Una tarde volví de una excursión para obtener noticias y hallé que los cuartos del apartamento no estaban como de costumbre, sino exactamente como aparecían en el lugar detrás de la pared cuando lo perturbaba el duende, el «poltergeist» o principio de la anarquía. Tal fue mi pensamiento al quedarme contemplando una silla derribada en el cuarto, libros desparramados por el suelo. Había un desorden general, una sensación de vacío y, sobre todo, un ambiente que me era familiar. Luego, una tras otra, las faltas y ausencias individuales se hicieron evidentes. Habían desaparecido las provisiones de alimentos, reservas valiosas de cereales, alimentos envasados, frutas secas, velas, pieles, hojas de polietileno, las cosas obvias. Bien, los ladrones habían entrado en mi casa y tenía suerte de que no hubiese ocurrido antes. Luego, en cambio, vi que me faltaban objetos de un valor tan solo retrospectivo, como un televisor no usado desde hacía meses, una grabadora, lamparillas eléctricas, una batidora. La ciudad contaba con cobertizos repletos de estos artefactos eléctricos que no tenían ya utilidad, y comencé a pensar que esos ladrones eran extravagantes o necios. Vi a Hugo tendido a lo largo de la pared de enfrente. Los intrusos no lo habían molestado. Era extraño, pero apenas me había convencido de la naturaleza inexplicable de este robo, cuando el rumor de voces familiares me llevó hasta la ventana. Allí me quedé para contemplar la pequeña procesión que traía mis bienes de regreso. Sobre una docena de cabezas, cabezas de niños, iban en equilibrio el televisor, bolsas de combustible y alimentos de todas clases, maletas y cajas. Luego pude ver las caras, doradas y blancas y negras, cuando se levantaron en respuesta a la voz de Emily: «¿Ven? ¡Es demasiado tarde!». En otras palabras, yo había regresado y los veía desde la ventana. Vi llegar a Emily detrás de los chicos. Estaba al mando, dirigiéndolo todo, con aire de responsabilidad y de fastidio, comedia, en suma. No la había visto en este papel con anterioridad. Para mí, era una nueva Emily. June también estaba a su lado. Conocía todas esas caras, eran las de los chicos que integraban la comuna de Gerald.

En un instante empezaron a desfilar por mi sala cajas, bultos y paquetes con chicos debajo de ellos. Cuando el suelo quedó cubierto con todo lo que se habían llevado, los chicos empezaron a salir furtivamente mirando a Emily, no a mí. Era como si yo fuera invisible.

—Y ahora, pedid disculpas —ordenó ella.

Los chicos sonrieron con esa sonrisa débil y confusa que acompaña al «¡Ah, no termina de hablar nunca!». Obedecían a Emily, pero la encontraban dominante. Aquellas sonrisas avergonzadas y afectuosas no eran las primeras que les había arrancado, según pude apreciar. Mi curiosidad en cuanto al papel que jugaba en esa otra casa aumentó aún más.

—Vamos, vamos —dijo Emily—. Es lo menos que podéis hacer.

Los delgados hombros de June se encogieron, mientras decía:

—Disculpe; pero le hemos devuelto las cosas, ¿no?

Me sería imposible transcribir aquí los sonidos ininteligibles que brotaron de la boca de June.

En el esfuerzo por expresarse estaba involucrada toda la intensidad de la frustración. Esta niña, como otros chicos formados en nuestra época anterior, cuando todo había sido verbal, se había visto excluida de toda esa riqueza. Nosotros (me refiero a la gente educada) nunca habíamos encontrado la forma de compartirla con los sectores más deprimidos de nuestra sociedad. Aun entre dos mujeres que intercambiaban sus escasas frases de chismografía, de pie en el borde de la calzada, se detectaba el esfuerzo explosivo de la frustración. El lenguaje empobrecido, recortado, de los pobres había contenido siempre esa energía que brota del resentimiento (inconsciente, tal vez, pero presente), alimentado por la conciencia de que existen aptitudes y facilidades que están fuera de su alcance y cuyo lugar dentro de su propia expresión había sido ocupado por la repetición constante de frases hechas, muletillas como «¿sabes?», «¿sabes lo que quiero decir?», «¿no crees?» y tantas otras frases que formaban buena parte de todo lo que decían. Las palabras, en boca de ellos, como ahora en la de June, tenían una calidad penosa, colmada por el esfuerzo, terrible en contraste con la fluidez tan fácilmente asequible para otros, pero no para ellos.

Por fin los chicos se retiraron, aunque June se quedó. A juzgar por la mirada que dirigió en torno al cuarto, pude ver que no pensaba irse. Estaba lamentando, no el hecho, sino sus consecuencias, por cuanto bien podrían separarla de su querida Emily.

—¿Qué sucedió? —pregunté.

El aire autoritario de Emily se disipó y, de pronto, se aflojó, con la actitud de una niña preocupada y cansada, junto a Hugo. El animal le lamió la mejilla.

—Les gustaban algunas de sus cosas, eso es todo.

—Sí, pero… —Mi sentimiento era: «¡Pero soy su amiga y no debieron elegirme a mí!».

Emily lo captó y con su sonrisita agria dijo:

—June había estado aquí, sabía dónde estaba todo, así que cuando los chicos se preguntaron en qué lugar podían trabajar la próxima vez, ella les propuso este.

—Tiene sentido, supongo.

—Sí —asintió ella, mirándome con ojos graves para que no tomara con ligereza su insistencia—. Sí, tiene sentido.

—¿Quieres decir que no debo pensar que hubo nada personal en lo que hicieron?

Otra vez la sonrisa, patética por la sabiduría que encerraba, por la precocidad que expresaba… Precocidad, qué palabra tan anticuada, una palabra cuya fuerza se apoyaba en ciertas normas de conducta.

—¡No, fue algo personal… un cumplido, por así decirlo!

Apoyó entonces la cara contra la piel amarilla de Hugo y se echó a reír. Yo sabía que Emily debía ocultar el rostro para escapar al esfuerzo de presentarlo lleno de vivacidad y alegría, de bondad e inteligencia. Los dos mundos de Emily, la casa de Gerald y la mía, acababan de superponerse de forma amenazadora. Lo intuía en ella y lo comprendía. Pero al mismo tiempo había un agotamiento en ella, una tensión que yo no comprendía, si bien había sorprendido un chispazo del motivo en sus relaciones con los niños. Su problema no residía tanto en el hecho de ser solo una entre quienes competían por los favores de Gerald, sino más bien en que las cargas que pesaban sobre ella eran excesivas para alguien de su edad.

Le pregunté:

—¿Por qué se interesaron por los artefactos eléctricos?

—Porque estaban aquí —repuso, con demasiada concisión. Adiviné entonces que la había desilusionado. No había comprendido las diferencias entre ellos, categoría dentro de la cual unas veces se incluía y otras veces no, y mi propia persona.

Me miraba. No sin afecto, me alegra señalarlo, pero la mirada era desconcertante. Se preguntaba si debía intentar hacer algo conmigo; si eso me molestaría, si la comprendería.

—¿Ha estado arriba en las últimas semanas?

—No, la verdad es que no. ¿Debí haber subido?

—Yo diría que… ¡Sí, sí creo que debe subir! —Y al decidir llevar adelante lo que fuera que planeaba se volvió intrigante, alegre, encantadora y zalamera, como una niña que quiere persuadir a un padre o a un adulto—. Pero tenemos que encontrar algo para llevar las cosas… —exclamó—. Sí, esto nos servirá. Y desde luego, si el ascensor no funciona, que es lo que sucede la mayor parte del tiempo, por desgracia…

En un instante estaba revoloteando por toda la casa, recogiendo todos los artefactos eléctricos que yo tenía, a excepción de la radio, sin la cual aún estábamos convencidos de no poder vivir —las noticias de otros países lo mismo podrían haber provenido de otros planetas, tan lejanos nos parecían, y de todos modos, las cosas marchaban allí exactamente de la misma forma que en el nuestro—. Batidoras, el televisor, lámparas, ya los he mencionado. A ello se agregó un secador de cabello, un aparato para masajes, un asador, una tostadora, otro asador cubierto, una cafetera, una marmita y una aspiradora de polvo. Todo esto fue apilado sobre una mesa rodante de dos pisos que yo tenía.

