El acontecimiento siguiente fue la aparición de June.

Una tarde, cuando Emily llevaba un día entero y una noche en casa conmigo y con Hugo, sin haber ido para nada a la casa comunal, llegó una chiquilla y pidió verla. Digo una chiquilla consciente de lo absurdo de la frase, con sus asociaciones de frescura y de promesa. La verdad es que era una niña pequeña, una niña muy delgada, con pómulos salientes y marcados. Tenía ojos de color azul muy claro. El cabello, muy rubio y de aspecto sucio, le caía sobre los hombros y ocultaba en parte el rostro delgado y conmovedor. Era pequeña para su edad y podría haber tenido ocho o nueve años, aunque en realidad tenía once. En otras palabras, era dos años menor que Emily, mujer joven y amada, en forma precaria, por el rey Gerald. Con todo, tenía senos incipientes y puntiagudos y un cuerpo que estaba ya en la fase de crisálida.

—¿Dónde está Emily? —preguntó. La voz… no, diré tan solo que estaba en el extremo más distante del llamado «buen inglés», la norma utilizada en una época en la publicidad, las noticias o el oficialismo. Apenas pude comprender lo que decía debido a lo degradado de su acento. No me refiero a los términos que usaba, bastante agudos si uno llegaba a descodificarlos y también intentos empecinados y vigorosos de aprisionar significados e ideas tan claras y tan válidas como las que expresa un habla cultivada. El tono perentorio del «¿Dónde está Emily?» no surgía de la mala educación, sino del esfuerzo que había puesto en la frase, de su determinación para que la comprendiesen y la llevasen hasta Emily, o para que Emily fuera hasta ella. Se debía asimismo al hecho de que no era una persona criada en la convicción de que tenía derechos. A pesar de todo, se dirigía hacia objetivos, deseaba cosas y las obtenía. Llegaría hasta su Emily sin ayuda de palabras, aptitudes, cortesía… sin derechos.

—Está aquí —le dije—. Entra, por favor.

Me siguió, tiesa por la determinación que la habíallevado a casa. Los ojos se posaban en todas partes y me asaltó la idea de que ponía precio a todo lo que veía. O mejor dicho, lo evaluaba, ya que aquello de «poner precio» era un término algo pasado de moda.

Cuando vio a Emily, en aquel momento una jovencita lánguida y sufriente, sentada en una silla junto a la ventana, con los pies desnudos apoyados uno junto al otro sobre su inseparable animal amarillo, el rostro de la niña se iluminó con una sonrisa dulce y desgarradora, toda confianza y cariño, y se adelantó corriendo, olvidando todo lo demás. Y Emily, al verla, sonrió y olvidó sus propias penas, las penas de amor y de quién sabe qué más, y las dos se encaminaron al cuarto diminuto de Emily. Dos niñas con una amistad de niñas, a pesar de que una de ellas ya era una mujer y la otra todavía una niña con cuerpo y cara de niña. Aunque no, según descubrí, con una imaginación de niña, pues estaba enamorada de Gerald. Y después de haber sufrido celos por culpa de Emily, la favorita, y de haberla odiado y denigrado sucesivamente, o admirado de forma febril y rastrera, era ahora su hermana en el dolor porque a Gerald lo amaba, lo servía otra muchacha, o tal vez otras.

Llegó por la mañana. A la hora de almorzar salieron del dormitorio y Emily me preguntó con aquella invariable cortesía de invitada: «Si no tiene inconveniente, me gustaría invitar a June a comer un sandwich, o algo».

Más avanzado el día, las dos chicas se cansaron de estar en el cuartito cerrado y se sentaron en el suelo con Hugo entre las dos, charlando mientras lo acariciaban y lo mimaban. June necesitaba consejo e información sobre toda una serie de cuestiones prácticas y, en particular, en lo que se refería al jardín, que era responsabilidad de Emily por ser la entendida en este tipo de trabajo.

¿Era entendida, en realidad? Yo no sabía nada de Emily y conmigo nunca había evidenciado el menor interés por este tipo de actividades, ni aun por las plantas de las macetas.

