Se produjo un nuevo hecho en la vida de la calle. Estaba relacionado con Gerald, precisamente con su necesidad de proteger a los débiles, de identificarse con ellos, cualidad que no era imposible incluir en los libros de Debe y Haber de la supervivencia. De pronto allí aparecieron niños de nueve, diez y once años, sin familia, solos. Algunos tenían padres a los que habían abandonado o a quienes veían, pero solo de vez en cuando. Algunos carecían de padres. ¿Qué les había sucedido? Era difícil decirlo. Oficialmente, sin duda los niños aún tenían padres y hogares y demás; en caso contrario deberían hallarse bajo tutela o custodia. Oficialmente, los niños incluso iban regularmente a la escuela. En la práctica, nada de esto ocurría. A veces los niños se incorporaban a otras familias, porque sus propios padres no podían hacer frente a las exigencias de la vida diaria, no sabían dónde encontrar alimentos y provisiones o, simplemente, habían perdido todo interés y los habían arrojado a la calle para que se las arreglasen por sí solos, como en una época había hecho la gente con los perros y gatos que ya no les proporcionaban placer. Algunos de los padres habían muerto a raíz de la violencia o de las epidemias. Otros habían abandonado la ciudad dejando atrás a sus hijos. En general las autoridades ignoraban a estos niños expósitos, a menos que se les llamara especialmente la atención hacia ellos, aunque la gente solía alimentarlos o recibirlos en sus propios hogares. Todavía formaban parte de la sociedad o, por lo menos, deseaban pertenecer a ella, por ello permanecían en lugares donde residían grupos. No se parecían en modo alguno a los niños que tendré que describir muy pronto; los que se habían colocado enteramente fuera de la sociedad, los que eran nuestros enemigos.
Gerald advirtió que aproximadamente una docena de niños vivía prácticamente en las aceras y comenzó a cuidar de ellos de manera organizada. Por supuesto, Emily lo adoraba por ello y lo defendía contra las inevitables críticas. Eran principalmente los viejos quienes afirmaban que habría que dejarlos perecer —puedo afirmar que esto sumaba una nueva dimensión de terror a la vida de los ancianos, en sí insegura—, que los débiles tenían que terminar en el paredón, cosa que ocurría ya, y que no era este un proceso que se debiera contener mediante el despliegue de un sentimentalismo morboso. Gerald, no obstante, se mantuvo firme. Comenzó por defenderlos cuando la gente trató de ahuyentarlos. Dormían en el baldío detrás de las aceras y ello dio lugar a quejas por el mal olor y los desperdicios. Pronto ocurriría lo que todos temíamos más que nada. Las autoridades tendrían que intervenir.
Estábamos rodeados de casas y apartamentos vacíos. A una milla de distancia, aproximadamente, había una casa grande, desocupada y en buen estado. Gerald llevó allí a los niños. Hacía mucho que le habían cortado la electricidad, aunque la verdad es que en aquel entonces casi nadie la pagaba ya. El agua estaba conectada aún. Habían roto los cristales, pero se hicieron celosías para la planta baja y se cubrieron con pedazos de polietileno las ventanas del piso de arriba.
Gerald se había transformado en padre o hermano mayor de los niños. Les conseguía alimentos. En parte lo solicitaba en los mercados. La gente era generosa. Esto era lo extraordinario, que la ayuda mutua y el espíritu de sacrificio estuviesen presentes al lado del cinismo. Por otra parte, hacía excursiones al campo para obtener provisiones que aún era posible adquirir o robar. Por último, lo mejor de todo, estaba el gran huerto en el fondo de la casa, que Gerald enseñó a cultivar a los niños. Este huerto era guardado día y noche por los niños mayores, armados de revólveres o garrotes, arcos y flechas u hondas.
Allí estaban, pues, el calor, el afecto, la familia.
Emily creía haber adquirido una familia ya formada.
Y en este punto comenzó una época nueva, extraña. Vivía conmigo, «bajo mi cuidado», lo cual era un chiste, pero a la vez, la razón por la cual seguíamos juntas. Sin duda seguía viviendo con su Hugo, a quien no se resignaba a dejar. Todas las noches, no obstante, después de comer temprano (y yo llegué a disponer la hora de esta comida de tal manera que le fuera más fácil seguir la nueva vida), me decía: «Me voy ahora, si a usted no le importa», y sin esperar respuesta y con una leve sonrisa culpable y a la vez maliciosa, partía, después de haber besado a Hugo en una pequeña ceremonia privada que era como un pacto o una promesa. En general, volvía a casa mediada la mañana siguiente.
