Las cosas siguieron marchando mejor entre Emily y yo después de mi visita a su otro hogar. Una mañana pude, por ejemplo, hacer un comentario sobre su cara húmeda de llanto y sus ojos hinchados. No había estado en casa de Gerald el día anterior y tampoco parecía tener intención de ir en aquel momento. Era ya mediodía y no se había vestido. Llevaba lo que había usado para dormir, una prenda de algodón que recordaba una camisa antigua y que en otro tiempo había sido un vestido de verano. Estaba sentada en el suelo rodeando a Hugo con los brazos.
—La verdad es que no veo qué hago allí —comentó, pero el comentario era más bien una pregunta.
—Yo hubiera dicho, más bien, que allí lo haces todo.
Me miró sin parpadear y sonrió, con una sonrisa amarga, pero a la vez espontánea:
—Sí, pero si no lo hiciera yo, lo haría otra.
Bien, yo no esperaba algo así. Era, por así decirlo, una idea demasiado adulta. Al mismo tiempo que la felicitaba mentalmente por haberla expresado, reaccionaba con alarma, porque el lado opuesto de dicha idea, su proyección, es en verdad sombría y puede llevar al desaliento y la desesperación de todo género. Con frecuencia es el primer paso, para no hablar con circunloquios, hacia el suicidio… o por lo menos, es la más mortífera entre las ideas que nos despojan de toda energía.
Eludí una respuesta directa y dije:
—Es verdad. Es verdad para todos nosotros. ¡Pero ello no quiere decir que todos podamos quedarnos en cama! Lo que yo tengo en mente, te diré, es «por qué te sientes así en este momento». En este. ¿Qué lo provocó?
Emily sonrió. La verdad es que era muy rápida, muy perspicaz:
—¡No, no pienso degollarme! —Y luego, cambiando totalmente de ánimo, en un impulso repentino exclamó—: Aunque si me matara, ¿qué importaría?
—¿Es Maureen? —le pregunté. No pude impedirlo.
Mi estupidez le permitió contenerse. Estaba una vez más en su nivel normal. Me miró, me miró… ah, con esas miradas que yo debía recoger sin cesar como golpes suaves y burlones. Esta significaba: «¡Qué melodrama! ¡No me quiere a mí, quiere a otra!».
—Maureen… —el nombre se le escapó, como un encogimiento de hombros y, en realidad, también se encogió de hombros. Luego, como una transición, concedió—: No es Maureen, en realidad, en este instante es June.
Se quedó observándome, esperando, con una leve sonrisa agria, a que se oyera mi:
—¡No, qué disparate, no puede ser!
—No está bien, ¿verdad? —me remedó.
—Pero… ¿qué edad tiene?
—En realidad tiene once años, pero ella dice tener doce.
Sonreía ahora con una sonrisa surgida de su verdadera filosofía de la vida. Mi enérgica desaprobación era una fuente de energía para ella y hasta se irguió mientras se echaba a reír. Mi propia lengua iba rechazando, una tras otra, un surtido de verbalizaciones, ninguna de la cuales, según sabía, podría ser acogida más que con burla. Por fin me hizo objeto de ella al decir:
—Bueno, por lo menos no pude quedarme embarazada, eso ya es algo.
No tenía intención de ceder.
—Sea como sea —dije—, no puede ser bueno para ella.
La sonrisa de Emily cambió. Ahora era melancólica, algo envidiosa, tal vez. Quería decirme: «Olvida que no estamos en posición de permitirnos sus propias normas.Nosotros no somos tan afortunados. ¿No lo recuerda?».
Frente a esta sonrisa callé, hasta que ella dijo:
—Usted está pensando «¡No es más que una niña, qué mal está!», o cosas por el estilo, pero yo pienso que June era mi amiga y ahora ya no lo es.
