En el transcurso de este período, cada vez que me veía absorbida a través de las flores y hojas ocultas debajo de la pintura blanca semitransparente, hallaba cuartos en desorden o dañados. Nunca vi quién ni qué lo causaba, ni tampoco alcancé a vislumbrar al menos al autor. Me parecía cada vez más que al heredar esa extensión de mi vida cotidiana, me habían adjudicado, junto con ella, una tarea. Una tarea que no era capaz de llevar a cabo. Pues por más que barriera, recogiera y levantara sillas volcadas, mesas, objetos, fregara pisos y limpiara paredes, cada vez que volvía a los cuartos después de pasar una temporada alejada en mi vida real, era necesario rehacerlo todo de nuevo. Era como lo que suele leerse sobre las bromas de ciertos duendes domésticos. Mi entrada misma en aquel lugar se efectuaba con una vitalidad disminuida, una sensación de aprensión, en lugar de la expectativa alegre y cálida que sentí cuando pude trasladarme por primera vez allí… En realidad no es necesario aclarar que esa sensación de desaliento no se asemejaba en nada al pesar que acompañaba las escenas «personales». No, aun en sus peores momentos, el desorden y la anarquía de los cuartos nunca eran tan malos como la atmósfera confinada de la familia de lo «personal». Siempre era una liberación alejarme de mi vida «real» a ese otro lugar, tan lleno de posibilidades y alternativas. Cuando hablo de «decaimiento» lo hago solo en términos del aire, en general más libre, de esa región. Nunca podría compararlo con las restricciones del lugar, o la época, en que esa familia vivió todo el ciclo de su comedia de marionetas.
Pero ¿a qué leyes, o necesidades, obedecía el inhumano destructor? Me encontraba muchas veces en el pasillo largo pero irregular, semejante a un vestíbulo prolongado, que se extendía indefinidamente, lleno de puertas y de pequeños nichos, quizá con una mesa de flores o una estatua, cuadros, objetos de todas clases, cada uno con un lugar exactamente asignado… y al abrir una puerta que llevaba a un cuarto contiguo lo encontraba todo en desorden. Un fuerte viento soplaba a través de las cortinas y derribaba mesitas, empujaba libros depositados sobre los brazos de los sillones, ensuciaba la alfombra con ceniza y colillas de cigarrillos de un cenicero que rodaba por una superficie, presto a caer al suelo. Abría otra puerta y todo estaba como es debido. Reinaba el orden, era un cuarto preparado para recibir no solamente a sus ocupantes, tan limpio como un dormitorio de hotel, sino además, un cuarto que él, ella, ellos acababan de dejar, pues podía sentir una personalidad o presencia en ese cuarto vislumbrado a través de una puerta entreabierta, y que al entrar, tal vez solo instantes más tarde, podía encontrar sumido en el caos, como si fuese el cuarto de una casa de muñecas y la mano de una niñita se hubiese introducido en él por el techo, derribándolo todo en un impulso insólito o en un gesto de mal humor.