—Vamos, vamos, vamos, vamos —exclamó alegremente, aunque con tono suave, sin quitarme de encima esos ojos graves, temerosa de que me ofendiera, y por fin salimos del apartamento, empujando la mesa rodante cargada de objetos. El vestíbulo estaba lleno de gente que bajaba y subía la escalera o esperaba el ascensor, que funcionaba. Todos reían y hablaban y gritaban. Era una multitud entusiasta y llena de expectación, inquieta, animada, fervorosa. Todo el mundo tenía un aspecto enfebrecido. Me di cuenta entonces de que sin duda me había habituado a ver el vestíbulo y la acera frente al edificio llenos de personas como esas, pero no había comprendido. Ello se debía a que, a lo largo de los pasillos de los pisos bajos del edificio, todo estaba como había estado siempre: silencioso, sobrio, las puertas marcadas con los números 1, 2,3, detrás de las cuales vivían mister y mistress Jones y su familia, miss Foster y miss Baxter, mister y mistress Smith y miss Alicia Smith… pequeñas unidades independientes todas ellas, el viejo mundo.

Esperamos nuestro turno para tomar el ascensor, cargamos en él el carro repleto y subimos con una multitud de personas que miraban nuestros bienes con un cierto desdén. En el último piso empujamos el carro hacia el corredor y Emily se detuvo un instante, indecisa. Adiviné que no era por no conocer el camino, sino porque estaba pensando qué me convendría más, ¡ni más ni menos, qué sería lo mejor para mí!

Ese piso era igual que la planta baja: cuartos alrededor de todo el edificio con un corredor detrás, cuartos individuales detrás de este, con un patio en el centro, aunque desde luego allí el lugar del patio estaba ocupado por un pozo de luz, un vacío. También allí había gran actividad y movimiento. Todas las puertas estaban abiertas. Era como el acceso a un mercado callejero: la gente acarreando bultos, o bien el viejo cochecito de niño cargado con esto o aquello, el hombre que llevaba, con cuidado y envuelta, una posesión preciosa sobre la cabeza, para que nadie tropezase con ella. Era difícil recordar que en los pisos inferiores de la casa había calma, así como la sensación de que la gente se concedía mutuamente cierto espacio. En un cuarto situado frente al ascensor había un gran montón de objetos que llegaba hasta el techo y, a su alrededor, unos niños que clasificaban las cosas en categorías. Una niña miró sonriendo a Emily y le explicó: «Estoy ayudando con esta carga que acaba de llegar». Y Emily repuso: «Muy bien, me alegro», alentando a la chica. Una vez más hubo algo en ese intercambio que me dio que pensar. La chica se había mostrado excesivamente dispuesta a explicar lo que hacía. Estábamos ahora junto a la entrada de otro cuarto, donde una brecha irregular en la pared, como las causadas por bombas, comunicaba con el cuarto del cual acabábamos de salir. La pila de artículos la ocultaba. A través de la brecha se transportaban a mano, o bien en carritos de diferente tipo, ciertas categorías de artículos. Este cuarto estaba destinado a guardar envases, frascos, botellas, latas y demás recipientes hechos de toda clase de materiales, desde vidrio hasta cartón. Alrededor de una docena de chicos estaban ocupados en trasladar los envases de la pila del cuarto contiguo a través del hueco hasta esta habitación. Lo único que no faltaba en estos mercados, el bien de quien nadie había carecido desde hacía largo tiempo, era la mano de obra, manos para trabajar donde fuera necesario. Dos muchachos montaban guardia en el rincón, armados con revólveres, cuchillos y nudillos de acero. Solo cuando estuvimos fuera de la puerta de otro cuarto más, donde el ambiente no era quizá tan saludable y, en cambio, más melancólico, y donde no había guardias, comprendí que el contenido de los cuartos vigilados por los dos muchachos armados era valioso, mientras que este otro contenía artículos sin ningún valor, artefactos eléctricos semejantes a los que llevábamos en nuestro carro.

Nos quedamos allí un rato, contemplando la actividad y el movimiento, viendo trabajar a los chicos.

—Reciben dinero —dijo Emily—, o algo a cambio… Hasta los chicos que van a la escuela vienen a trabajar aquí una hora o dos.

Vi entonces que, de hecho, entre aquellos niños había algunos cuyas caras me eran muy familiares por haberlas visto en la acera, unos que estaban mejor vestidos y más limpios, pero sobre todo que mostraban aquella actitud de estoy-aquí-porque-me-da-la-gana, que distingue a los chicos de las clases privilegiadas cuando realizan trabajos que consideran por debajo de la imagen que tienen de sí mismos. Estaban allí, en resumen, realizando el equivalente a las tareas de vacaciones de los niños de la clase media en tiempos pasados, embalando artículos para firmas comerciales, haciendo limpieza en los restaurantes, vendiendo detrás de mostradores. La verdad es que con el correr del tiempo habría reparado en esto aunque Emily no hubiera estado conmigo, sus ojos perspicaces estaban fijos en mí y aceleraban el proceso. En realidad ella me encontraba lenta en comprender, en adaptarme, y cuando yo no parecía captar las cosas con la rapidez necesaria, según su propio juicio, se empeñaba en explicármelas. Aparentemente, a medida que la gente había abandonado estos pisos superiores para huir de la ciudad, los comerciantes se habían instalado allí. Era un edificio grande, de mayor solidez y mejor construcción que la mayoría, con buenos pisos gruesos, capaces de soportar peso. Mister Mehta había adquirido los derechos a un vertedero antes de que el gobierno se incautara de todos ellos, y había organizado un negocio con varios socios, uno de ellos el padre de Gerald, quien en una época había dirigido una firma fabricante de cosméticos. Todo lo utilizable del vertedero era trasladado y clasificado, en su mayor parte por niños. La gente acudía al edificio a hacer canjes. Muchos de los bienes eran transportados nuevamente abajo para ser llevados a mercados y comercios. Los artículos rotos o que no era posible reparar se quedaban allí. Pasamos por cuartos donde gente con experiencia artesanal, en general personas mayores, estaba sentada reparando artículos, artefactos, cacerolas, ropas, muebles. En estos cuartos se observaba una gran actividad e interés, pues la gente se detenía a observar. Un hombre viejo, un relojero, estaba en un rincón, bajo una luz instalada especialmente para él, y a su alrededor, fascinados, conteniendo casi la respiración, se había reunido un nutrido grupo de personas, tantas que uno de los guardias les pedía sin cesar que dieran un paso atrás y, cuando no obedecían, los obligaba a retroceder con su garrote. Ellos apenas lo notaban, tan absortos estaban, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, mientras contemplaban aquella preciosa destreza, las manos de un viejo trabajando sobre un mecanismo diminuto.

Había una mujer que adaptaba lentes a armazones de gafas. Tenía una tabla de oculista sobre la pared y, según el resultado de la lectura, iba distribuyendo gafas de segunda mano entre la gente que esperaba haciendo cola e iba recibiendo, por turno, el par de gafas que ella consideraba indicado. Una oculista de otra época que también tenía una multitud de admiradores. El reparador de sillas, el cestero, rodeado de paja torcida y de juncos, el afilador de cuchillos, allí estaban todos, los antiguos artesanos, cada uno con su guardia, cada uno observado por bárbaros maravillados.

¿Qué no se veía en los cuartos que recorrimos uno tras otro? Cuerdas y botellas, montones de trozos de material plástico y de polietileno, el más valioso, tal vez, de todos los bienes. Trozos de metal, alambre, cinta plástica. Libros, sombreros, ropas. Había cuartos llenos de cosas que parecían enteramente nuevas y en buen estado, que habían llegado a los vertederos protegidas de la suciedad y el deterioro, como un jersey en una bolsa de plástico, paraguas, flores artificiales, una caja llena de corchos.