Esta vez realmente no supe qué decir. ¿Qué sinsentido era ese? Si June no era su amiga ahora, lo sería dentro de una semana, cuando Gerald dirigiera su atención a una de las otras. En un momento —cosa que parecía suceder diez veces al día— Emily había pasado de un terreno de sofisticación muy lejano a mí (dando a esta palabra la acepción de tolerancia, comprensión, hacia cómo se desarrollan los hechos) a ser una niña, verdaderamente una niña, como las que había antes… Me encogí de hombros y la dejé con su problema. No podía ayudar, y esa conversación tan fluctuante había sido demasiado para mí.
Emily vivió mi gesto como una condena, porque exclamó:
—Nunca tuve a nadie antes, a nadie realmente íntimo, como era June. —Y al decir esto volvió el rostro como para ocultar las lágrimas.
Hasta ese punto es posible mostrarse ciega frente a algo. Yo había estado contemplando a June, la niña, en su adoración de la «mujer mayor», como era natural y como una etapa normal en el desarrollo de cualquiera. Nunca había comprendido cuánto dependía Emily de aquella chica delgada y de rostro demacrado que no soloaparentaba ser tres años menor, sino que además pertenecía a otro mundo, ni más ni menos, tan diferente como puede serlo una niña de una mujer adulta.
Solo atiné a decirle:
—Sabes que pronto se cansará de ella y volveréis a ser amigas.
Casi gritó de exasperación ante mis frases e ideas anticuadas.
—No es cuestión de cansarse.
—De qué, entonces. Dímelo.
Me miró, se encogió de hombros a su vez y repuso:
—Bien, las cosas son muy diferentes, creo… él tiene que… explorar el terreno, pienso. Como el gato que marca su territorio. —Y al pensar en ello rio con suavidad.
—Bien, por originales y brillantes que sean las nuevas costumbres, lo importante es que June quedará libre muy pronto, ¿no?
—Yo la echo de menos ahora. —Emily se echó a llorar, niña otra vez, mientras con los pulgares se quitaba las lágrimas de los ojos. Casi enseguida no obstante, se levantó de un salto y dijo con voz de adulta—: Comoquiera que sea, tengo que irme allí, me guste o no. —Y se fue, con los ojos enrojecidos, dolorida, llena de furia contenida que se evidenciaba en cada movimiento. Se fue porque su sentido del deber no le permitía hacer otra cosa.
Detrás de mi pared florida había una casa arrogante, alta, hermosa, de un blanco brillante. La veía a lo lejos, pero luego me aproximé a ella y advertí que era la primera vez que me acercaba a una casa desde el exterior, en lugar de encontrarme dentro de un edificio desde el instante en que atravesara mi frontera misteriosa. Era una casa sólida y bien cuidada en el estilo holandés del Cabo, una casa cuyas sobrias curvas hablaban todas del burgués, el ciudadano de clase media. La casa relucía con un extraño resplandor suave. Estaba hecha de una sustancia que en sí me resultaba familiar, pero no como material de una casa. Rompí un trocito y me lo comí. Era dulce y se me disolvió en la boca. Una casa de azúcar como las de los cuentos de hadas. O bien, si no era azúcar, era esa sustancia con que antes solían rodear las barras de turrón. Seguí rompiendo trocitos y comiendo y probando… era compulsivamente comestible, por lo poco satisfactoria, empalagosa. Una podría comer y comer sin quedarse nunca harta de esa insipidez blanca. Allí estaba Emily, rompiendo pedazos enteros del techo y llenándose la boca ansiosa con ellos, y allí estaba también June, lánguida, quitando trocitos, eligiendo; un fragmento de pared, un fragmento de cristal de ventana… Comimos y comimos de aquella casa como termitas, con el estómago cargado y a la vez insatisfecho, sin poder detenernos y al mismo tiempo con una sensación de náusea. Al comerme toda la esquina y ver detrás el cuarto que estaba en ese sector supe que era «personal». Conocía el cuarto. Un cuarto pequeño iluminado por la fuerte luz del sol que entraba por una ventana. Suelo de piedra y en el centro una cuna con un niño, una niña de corta edad. Emily absorta, distraída. Estaba comiendo… chocolate. No, excremento. Había hecho sus necesidades sobre la blancura de la cama y, tomando el excremento con las manos, lo había embadurnado por todas partes, con gritos repetidos de triunfo y de regocijo. Lo había desparramado sobre las sábanas y las frazadas, sobre la madera de la cuna, sobre su persona, la cara y el cabello y allí estaba sentada, como un monito, probando y digiriendo con aire pensativo.