Decidí que lo que debía hacer era repintar los cuartos… Hablo de ellos como si fuesen un conjunto permanente, reconocible, estable, de habitaciones dentro de una casa o de un apartamento, en lugar de tratarse de un ámbito que cambiaba cada vez que lo veía. Primero, pintar: ¿de qué serviría ordenar o limpiar muebles que luego quedarían entre paredes sórdidas y gastadas? Encontré pintura. Latas de diferentes tamaños y colores me esperaban dispuestas sobre periódicos abiertos, en el suelo de uno de los cuartos temporalmente vacíos; lo había visto amueblado solo minutos antes. Estaban las brochas y las botellas de aguarrás y la escalera de pintor que había visto en una de mis primeras visitas. Comencé por un cuarto que conocía bien, el salón con cortinas de brocado y sedas rosadas y verdes y madera vieja. Deposité lo que era utilizable en una pila en el centro del cuarto, bajo unas fundas. Fregué el techo y las paredes con jabón suave, agua caliente, detergentes. Extendí sobre ellos capa tras capa de pintura blanca, la primera, opaca y sin relieve, las otras cada vez más regulares, hasta que la última cubrió todo con un esmalte claro y de un brillo suave, blanco como nieve recién caída o fina porcelana. Era como estar de pie dentro de una cáscara de huevo lavada; sentí que había quedado eliminada la acumulación de suciedad que impedía la respiración a un ente vivo. Dejé los muebles allí, en el centro del cuarto, debajo de sus mortajas, pues ahora parecían demasiado desvencijados para una habitación tan hermosa y consideraba que no tenía mucho objeto distribuirlos en ella. Cuando regresara, el duende habría vuelto a desparramarlo todo o habría arrojado suciedad sobre las paredes. Sin embargo, no, no ocurrió, no se produjo: por lo menos, creo que no ocurrió… pues nunca volví a ver ese cuarto. Y no es que lo buscara sin lograr encontrarlo… ¿Sería acaso más exacto decir que lo olvidé? Ello significaría referirme a él en términos de la vida cotidiana. Mientras estaba en ese cuarto, el trabajo que hacía tenía sentido; había una continuidad en mi tarea, un futuro, y yo me hallaba en relación permanente con la invisible criatura, o fuerza, destructiva, como lo estaba con la otra presencia benéfica. Al mismo tiempo este sentimiento de relación, de conexión, de contenido, pertenecía a aquella visita concreta al cuarto, y en la siguiente visita al cuarto ya no era el mismo, de manera que mi preocupación por él cambió… y ocurrió con los otros cuartos, las otras escenas, cuyos sabores y aromas encerraban una autenticidad total durante el tiempo que persistían, pero ni un minuto más.
He estado describiendo sin especial resistencia ni falta de entusiasmo el dominio de la anarquía, del cambio, de la transitoriedad. Debo volver ahora a lo «personal», y lo hago con pesar, contra mis deseos…
Había llegado hasta una puerta con aprensión, pero también con curiosidad por ver si al abrirla me revelaría el trabajo del duende doméstico, pero en lugar de desorden la escena era de un orden meticuloso, un cuarto que oprimía y desalentaba con su declaración implícita de que todo en él tenía su lugar y su hora, que nada en él cambiaría ni se desplazaría de su orden.
Las paredes eran implacables; los muebles pesados, pulidos, relucientes; los sofás y los sillones, como personas de gran tamaño inmersas en una conversación; las patas de una mesa enorme lastimaban la alfombra.
Había gente. Gentes de verdad, no fuerzas o presencias. Sobresalía entre ellas una mujer, una mujer que yo había visto antes, y a quien conocía bien. Era alta, grande, con el aspecto saludable de la porcelana limpia, toda ojos azules, mejillas sonrosadas, y con la boca decidida y bien formada de una colegiala. Tenía el cabello castaño, abundante, recogido en la coronilla y retenido allí con firmeza. Estaba vestida para recibir invitados. Llevaba ropa fina, costosa, elegante, y dentro de ella el cuerpo parecía querer reafirmarse, con timidez, pero al mismo tiempo con cierto coraje y aun nobleza. Los brazos y las piernas no parecían sentirse cómodos; no quería ponerse ropas, pero sentía que debía llevarlas. Luego se las quitaría con una leve risa, un suspiro y un «¡Por fin, Señor! ¡Qué alivio!».
Hablaba con una mujer; la visita estaba de espaldas a mí. Le veía la cara, los ojos. Esos ojos, limpios de toda autocrítica, como cielos que han permanecido despejados durante demasiadas semanas, y continuarían azules y limpios durante muchas más, pues no estaba próxima, ni mucho menos, la época del cambio de estación; esos ojos, decía, eran impasibles, no veían a la mujer con quien estaba conversando, ni al niño en el regazo de la mujer, que esta sacudía enérgicamente, utilizando un talón como resorte. Tampoco veía a la niñita de pie a corta distancia de su madre, que observaba, escuchaba, con todos sus sentidos en tensión, como si cada uno de sus poros estuviese absorbiendo información en forma de advertencias, amenazas, mensajes de antipatía. De esta niña se desprendían fuertes oleadas de emoción dolorosa. Era culpabilidad. Estaba condenada. Luego, al reconocer yo esta emoción y el grupo allí congregado en el cuarto amplio y opresivo, el cuadro se formalizó como en una pintura victoriana con mensaje o en una fotografía de una vieja comedia. Llevaba inscrita encima una leyenda enfática: CULPA.
