Creo que este es el lugar indicado para decir algo más acerca de «ello». Aunque no hay, desde luego, un lugar o un momento «indicado», ya que no hubo un momento determinado que marcase —entonces, no ahora— su comienzo. A pesar de todo hubo un período en el cual todo el mundo hablaba de «ello» y sabíamos que hasta poco antes no lo habíamos hecho. Un ingrediente distinto había aparecido en nuestras vidas.
Tal vez habría sido mejor comenzar esta crónica intentando describir de forma completa este «ello». ¿Es posible, no obstante, escribir la crónica de cualquier cosa sin que este «ello», bajo una u otra forma, sea el principal tema? Tal vez, el «ello» sea verdaderamente el tema de toda la literatura y la historia, como una escritura con tinta invisible entre líneas, que surge con nítidos contornos negros para atenuar las viejas líneas impresas que conocíamos tan bien, de la misma manera que la vida, personal o bien pública, se desarrolla de pronto para hacernos presenciar algo que nunca habríamos creído posible; vemos el «ello» como el fondo agitado de los hechos, de la experiencia… Muy bien, entonces, ¿qué era«ello»?… Estoy segura de que desde que existieron hombres en la tierra se ha hablado del «ello», precisamente en estos términos, en épocas de crisis, puesto que es en la crisis donde el «ello» se vuelve visible y nuestra soberbia se derrumba frente a su fuerza. «Ello» es, en efecto, una fuerza, un poder, que toma la forma de terremoto, de cometa aparecido de pronto, cuya malignidad se aproxima cada vez más, noche tras noche, deformando todas las ideas mediante el temor… «ello» puede ser, ha sido, la peste, la guerra, la alteración del clima, la tiranía que deforma la mente de los hombres, el salvajismo de una religión.
«Ello», en resumen, es la palabra que describe la ignorancia impotente, o bien la conciencia impotente. ¿Será la palabra que describe lo inadecuado que es el hombre?
—¿Has oído algo nuevo sobre ello?
—Tal y Tal dijeron por último que ello…
Peor aún es cuando se llega a la etapa de «Has oído algo nuevo», cuando «ello» lo ha absorbido todo, y nadie se refiere a otra cosa cuando se pregunta qué mueve nuestro mundo. Ello. Solo ello, palabra mucho peor que «ellos», porque «ellos» al menos también son humanidad, pueden ser movidos, son impotentes, como nosotros.
«Ello» era, tal vez, en este punto de la historia sobre todo, la comprensión de que algo tocaba a su fin.
¿Cómo podía expresar Emily en palabras lo que sentía? Podría describir esto, quizá, con los términos que describen esa imagen de ella misma barriendo, barriendo el aprendiz de brujo obligado a trabajar en un jardín perverso contra oleadas de hojas muertas que nunca podría apartar, por muchos esfuerzos que hiciera. Su sentido del deber, pero expresado en imágenes… no podía decir de sí misma que sí, que era una niña buena en lugar de una niña mala y sucia, una niña buena que debía amar y proteger a su hermano, el bebé indefenso, impotente, con su sonrisa de amable indiferencia, ambos allí sentados, desaliñados y desganados con su lana blanca húmeda y maloliente. «Era tan difícil», podría haber dicho. «Todo era tan difícil, tanto esfuerzo, tan pesado, todos esos chicos en la casa, ni uno de ellos dispuesto a hacer nada si yo no los empujaba, que se volvían contra mí como si fuera un tirano y se reían de mí; aunque no era necesario, podrían haber tenido un trato igual y sencillo de haber hecho su parte, pero no, siempre tenía que vigilarlo todo, peinarles ese pelo sucio y ver si se habían lavado, y luego todas esas llagas que les salían cuando no comían como es debido, y el olor horrible a desinfectante todo el tiempo, el que mandaba el gobierno, y la forma en que enfermó June, casi enloquecí de preocupación, estaba enfermando sin que yo supiera por qué… Eso era, que nunca había una buena razón para nada, y yo trabajaba y siempre era lo mismo, pasaba algo y luego todo se venía abajo».