Me quedé allí sentada oyéndolas conversar, reconstruyendo a partir de sus palabras la vida de su comuna… Qué extraño era que en todas nuestras ciudades, junto a los ciudadanos que seguían utilizando corriente eléctrica, obtenían el agua que pagaban de los grifos, contaban con que les recogieran los desperdicios, existieran esas casas donde la vida se desarrollaba como si jamás se hubiera producido la revolución tecnológica. La gran casa a quince minutos de marcha de la nuestra había sido una residencia para ancianos. Tenía un extenso terreno. Lo habían despejado de arbustos y de macizos de flores y ahora se cultivaban solo hortalizas. Hasta había un pequeño cobertizo en el cual se criaban unos cuantos pollos, otra ilegalidad que se cometía en todas partes y que las autoridades fingían no ver. La comuna compraba, o adquiría por otros medios, harina, legumbres secas, miel. Estaban, sin embargo, a punto de instalar una colmena. También compraban sustitutivos de carne de «pollo» y de «vaca» y de «cordero» con los cuales preparaban las comidas poco apetitosas por todos conocidas. Poco apetitosas para algunos, ya que bastantes de aquellos niños no habían comido nunca otra cosa y preferían el sustitutivo al alimento verdadero. Como he dicho ya, aprendemos a apreciar lo que podemos obtener.

La casa era un conglomerado de pequeños talleres, donde se elaboraba jabón y velas, se tejían y teñían telas, se curtían pieles, se secaban y conservaban alimentos, y se reconstruían o fabricaban muebles.

Así vivían, entonces, todos, la banda de Gerald, treinta en aquel momento, siempre bajo la presión de que aumentara su número, debido a que muchos querían unirse al grupo y era necesario rechazarlos. No había sitio.

No era que me sorprendiese enterarme de todo esto. Lo había oído con anterioridad, en diversas manifestaciones. Por ejemplo, había existido una comuna de adultos jóvenes y niños, no muy lejos, donde hasta el agua corriente y las cloacas habían dejado de funcionar. Habían construido un retrete en el jardín, un pozo con un cajón de embalaje encima y una lata llena de ceniza para los malos olores y las moscas. Compraban agua en la puerta o bien la sacaban de las canalizaciones cuando podían, y también conseguían bañarse en casa de amigos. Hubo un momento en que utilizaron mi cuarto de baño. Ese grupo, no obstante, se desplazó hacia otro sector. En toda la ciudad había de estos reductos de una vida que retrocedía, día a día, hacia lo primitivo, hacia la vida precaria. Parte de una casa… luego la casa entera… un grupo de casas… una calle… un grupo de calles. La gente que observaba desde los edificios altos veía cómo se instalaban y propagaban estos núcleos de barbarie. Al principio mostraban solo hostilidad y temor. Dejaban escapar las expresiones habituales de desaprobación, de rectitud, pero en realidad estaban aprendiendo; ellos, los que eran todavía afortunados, aprendían observando a esos salvajes de cuyos dedos brotaban nuevas artes y aptitudes. En algunos sectores de la ciudad se habían transformado suburbios enteros. Millas habitadas por gente que cultivaba sus patatas y cebollas y zanahorias y coles y los vigilaba día y noche, criando además pollos y patos, convirtiendo el estiércol, comprando o vendiendo agua, utilizando cuartos vacíos o casas vacías para criar conejos y aun un cerdo… Gente que no formaba ya familias compactas y normales, sino que se integraba en grupos y clanes cuya estructura surgía de las exigencias del estado de necesidad. Por la noche esas zonas se hundían en una peligrosa oscuridad a la que nadie osaba acercarse, con su alumbrado escaso o inexistente, sus calles llenas de baches y huellas hundidas, mientras en cada ventana parpadeaban las luces minúsculas de las velas o el resplandor débil de algún artefacto improvisado sobre la pared o bien colgado del techo. Aun durante el día, caminar por allí viendo esas caras cautelosas vislumbradas detrás de las celosías y sabiendo que había preparado arcos y flechas y hondas y aun armas de fuego, apuntando hacia una por si se cometía una transgresión… semejante expedición era como introducirse en terreno enemigo, o bien volver al pasado de la humanidad.