Y por todas partes la gente entusiasta y alegre, presente tanto por el espectáculo como por los bienes. Hasta había un pequeño café en una habitación donde se vendían infusiones, pan y bebidas alcohólicas. Mucha gente tenía aspecto de haber bebido, pero esto sucede a menudo en los mercados, aun cuando la gente no beba alcohol. Era difícil distinguir a los vendedores de los compradores, a los propietarios de las visitas. Se trataba de una multitud políglota, una multitud de buen talante que respetaba las órdenes e instrucciones de los numerosos guardias, una multitud disciplinada, capaz asimismo de arreglar en su mismo seno y con rapidez, según el nuevo estilo, las disputas y diferencias sin que se permitiera ningún sentimiento posterior de rencor que malograse el acuerdo. Las gentes gastaban bromas, se mostraban recíprocamente las compras efectuadas, y hasta compraban y vendían entre sí sin pasar por la formalidad de recurrir a los servicios de los comerciantes oficiales, proceso totalmente aceptado y aprobado. Lo que querían los comerciantes era gente, mucha gente, el movimiento constante de bienes en uno y otro sentido.

Hicimos un recorrido por todo el piso y después de intercambiar saludos con innumerables personas, ya que muchas de las que frecuentaban las aceras estaban allí, volvimos a entrar en el cuarto de los artefactos eléctricos, empujando nuestro carro. Por esta mercancía nos dieron unos cuantos recibos, y le dije a Emily que ya que habíamos acudido a ese lugar por su iniciativa podría guardar para sus gastos el producto de las ventas. Me miró con expresión misteriosa, expresión que no me sorprendió y que comprendí que se debía a que ella suponía que yo esperaba ganancias importantes. Además quería saber yo qué harían con nuestras tostadoras y asadores eléctricos. Me dijo que seguramente los desmontarían para obtener sus partes y que estas serían incorporadas a otros objetos. Evidentemente no servían para nada en su función actual… ¿Seguro que no me importaba deshacerme de los aparatos? Bien, si no me importaba, le gustaría llevar a casa de Gerald —¿seguro que no me importaba…?— algunos enseres de cocina porque allí no tenían gran cosa. Encontramos una cacerola vieja, una jarra esmaltada, una palangana de material plástico, un cepillo para fregar. Esto fue lo que nos dieron a cambio de los artefactos eléctricos, de lo que había sido, en definitiva, un apartamento abundantemente equipado.

De regreso a nuestro apartamento, Emily depuso su actitud de niña zalamera, sin la cual nunca habría podido decidirse a llevarme a una expedición que, sin duda, consideraba dentro de su territorio y sumamente alejada del mío. Y luego se sentó allí a observarme. Se preguntaba, supongo, aunque ello fuese poco halagador para mí, si verdaderamente había comprendido que los bienes, las «cosas», representaban mercancías distintas para niños como June y como ella, en cierto modo más preciosas, por ser irreemplazables, pero a la vez sin valor… no, no es esa la palabra, diría más bien, sin valor personal. No eran de propiedad individual como antes. Desde luego, esto había sido una realidad para mucha gente mucho antes de quedar atrás la época del obtener y el poseer. Se habían puesto en práctica toda clase de experimentos de comunas, aparte del hecho de que gente como «los Ryan» siempre habían vivido sin el concepto de «lo mío» y «lo tuyo», y ello sin necesidad de teorías o sugerencias. June era June Ryan. Su familia había provocado la desesperación de las autoridades mucho antes del derrumbamiento de la vieja sociedad, cuando las cosas seguían siendo, según se suponía, normales. Luego, como una Ryan… Pero me referiré a esto más tarde, cuando describa a la familia Ryan en el lugar que le corresponde.

¿Por qué aplazo tal descripción? Este punto podría ser tan apropiado como cualquier otro. ¿Mi deseo de aplazar lo que debe decirse acerca de los Ryan, para los fines de la narración, es simplemente la extensión y el reflejo de las actitudes y emociones frente a «los Ryan»? ¿Actitudes que giraban en torno a la idea de que «los Ryan», y con ellos se indicaba un modo de vida, no eran asimilables ni en teoría —las teorías sobre la sociedad y cómo funciona— ni en la práctica?

Para describirlos, a ellos y su situación… no diré nada que el lector no haya oído centenares de veces. Se trataba de una historia clínica, digna de figurar en los libros de texto, según decían las asistentas sociales. Un jornalero irlandés casado con una refugiada polaca, católicos ambos. Con el tiempo tuvieron once hijos. Él bebía, era brutal, intermitentemente afectuoso. Ella bebía, era histérica, incompetente, inesperadamente afectuosa. Los chicos no permanecían en la escuela. Las autoridades de Bienestar Social, las autoridades de la vivienda, la policía, los psicólogos, todos conocían a los Ryan. En un momento determinado los dos hijos mayores comparecieron ante el juez por robo y fueron internados en una institución Borstal por un tiempo. La segunda de las chicas —no la mayor— quedó embarazada. Tenía quince años. No, no había nada insólito en todo ello, si bien el caso de los Ryan parecía más grave y más desesperado porque eran muchos y porque los dos padres eran personajes grandes y pintorescos cuyos dichos solían ser citados en conferencias y reuniones. Suele ocurrir que un caso aislado adquiera vuelo para salir del anonimato y constituirse en representativo de los demás. En nuestra ciudad solamente, había millares de «Ryan» de toda clase, raza, nación, desconocidos salvo para los vecinos inmediatos y para las autoridades, y a su debido tiempo esta gente acababa ocupando las prisiones, los reformatorios comunes o del sistema Borstal y otras instituciones. Sucedió que una organización de asistencia se interesó por la familia Ryan y la instaló en una casa en un esfuerzo por mantenerla integrada.

Así se presentaba el cuadro a las autoridades oficiales, como una familia que marchaba tan bien como era posible en sus particulares circunstancias. Así la presentaban también los informes y, por último, el periódico que eligió a los Ryan entre tantos otros por aquella cualidad que poseían de resultar mucho más visibles que otros. El artículo se tituló «Al borde y por debajo de la miseria». Una obra describía cinco casos de familias asistidas, la de los Ryan entre ellas: Rechazados por la Sociedad Próspera. Un joven que acababa de terminar la carrera y cuya tía era una de las asistentas sociales encargadas del caso recopiló notas para un libro,Los bárbaros que creamos, en el que se comparaba a los Ryan con los que derribaron a Roma de su esplendor.