Sí, probablemente así sonaría la versión de Emily de aquella época.
Cuando June volvió con Emily a mi apartamento un día, aproximadamente dos semanas después de su iniciación como mujer —lo expreso así porque evidentemente así lo sentía ella—, había cambiado físicamente, en todo sus aspectos. La experiencia le había marcado el rostro, que ahora era más indefenso, más demacrado que nunca. Además parecía mayor que Emily. Su cuerpo tenía aún la solidez de la cintura propia de una niña y los senos le habían crecido sin tomar forma. La ansiedad, o el amor, la habían llevado a comer lo suficiente para engordar. Vimos a esa niña de once años tal como sería en su edad madura: el cuerpo macizo y duro, la expresión que siempre albergaba, que parecía poder albergar, las dos cualidades opuestas: la paciente impotencia de la víctima y la aguda curiosidad de la utilizadora.
June no estaba bien. Nuestras preguntas le arrancaron que esto no era nada nuevo, que hacía tiempo que no se sentía bien. ¿Síntomas?
—No sé, me siento mal, ya saben qué quiero decir.
Tenía frecuentes dolores de estómago y dolores de cabeza. Le faltaba energía… aunque no cabía esperar energía en una Ryan. Simplemente «no se sentía bien en ninguna parte del cuerpo, todo iba y venía, en realidad».
Este mal no era propio solo de June. Muchos de nosotros lo conocíamos.
Dolores y malestares diversos, indisposiciones que iban y venían, pero no conforme con las condiciones y épocas señaladas por los médicos. Infecciones que parecían provenir de un foco corriente, ya que se extendían por toda la población como una epidemia, pero no con la uniformidad propia de estas. Indicaban su presencia con síntomas diferentes en cada víctima, como erupciones sin causa aparente, enfermedades nerviosas que desembocaban en accesos de demencia, o causaban tics y parálisis, tumores y enfermedades cutáneas, dolores y molestias que «vagaban» por todo el cuerpo, enfermedades enteramente nuevas que durante un tiempo eran identificadas con las antiguas por falta de información, hasta que resultaba evidente que se tratabade enfermedades nuevas, muertes misteriosas, agotamiento y apatía que mantenían a muchos postrados en cama durante semanas y llevaban a los parientes, y aun a ellos mismos, a utilizar términos como fingir y neurótico, y otros más, hasta que luego, al desaparecer de pronto, liberaban a los pobres pacientes de la crítica y de las dudas frente a sí mismos. En resumen, se registraba desde hacía bastante tiempo un aumento general de la morbilidad tanto tradicional como de reciente aparición, y cuando June se quejaba de «no sentirse bien en ninguna parte del cuerpo, ¿saben lo qué quiero decir?», nosotras lo sabíamos, ya que el mal era suficientemente corriente como para ser reconocible como una enfermedad en sí. June decidió mudarse a vivir con nosotras, «por unos pocos días», según nos dijo, aunque lo que necesitaba era escapar de las presiones, psicológicas o de otra especie, de la casa de Gerald, y Emily y yo sabíamos, aunque June lo ignorara, que habría deseado irse de allí para siempre.
Ofrecí a June el sofá de la sala, pero ella prefirió un colchón sobre el suelo del cuarto de Emily y hasta creo que dormía en él, aunque a veces, como era natural, me interrogaba al respecto. En silencio. Con harta frecuencia había experimentado una reacción de asombro a preguntas formuladas con la mayor inocencia. En realidad ignoraba si Emily y June habrían considerado el lesbianismo como la cosa más normal del mundo o, por el contrario, algo inmoral. Los estilos en materia moral habían cambiado de forma tan aguda y con tanta frecuencia a lo largo de toda mi vida, y eran asimismo tan diferentes en los distintos sectores de la comunidad, que hacía tiempo había aprendido a aceptar cualquier norma establecida para un tiempo y lugar concretos. Me inclino a creer, más bien, que las dos chicas dormían abrazadas en busca de mutuo consuelo. Evidentemente no podía tener dudas, después de lo que me había contado Emily, acerca de cómo debía de sentirse ahora que tenía a la niña, su «amiga de verdad» a solas con ella allí. Casi a solas… ya que estábamos también Hugo y yo. Por lo menos no tenía continuamente tanta gente a su alrededor.