En el fondo había un hombre con expresión incómoda. Era militar, o lo había sido. Alto, fornido, aunque su porte parecía indicar que le era difícil mantener la firmeza de propósitos y el respeto de sí mismo. El rostro, de una apostura convencional, revelaba sensibilidad y facilidad para expresar el dolor, y aparecía medio oculto por un espeso bigote.
La mujer, la esposa y madre, estaba conversando. Hablaba, hablaba, seguía hablando interminablemente como si no existiera nadie salvo ella en ese cuarto y aun fuera de él, como si estuviese a solas y su marido y sus hijos, en especial la niñita, quien sabía que era la principal culpable, el blanco de las quejas, no pudiesen oírla.
—Simplemente no lo esperaba, nadie te advierte nunca de cómo serán las cosas, es demasiado. Cuando llega el fin del día no sirvo para nada, salvo para dormir, mi mente es solo una bruma, todo está mezclado… en cuanto a leer o hacer cosas serias como esa, ni pensarlo. Emily se despierta a las seis, le he enseñado a quedarse quieta hasta las siete, pero a partir de entonces, me muevo, me muevo, me muevo todo el día, es una cosa tras otra, y cuando una piensa que en una época todos me conocían por mi inteligencia, pues casi parece una burla.
El hombre, muy callado, fumaba arrellanado en su asiento. La ceniza de su cigarrillo se alargó y cayó. Frunció el ceño, dirigió a su mujer una mirada de irritación, se acercó rápidamente un cenicero con un gesto que decía que debía haberse acordado antes del cenicero y, al mismo tiempo, que si se le antojaba arrojar ceniza al suelo estaba en su derecho. Siguió fumando. La niña, de unos cinco o seis años, se chupaba el pulgar. Tenía la cara sombría y triste por la presión de la crítica que caía sobre ella, sobre su existencia.
Era una niña de cabello oscuro y ojos también oscuros como los de su padre, ojos llenos de dolor… o de culpa.
—Nadie tiene la menor idea, nadie, hasta que tiene hijos, de lo que significa. Apenas atino a mantenerme al día con las obligaciones, las comidas que se suceden, los alimentos, y no digamos ya dedicar a los chicos la atención que necesitan. Sé que Emily está ya en edad de recibir más dedicación de la que tengo tiempo de darle, pero por otra parte es tan exigente, tan difícil, siempre me ha exigido mucho, quiere que le lean y jueguen con ella todo el tiempo, mientras yo estoy cocinando, comprando comida, trabajando el día entero, ya sabes cómo son las cosas, simplemente no tengo tiempo para ella. El año pasado conseguí tener una muchacha una temporada, pero en realidad dio más trabajo que otra cosa, con todos los problemas y crisis que tienen las muchachas, por lo que una tiene que ocuparse de ellas; me llevaba tanto tiempo como Emily, pero conseguía, sí, tener una hora libre después del almuerzo para poner los pies en alto, aunque no tenía energía para leer, y mucho menos estudiar; nadie se imagina lo que es, lo que significa. No, las criaturas te arruinan, te destruyen, no soy la que era, desgraciadamente lo sé demasiado bien.
Sacudió con mayor violencia al crío que tenía sobre las rodillas, un niño de dos o tres años, pesado, pasivo, cubierto de lana blanca con olor a humedad. Se le estaban poniendo los ojos vidriosos, mientras el mundo saltaba de arriba abajo a su alrededor, y la boca entreabierta por las adenoides colgaba flácida y le temblaban las gordas mejillas.