Los Ryan…

Para empezar, ¿cómo era la casa de los Ryan? Pues bien, era un lugar inmundo y los pocos muebles que tenía no servían para otra cosa que para la basura. Nada sobre los pisos desnudos, salvo suciedad, un hueso, un plato de comida ya podrida para el gato. Los perros y los gatos, como los niños, eran alimentados por impulso. Nunca había mucha calefacción en la casa, de modo que los trece Ryan con sus amigos —los Ryan atraían a otros y los mantenían en su órbita— vivían siempre en un solo cuarto, todos amontonados. Los padres estaban, por lo general, ebrios, y a veces los chicos también. Los amigos eran de todos los colores y con frecuencia fuera de lo común, tenían vidas fuera de lo común, y todos se sentaban allí, comiendo bizcochos o patatas fritas y hablando, aunque a veces la madre o una de las hijas mayores cocinaba patatas con un poco de carne o abría latas de algo y la reunión se transformaba en una fiesta. Patatas fritas, refrescos y té con seis u ocho cucharadas de azúcar blanco por taza… tal era el régimen de los Ryan, de modo que siempre estaban apáticos, o bien eran presa de un acceso poco natural de vitalidad mientras el azúcar jugueteaba por sus arterias bailando una giga irlandesa. Se quedaban sentados y hablaban y hablaban. El cuarto palpitaba con aquella crónica perpetuamente renovada, Los Ryan contra el mundo: Cómo una pandilla o familia rival había atacado a los tres chicos del medio mientras estos jugaban en el parque, pero ellos habían ganado. O bien cómo la vieja de Bienestar Social había dejado un papelito diciendo que la quinta, Mary, tenía que ir a la clínica el miércoles y de verdad debía recordarlo esta vez porque era necesario tratarse esa erupción. O bien cómo Paul había encontrado un automóvil abierto y había tomado… lo que fuera que hubiese dentro ya que estaba allí. Dos de las chicas habían ido a una tienda, parte de una cadena de almacenes, y habían regresado con pequeños bolsos de material plástico, dos libras de café, tijeras de podar para el jardín, algunas especias tomadas del estante de productos orientales y seis coladores de material plástico. Estos artículos estaban destinados a quedar desparramados por la casa sin usar o bien se cambiarían por otros. El hurto se efectuaba, pues, por el acto en sí y no por la posesión. Tessa, la chica negra amiga de Ruth, el hermano de Tessa y las otras amigas de Ruth, Irene y su hermana, habían estado viendo la televisión en uno de los comercios hospitalarios de la calle principal, que no ahuyentaba a los chicos cuando llegaban furtivamente a mirar gratuitamente un programa de tarde… El televisor de los Ryan estaba siempre estropeado. Stephen había encontrado un perro en la calle y habían ido juntos hasta el canal, donde Stephen había arrojado palos que el perro recogía, porque el perro era tan listo que trajo tres, no, cinco, no, seis palos al mismo tiempo… hablaban y hablaban. Bebían y vivían sus días, sus vidas, a través del comentario pintoresco y agudo. Y cuando se acostaban eran las tres, las cuatro, las seis de la mañana… pero no se desvestían, pues nadie en la casa se desvestía para dormir, ya que nunca era hora de acostarse. Uno de los niños caía dormido donde estaba sentado, en la falda de su hermana, y allí se quedaba, o bien le ponían en el suelo sobre un abrigo. Por la mañana, las cuatro camas de la casa tenían tres o cuatro cuerpos, y también perros y gatos, todos muy juntos, recibiendo o dando calor, protegiendo y recibiendo protección. Nadie se levantaba hasta las diez, las once, la media tarde. Si un Ryan encontraba empleo, lo perdía en una semana porque le era imposible levantarse para llegar puntualmente.

Vivían de la asistencia pública, a menos que mister Ryan se despabilara, dejara de beber y hallara trabajo. Era carpintero. Entonces entraba el dinero a raudales y todos se compraban ropa y calzado. La ropa era de uso comunitario ya que nadie tenía su propio jersey ni su vestido. Los niños usaban lo que les quedaba más o menos bien o lo que tenían más a mano. Era frecuente que las prendas estuviesen hechas trizas al día siguiente de haber llegado a la casa, por uno u otro motivo.

Los niños salían a hacer un «trabajito» cada vez que sentían ganas, lo cual sucedía a menudo. June, la niña delgada y de rostro dulce, fue líder del grupo desde los siete años. Cuatro o cinco niños se introducían sigilosamente en un apartamento o una tienda y aparecían con… ¿dinero? No, no era dinero, puesto que el objetivo no era este. O bien, si era dinero, durante días andaban con los bolsillos repletos de billetes que dejaban caer, o regalaban, o que los otros les «limpiaban». No, lo más probable era que saliesen con una lámpara de mármol, un juego de mesitas que iban una debajo de la otra, vistas en un anuncio de televisión y que les habían gustado, o un espejo con marco de material plástico rosado y, en fin, cigarrillos, estos últimos muy apreciados y repartidos de inmediato.

El punto esencial era que la meta perseguida por santos y filósofos les pertenecía por derecho innato, lo que podría llamarse «El estilo de los Ryan». Cada día, cada experiencia, era válida en sí misma; cada acto, divorciado de sus consecuencias. «Si robas irás a la cárcel». «Si no comes como es debido sufrirás deficiencia vitamínica». «Si gastas ese dinero ahora no lo habrá para pagar el alquiler el viernes». Estas verdades, presentadas invariablemente a los Ryan por los funcionarios de asistencia pública que entraban y salían de la casa, nunca pudieron entrar en la cabeza de ninguno de ellos.

¡Sin duda los sacerdotes y los asesores espirituales sentían vergüenza! ¿No es malo aferrarse a los bienes? ¿Qué bienes? Ningún Ryan tenía bienes, ni siquiera una camisa o un peine. ¿Ser esclavo del hábito es una cadena? ¿Qué hábitos… a menos que no tener ninguno sea una especie de hábito? ¿Querer a tu prójimo como a ti mismo? Esta gracia propia de los muy pobres estaba en ellos. Dentro del clan formado por los Ryan y sus amigos blancos, negros y de color, que entraban y salían de la casa día y noche, había un infinito dar y tolerar, había generosidad en el juicio, había una delicadeza para comprender, que no son dados a otros más afortunados o, por lo menos, no sin una dura lucha previa contra los hechos y las circunstancias.

¿No hay que preocuparse por las apariencias? Hacía mucho tiempo que los Ryan habían dejado de permitirse ese lujo.

¿No se debe ser engreído, no se debe insistir en los propios derechos, hay que ser humilde y poco exigente? Cinco minutos pasados en la casa de los Ryan hubieran llevado a cualquier miembro de la clase media a llamar por teléfono, lleno de indignación, a su abogado.

Sin raíces ni responsabilidad, sin esperanza, sin futuro, sin educación, ineducables… si eran capaces de leer y estampar su propio nombre, ya era mucho. Degradados, disminuidos y depravados… pero ¿qué puede esperarse cuando cuatro o cinco personas de cualquier sexo o edad duermen juntas en una cama…? Sucios, enfermos, cubiertos de piojos y debilitados por la mala alimentación, cuando no estaban en una «euforia» momentánea… en pocas palabras, todo lo que nuestra vieja sociedad consideraba malo, los Ryan lo eran. Todo lo que nuestra vieja sociedad aspiraba a poseer, los Ryan ni lo intentaban, pues se habían marginado y todo ello era demasiado para los Ryan.

Los pobres Ryan, sentenciados y condenados, los peligrosos Ryan; amenaza para todos nosotros, para nuestra forma de pensar; los afortunados Ryan, cuyas vidas vividas al minuto, sus vidas comunales y azarosas eran, en apariencia, todo goce y sensación. Les gustaba estar juntos. Se gustaban mutuamente.

Cuando comenzaron los malos tiempos o, mejor dicho, se vio que comenzaban, lo cual es diferente, los Ryan y todos cuantos eran como ellos fueron vistos, de pronto, bajo una luz diferente. En primer lugar… bien, lo que sigue no es más que un lugar común sociológico, algunos de los chicos se colocaron en la policía o bien en alguna de las muchas organizaciones militares o paramilitares que surgieron. Luego fueron estas personas quienes aceptaron con mayor facilidad la vida precaria de las tribus trashumantes. Nada demasiado fundamental cambió para ellos, puesto que ¿cuándo no habían vivido trasladándose, de cuartos a casas deshechas o complejos de vivienda o refugios en medio del arrabal? ¿Comían mal? Ahora comían mejor y de forma más nutritiva que cuando los había alimentado la civilización. ¿Eran ignorantes y analfabetos? Ahora sobrevivían con eficiencia y con alegría, más de lo que podía decirse de tanta gente de la clase media, que en algunos casos vivía fingiendo que, en realidad, no sucedía nada, solo una reorganización de la sociedad, o en otros casos se marchitaba de muchas maneras al no poder soportar una existencia cuya respetabilidad y lucro habían dejado de constituir ya la medida del valor personal.

«Los Ryan», al dejar de ser el extremo, desaparecieron dentro de la sociedad, fueron absorbidos por ella. En cuanto a nuestros propios Ryan, la familia descrita en estas páginas, existía aún un núcleo cercano, la madre y los tres hijos menores. El padre había muerto en un accidente relacionado con su ebriedad. Todos los chicos mayores habían abandonado la ciudad, salvo dos que habían ingresado en la policía. June se había incorporado al grupo de Gerald y uno de sus hermanos menores estaba con ellos parte del tiempo. «Los Ryan» habían resultado no ser nada especial, después de todo. A su manera, humilde y sin exigencias, habían formado parte de nuestra sociedad, aun cuando no dieran la impresión de hacerlo. Ella los había formado y ellos, a su vez, la obedecían. Estaban tan alejados de los que debían venir más adelante, y no mucho más tarde, diré —cuando «la banda de chicos del metro» apareció en nuestras vidas y destrozó la casa de Gerald—, como lo estábamos, o habíamos estado, nosotros de «los Ryan».