Emily intentó hacer de «enfermera» para June. Quiero decir que hacía aspavientos e insistía en alimentarla. El hecho es que un Ryan no come como una persona cualquiera. June mordisqueaba de esto y de aquello y tenía infinidad de antojos y antipatías. Probablemente sufría, según opinión de Emily, de deficiencias vitamínicas, pero ella replicaba:
—Para mí eso no quiere decir nada. Nunca como de otro modo, ¿sabes? Aunque es verdad que ahora me siento mal por dentro y en todas partes, ¿no? Y no me sentía mal antes.
Así pues, si se preguntaba a June cómo era «ello» en su propio caso, habría sido muy probable que respondiera:
—Pues… de veras que no lo sé, pero me siento mal por dentro y en todo el cuerpo.
Quizá, en definitiva, sea necesario caracterizar «ello» como una especie de nube o de emanación aunque invisible, como el vapor de agua que, según sabemos, está presente en el aire del cuarto donde estamos, forma parte del aire presente allí cuando miramos por una ventana… nuestros ojos atraviesan el aire, eso nos dice la inteligencia cuando miramos al gorrión comiendo insectos de una ramita. Y sabemos asimismo que el aire es en parte vapor de agua, que en cualquier momento —al llegar una ráfaga de aire frío de otro lugar— se condensará en forma de niebla o bien caerá como lluvia. «Ello» estaba en todas partes, en todo, circulaba en nuestra sangre, en nuestra mente. «Ello» no era algo que fuera posible describir de una vez por todas, ni identificar con precisión, ni mantener estable. «Ello» era una enfermedad, una fatiga, unos forúnculos. «Ello» era el dolor de ver a Emily, una niña de catorce años, encerrada dentro de su necesidad de… barrer hojas muertas. «Ello» era el precio o la ineficiencia de los servicios de electricidad, los teléfonos que no funcionaban, las tribus trashumantes de caníbales. «Ello» eran ellos y sus extravagancias. «Ello» era, en fin, lo que una experimentaba… y estaba en el espacio detrás de la pared, movía a los actores de detrás de la pared tanto como en nuestro mundo ordinario, donde una hora sucedía a la otra y la vida obedecía a las unidades clásicas, como en una especie de obra teatral.
Al terminar aquel verano, el estado de cosas era tan malo en el espacio detrás de la pared como de este lado, el nuestro. O quizá era solamente que veía lo que ocurría allí con mayor claridad. En lugar de entrar en un cuarto o un pasillo, donde había una puerta que daba a otros cuartos y pasillos, de tal modo que mantenía un sentido de las oportunidades y las posibilidades, aunque siempre limitadas por el siguiente recodo del pasillo, por la posibilidad de que se abriera la puerta siguiente… la sensación de abundancia, de espacio que se abría siempre y se ampliaba dentro de un marco de orden del que yo formaba parte integrante… Mas ahora parecía como si se hubiese desplazado una de las perspectivas y yo estuviese contemplando las series de cuartos desde arriba, o bien como si me desplazase a través de todos ellos a tal velocidad que podía visitarlos todos casi a la vez y de forma definitiva. Sea como sea, el sentimiento de sorpresa, de expectativa, había desaparecido, y hasta podría haber afirmado que estas series y conjuntos de cuartos, hasta tan poco tiempo atrás llenos de alternativas y posibilidades, habían absorbido algo de la atmósfera claustrofóbica del ámbito de lo «personal», con sus necesidades rígidas. Al mismo tiempo, el desorden nunca había sido tan grande allí. A veces tenía la sensación de que todos aquellos cuartos habían sido cuidadosamente instalados, correctos hasta en sus últimos detalles, solo con el fin de volver a arrasarlos, como si una vasta residencia hubiese sido ocupada y decorada con un despliegue de un centenar de maneras, modalidades, épocas diferentes, pero arbitrariamente, no en orden consecutivo, ni para dar el sentido de la evolución de un estilo hacia el siguiente. Instalados, perfeccionados y luego derribados.