Me preocupaba, desde luego, un posible embarazo, pero las convenciones impuestas por nuestra relación me impedían hacerle preguntas, y de todos modos sospechaba que lo que yo veía como una carga imposible, que la arrastraría consigo, la destruiría, sería acogido por ella con estas palabras: «¿Qué tiene de malo? Otras han tenido niños y se las arreglaron, ¿no?». Me preocupaba, asimismo, que su relación con su nueva familia se hiciera tan estrecha que simplemente se alejara de nosotros, de Hugo y de mí. Allí estábamos nosotros, los dos, esperando. Esperar era nuestra ocupación. Nos hacíamos compañía. El hecho era, no obstante, que el animal no era mío, saltaba a la vista que no lo era. Esperaba, escuchando, a Emily, con los ojos verdes fijos y vigilantes. Siempre estaba preparado para levantarse y recibirla en la puerta —yo sabía que estaba a punto de llegar minutos antes de que apareciera, porque Hugo husmeaba u oía o intuía su presencia cuando todavía estaba a varias manzanas de distancia—. Junto a la puerta los dos pares de ojos, los verdes y los castaños, se ligaban en un deslumbrante haz de emociones. Luego Emily lo abrazaba, lo alimentaba e iban a bañarse. Todavía no había baños ni duchas en la comuna de Gerald. Después se vestía e inmediatamente se dirigía a la acera.
También este período pareció prolongarse de forma interminable. Fue un verano largo con tiempo invariable, día tras día. Fue caluroso, sofocante, ruidoso, polvoriento. Emily, así como las demás muchachas, había vuelto, con el tiempo caluroso, a formas anteriores de vestirse y había abandonado las gruesas prendas que antes usara para abrigarse. Volvió a instalar la vieja máquina de coser y se confeccionó vestidos vistosos con ropa vieja de los puestos callejeros, o bien usaba directamente los vestidos viejos. Aquellas aceras tenían un aspecto curioso para alguien de mi edad, con su despliegue simultáneo de modas de distintas décadas, que borraba el orden de la memoria que establece que «Aquel fue el año que usamos…».
Todos los días, después de almorzar, Gerald estaba con sus chicos de la comuna en las aceras, de modo que Emily no se separaba de su «familia» más de dos horas cada día, cuando hacía su visita a mi casa para cambiarse y bañarse, y otra hora o dos por la noche, cuando cenaba conmigo. O mejor dicho, con Hugo. Creo, además, que volver a casa por este breve período era una necesidad emocional para ella. Necesitaba aquella tregua en sus emociones, su felicidad. En aquella otra casa todo era un «crescendo» de júbilo, éxito, realización, trabajo, creación, ser necesitada. Volvía de ella como quien vuelve corriendo y riendo después de una tormenta o de oír música demasiado ruidosa. Se dejaba caer riendo en mi sofá, dispuesta ya a volar otra vez, radiante, feliz, amiga del mundo. No podía evitar reír todo el tiempo, dondequiera que estuviese, de tal manera que la gente la miraba, luego se le acercaba para conversar, tocarla, compartir la vitalidad que emanaba de su persona como de una fuente o reserva de vida. Y en aquella cara radiante alcanzábamos a ver siempre la pregunta maravillada: «Pero ¿por qué yo? ¡Esto me sucede a mí!».
Bien, era natural que tal intensidad no pudiera durar. En su punto culminante se vio ya amenazada. Emily comenzaba a caer en pequeñas depresiones, o fatigas e irritaciones, durante las cuales la exaltación mostrada solo una hora antes parecía imposible ya. Luego volvía a elevarse en una ola de júbilo.
Pronto vi que Emily no era la única muchacha favorecida por Gerald; que no era, ni mucho menos, la única que le ayudaba a manejar esa familia. Comprobé que no estaba segura del lugar que ocupaba en la vida de él. A veces no iba a la casa, sino que permanecía conmigo. Creo que ello se debía a que quería «mostrarle», o bien confirmar frente a sí misma, que aún tenía cierta independencia y voluntad propias.
En las fuentes de rumores me enteré de que el joven Gerald estaba «seduciendo a todas esas jovencitas, esescandaloso». Era extraño oír todas esas palabras antiguas, seducir, inmoral, escandaloso y demás; y que no tenían ya ninguna fuerza quedaba demostrado por el hecho de que no se tomaba ninguna medida. Cuando los ciudadanos se sienten conmovidos en un sentido o en otro, lo demuestran, pero la verdad era que a nadie le importaba mucho que las chicas de trece o catorce años tuvieran relaciones sexuales. Habíamos vuelto a una etapa anterior de la condición humana.
¿Y qué sentía Emily en aquel momento? Una vez más, sus emociones no se habían adaptado al cambio. Solo unas pocas semanas, o aun días, después de que hubo pasado, se veía como la viuda de una dicha muerta, de un paraíso. Hubiera querido que se prolongase para siempre esa época en que ella misma se veía como un sol que atraía a todos, en que bañaba a todos con su luminosidad y su calor, en medio de aquella felicidad que creaba con Gerald, su amante. En cambio, al no verse ya como la primera, o la única junto a él, al encontrarse ella misma insegura y sin apoyo allí, donde sentía que estaba su centro, perdió belleza, brillo. Se volvió lánguida, se quedaba sentada sin ganas de hacer nada y debía hacer un esfuerzo para desplegar alguna actividad. Me alegré de que esto ocurriera. Seguía convencida de que debía quedarse conmigo porque el hombre guardián, protector o lo que fuere, me había pedido que la cuidara. Y sí Gerald la rechazaba —así lo vivía ella—, la situación resultaría dolorosa pero al menos no le seguiría cuando le llegara a él el turno de encabezar una tribu. Si es que partía, ahora que había fundado esa nueva comuna.