Esta escena —niña, cuna, cuarto— se achicó notablemente, disminuyó dentro del foco de mi visión y se desvaneció de pronto para dar lugar a la misma escena, pero más reducida, reducida por la necesidad de disminuir, y por ello de contener, el dolor, porque de pronto se oyeron pasos sonoros y pesados sobre la piedra, una voz fuerte y enojada, bofetones, respiración agitada —murmullos en voz baja seguidos de exclamaciones de disgusto y la niña que gritaba y chillaba, primero enojada y luego, al cabo de un intervalo durante el cual por poco no la ahogan a raíz de la energía con que la fregoteaban y agitaban dentro de un baño caliente, con desolación—. Lloraba con inocente desolación, mientras la mujer grande la subyugaba y la olfateaba para ver si el hedor de mierda estaba ya lavado, y siempre descubría (todavía, a pesar del agua demasiado caliente que ardía y quemaba, a pesar del frotar que dejó la frágil piel dolorida y roja) un ligero olor repelente que obligaba a la madre a exclamar repetidamente palabras de antipatía hacia la niña. Y la niña sollozaba, extenuada. La pusieron bruscamente dentro de un corralito y sacaron del cuarto la cuna para fregarla y desinfectarla. En la soledad de su desgracia, lloró y lloró interminablemente.
Una niña que llora. El triste sonido perdido de la incomprensión.
—Eres muy mala, Emily, mala, mala, mala, asquerosa, sucia, sucia, sucia, sucia, sucia, una niña sucia, Emily, eres una niña mala y asquerosa, eres una niña asquerosa, sucia, sucia, Emily.
Vagué en busca de ella por las piezas contiguas, pero nunca encontré el cuarto, a pesar de que a veces oía a Emily muy cerca, con su dolor. En ocasiones sabía que solo nos separaba una pared fina. Podría haberla tocado de no haber estado allí la pared. En cambio, cuando seguí dicha pared hasta el fin, vi que llevaba más allá de lo «personal» y me encontré en un sector cubierto de césped verde, un pequeño parque o prado, con árboles vestidos de veraniego follaje en los bordes. Sobre el césped había un huevo. Era del tamaño de una casa pequeña, pero estaba posado tan ligeramente que se movía con la brisa. Alrededor de este huevo de un blanco brillante, bajo un cielo radiante, se desplazaban Emily, su madre y su padre —la asociación de personas más improbable que quepa imaginar— y también June, junto a Emily. Allí se paseaban contentas, bajo los rayos del sol, con la brisa ligera que acariciaba sus ropas. Tocaron el huevo. Retrocedieron unos pasos y lo miraron. Sonrieron, colmadas de infinito deleite y placer. Apoyaron la cara contra la curva suave y saludable de la superficie para que gozaran sus mejillas. Lo olieron, lo mecieron suavemente con la punta de los dedos. Toda esta escena era amplia, ligera y grata; era la libertad —pero después de ella doblé una esquina que me llevó nuevamente y de manera brusca a un pasillo angosto y oscuro y hasta el sonido de un niño que lloraba…—. Desde luego me había equivocado. Ella no había estado detrás de esa pared, había otra y yo sabía exactamente dónde estaba. Eché a correr, corrí, tenía que llegar hasta ella. Tenía conciencia, a la vez, de sentir resistencia, ya que no veía con placer el momento en que también yo tuviese que oler ese leve olor contaminador de su cabello, de su piel. Mientras corría iba imponiéndome una tarea, la de no mostrar mi repugnancia como había hecho su madre con su respiración contenida, sus náuseas ahogadas, las contracciones repetidas de su estómago, su temblorosa repulsión frente a la niña, que se transmitía a través de los brazos que levantaron a Emily y se alejaron del escenario de su placer para dejarla caer, violentos y castigadores, dentro de la bañera con el agua aún fría porque habían tenido que darse tanta prisa, pero donde fluía el agua muy caliente, y los dos chorros de agua muy caliente y muy fría se arremolinaban en torno de su cuerpo y le quemaban y helaban las piernas y el estómago. Sin embargo no pude encontrarla, nunca la encontré, y el llanto se prolongó, interminable, y entonces pude oírlo durante el día, en mi vida «real».