El marido, pasivo pero en el fondo tenso de irritación —de culpa—, seguía fumando, escuchando, con el ceño fruncido.
—¿Qué puede ofrecer una cuando no recibe nada? Estoy vacía, agotada. A la hora del almuerzo estoy exhausta y ya entonces lo único que deseo es dormir. ¡Y cuando una piensa en lo que era, en lo que era capaz de hacer…! Nunca se me ocurrió estar cansada, nunca imaginé convertirme en el tipo de mujer que nunca tendría tiempo para abrir un libro. Ya ves…
Suspiró con total espontaneidad. Era una niña, alta, maciza, segura de sí misma. Necesitaba ser comprendida como lo necesita una niña. Allí estaba, reconcentrada en las exigencias impuestas a sus días y sus noches. Nadie más estaba presente para ella, porque imaginaba estar hablando consigo misma; los demás no podían ni querían oírla. Estaba prisionera en una trampa, pero ignoraba por qué sentía eso, ya que su matrimonio y los hijos que tenían era lo que personalmente había deseado, la meta buscada, lo que la sociedad había elegido para ella. Nada en su educación o en su experiencia la había preparado para lo que sentía en realidad, y estaba aislada en su desesperación y su perplejidad, llegando a creer, a veces, que quizá sufría alguna enfermedad.
La niñita, Emily, se apartó de la silla junto a la cual había permanecido de pie, agarrada fuertemente a un barrote, protegiéndose contra la tormenta de reproches y críticas. Se acercó a su padre y se detuvo junto a su rodilla para contemplar a aquella mujer grande y poderosa, su madre, con esas manos capaces de hacer tanto daño. Se encogía más y más al acercarse al padre, quien, aparentemente, no había reparado en ella. El padre hizo entonces un movimiento torpe que derribó su cenicero, y en su gesto instintivo para impedir que cayera le dio un codazo a Emily, la niña cayó de espaldas, desapareció, como un objeto abandonado al paso de un torrente de agua o de una ráfaga de aire. Se dejó caer al suelo y allí quedó de bruces, con el pulgar en la boca.
La voz acusadora y metálica seguía hablando sin cesar, seguiría hablando eternamente, siempre había estado hablando, nada podía detenerla, detener esas emociones, ese dolor, esa culpa por haber nacido, nacido para causar tanto dolor y fastidio y dificultad. La voz seguiría rezongando eternamente, nunca sería acallada, y aun cuando su sonido surgiese atenuado en la memoria, existiría siempre la presión permanente de una falta de cariño, de un resentimiento. A menudo en mi vida corriente solía oír el sonido de una voz, una queja amarga y sorda exactamente en el lado opuesto del sentido. Allí estaba, en uno de los cuartos, detrás de la pared, siempre allí, todavía allí… de pie junto a la ventana contemplaba a Emily, la niña inteligente y atractiva siempre rodeada de gente que escuchaba su charla, su risa, sus pequeños comentarios agudos. Siempre tenía conciencia de todo lo que ocurría, no se le escapaba detalle de los movimientos y actividades de aquella masa humana; mientras hablaba con un grupo era como si con la espalda y los hombros estuviera recibiendo información de otro. A pesar de ello, estaba aislada, sola. El «atractivo» era como una cáscara de pintura brillante, desde cuyo interior ella observaba y escuchaba. Era la intensidad de su conciencia de sí misma lo que la hacía solitaria; un rasgo que no la abandonaba aun en sus momentos más febriles, cuando estaba achispada o ebria, o mientras cantaba con los demás. Era como si tuviera una deformidad invisible, una giba visible, tal vez, solo para ella misma… y para mí, cuando me quedaba allí, contemplándola como nunca podría haberlo hecho cuando estaba a mi lado en casa.