Me resulta imposible dar una idea, aproximada siquiera, de la ruina de esos cuartos. A veces no podía ni entrar en alguno de ellos, tan repleto estaba de muebles crujientes y desvencijados. Otros habían sido utilizados, o por lo menos era tal su aspecto que parecían vertederos de desperdicios y estaban llenos de malolientes montones de basura. Otros tenían el mobiliario cuidadosamente dispuesto, pero carecían de techo o bien las paredes estaban resquebrajadas. Una vez, en el centro de un cuarto de estilo formal y suntuoso, francés del Segundo Imperio, tan sin vida como si lo hubiesen dispuesto para un museo, vi los restos de una fogata encendida sobre un trozo de hierro viejo, unos cuantos sacos de dormir esparcidos de cualquier modo, una gran olla llena de patatas cocidas, cerca de la pared y con una docena de pares de botas. Comprendí que los soldados volverían de pronto y que sí quería salir con vida debía irme. Ya había allí un cadáver, cuya sangre seca manchaba la alfombra sobre la cual yacía.
Con todo, con todas aquellas pruebas de destrucción, no podía, ni aun en ese momento, trasladarme detrás de la pared sin que se apoderase de mí algo de la antigua expectación, esperanza, nostalgia aun. Con razón, porque cuando la anarquía estaba en su punto máximo y yo casi había perdido el hábito de esperar nada, salvo cuartos destrozados y sucios, hice una visita en la que hallé lo siguiente… Me encontré en un jardín rodeado por cuatro paredes, viejas paredes de ladrillos, y había un cielo despejado y hermoso sobre mí que comprendí era el cielo de otro mundo distinto del nuestro. Este jardín tenía unas pocas flores, pero abundaban las verduras. Había parterres cuidadosamente cultivados con hortalizas, hojas verdes de zanahorias, lechugas, rabanitos, además de tomates y arbustos de grosellas y melones. Algunos parterres estaban rastrillados y preparados para plantar, otros aparecían lavados y estaban abiertos al sol y al aire. Era un lugar pleno de industriosidad, utilidad, esperanza. Me paseé por allí, bajo el cielo generoso, y pensé en la gente que se alimentaría con ese huerto. Pero esto no era todo, por cuanto comprendí que debajo del huerto había otro. Pude llegar con facilidad hasta él por una rampa de tierra apisonada, y hasta tenía escalones de piedra, según creo recordar. Estaba yo en este jardín inferior situado inmediatamente debajo del otro y que ocupaba el mismo espacio. La sensación de bienestar y seguridad que me dio es, en realidad, indescriptible. Tampoco contaba este jardín inferior con menor cantidad de sol, viento y lluvia que el superior. También aquí se veían las altas paredes de ladrillo templado por el tiempo y los parterres dispuestos en grado variable para su cultivo y aprovechamiento. Había un viejo rosal de exquisita belleza contra una pared. Las rosas eran de un color amarillo suave y su perfume inundaba todo el ámbito del jardín. Los claveles y la reseda crecían junto a la piedra vieja bañada de sol. Eran las flores de antes, pequeñas pero a la vez sutiles e individuales. Todas las flores tradicionales de nuestra casita rural estaban allí entre los puerros, los ajos y la menta. Había un jardinero. Lo vi en el momento en que advertí estar escuchando con deleite el rumor del agua que corría cerca de mis pies, donde había un canal abierto en la tierra, con hierbas y pastos diminutos a lo largo de sus bordes. Junto a la pared, la zanja era de piedra y más ancha. El jardinero estaba inclinado sobre el pequeño curso de agua, que entraba en el jardín desde el exterior por una baja abertura verde y aterciopelada de musgo. En torno a cada parterre había agua clara, y el jardín estaba surcado por una red de zanjas de riego. Y al mirar hacia arriba y detrás de la pared, vi que el agua llegaba de las montañas a cuatro o cinco