He dicho ya, creo, que cuando estaba en mi mundo, la región que se hallaba detrás de la pared florida de mi sala, el mundo ordinario y lógico de todos los días, dominado por el tiempo, no existía; que en el curso de mi vida «ordinaria» olvidaba, a veces durante días, que la pared se abriría, se había abierto, volvería abrirse y entonces yo caminaría, simplemente, a través de ella y hacia aquel otro espacio. En ese momento, no obstante, se inició un período en el cual algo del sabor del espacio de detrás de la pared invadía continuamente mi vida real. En un principio se manifestó en el sollozo de una niña. Muy bajo, muy lejano. A veces apenas perceptible, o casi imperceptible, cuando mis oídos se esforzaban por captarlo y luego lo perdían. Volvía a comenzar y a elevarse aun mientras yo estaba, por ejemplo, conversando con Emily misma o bien de pie junto a la ventana, observando los hechos del exterior. Oía los sollozos de una niña, una niña solitaria, rechazada, repudiada y, al mismo tiempo, oía la queja de la madre, el reproche de la mujer, y los dos sonidos llegaban juntos, tema y contrapunto. Me quedaba escuchando. Me sentaba sola y escuchaba. Hacía calor, un calor excesivo. Fue durante aquel caluroso verano final. A menudo había truenos, súbitas tormentas secas. Había inquietud en las calles, una necesidad de movimiento… por mi parte inventaba pequeñas tareas, porque también quería moverme. Me sentaba, o bien me mantenía ocupada y escuchaba. Una mañana llegó Emily, llena de energía y entusiasmo, y al verme ocupada en clasificar ciruelas sobre una bandeja para secarlas se acercó para ayudarme. Aquella mañana vestía una camisa de algodón de rayas y vaqueros. Le faltaba un botón a la altura del pecho y el escote entreabierto revelaba unos pechos ya muy formados. Tenía aspecto cansado, a pesar de su energía. No se había bañado aún y de ella emanaba un olor a sexo. Estaba realizada y contenta, un poco triste, pero a la vez con cierto humorismo. Era, en resumen, una mujer, y estaba allí sentada frotando las ciruelas con gestos lentos y seguros; todas las apetencias, los impulsos y las necesidades extraídas y eliminadas de su cuerpo, exorcizadas por la actividad sexual reciente. Y todo el tiempo, aquella niña seguía llorando. Yo la miraba. Pensaba, según piensa la gente de cierta edad mientras lucha contra el tiempo, en la esencial perversidad de este, sin provecho (aunque en verdad no pueden evitarlo), utilizando una y otra vez el mismo pensamiento como una especie de pauta o guía: «Fue hace catorce años, o menos, cuando lloraste con tanto dolor y durante tanto tiempo porque no comprendías y porque tenías las nalgas y los muslos y las piernas quemadas. Catorce años son para mí un período muy breve, pesa muy poco en mi balanza, pero en la tuya, en tu balanza, es todo, toda tu vida».
Ella, pensando en el tiempo, hablando de él como en un tiempo se había esperado de ella, consciente del lento transcurrir de los hitos que la llevaban, uno a uno, hacia la condición de mujer adulta y la libertad, dijo: «Ya voy para los quince», pues acababa de cumplir catorce. Solo el día anterior había dicho esto. Era capaz de hablar así, hasta con un aire pizpireta y un gesto de agitar el cabello, como «una chiquilla». Al mismo tiempo, en ese momento volvía de hacer el amor, y no era el amor de una niña.
Toda la mañana estuve oyendo esos sollozos mientras trabajaba a su lado. Emily, en cambio, no oía nada, si bien yo no podía creerlo.