Era como si no me viese para nada. Tan consciente de todo lo que sucedía entre sus compañeros, no tenía muchos ojos para lo que ocurría aparte de ellos. Sin embargo se paró un par de veces ante mí, y entonces fue curioso comprobar cómo me veía, como si yo no advirtiera que me estaba mirando. Fue como si el acto de mirar fuera de la protección conferida por aquella multitud le diese inmunidad, fuese diferente de mirar a alguien contenido dentro del grupo y, por tanto, requiriese un código diferente. Una mirada prolongada, impasible, pensativa, no desprovista de amistad, sino simplemente distante, que descubría su verdadera personalidad; a continuación la sonrisa estereotipada y rígida, el saludo con la mano, el gesto amistoso dentro de los márgenes permitidos por sus compañeros. Tan pronto me perdía de vista, mi existencia se desvanecía para ella. Estaba nuevamente en su sitio rodeada por ellos, prisionera de su situación.
Apostada junto a la ventana con Hugo vigilante a mi lado, observándola, vi cómo había aumentado el número de personas congregadas en la acera. Ahora había cincuenta o más, y cuando miré hacia arriba, hacia las innumerables ventanas repletas de rostros que contemplaban la escena, supe que todos teníamos algo en común. Todos estábamos preguntándonos cuánto tiempo transcurriría antes de que esa multitud, o parte de ella, se pusiera en marcha y partiera, cuándo se irían esos jóvenes… ya no tardarían mucho. ¿Y Emily? ¿Se iría con ellos? Yo aguardaba allí junto al animal amarillo y vigilante que nunca me permitía acariciarlo pero que a la vez parecía contento de tenerme a su lado, muy cerca, la amiga de su dueña, de su amada. Allí permanecía, pensando que cualquier día me acercaría a la ventana y hallaría desiertas las aceras y los empleados de limpieza derramando agua y desinfectante, eliminando todo recuerdo de la tribu. Y Hugo y yo estaríamos solos y yo habría traicionado mi responsabilidad.
Por la mañana Emily solía sentarse junto a su animal amarillo, lo alimentaba con sus sustitutos de carne y sus legumbres, lo acariciaba y le hablaba; por la noche se lo llevaba a su cuarto, donde él se tendía junto a la cama mientras ella dormía. Lo quería, no cabía la menor duda, lo quería tanto como era capaz de querer. Pero no le era posible incluirlo en la vida real que vivía en la calle.
Una vez, cuando comenzaba a anochecer, entró en casa en el momento en que afuera la actividad estaba en su momento más intenso, más ruidoso; es decir, cuando comenzaban a aparecer las luces en distintos niveles de la oscuridad creciente. Emily llegó y con una expresión de intensa expectativa, que trató en vano de ocultarme, le dijo a Hugo:
—Vamos, ven conmigo, te presentaré.
¿Había olvidado su experimento anterior? No, desde luego que no. Le parecía, en cambio, que las cosas habían cambiado, quizá. Ahora era muy conocida allí, más aún, debía considerarse un miembro fundador de esa tribu concreta, ya que había contribuido a formarla.
Hugo no quería ir. No, decididamente no tenía el más mínimo deseo de ir con ella. Depositó en ella la responsabilidad por lo que podría suceder por la forma en que se incorporó, expresando su buena disposición o, por lo menos, su conformidad a ir con ella.
Emily abrió la marcha seguida de Hugo. No le puso la cadena gruesa. Al dejar a su animal sin protección, hacía a la pandilla responsable de su conducta hacia él.