Yo esperaba, vigilaba… marchando a través de una ligera mampara de flores, hojas, pájaros, capullos, la esencia del bosque hecha vida en el diseño borroso del empapelado de la pared, desplazándome a través de habitaciones que parecían haber envejecido desde que las viera por última vez. Las paredes habían perdido espesor, habían perdido sustancia frente al aire, al tiempo. En el suelo del bosque se levantaban por doquier paredes altas y frágiles, todas ellas aún en pie y con sus ángulos correctamente trazados, pero al mismo tiempo fantasmas de paredes, como las bambalinas de un teatro. Se elevaban hacia las frondas, se perdían en el follaje. Y el sol se posaba sobre ellas formando una capa fina y transparente donde no aparecían los dibujos de sombras y hojas. El viento lo había cubierto todo de tierra y por todas partes crecían flores y césped verde.
Caminé de un cuarto a otro a través de las paredes insustanciales, buscando a su dueño, su ocupante, cuya presencia sentía intensamente aun en aquel momento, cuando el bosque casi lo había invadido todo.
Alguien… sí, en verdad había alguien. Cerca… avancé sin hacer ruido, por el césped, segura de que al final, donde la pared transversal estaba derrumbada y destruida desde hacía mucho tiempo, podría por fin, sin esfuerzo, volver la cabeza y ver… a quienquiera que fuese… la presencia intensa y sutil, el ser familiar cuyo rostro reconocería por haberlo conocido siempre. Sin embargo, cuando llegué al final de la pared, hallé un pequeño arroyo juguetón que corría entre la hierba, tan transparente que los peces, sobre el lecho de brillantes guijarros, me miraron con sus ojos redondos como si no nos separase el agua, como si estuvieran suspendidos en el aire a mis pies.
Al vagar de cuarto en cuarto, todos ellos abiertos al follaje y al cielo, con su piso de frescas hierbas y sus flores de un mundo anterior, descubrí la extensión de ese lugar, un espacio sin límites ni fin visibles, mucho más amplío de lo que nunca había imaginado. Mucho tiempo atrás, cuando la casa se levantó sólida y fuerte, una protección contra el bosque y el clima, cuántos debieron de vivir allí, una multitud; sin embargo todos se habían sometido a la Presencia única que era el aire que respiraban… Aunque ellos no lo sabían, ese era el Todo del cual ellos constituían minúsculas partes; su vida y su muerte tan poco al arbitrio de su elección personal y de sus deseos, como lo están al arbitrio del suyo el destino y la fortuna de las moléculas que conforman una hoja.
Caminé de regreso hacia la región fronteriza, en cuyo lado opuesto se hallaba mi vida «real», y descubrí que allí había una serie de cuartos todavía sólidos, todavía macizos, con pisos y techos intactos, pero al mirar vi que los tablones del piso comenzaban a ceder y algunos puntos se habían hundido. Luego descubrí que había en ellos agujeros irregulares y que, en realidad, aquellas no eran tablas de entarimado, sino tablones medio podridos, dispuestos sobre un suelo de tierra de la que ya brotaba la hierba verde. Aparté los tablones y aparecieron la tierra limpia y los insectos vigorosamente empeñados en su tarea de recreación. Aparté las pesadas cortinas forradas para dejar entrar la luz del sol. El olor de la vida surgía con intensidad del viejo cuarto encerrado, y huí de allí y me abrí camino entre las finas mamparas de hojas para abandonar aquel lugar, aquel reino, al crecimiento puro, a la obra de los insectos, porque… tenía que hacerlo. Después de todo, nunca era yo misma quien disponía que en un punto debía interrumpir mi vida ordinaria, pues había llegado la hora de pasar de una vida a otra. No era yo quien hacía más fina la pared bañada de sol, ni tampoco yo quien disponía la ambientación de fondo. Nunca había tenido elección. Muy intenso era aquel sentimiento de hacer lo que me ordenaban y lo que debía hacer, de que me conducían, me guiaban, me señalaban, me mantenían siempre en la palma de una inmensa mano que encerraba mi vida y me utilizaba para fines que yo, por tener demasiado de escarabajo o de lombriz, no alcanzaba a comprender.
Debido a tal sentimiento, nacido de las experiencias vividas detrás de esa pared, estaba cambiando. Una inquietud, un ansia que había estado dentro de mí toda la vida, acompañada también siempre por una tormenta de rebeldía (mas ¿contra qué?) estaba siendo calmada ahora. Comprobé, en fin, que cada vez con mayor frecuencia esperaba, simplemente. Vigilaba para ver qué ocurriría luego. Observaba. Contemplaba ahora cada acontecimiento con serenidad, con el deseo de poder comprenderlo.