Sin embargo, aun en aquella etapa posterior había un sector de cierto nivel en nuestra sociedad que se las componía para vivir como si no estuviera pasando nada, nada irreparable. La clase dirigente —aunque, según se decía, esto era letra muerta— o, en fin, el tipo de persona que manejaba las cosas, que administraba, que se sentaba en concejos y comisiones, que tomaba decisiones, hablaba. La burocracia. Una burocracia internacional. Pero ¿cuándo no ha sucedido esto, que el sector de una sociedad que saca las mayores ventajas de ella mantenga en su seno, y mientras le sea posible también en los otros, una ilusión de seguridad, permanencia, orden?

Yo diría que en el fondo esto tiene algo que ver con la conciencia, órgano del que quedan vestigios en la humanidad y que exige todavía algún género de justicia o equidad, que siente que es intolerable (la mayoría de la gente lo siente en algún punto o, por lo menos, de vez en cuando) que algunos individuos prosperen mientras otros sufren hambre y fracasan. Este es el mecanismo más poderoso de todos para, en primer lugar, el mantenimiento de una sociedad y, luego, su destrucción subterránea, su corrupción, su caída… claro que nada de esto es nuevo, y muy probablemente y dentro de lo que es posible determinar, ha venido sucediendo a lo largo de la historia. ¿Hubo alguna época en nuestra nación en que la clase dirigente no viviera dentro de la campana de vidrio de la respetabilidad o de la riqueza, cerrando los ojos a lo que sucedía fuera de ella? ¿Podía haber una auténtica diferencia cuando esta «clase dirigente» utilizaba términos como justicia, juego limpio, equidad, orden y aun socialismo? Cuando los usaba y aun creía, tal vez, en ellos durante algún tiempo, aunque entretanto todo se venía abajo y, al mismo tiempo, como siempre, los administradores vivían protegidos contra lo peor, intentando lograr que todo se olvidase hablando, deseando, legislando, ya que admitir lo que estaba ocurriendo significaba reconocer su propia inutilidad, reconocer que la seguridad adicional de que gozaban era producto del robo y no de servicios prestados…

En cierto modo, no obstante, todo el mundo representaba un papel en la confabulación de que no estaba ocurriendo nada, o bien de que estaba ocurriendo, pero un día las cosas se invertirían y entonces… ¡Abracadabra! Todos estaríamos una vez más en los buenos tiempos de antes. ¿Cuáles?, pregunto. Aquello era cuestión de temperamento. Cuando no se tiene nada, hay libertad para elegir entre los sueños y las fantasías. Por mi parte imaginaba una forma elegante de feudalismo, desde luego sin guerras, sin injusticia. Emily, por no haberla vivido ni sufrido nunca, hubiera deseado el retorno de la Era de Prosperidad.