millas de distancia. Había nieve sobre ellas, a pesar de estar a mediados de verano, y esa agua era nieve fundida, muy fría, con el gusto del aire que soplaba sobre las montañas. El jardinero se volvió cuando corrí hacia él para preguntarle si tenía noticias de la persona cuya presencia era tan intensa en ese lugar, tan penetrante como el perfume de las rosas, pero se limitó a hacer un gesto con la cabeza y reanudó su trabajo entre los parterres. Miré a lo lejos, hacia las montañas y la llanura que nos separaba, con poblaciones y grandes casas de piedra en medio de jardines, y tuve la impresión de contemplar un submundo, tan extenso y productivo como el mundo a cuyo nivel debía volver ahora. Me encaminé nuevamente hacia este y vi las viejas paredes tibias con el sol de la tarde y oí correr el agua por todas partes a pesar de no haberla oído al detenerme antes allí. Di pasos cortos, llenos de cautela, de un punto sólido pero húmedo al siguiente, entre el aroma de la menta que me llegaba a la altura de las rodillas y con el zumbido de las abejas en los oídos. Contemplé el alimento creado por la tierra, el alimento que nos mantendría durante el invierno, el alimento para la humedad de este mundo. Jardines bajo jardines, jardines sobre jardines. Las superficies capaces de alimentar la tierra se doblaban, se triplicaban, interminables… la abundancia, la riqueza, la generosidad…
Y al regresar a mi vida ordinaria vi a June, apática, en un sillón profundo, agitando la cabeza con una sonrisa paciente ante el plato que le ofrecía Emily.
—Pero… tiene que comer, ¿no? —me dijo Emily con la voz áspera de preocupación, y cuando la niña siguió sonriendo y rechazando la comida, Emily se volvió bruscamente y colocó el plato delante de Hugo, que, consciente de que se le utilizaba como ilustración de un rechazo, como si ella hubiese arrojado la comida al cubo de basura, apartó la cabeza. Vi entonces a Emily, toda remordimiento afectuoso, sentarse junto a su esclavo desdeñado para hundir la cara en el pelo del animal, como en otra época hiciera con tanta frecuencia. Vi cómo él volvía lentamente la cabeza hacia ella, a pesar de su intención de no responder ni, mucho menos, evidenciar placer. A pesar de sí mismo, le lamió brevemente la mano, con la expresión de quien hace algo que no desea hacer, pero que no puede evitar… Y Emily se quedó junto a él y lloró, lloró. Allí estaban los tres, June con su enfermedad, fuera lo que fuese, la fea bestia amarilla con su humildad, sufriendo ese dolor del corazón, y la arrogante muchachita, Emily. Me quedé inmóvil con los tres y pensé en los jardines, el uno sobre el otro, tan próximos a nosotros, detrás de una pared que a esa hora del día —era al atardecer— se extendían mudos, sin profundidad, sin promesa. Pensé en las riquezas reservadas a estos seres y a otros como ellos y, a pesar de que era difícil retener el conocimiento de aquel otro mundo con sus perfumes y sus aguas juguetonas y sus innumerables plantas mientras me hallaba allí sentada, en ese cuarto opaco y raído de nuestros días, con la calle afuera hirviendo como de costumbre con su vida tribal, logré retenerlo. Lo retuve en la mente. Pude hacerlo. Sí, hacia el final sucedió así. La intuición de aquella vida, o vidas, se hizo más poderosa y frecuente en la vida «ordinaria», como si aquel lugar estuviese alimentándonos y sosteniéndonos y deseara que tuviésemos conciencia del hecho. La brisa soplaba de un punto a otro. El aire de un lugar era aire del otro. Cuando iba a la ventana después de una incursión en el espacio que se extendía detrás de la pared, se registraba una duda y la mente vacilaba y se serenaba ante la convicción de que no; lo que contemplaba era la realidad, era la vida real. Estaba ubicada en lo que cualquiera hubiera aceptado como lo normal.