Utilizo la expresión «la casa de Gerald» como en una época la gente se había referido a «los Ryan», queriendo significar una forma de vida. Formas de vida transitorias, ambas; todas nuestras formas de vida, nuestras concesiones, nuestras pequeñas adaptaciones… transitorias todas, ninguna podía durar.

Sin embargo, mientras duraban, mucho dependía de ellas y estaba enfocado hacia ellas, como en el caso de Emily con sus obligaciones en la casa de Gerald, que entonces visité. En efecto, Emily y yo llevábamos apenas unos pocos minutos en nuestro apartamento cuando sonó el timbre y era June, toda sonrisas radiantes y ansiosas. Al principio no mencionó el robo, sino que se sentó en el suelo, rodeando a Hugo con los brazos. Sus ojos se paseaban sin cesar por el cuarto, para ver dónde estaban ahora las cosas que se habían llevado y que les habían obligado a devolver. La mayoría no estaba a la vista, sino guardada en armarios y alacenas, pero en una silla había un bulto de retazos de piel, y por fin dijo, con un impulso desesperado de recobrar algo:

—Eso no importa, ¿no? Quiero decir, ¿no importa? —Y llegó a levantarse para acariciar las pieles, como si fueran animales que hubiera lastimado.

Hubiera deseado echarme a reír o, por lo menos, sonreír, pero Emily me miraba severamente, con un gesto sumamente indignado, y luego dijo a June:

—Sí, todo está bien, muchas gracias.

Y al oír esto, la niña cobró inmediatamente un aspecto animado y dijo, dirigiéndome su atención con esfuerzo:

—¿Vendrá a visitarnos? Quiero decir que Gerald dice que está bien. Se lo he pedido, ¿sabe? Le he dicho si podía venir, ¿se da cuenta?

—Me gustaría mucho —dije, después de consultar a Emily con los ojos. Emily sonreía con la sonrisa de una madre o de un guardián.

Emily tuvo que prepararse primero, no obstante, y al cabo de un tiempo apareció del baño con el cabello recién lavado y peinado, la ropa limpia, el pecho delineado por el algodón azul, las mejillas suaves, frescas y con olor a jabón, una chica bien arreglada, completamente lista para asumir sus responsabilidades y para presentarse ante Gerald. Al mismo tiempo tenía una mirada sombría, defensiva, preocupada, y junto a ella estaba la niña, June, con un rostro enteramente abierto, sin defensas y una sonrisa confiada para Emily, la mujer… su amiga.

Caminamos las tres por las calles cubiertas de polvo y, como siempre, llenas de papeles, latas y toda clase de desperdicios. Tendríamos que pasar por delante de un hotel de muchos pisos construido en uno de los últimos auges del turismo y me interesaba ver qué camino elegiría Emily. Cada uno tendía a elegir con cuidado su ruta, por los peligros que acechaban en esas calles, y era posible averiguar mucho acerca de la naturaleza de una persona según optase por pasar frente a un edificio dudoso, corriendo con ello el riesgo de que desde él la vieran como posible blanco o presa, o bien escogiera otra calle enteramente distinta, según saludase con osadía en dirección a los jardines custodiados, o bien pasara de largo mirando hacia otro lado. Emily tomó el camino directo, avanzando despreocupadamente entre la basura. No fue la primera vez que me maravillé ante sus normas de conducta, opuestas en la calle y en casa. En casa, Emily era tan remilgada como una gata, mientras que fuera, al parecer, no le importaba qué inmundicias pisaba.

Hacía mucho que el hotel había sido ocupado por intrusos, otro término anticuado. El hecho era que allí vivía toda clase de gente, a pesar de que, como máquina, el edificio estaba inservible, como lo estaban todas las complejas unidades que dependían de factores técnicos para su funcionamiento.

Al mirar el alto edificio, dibujado ese día contra un cielo caluroso y polvoriento, se veía arruinado y remendado como un trozo de encaje. Las ventanas estaban destrozadas o hundidas. A pesar de ello, los pisos superiores estaban erizados de aparatos diversos. En el exterior de una ventana alguien había instalado un pequeño molino de viento para transformarlo en energía y obtener así agua caliente o iluminación. Junto a otras había discos iluminados, que sobresalían de lo que desde la calle parecían ser telas de arañas enormes, pero que solo eran artilugios solares de diverso tipo. Y entre todos estos artefactos improvisados bailaba y se agitaba la colada de colores, colgada de la cuerda y la madera de siempre.

Allá arriba todo se veía alegre y aun frívolo, con un cielo azul como telón de fondo. Abajo, en cambio, los desperdicios se amontonaban alrededor de todo el edificio, con senderos abiertos a través de ellos para llegar hasta las puertas. En cuanto al olor… no hablaré de él ya que Emily y June parecían soportarlo con tanta facilidad.

Poco tiempo antes había entrado en el edificio y había subido hasta el último piso. Allí me había quedado contemplando la ciudad que, sin que ello me sorprendiera mucho, no tenía un aspecto muy diferente del que presentara en los años anteriores al cese del funcionamiento de las máquinas. Miré, entonces, hacia abajo y me imaginé otra vez en esa época pasada. Todos hacíamos mucho eso de cotejar y comparar, de sopesar los hechos mentalmente intentando situarlos y orientarlos, por nuestra parte, dentro de su marco. El presente era tan notable y fantástico que acomodarlo implicaba el uso del siguiente proceso: «Fue así, ¿no? Sí, fue así, pero ahora…». Mientras estaba allí de pie, pensando que faltaba algo —el aeroplano, el avión de reacción a chorro que se elevaba o descendía hacia el aeropuerto y dominaba el cielo—, había oído un zumbido suave, como de una abeja, no mucho más intenso, y allí lo vi… un aeroplano. Diminuto como un saltamontes, pintado de color rojo brillante, solitario en el cielo desierto donde tantas máquinas enormes habían llenado de ruido nuestras vidas. Allí estaba, un superviviente, transportando tal vez, miembros de la policía, o del ejército, o del gobierno, a alguna conferencia que debía celebrarse en algún punto para hablar, hablar, hablar y aprobar resoluciones referentes a nuestra situación, a la triste situación de la gente en todo el mundo… Había sido grato verlo; animaba el espíritu ver aquel objeto pequeño y reluciente allí, en el vacío, camino de algún lugar al cual nadie que lo estuviera mirando habría podido llegar en aquel mismo momento salvo con la imaginación.

Había caminado con paso lento a través del exhotel, explorando, examinándolo todo. Me había recordado un nuevo centro urbano construido para obreros africanos fuera de una importante mina de África que visitara en aquellos tiempos, no tan lejanos después de todo, en que todos los continentes estaban próximos, a un día de viaje. El centro urbano cubría muchos metros cuadrados, lo habían construido de una sola vez y estaba integrado por millares de «casitas» idénticas, cada una de ellas compuesta por un cuarto, una pequeña cocina y un retrete con lavabo. En alguna casa, no obstante, era posible advertir, casi sin alteraciones, la estructura de la vida tribal trasladada a la ciudad. El fuego ardía en el centro del piso de ladrillos, había un rollo de mantas en un rincón y dos cacerolas y un jarro en otro. En la «casa» siguiente había una escena de decoro Victoriano: el aparador, la mesa de comedor, una cama, todo ello barnizado con un brillo horrible, una docena de trabajos de ganchillo como adorno, y una fotografía de miembros de la familia real en la pared opuesta a la entrada, de modo que la reina, con su indumentaria militar de gala, pudiera cambiar miradas de aprobación con el observador que mirara este decorado. Entre los dos extremos había toda especie de variantes y concesiones. Pues bien, en algo semejante se había transformado este hotel, en una serie de calles verticales en las cuales cabía encontrarse con cualquier cosa, desde la familia limpia y respetable que hacía chistes sobre las condiciones de Inglaterra antes del advenimiento de los sistemas de alcantarillado modernos y que llevaba bacinillas y baldes, tramo tras tramo, escalera abajo, hasta el inodoro que todavía funcionaba, hasta quienes vivían, comían y dormían en el suelo, quemando combustible sobre una plancha de amianto y orinando por la ventana… de manera que un leve rocío que cayera del cielo a la sazón no tenía por qué significar lluvia inminente ni vapor condensado.