La vi salir, una jovencita esbelta y vulnerable, aún vestida con sus gruesos pantalones, botas, chaqueta y echarpes, y cruzar la calle mientras su animal la seguía sereno. Tenía miedo, era evidente, cuando la vi detenerse junto a uno de los grupos alegres, parlanchines y ruidosos que siempre parecían iluminados por una violencia interior llena de excitación, o bien de disposición para lo excitante. Emily mantenía una mano sobre la cabeza del animal, para tranquilizarlo. La gente se volvió, y vio a Hugo. Pude ver, pues, la multitud de rostros tal como los veían Emily y Hugo. No me gustó lo que vi… De haber estado allí en su lugar, habría deseado correr, alejarme… Ella, en cambio, lo soportó durante un momento con la mano siempre baja, junto a la cabeza de Hugo, rascándole las orejas, palmeándolo, calmándolo, se desplazó tranquilamente entre los clanes, decidida a realizar la prueba, a verificar su posición frente a ellos. Se quedó allí con Hugo mientras anochecía, y poco a poco los animados grupos se fundieron en una mezcla de luz y penumbra, en la cual el sonido —unas risas, una voz elevada, el ruido de una botella— se aguzaba y verberaba en todas direcciones hacia los observadores, ahora invisibles, de las ventanas, cargado de mensajes de entusiasmo o de alarma.
Cuando volvió con él, parecía cansada. También estaba entristecida. Y se encontraba mucho más próxima al nivel de lo cotidiano donde yo, como miembro de los mayores, vivía. Sus ojos me vieron mientras comía su ensalada de judías, su pequeño trozo de pan, parecieron ver realmente el cuarto en el cual estábamos sentadas. En cuanto a mí, me sentía llena de aprensión. Creía que la tristeza de Emily se debía a que había decidido que su Hugo no podría viajar sin correr peligro con la tribu —por mi parte consideraba una locura que lo hubiera pensado siquiera— y que había decidido irse con ellos y abandonarlo.
Después de comer permaneció sentada largo rato junto a la ventana, contemplando la escena de la que habitualmente formaba parte. El animal estaba sentado, no a su lado, sino inmóvil en un rincón. Habríase dicho que lloraba o que habría llorado, de haber sabido cómo hacerlo. Sufría para sus adentros. Los párpados se le bajaban cada vez que se apoderaba de él una crisis de dolor, y entonces se estremecía.
Cuando Emily fue a acostarse tuvo que llamarlo varias veces hasta que por fin la siguió pausadamente, con pasos afelpados, dignos y silenciosos. Pero mantenía un aislamiento interior frente a ella; se protegía.
Al día siguiente Emily se ofreció a salir en busca de provisiones. Hacía algún tiempo que no lo hacía, y nuevamente tuve la impresión de que con ello se disculpaba simbólicamente por su inminente partida.
Los dos, Hugo y yo, nos quedamos sentados, mudos, en el cuarto alargado, donde no brillaba la luz solar pues ya era mediodía. Yo estaba en un extremo, y Hugo yacía con la cabeza apoyada en las patas delanteras, junto a la pared exterior del cuarto, donde no podían verlo desde las ventanas situadas más arriba.
Oímos unos pasos fuera que luego se detuvieron y seguidamente se hicieron sigilosos. Oímos voces acallarse de pronto, unas voces antes ruidosas.
¿Una voz de muchacha? No, de muchacho. Era difícil decirlo. En la ventana aparecieron dos cabezas e intentaron penetrar la relativa penumbra del piso. Afuera la luz era intensa.
—Está aquí —dijo uno de los chicos Mehta del piso de arriba.
—Lo he visto junto a la ventana —añadió un chico negro.
Le había visto muchas veces en la acera junto a los demás, un chico delgado, ágil, simpático. Entre las dos cabezas apareció una tercera, la de una chica blanca de uno de los bloques de apartamentos.
—Guisado de perro —dijo con aspavientos—. Bueno yo no pienso comerlo.
—Vamos, vamos —observó el negro—, he visto lo que comes.
Oí un ruido áspero. Era Hugo. Estaba temblando y arañaba el piso de madera con las garras.
En ese momento la chica me vio allí sentada, me reconoció y exhibió la sonrisa radiante y despreocupada que la banda siempre concedía a los extraños.
—¡Ah…! —dijo—. Pensamos que…
—No —señalé—. Vivo aquí. No me he ido.
Los tres rostros se miraron brevemente; el moreno, el negro, el blanco, a la vez que representaban hacían unas muecas que decían «En buena nos hemos metido». Luego se esfumaron alejándose, y la ventana quedó vacía.