—¿No oyes llorar a alguien? —pregunté con el tono más despreocupado posible, mientras en mi interior me retorcía y me esforzaba por no seguir oyendo aquel sonido melancólico.
—No, ¿y usted? —Y Emily se alejó para detenerse junto a la ventana con Hugo a su lado. Intentaba ver si había llegado ya Gerald. No había llegado. Fue a bañarse, a vestirse. Se quedó esperando junto a la ventana… sí, acababa de llegar él. Y ahora Emily se quedaría allí unos instantes más cuidándose de no verle, para reafirmar su independencia, para subrayar esa otra vida conmigo. Se quedaría media hora, una hora. Hasta volvería a sentarse con su feo animal amarillo, acariciándolo y haciéndole cosquillas. Su silencio se volvería más tenso, las miradas por la ventana, más estereotipadas: Muchacha en la ventana, ajena a su amante. Entonces la mano sobre la cabeza del animal, la mano que lo acariciaba y palmeaba, lo olvidaría, se apartaría. Gerald la había visto. Había advertido que ella no advertía que estaba allí. Él le había vuelto la espalda. En contraste con ella, de verdad no le importaba mucho o, mejor dicho, le importaba, pero en modo alguno de la misma manera.
Sea como sea, esa tarde estaban allí June y Maureen y una docena de chicas más. Y Emily no podía soportarlo. Se fue después de besar a Hugo. En cuanto a mí, me dirigió las palabras rituales de siempre: «Voy a salir un rato, si no le importa».
Y en un instante estuvo con ellos, con su familia, su tribu, su vida. Una muchacha de aspecto radiante, con el cabello negro que le caía a cada lado del rostro pálido, demasiado grave. Estaba dondequiera que estuviese Gerald, mientras este fanfarroneaba con sus cuchillos al cinto, sus bigotes, sus fuertes brazos tostados. ¡Dios mío, cuántos siglos habíamos derribado, cuántos peldaños lentos y extensos en la lenta marcha del hombre hacia el futuro deshizo Emily cuando cruzó la calle desde mi apartamento hasta la vida en las aceras! ¡Y cuántas promesas, cuántas posibilidades, cuántos experimentos, cuántas variantes del tema de la humanidad quedaron cancelados! Al observarlo, me sumió en la desesperación ver cuan precario era todo el esfuerzo y la iniciativa humana, y tuve que alejarme de la ventana. Fue aquella tarde cuando intenté deliberadamente penetrar detrás de la pared. Me quedé frente a ella largo tiempo contemplando y esperando. La pared no reflejaba claridad a esa hora, sino que era uniforme, opaca, impasible. Me acerqué a ella y apoyé las manos, palpando, sintiendo, intentándolo todo para obligar a aquella pesada solidez a ceder bajo la presión de mi voluntad. Era un disparate, lo sabía bien. La pared nunca caería ni se transformaría en puente o en puerta por voluntad mía ni de nadie. Por otra parte, los sollozos interminables, apagados, de esa niña desconsolada me enloquecían, me despojaban de mi equilibrio habitual… Aunque si volvía la cabeza podía verla, una muchachita llena de apetitos animales, en la acera, seria; quizá porque era innatamente seria, pero muy lejos, diré, de estar llorando. Era la niñita a quien quería levantar y besar y tranquilizar. Y la niña estaba tan cerca, se trataba solo de encontrar el lugar indicado de la pared para apretarlo, como en los viejos cuentos. Una flor determinada del diseño, o bien un punto identificado calculando tantas pulgadas desde aquí hasta allí, y luego empujar suavemente… Desde luego, sabía que ello no podía implicar ningún esfuerzo deliberado de la voluntad. A pesar de todo me quedé allí toda la tarde hasta entrada la noche, mientras afuera oscurecía y se encendían las fogatas en las aceras, reflejando las masas congregadas que comían, bebían, se desplazaban sin rumbo fijo entre sus clanes y agrupaciones. Lentamente deslicé las palmas de las manos por la pared, pulgada a pulgada, pero no hallé ningún acceso ese día, ni tampoco el siguiente, ni nunca encontré a aquella niña que lloraba siempre allí, sola y abandonada, y con tantos años por delante por vivir antes de que el tiempo le confiriese fuerzas y, con ellas, libertad.
