijaba. Se logró extinguir las llamas y una vez más los pequeños salvajes se amontonaron detrás de sus armas mientras Gerald, dominado por la emoción, porque simplemente no podía soportar que esos niños no fuesen salvados (para que, era sin duda algo que ninguno de nosotros preguntaba), suplicó y razonó y persuadió. Una piedra lanzada por una honda lo golpeó junto al ojo y le produjo un corte sobre el pómulo. ¿Qué hacer?

No era posible expulsar a los niños. ¿Quién podría expulsarlos? No, con sus propias manos Gerald había abierto esas puertas a los invasores y ahora se quedarían. ¿Por qué no? Tenían gran cantidad de ropa de cama, vestidos, un lugar para consumir combustible. Nunca habían estado abrigados antes. La verdad es que la casa no tardaría en ser destruida por el fuego. Había estado ordenada y limpia. Ahora había comida por todas partes, en el suelo, las paredes, el techo. Olía a excremento. Los niños utilizaban los rellanos, y aun los cuartos donde dormían. Ni siquiera tenían el instinto de limpieza de los animales, ni tampoco el de la responsabilidad. En todos los aspectos eran peor que los animales y peor que los hombres.

Amenazaban a todos en la vecindad y se había convocado una reunión general en la acera para el día siguiente. Acudiría gente de los apartamentos y de las casas cercanas. Me invitaron. El hecho de que las barreras entre los ciudadanos y la vida de la calle hubiese desaparecido era prueba de la seria amenaza que representaban estos niños.

La tarde siguiente salí, pero tuve la precaución de encerrar a Hugo en mi dormitorio, cerrando la puerta con llave y corriendo los cortinajes.

Era una tarde de otoño y el sol estaba bajo y frío. Las hojas volaban por todas partes. Nos reunimos una gran masa de gente, quinientas personas o más, y todo el tiempo acudían otras. En una pequeña plataforma improvisada con ladrillos había unos seis líderes. Emily estaba allí con Gerald.

Antes de iniciarse las conversaciones, llegaron los niños de quienes debíamos ocuparnos y permanecieron algo apartados, escuchando. Eran ahora unos cuarenta. Recuerdo que a todos nos animó el hecho de que estuvieran con nosotros, que hubiesen venido… ¿espíritu de comunidad, tal vez? Por lo menos habían comprendido que se celebraba una reunión relacionada con ellos. Habían captado algunas palabras y comprendido lo mismo que nosotros… y entonces comenzaron a golpear con los pies y a cantar: «Yo soy el rey del castillo y tú eres un bandido». Fue algo aterrador. Esta antigua canción infantil era una canción bélica, la habían convertido en ello, estaban viviéndola. No obstante, había algo más. Todos vimos cómo las palabras familiares podían escapar a su intención y nosotros a las nuestras… Habíamos cambiado. Aquellos niños éramos nosotros mismos. Lo supimos entonces. Permanecimos allí, hoscos, llenos de malestar, escuchando. Fue con el acompañamiento de este canto estridente y burlón que Gerald empezó a describir la situación. Entretanto había aprensión, inquietud entre la multitud, debida a algo más que a la presencia de los niños o a nuestro reconocimiento de nosotros mismos. Era en verdad como una «reunión masiva» del mundo común, y teníamos todas las razones posibles para temer reuniones de este género. Sobre todo, lo que más temíamos era atraer la atención de la Autoridad… que «ellos» reparasen en nosotros. Gerald, razonable como siempre, explicó cuan esencial era, por el bien de todos nosotros, salvar al niño; y nosotros, allí juntos, hombro con hombro, escuchando una vez más a una persona que nos hablaba desde arriba, desde una plataforma, pensábamos que esa era una calle de uno de los muchos suburbios, que nuestro confortable hábito de vernos solo a nosotros mismos, a nuestras calles y a sus entusiastas actividades, era una manera de poder afrontar el temor. Una manera útil. Nosotros no éramos importantes y la ciudad era grande. Podíamos proseguir con nuestras vidas menudas y precarias merced a nuestro sentido común que hacía que Ellos no reparasen en nosotros. Los que optaban por ignorar eran cada vez más, pero a pesar de ello no podían aceptar que se incendiase una casa o una calle, ni que una pandilla de niños sin control de nadie aterrorizase a todo el mundo. Tenían sus espías entre nosotros. Sabían todo lo que ocurría.