Oí gemir suavemente a Hugo.
—No es nada —le dije—. Se han ido.
El ruido áspero se intensificó. El animal se levantó con trabajo y se alejó arrastrándose, en un intento de mantener cierta dignidad, hacia la puerta abierta de la cocina, la parte más alejada de la ventana peligrosa. No quería que yo viese cómo perdía el dominio de sí mismo. Le avergonzaba haberlo perdido. El gemido que escuché era de vergüenza por haber mostrado temor.
Cuando llegó Emily, una niña juiciosa, la hija de la casa, era ya de noche. Estaba cansada, pues había debido de recorrer muchos lugares para encontrar provisiones. Pero se la veía satisfecha. Las raciones eran en aquel momento mínimas, debido al invierno que acababa de terminar: nabos, patatas, repollos, cebollas. Poca cosa más. Había conseguido, sin embargo, unos pocos huevos, algo de pescado y aun ese fruto preciado, un limón fresco y perfumado. Cuando terminó de exhibir su botín le expliqué lo sucedido. Su buen humor se disipó de inmediato. Se quedó sentada con la vista baja, los ojos ocultos bajo los párpados espesos y pálidos bordeados por largas pestañas. Seguidamente, sin mirarme, se apartó de mí y fue en busca de su Hugo para consolarlo.
Y algo después salió a la calle y se quedó allí hasta muy tarde.
Recuerdo que permanecí sentada largo rato en la oscuridad. Estaba demorando el momento de encender las velas, pensando que el cuadrado de luz tenue revelaría mi ventana desde el lado opuesto de la calle y recordaría a los caníbales que aquí estaba Hugo, una vez más en su lugar junto a la pared, donde no podían verlo con facilidad. Estaba inmóvil, como dormido, pero tenía los ojos abiertos. Cuando por fin encendí las velas no se movió ni parpadeó.
Cuando miro hacia atrás me veo sentada en el cuarto alargado, con sus viejos muebles confortables, con las cosas de Emily en el reducido espacio que les reservaba, mientras el animal amarillo permanecía allí tendido silencioso, sufriente. Y a manera de telón de fondo, disolviendo a la vez toda esa vida extraña y todas las ansiedades y presiones de la época… mientras creaba, evidentemente, las suyas propias. Presente como una sombra, allí estaba la pared con sus dibujos de frutas y hojas y flores borrados por la escasa luz. Es así como la veo, como nos veo en aquel entonces: el cuarto alargado, tenuemente iluminado, y yo y Hugo allí, pensando en Emily en la calle, entre multitudes que se desplazaban, disminuían, se esfumaban y desaparecían. Y detrás de nosotros aquella otra región indefinida que se movía, se fundía y cambiaba, en la cual las paredes y los cuartos y los jardines y las personas se recreaban constantemente, como nubes.
Aquella noche había luna. Parecía haber más luz fuera del cuarto que en él. Las aceras estaban atestadas de gente. Había mucho ruido.
Era evidente que el grupo se había dividido en dos partes y que una estaba a punto de emprender el viaje por la carretera.
Busqué a Emily en este grupo, pero no logré descubrirla. Luego la vi. Estaba con los que se quedarían. Todos, yo, Hugo, la parte del grupo que aún no estaba preparada para iniciar el viaje y los centenares de personas en las ventanas, por todos lados y desde arriba observamos, mientras los que partían formaban un regimiento con filas de cuatro o cinco miembros. Aparentemente no se llevaban gran cosa, pero les aguardaba el verano, y la región hacia donde se dirigían no había sido aún demasiado saqueada, o por lo menos eso suponíamos. En su mayoría eran jóvenes, de menos de veinte años, pero incluían una familia de padre, madre y tres niños pequeños. El bebé iba en brazos de un amigo, la madre llevaba a otro atado en la espalda, el padre tenía al mayor sobre los hombros. Había líderes, tres hombres, no los adultos o viejos, sino los mayores entre los jóvenes. De estos, dos iban con sus mujeres y el otro cerraba la marcha con la suya. Lo acompañaban, además, dos jovencitas. En total la banda comprendía aproximadamente cuarenta personas.