Nunca encontré a Emily. Encontré en cambio… lo que quiero decir es que lo que encontré era inevitable. Podía haberlo previsto. El hallazgo encerrado contenía como íntima esencia de banalidad el tedio, la mezquindad, las restricciones de aquella dimensión «personal». Qué más podía encontrar —inesperadamente, es obvio señalarlo— cuando detrás de aquella pared corrí por pasillos, por corredores, por cuartos donde sabía que debía estar, pero no estaba, hasta que por fin la encontré, una niña rubia y de ojos azules, pero a la vez enrojecidos y empañados de tanto llorar. ¿Quién podía ser sino la madre de Emily, la mujer grande como un ropero, su verdugo, la imagen del mundo? No fue a Emily a quien tomé en mis brazos o cuyo llanto intenté calmar. Los bracitos se levantaron pidiendo desesperadamente consuelo, pero algún día habrían de ser los grandes brazos macizos a los cuales nunca habían enseñado ternura. El rostro, enrojecido de ansia, se sosegó, por fin, envuelto en otra expresión de agotamiento, ya sin dolor, mientras la niña rubia se desplomaba contra mi cuerpo y apoyaba la cabeza en mi hombro. Y los suaves mechones de pelo infantil y dorado volvieron a secarse y a ser bonitos cuando terminé de frotar sus hebras húmedas entre los dedos para quitarles el sudor. Una niña bonita, rubia, que por fin hallaba consuelo en mis brazos… ¿y a quién vi en una etapa anterior a la de la escena en que la niñita se untaba con regocijo las heces marrón chocolate en el cabello, en la cara, en las ropas de cama? Por una vez, siguiendo los sollozos ahogados, entré en un cuarto que era todo blanco y limpio y estéril, el color de pesadilla de la privación de Emily. ¿Un cuarto de niños? ¿De quién? Esto era antes de nacer un hermano o una hermana, porque ella era diminuta y estaba sola. La madre estaba en otra parte, no era la hora de alimentarla. La niñita estaba desesperada de hambre. El hambre le desgarraba el estómago, la necesidad de alimento la carcomía viva. Gritaba dentro de aquel calor espeso y sofocante. El sudor corría por su carita inflamada. Agitaba la cabeza en busca de un pecho, un biberón, cualquier cosa. Quería líquido, tibieza, aliento, bienestar. Se retorcía y luchaba y gritaba. Y gritaba porque debía pasar un tiempo antes de que la alimentaran, ya que el orden estricto de la crianza decía que así tenía que ser. Nada podría mover a aquella mujer terca que había fijado sus propias necesidades y su relación con su hija de acuerdo con un horario que nada tenía que ver con ninguna de las dos y que ella obedecería hasta el fin. Supe entonces que estaba presenciando un episodio que se repetía una y otra vez en el comienzo de la vida… ¿De Emily? ¿De su madre? Era algo continuado. Había continuado, día tras día, mes tras mes. Primero había un bebé escandaloso y hambriento, luego un bebé que lloriqueaba o se quedaba hosco, ansioso por la comida siguiente que no llegaba, o que no era suficiente. Había algo en aquella mujer fuerte e insensible que había dado origen a esto, que lo hacía fatal. Necesidad. Leyes estrictas de este pequeño mundo personal. Calor. Hambre. La batalla de la emoción. El cálido y rojo temblor de las llamas en una chimenea protegida por barrotes contra las paredes blancas, lana blanca, madera blanca, blanco, blanco. El olor a vómito surgido de la humedad que raspaba el mentón, el olor de la lana gruesa y mojada. Y la pequeñez, la pequeñez infinita, el clamar y gritar con impotencia, pidiendo las migajas de alimento, libertad, variación en las opciones, lo único que podía llegar a alcanzar, el rinconcito caluroso como aquel, donde los títeres se sacudían obedeciendo a los tirones de sus cuerdas invisibles.