La verdad es que quería alejarme a toda prisa de la posibilidad del hecho mencionado, en lugar de detenerme allí, entre los desperdicios, mirando hacia arriba, en particular porque alcanzaba a divisar en las ventanas de la planta baja a un par de muchachos armados que guardaban el edificio, o bien parte de él, o bien sencillamente su propio cuarto, o cuartos… ¿quién podía saberlo? June, en cambio, lanzó una exclamación al verlos y luego los llamó muy contenta, de aquel modo que tenía ella de expresar contento, como si cada suceso trivial le proporcionase inmerecidos tesoros de placer. Después de pedir disculpas a Emily por hacerla esperar (June tenía enorme dificultad en recordar mi presencia), entró en el edificio mientras nosotras dos, Emily y yo, permanecíamos en medio de una nube de moscas, contemplando la escena de la ventana donde June era abrazada y abrazaba a su vez. Uno de los muchachos había visitado la casa de los Ryan, lo cual quería decir que había sido casi parte de la familia. Seguidamente el muchacho le regaló una docena de palomas. Las armas que esgrimían eran rifles de aire comprimido. Las palomas volverían —se habían alejado al llegar nosotras— y se posarían otra vez sobre los montones de basura de los que se alimentaban. Nos fuimos, llevando con nosotras las palomas muertas que servirían para la próxima comida del grupo de Gerald, mientras oíamos el batir sedoso de numerosas alas y el ruido seco y repetido de los rifles.

Cruzamos unas vías ferroviarias, ahora florecientes de vegetación, parte de la cual Emily arrancó al pasar entre ellas, para aprovechar las plantas como remedio o como condimento. Pronto llegamos junto a la casa. En efecto, había pasado junto a ella en el curso de mis paseos, pero nunca había deseado entrar por mi constante temor a molestar a Emily con mi intromisión. June volvió a saludar con la mano a un muchacho que estaba de pie detrás de las persianas de una ventana del piso bajo, entreabiertas a causa del calor, y de nuevo alguna arma fue bajada. Entramos en un cuarto muy despejado y limpio. Esto fue lo que me llamó la atención en primer término, por cuanto aún no me había despojado de las antiguas asociaciones con «los Ryan». No había muebles pero sí cortinas, las persianas estaban fregadas y reparadas, y las esteras y colchones, arrollados o apoyados contra las paredes. Me llevaron de un cuarto a otro en una rápida visita, mientras yo buscaba mentalmente los cuartos comunales, el comedor, el salón y demás. Vi un cuarto muy largo para comer, con mesas de caballete y bancos, todo ello de madera bien fregada. Aparte de este cuarto, cada uno de los otros era, según descubrí, una unidad independiente que podía ser aposento o bien taller. Al abrir sucesivamente las puertas vimos un grupo tras otro de niños sentados sobre colchones que a la vez eran camas. Conversaban, o bien realizaban alguna tarea, y en las paredes colgaban sus ropas y pertenencias. Pude advertir que las afinidades y amistades espontáneas habían creado, o estaban en proceso de crear, grupos menores dentro de la comuna.

Había una cocina, una habitación de gran tamaño cuyo piso se había cubierto hasta la mitad con planchas de amianto, cubiertas a su vez por otras de hierro acanalado, sobre las que se podía encender fuego con cualquier tipo de combustible al alcance en aquel momento. Ardía un fuego y dos chicos estaban preparando la comida en él. Cuando reconocieron a Emily se apartaron para que probara e inspeccionara. Era un guiso de sucedáneo de carne con patatas. Emily declaró que era bueno pero que le vendrían bien unas hierbas, y les ofreció los manojos recogidos junto a las vías del ferrocarril. Además estaban las palomas, que podían desplumar si lo deseaban o, de lo contrario, buscar a alguien que tuviera ganas de hacer una tarea extra. No, ella misma, Emily, buscaría a alguien y lo enviaría a la cocina.

Comprendí entonces lo que hasta ese instante solo había intuido a medias, la manera de reaccionar de los chicos al ver a Emily. Era la forma en que la gente reacciona frente a la autoridad. Y a continuación, como ella había criticado el guiso, uno de los chicos se arrodilló y picó las hierbas sobre un trozo de madera con un fragmento de acero afilado. Le había impartido una orden, o por lo menos, así lo veía él y, por lo tanto, obedecía.

Los ojos de Emily estaban fijos en mí. Quería saber qué había visto, cómo lo interpretaba, qué pensaba. Tenía una expresión tan preocupada que instintivamente June la tomó de una mano y le sonrió. Todo ello ponía tan agudamente de relieve una situación que no intenté eludirla fingiendo no haber notado nada.

Unos días antes Emily había regresado tarde de esa casa y me había dicho:

—Es imposible no tener distintos palos en el gallinero. Por mucho que una quiera evitarlo.

Lo había dicho casi al borde de las lágrimas, lágrimas de niña, diré.

—¡No eres la primera en tener dificultades! —repliqué a mi vez.

—Sí, pero no es lo que queríamos, lo que planeamos. Gerald y yo lo discutimos desde el principio, todo estaba discutido, no íbamos a tener ninguna de esas cosas absurdas de antes, una persona diciéndole a otra qué tiene que hacer, todas esas cosas horribles.

A esto repuse:

—A todos nos han enseñado a ocupar un lugar dentro de una estructura… esto, como primera lección. Obedecer. ¿No es así? Y por tanto eso hace todo el mundo.

—Pero la mayoría de estos chicos no han recibido nunca ninguna educación.

Era toda indignación e incredulidad. Era una pregunta de adulto, de adulto muy maduro y responsable, la que hacía ella, y, después de todo, una pregunta que nunca formula la mayoría de los adultos. Lo que tenía ante mí, en cambio, era una muchacha en cuyos ojos aparecían de forma repetida, para ser rechazadas, combatidas, las necesidades que tiene el niño de que le tranquilicen, el hosco reproche de cualquier persona muy joven contra las circunstancias. No, no era una persona adulta ni mucho menos.

—Comienza cuando naces —le había dicho—. «Es una niña buena». «Es una niña mala». «¿Te has portado bien hoy? Me dicen que te has portado mal». «Ah, es tan buena, una niña tan buena…» ¿No recuerdas? —Y Emily me había mirado con fijeza, aunque en realidad no me había oído—. Todo es falso, no tiene nada que ver con la realidad, pero todos permanecemos allí encasillados, toda la vida… «eres una niña buena, eres una niña mala». «Haz lo que te digo y yo te diré que eres buena». Es una trampa y todos vivimos presos en ella.

—Nosotros decidimos que no ocurriría —dijo Emily.

—Bien —repuse—, pero no obtienes una democracia aprobando resoluciones, o bien pensando que la democracia es una idea atrayente. Y esto es lo que hemos hecho siempre. Por un lado «eres una niña buena, eres una niña mala», e instituciones y jerarquías y un lugar en los palos del gallinero, y por otro, dictamos resoluciones sobre la democracia o repetimos que somos muy democráticos. Tienes aquí una buena razón para no sentirte tan mal frente a esto. Todo lo que ha sucedido es lo que sucede siempre.

Se había puesto de pie. Estaba indignada, confusa, impaciente por mis palabras.

—Mire —me había dicho—. Lo teníamos todo para poder empezar de nuevo. No era necesario que llegara a ser lo que es ahora. Esto es lo principal, me temo. —Y dicho esto, se había alejado hacia la cocina como para huir del tema.

Y en ese momento estaba de pie en la cocina de Gerald, o en su propia cocina, enfadada, confusa, resentida.

El chico que realizaba con prisa su tarea sin levantar los ojos porque la supervisora seguía mirándolo y podría criticarlo… esto la humillaba.

—Pero ¿por qué? —susurró, con la mirada fija en mí, según pude ver realmente deseosa de una respuesta, de una explicación. Y June estaba a su lado sin comprender, mirando llena de compasión, a su amiga que estaba tan triste.