Tal vez al describir, como he hecho, solo lo que ocurría entre nosotros, en nuestra vecindad, no he podido presentar un cuadro suficientemente claro de la forma en que funcionaba nuestra sociedad, tan notable a esas alturas… pero que, después de todo, funcionaba. Todo aquel tiempo, mientras la vida ordinaria se esfumaba o encontraba nuevas formas, la estructura del gobierno continuaba, a pesar de su pesadez y torpeza y de estar cada vez más ramificada. Casi todos los que tenían algún tipo de empleo pertenecían a la administración —… sí, naturalmente nosotros, la gente corriente, hacíamos chistes sobre el mecanismo gubernamental que se mantenía para que los privilegiados tuviesen empleos y salarios—. Y algo de cierto había en ello. Lo que hacía en realidad el gobierno era adaptarse a los acontecimientos mientras fingía, probablemente aun frente a sí mismo, llevar la iniciativa. Además los cuerpos judiciales seguían trabajando, muchos de ellos. Los procedimientos de la ley eran infinitamente complicados y largos, o bien inesperados y draconianos, como si la impaciencia de los representantes de la ley con sus propios procedimientos y jurisprudencia los impulsase a abandonarlos de pronto, desvirtuados y alterados, para que luego los nuevos también pasaran a desarrollarse con la misma lentitud que los reemplazados. Las prisiones estaban tan llenas como siempre, a pesar de que se venían descubriendo expedientes para vaciarlas. Se cometían muchos delitos, además de los que parecían encuadrarse dentro de categorías nuevas e imprevistas que ahora se registraban a diario. Reformatorios, reformatorios de sistema Borstal, hogares para niños abandonados, asilos para ancianos, todas estas instituciones proliferaban y eran lugares violentos y horrorosos.

Todo marchaba. Marchaba de alguna manera. Marchaba sobre el filo que separaba, por un lado lo que la autoridad toleraba y, por el otro, lo que no podía tolerar. Ese mitin nuestro estaba fuera de lo tolerado. Muy pronto llegaría la policía con una escuadra de coches patrulla, y se llevaría a la fuerza a esos niños y los pondría tras rejas, en un «hogar» donde no sobrevivirían ni una semana. Nadie que conociera su historia podía sentir más que compasión hacia ellos. Ni uno de nosotros les deseaba que acabaran en un «hogar», pero tampoco deseábamos, ni podíamos tolerar, una visita de la policía que llevaría al conocimiento oficial de una serie de mecanismos cotidianos de supervivencia que no eran legales. Casas habitadas por gente que no eran sus dueños, jardines en los que se cultivaban alimentos para gente que no tenía derecho a comerlos, plantas bajas de edificios utilizadas como establos para cobijar caballos y asnos, que se usaban como medios de transporte para los innumerables negocios de poca monta que florecían en forma legal, negocios donde todas las riquezas de la antigua tecnología eran adaptadas y transformadas, minúsculos criaderos de pavos, de pollos, de conejos, toda esa nueva vida, en fin, surgida como los retoños que brotan debajo de viejos árboles, era ilegal. Nada de todo esto estaba permitido. Nada de esto existía oficialmente. Y cuando «ellos» se veían obligados a ver todas esas cosas, enviaban tropas o a la policía para eliminarlas. Las visitas de este género eran mencionadas en los titulares, en los carteles, o en las noticias radiofónicas que señalaban que «Tal y tal calle ha sido limpiada hoy». No obstante, todo el mundo sabía con exactitud qué había sucedido y daba gracias a su buena fortuna de que se tratara de la calle de otros.