Yo participaba en el juego de la complicidad, como todo el mundo. Durante ese período renové mi contrato de alquiler, que era por siete años. Sin duda sabía bien que no nos quedaba tanto tiempo, ni mucho menos. Recuerdo una conversación con Emily y June sobre la posibilidad de poner cortinas nuevas. Emily quería cortinas de muselina amarilla, como unas que había visto en una tienda de trueques. Yo estaba a favor de una tela más gruesa que nos aislase del ruido. June se mostró de acuerdo con Emily; la muselina, debidamente forrada —y había un comercio que vendía exclusivamente telas de forro viejas, a solo dos millas de distancia—, caía bien y era abrigada. Después de todo, las telas más gruesas, que se suponía eran más abrigadas, caían con tanta rigidez que las corrientes de aire se introducían por los bordes… sí, pero una vez lavado, ese tejido más grueso perdía rigidez… ese era el tipo de conversación que éramos capaces de sostener. Solíamos dedicar días y semanas a tomar una decisión. Las verdaderas decisiones, las necesarias, como que habría que renunciar del todo a la electricidad, se tomaban, por lo general, con un mínimo de debate. Tales decisiones nos eran impuestas, y fue aquel verano cuando decidí hacer desconectar la electricidad. Inmediatamente antes de la visita de June, en realidad. Su primera visita, porque pronto comenzó a venir todos los días y casi siempre nos encontraba hablando de la iluminación y la calefacción. Ella nos dijo que había un hombre en un pueblo a unas doce millas de allí que vendía equipos de los que antes se utilizaban para acampar. No, no eran los mismos artefactos, sino que él había perfeccionado otros de toda clase. June había visto algunos de ellos y nos los mencionó, pues creía que debíamos comprarlos. Lo discutieron con Emily y cuando decidieron no hacer la excursión solas, pidieron a Gerald que las acompañara. Partieron entonces los tres y un día llegaron muy tarde, cargados con toda clase de aparatos o artefactos para alumbrarse u obtener calefacción. Y allí estaba Gerald, en mi sala. Visto de cerca, ese joven cacique no era tan formidable. Tenía un aspecto preocupado, desolado incluso; las miradas que lanzaba sin cesar a Emily revelaban ansiedad, y continuamente le pedía consejo sobre esto o aquello… consejo que ella le daba, puesto que era tan práctica y tan sensata. Pude descubrir entonces algo de la relación entre ellos, me refiero a la que se ocultaba debajo de aquel lazo, quizá menos poderoso, aparente en la superficie y al cual respondía Emily. Detrás de esa situación casi convencional de la chica enamorada del jefe de la banda, veía a un joven muy joven, excesivamente cargado de obligaciones y excesivamente responsable e inseguro, que solicitaba apoyo y aun ternura. Había partido con Emily y June para «ayudar a trasladar las cosas que Emily y su amiga necesitarían durante el invierno», pero no había en ello tan solo bondad, aunque era sumamente bondadoso, sino además una manera de decirle a Emily que necesitaba volver a tener su presencia en su casa. Un pago, quizá, o bien un soborno, si queremos ser cínicos. Emily jugaba con la posibilidad de volver a él. Saludablemente fatigada después de la larga marcha con aquella carga, con su aspecto tostado, arrebatado y atractivo, coqueteaba con él y se hacía la distante y la difícil. En cuanto a June, puesto que aún no podía jugar este juego, guardaba silencio y observaba, muy excluida de todo. Emily, consciente de su poder sobre Gerald, lo utilizaba. Se desperezaba, se regocijaba del poder de su cuerpo y jugaba con la cabeza y las orejas de Hugo mientras le sonreía a Gerald… sí, volvería a él, a su casa, ya que tanto lo deseaba, ya que tanto la deseaba. Y al cabo de una hora de esto, se fueron los tres, Emily y Gerald abriendo la marcha, June a la zaga. Padres con la hija, era lo que me recordaba… esa era la sensación que, según sospeché, debía de tener June, al menos.

Y ahora supongo que cabrá preguntarse y responder por qué Emily no eligió ser jefe, líder por sus propios méritos. Pues bien, ¿por qué no? Sí, desde luego me lo pregunté. Las actitudes de las mujeres frente a sí mismas y frente a los hombres, las pautas que se autoimponían las mujeres, la intrepidez de su lucha por la igualdad, el cuestionarse durante décadas, llenas de sufrimiento, acerca de su propio papel, sus propias funciones… todo esto hace que ahora me resulte difícil afirmar, simplemente, que Emily estaba enamorada. ¿Por qué no tenía su propia banda, su propia casa llena de valientes merodeadores y ladrones, de creadores, panaderos y cultivadores de su propio alimento? ¿Por qué no era de ella de quien se diría: «Allí estaba esa casa vacía. Emily reunió una banda y todos se han mudado a ella. Sí, se pasa muy bien allí; trataremos de que nos permita vivir también allí»?

Nada se lo impedía. Ninguna ley, escrita o tácita, establecía que no pudiera hacerlo, y además sus aptitudes y habilidades eran tan variadas, desde todo punto de vista, como las de Gerald o de cualquiera. Pero no lo hizo. No creo que se le ocurriese en ningún momento.

La dificultad residía en que amaba a Gerald, y esa nostalgia de él, de su atención y de su dedicación, la necesidad de ser ella quien lo reconfortara y le diera su apoyo, quien lo relacionara con la tierra, quien le hiciera mantener el rumbo con su sentido común y su calidez, esta necesidad le robaba toda la iniciativa que hubiera requerido para ser la conductora de una comuna. Solo quería ser la mujer del líder de la comuna. Su única mujer, sin duda.

Esta es una historia, después de todo y, según espero, verídica.