—¡Bueno, muy bien, no importa! —dijo por fin Emily, se alejó de mí, de June, de la escena y se fue, no sin preguntar al salir—: ¿Dónde está Gerald? Dijo que estaría aquí.

—Fue al mercado con Maureen —dijo uno de los chicos.

—¿No ha dejado ningún recado?

—Me ha dicho que te diga que tienen que lavarnos la cabeza hoy.

—Sí, ¿eh? —Seguidamente, aliviada ya de su malestar, dijo—: Muy bien, que todo el mundo vaya al salón grande —y nos condujo al huerto.

Era un hermoso huerto, planeado, preparado, organizado, lleno de cosas útiles: patatas, nabos, cebollas, repollos, toda clase de legumbres, sin una maleza ni una flor visibles. Algunos niños estaban trabajando allí y cuando vieron a Emily trabajaron con más brío. De pronto ella exclamó:

—¡No, no, no! Dije que había que dejar las espinacas hasta la semana próxima, habéis recogido demasiadas.

—Uno de los niños, de unos siete años, le hizo abiertamente una mueca a June, la mueca que quiere decir: «¿Quién se ha creído que es, para mandarnos así?», esa reacción invariable que es posible observar en cualquier lugar donde haya grupos, jerarquías, instituciones. En una palabra, en todas partes. El hecho es que Emily percibió esto, se enterneció y dijo en tono más suave:

—Os dije que las dejarais, ¿no? ¿No lo veis? Las hojas son todavía muy pequeñas.

—Le enseñaré a Pat —dijo rápidamente June.

—En realidad, no importa —repuso Emily.

Antes de salir del huerto, Emily tuvo que volver a exclamar y explicar que habían esparcido la ceniza de madera de las hogueras, para ahuyentar la mosca de los repollos, demasiado cerca de los tallos:

—¿No ves? —le dijo al niño, un niño negro que estaba de pie, rígido, con el rostro empañado en el esfuerzo de aceptar la crítica cuando él sentía que había trabajado tan bien—. No tiene que estar cerca del tallo, hay que hacer un círculo, así… —Y Emily se arrodilló en el suelo húmedo y esparció una fina lluvia de ceniza de una bolsa de plástico alrededor del tallo. Lo hizo con pulcritud y rapidez, tan experta era. El chico, por su parte, suspiró y miró a June, quien lo abrazó. Cuando Emily levantó los ojos de lo que estaba haciendo, vio a las dos criaturas, una de ellas abrazando con aire protector, ambos aliados contra ella, la patrona. Se ruborizó, entonces, y dijo:

—Perdonad que me haya enojado al hablar, pero era necesario.

Y al oír esto los niños se separaron, la flanquearon uno a cada lado y se alejaron, conmovidos por el malestar de ella, por los senderos del huerto inmaculado y en dirección a la casa. Los seguí, olvidada por ellos. El niño negro tenía una mano sobre el brazo de Emily. June la tomaba de la otra mano. Ella caminaba entre ellos sin ver, y adiviné que era porque tenía los ojos llenos de lágrimas.

Al llegar a la puerta trasera entró sola, seguida por el niño negro. June me esperó. Me dirigió una sonrisa, y por una vez me vio. Y su sonrisa tímida, abierta, indefensa, me dio la medida de su vulnerabilidad, su privación, su historia. Al mismo tiempo me pedía con los ojos que no criticara a Emily, porque no podría soportar que alguien no la quisiera.

En el gran salón, o refectorio, a lo largo de las mesas de caballete, habían dispuesto recipientes llenos de agua con una hierba muy perfumada, peines finos y trozos de trapos viejos. Junto a estas mesas estaban los chicos; y los mayores, con Emily, empezaron a peinar el cabello contra el cuero cabelludo de las cabecitas que se les ofrecían.

Emily me había olvidado. Al verme me llamó:

—¿Quiere quedarse a comer con nosotros?

Sentí, no obstante, que no quería que me quedara. Apenas me había vuelto para irme, cuando oí su voz fuerte y ansiosa:

—¿Dijo Gerald cuándo volvería? ¿Dijo algo Maureen? ¿Sin duda Gerald dijo algo de la hora en que volvería?

Una vez en casa, por la ventana vi llegar a Gerald a la acera, acompañado de una muchacha, que supuse era Maureen, y como de costumbre se quedó allí rodeado por los chicos menores, algunos de su comuna, otros no. Probablemente veía como una función que le correspondía esta permanencia de varias horas en la calle. Creo que así era. Recoger información, todos debíamos recogerla. Atraer nuevos reclutas para su causa… aunque tenía más solicitantes de los que podía aceptar. Mostrarse simplemente, desplegar sus cualidades entre los otros cuatro o cinco jóvenes que también eran conductores naturales… ¿era esto el equivalente del hombre que va a cazar mientras las mujeres trabajan en casa? Tuve todos estos pensamientos mientras estaba de pie allí con Hugo a mi lado, contemplando al joven en su indumentaria de bandido que tanto destacaba entre el resto de la gente, con tantas muchachas merodeando a su alrededor, intentando atraer una mirada, hablar con él… pensamientos ya viejos sobre el cambio en las estructuras sociales. Sin embargo uno los tenía, no morían. Así como los viejos modelos se repetían, volvían a formarse aun cuando los acontecimientos parecían justificar cualquier experimento, desviación o mutación, también los viejos pensamientos se repetían en correspondencia con los modelos. Seguía imaginando que oía la voz aguda y tensa de Emily:

—¿Dónde está Gerald, dónde está? —desde su lugar y papel de mujer, quitando piojos y liendres de las cabezas de los niños menores, mientras Gerald probablemente planeaba una expedición destinada a capturar provisiones en alguna parte, ya que nadie podía decir que careciera de iniciativa o que fuera un haragán.

Más tarde vi que se había ido con Maureen. Muy poco después Emily volvió a casa. Estaba muy cansada y no trató de ocultarlo. Se dejó caer inmediatamente junto al animal y descansó mientras yo preparaba la cena. La serví y lavé los platos mientras ella reanudaba su descanso. Tuve la impresión de que el hecho de haber visitado yo la otra casa, y haber visto cuánto tenía que trabajar allí, le permitía por fin relajarse conmigo, sentarse y dejar que yo la sirviera. Cuando terminé de lavar la vajilla, preparé té para las dos y me senté con ella en la penumbra de aquel atardecer de verano, mientras ella seguía tendida, sin fuerzas, junto a su Hugo.

Afuera, el rumor y clamor de la acera bajo una puesta de sol radiante. En casa, serenidad, luz tenue, ronroneo del animal que lamía el brazo de Emily. En casa, ruido de una adolescente llorando como una niña, con sollozos y sonidos contenidos al tragar saliva. No quería que descubriera que estaba llorando, pero no le importaba lo bastante como para alejarse.

La pared se abrió. Detrás de ella había un cielo intensamente azul, de un azul vivamente intenso y frío, un azul que nunca se veía en la naturaleza. De horizonte a horizonte, el cielo se levantaba uniforme, teñido de color, sin mostrar en ningún punto esa profundidad que lleva a los ojos a mirar hacia dentro en busca de reflexión o de alivio, el azul que cambia con la luz. No, este era un cielo todo autonomía, que no podía cambiar ni reflejar nada. Las paredes altas, nítidas, quebradas llegaban hasta él, y contemplarlas era experimentar su resistente dureza, como de cáscaras de pintura magnificadas. De una blancura deslumbrante eran estas astillas de pared, como era azul el cielo; un mundo amenazante y endurecido.