Esta «limpieza» era lo que todos temíamos más que nada, pero a pesar de este temor estábamos tentándolos, a «Ellos», al reunimos en masa. Gerald siguió hablando en un tono emotivo y desesperado, como si el acto mismo de hablar pudiese llevar a una solución. En un momento determinado dijo que la única forma de manejar a los «chicos» era separarlos y distribuirlos entre los grupos de uno en uno y de dos en dos. Recuerdo las burlas que surgieron entre los chicos y sus rostros blancos y furiosos. Cesaron de bailar su patética danza guerrera y se quedaron inmóviles, muy juntos todos, mirando hacia afuera, con las armas preparadas.

Sobre las cabezas de la multitud apareció un muchacho, aferrado con un brazo al tronco de un árbol al que había trepado.

—¿Para qué hacemos esto? —gritó—. Si vinieran ahora sería nuestro fin. No nos preocupemos tanto por esos chicos. Y si queréis saber mi opinión, creo que debemos informar a la policía y terminar con el asunto. No podemos manejarlo. Gerald lo intentó… ¿no, Gerald?

El muchacho desapareció al descender del tronco.

Le tocó hablar a Emily. Aparentemente alguien se lo había pedido. Se subió a la pila de ladrillos con una expresión grave y preocupada y dijo:

—¿Qué pueden esperar? Estos chicos se defienden. Es lo que han aprendido. ¿No deberíamos quizá insistir? Yo me ofrezco, si otros están dispuestos.

—No, no, no —se oyó desde varios puntos entre la multitud. Alguien gritó—: Tienes un brazo roto, por lo que veo.

—Fue el rumor el que me rompió el brazo, no los chicos —respondió Emily con una sonrisa, y unos cuantos rieron a su vez.

Y allí estábamos. No sucede a menudo que un grupo de gente tan numerosa pueda permanecer indecisa frente a una decisión. Llamar a la policía significaría una verdadera caída del nivel de lo que podíamos tolerarnos mutuamente, y no nos decidíamos a dar ese paso.

Un hombre gritó:

—Yo mismo llamaré a la policía y después podéis véroslas conmigo. Tenemos que llamarla, pues de lo contrario toda la vecindad estará en llamas una de estas noches.

Y ahora los niños mismos comenzaron a retroceder, formados siempre en su apretada banda, aferrando sus palos, piedras, hondas.

Alguien gritó:

—Se van. —En efecto, se iban. La multitud se agitó y se movió, tratando de ver a los niños que corrían por la calle, hasta que se perdieron en la penumbra del atardecer.

—¡Qué vergüenza! —gritó una mujer—. Están asustados, los pobrecitos.

En aquel momento hubo otro grito:

—¡La policía! —Y todo el mundo echó a correr. Desde las ventanas de mi apartamento, Gerald, Emily, yo y otros más vimos llegar rugiendo a los enormes camiones cerrados con su parpadeo de reflectores y sus sirenas. No había nadie en la calle. Los vehículos pasaron en formación, dieron la vuelta alrededor de un bloque y volvieron a pasar. La patrulla de monstruos con su estruendo metálico, sus alaridos, sus chillidos, recorrió varias veces las calles silenciosas, durante media hora aproximadamente, «enseñando los dientes», como decíamos nosotros, y luego se alejó.

Lo que «ellos» no podían tolerar ni aun ahora, era nada que se asemejase a una reunión pública, que pudiera significar una amenaza para ellos. Extraordinario, patético, porque lo último que le interesaba a nadie en aquel momento era un cambio de gobierno. Solo queríamos olvidar al gobierno.

Cuando las calles quedaron tranquilas, Emily y Gerald fueron a la otra casa para ver si los niños habían ido. Habían estado allí, pero se habían marchado inmediatamente llevándose consigo sus pequeñas pertenencias, palos y piedras, pedazos de rata asada, patatas crudas.

Los dos tenían la casa a su entera disposición. Nada les impedía organizar una nueva comuna allí. ¿O bien sería posible restablecer la anterior? No, desde luego que no. Algo orgánico, algo que había crecido de manera natural, había quedado destruido.