Apareció Emily con el rostro grave inclinado sobre una tarea. Llevaba una prenda tipo bata de color azul suave, como los niños en los cuartos infantiles de otra época, y sostenía una escoba de rama de las usadas en los jardines, con la cual iba amontonando en pilas las hojas caídas en distintos puntos del césped que recubría el suelo de esa casa derruida. Sin embargo, mientras barría, mientras formaba sus montones, las hojas volvían a acumularse a sus pies. Comenzó a barrer más y más rápido, con el rostro enrojecido, desesperado. La escoba se agitaba en una nube de hojas amarillas y anaranjadas. Intentaba retirar las hojas de la casa para que el viento no volviera a dispersarlas. El cuarto quedó limpio, luego otro, pero afuera las hojas le llegaban hasta las rodillas, el mundo entero estaba cubierto de hojas que caían en todas partes como copos de nieve desde aquel cielo horrible. El mundo estaba quedando sumergido en hojas muertas, ahogado por ellas. Se volvió en un impulsivo movimiento de pánico para ver qué sucedía en los cuartos que acababa de barrer. Los montones formados en ellos ya estaban sumergidos por más hojas. Corrió, desesperada, por los cuartos sin techo, para ver si aquí, o allí, había quizá un lugar cubierto y protegido aún, seguro aún contra esa caída sofocante de materia vegetal muerta. No me vio. Su mirada fija, desorbitada, horrorizada, me atravesó. Vio tan solo los fragmentos de paredes que no podían protegerla, ni tampoco mantener alejada aquella susurrante llovizna. Se apoyó contra una pared, mirando y escuchando, mientras las hojas susurraban y caían sobre ella y a su alrededor y sobre todo el mundo, en una tormenta de deterioro. Desapareció la figura menuda y atónita, la niña de vivos colores, semejante a un adorno de porcelana pintada de una vitrina o una repisa, la vívida mancha de color sobre la blancura pintada, la horrible blancura del mundo de los niños contigua al cuarto de los padres, donde el verano, o la tormenta, o el mundo de la nieve se extendía al otro lado de gruesas cortinas.

Blanco. Mantillas, frazadas, ropa de cama y almohadas blancas. En una llanura blanca interminable estaba sumergido el bebé sin poder mover los brazos. Miraba fijamente el alto techo. Al volver la cabeza vio una pared blanca a un lado y el borde de un armario blanco en el otro. Esmalte blanco. Paredes blancas. Madera blanca.

El bebé no estaba solo. Algo se movía por el cuarto, una persona pesada y torpe, cada uno de cuyos pasos hacía temblar la cuna. Toe, toe avanzaban los pesados pies, y luego el ruido del metal contra la piedra. El bebé levantó la cabeza y no vio nada, se esforzó por levantar la cabeza del húmedo calor de la almohada, pero tuvo que renunciar a ello y dejarla caer en ese mullido calor. Nunca más, hasta que llegara a yacer impotente en el lecho de muerte, con las fuerzas totalmente desaparecidas de sus miembros, sin nada ya en ella, salvo la conciencia detrás de sus ojos, volvería a sentirse tan indefensa como ahora. La persona enorme y torpe se aproximó con sus pasos pesados a la cuna, cuyos barrotes de hierro se estremecieron y chirriaron, la gran cara se inclinó sobre ella y la extrajeron de la blancura calurosa y la alzaron, dejándola sin aliento, dos manos que la aferraron y le apretaron las costillas. Se había ensuciado. Ya… ¡Sucia! La palabra tenía un sonido de desaprobación, de asco, de desagrado. Significaba ser enrollada, vuelta de aquí para allá, entre manos duras que la lastimaban, como un trozo de pescado sobre el mármol o un pollo que están rellenando.

Sucia… sucia… el sonido áspero y frío de la palabra, para mí que contemplaba la escena, era el toque de lo «impersonal», de lo inalterable de las leyes de este mundo. La blancura, el rechazo a través de una palabra, la frialdad, el ahogo, mientras el aire caía y caía, arrastrado por una tormenta de blanco en la cual las marionetas se agitaban en sus cuerdas… Supongamos, luego, que los diques se llenasen de hielo y que la nieve cayera eternamente, en un eterno descenso de blancura. Supongamos los cuartos llenos de polvo frío, toda el agua desaparecida y cristalizada, todo el calor contenido, latente en un aire seco y glacial que chocase y matase nuestros pulmones… una escena en el dormitorio de los padres, donde las cortinas blancas están recogidas en olas de muselina blanca moteada. Detrás de ella la nieve es, una vez más, blanco contra blanco, porque el cielo está borrado. Las dos grandes camas que se elevan hacia lo alto, muy alto, casi hasta la mitad de la pared, contra el techo blanco y asfixiante, están ocupadas. Mamá en una, papá en la otra. Hay una novedad en el cuarto, una cuna blanca, otra vez, de una blancura helada y reluciente. Es alta esta cuna, no tan alta como las camas inmensas con esa gente enorme, pero siempre fuera de su alcance. Entra con paso rápido una figura blanca, la que tiene el pecho como una gran colina dura. Levanta un paquete de la cuna. Mientras las dos personas de las camas sonríen como dándoles ánimo, se tienden el paquete y se lo acercan a la cara. El paquete huele, huele. Agudos, peligrosos, estos olores, como tijeras, como manos duras y atormentadas. La niña siente ahora una desolación y una soledad como no ha sentido nadie en el mundo (salvo todos en el mundo) y la violencia de su dolor es tal que no puede hacer nada excepto quedarse allí, rígida, mirando primero el paquete, luego a la gran enfermera vestida de blanco y, por fin, a la madre y al padre que sonríen en sus camas.

Habría deseado hundirse y desaparecer de la vista de ellos, que sonríen, de los seres enormes sostenidos en alto allí contra el techo, en el cuarto caluroso y asfixiante, rojo y blanco, blanco y rojo, alfombra roja, llamas rojas agolpadas en la chimenea. Todo es demasiado, demasiado alto, demasiado ancho, demasiado poderoso. No quiere nada, salvo arrastrarse lejos y esconderse en algún lugar, para que todo se deslice de su ser. En cambio le siguen presentando, una y otra vez, el paquete maloliente.

—Vamos, Emily, este bebé es para ti —le llega la voz sonriente, pero a la vez perentoria, desde la cama de la mujer enorme—. El bebé es tuyo, Emily.

Esta mentira la confunde. ¿Es un juego, una broma, ante la cual debe reír y protestar, como cuando su padre «le hace cosquillas», tortura que habrá de reaparecer en pesadillas durante años? ¿Debe reír y comentar y agitarse? Mira fijamente las caras, la madre, el padre, la enfermera, puesto que todos la han traicionado. Este no es su bebé y lo saben bien, de modo que por qué… Mas una y otra vez dicen: «Este es tu bebé, Emily, y tienes que quererlo».

Le empujaban el paquete contra el cuerpo y pretendían que le tendiera los brazos y lo sostuviera. Otro engaño, porque no lo sostenía ella, en realidad, sino la enferma. Y ahora sonreían y la elogiaban porque sostenía aquello en los brazos. Todo fue, pues, demasiado, demasiadas las mentiras, demasiado el amor. Eran demasiado fuertes para ella. Y sostuvo al bebé, en realidad. Siempre estaban levantándolo para dárselo, para ponerlo contra ella, en dirección a ella. Lo sostenía y lo amaba con un amor apasionado y protector que tenía como fondo una trampa, una traición, fuego con un corazón de hielo…

Ahora el cuarto es el de los cortinajes de terciopelo rojo, y una niñita de unos cuatro años, vestida con un traje floreado con bordados de nido de abeja, está de pie junto a un niño regordete y boquiabierto, sentado sin mayor energía sobre un trozo de caucho extendido sobre la alfombra.

—No, así no, así —le dice, y el niño, con una mirada de admiración para esta asesora fuerte e inteligente, intenta colocar un bloque encima de otro. Se cae—. Así —repite ella con un chillido, y se arrodilla febrilmente y hace una torre de bloques, con gran rapidez y destreza. Está enteramente absorta, con cada una de sus células, en la necesidad de hacer esto, de hacerlo bien, de mostrar que sabe hacerlo, de probarse a sí misma que sabe hacerlo. Y el niño estólido sentado allí la mira, está impresionado, pero la cosa es hacerlo, sí, hacerlo, poner los bloques uno encima de otro, con perfección, coincidentes esquina con esquina, borde con borde.

—¡No, así no, así! —Las palabras resuenan en el cuarto, en el cuarto contiguo, en los cuartos de abajo, en el jardín—. Así, bebé. ¿No ves? ¡Así!