Arrastraban un carro o portaequipajes, semejante a los que antes se usaban en los aeropuertos y estaciones ferroviarias, con algunos paquetes de tubérculos y de cereales, así como los pequeños bultos de los viajeros. Además, en el último momento, un par de jóvenes, riendo pero a la vez avergonzados o tal vez inseguros, colocaron en el portaequipajes un gran paquete blando que chorreaba sangre.
Había asimismo finos haces de juncos en el carro, que para aquella fecha solían venderse de puerta en puerta. Tres jóvenes llevaban estos haces encendidos, a modo de antorchas, una al frente, una en la retaguardia y una en el centro, antorchas mucho más brillantes que la escasa luz de las farolas del alumbrado, a veces totalmente inexistente. Y así partieron, por la carretera del noroeste, alumbrados por las antorchas que dejaban caer peligrosas chispas muy cerca de sus cabezas. Iban cantando. Cantaban «Muéstrame el camino a casa», sin la menor conciencia, aparentemente, de su patética ridiculez. Cantaban también «No nos moverán» y «Junto al río».
Ya se habían ido, pero quedaban muchos en las aceras, todavía. Parecían apaciguados y pronto se dispersaron. Emily llegó silenciosa. Buscó a Hugo, que había vuelto a su lugar junto a la pared, y se sentó a su lado apoyando la parte anterior de su cuerpo sobre el regazo. Y permaneció allí sentada, abrazándolo, inclinada sobre él. Alcanzaba a distinguir la gran cabeza amarilla recostada en el brazo de Emily y por fin lo oí ronronear, murmurar.
Comprendí entonces que, si bien deseaba más que nada partir hacia aquel futuro salvaje e incierto con los emigrantes, no estaba dispuesta a sacrificar a su Hugo. Al menos, sufría un conflicto. Por mi parte, me permití abrigar esperanzas. Pero al mismo tiempo me pregunté por qué tenía importancia para mí que se quedara. ¿Quedarse con qué? ¿Conmigo? ¿Me parecía importante que permaneciera donde la había dejado el hombre? La verdad era que mi fe en aquello comenzaba a disiparse. Al mismo tiempo, me importaba su supervivencia, supongo, y ¿quién podía afirmar dónde tenía mayores probabilidades de estar segura? ¿Creía yo que debía quedarse en mi casa con su animal? Sí, lo creía. Era absurdo, sin duda, porque Hugo no era más que un animal. Pero no obstante le pertenecía, ella lo quería, debía cuidarlo. No podía abandonarlo sin hacerse daño. Así decía yo, discutiendo conmigo misma, reconfortándome, discutiendo también con aquel mentor invisible, el hombre que había dejado a Emily conmigo y luego se había ido. ¿Cómo podía saber yo qué hacer? ¿O cómo pensar? Si estaba cometiendo errores, ¿quién tenía la culpa? No me había dicho nada ni había dejado instrucciones. No tenía forma de saber cómo se suponía que debía vivir, ni cómo debía vivir Emily.
Detrás de la pared encontré un cuarto con techo alto, no muy grande y, según creo, hexagonal. No había muebles en él, salvo una mesa sobre caballetes a lo largo de dos paredes. El suelo estaba cubierto por una alfombra, pero era una alfombra que carecía de vida propia. Tenía un diseño intrincado, pero los colores tenían una existencia inminente, potencial, nada más. Allí se había celebrado una feria o un mercado que había dejado gran cantidad de trapos, telas para vestidos, trozos de bordados orientales de los que tienen espejuelos pegados con punto de festón, ropas viejas, todas las cosas de ese tipo que quepa imaginar. Había algunas personas en el cuarto. Al principio parecían no hacer nada. Tenían aspecto de ociosos, de inseguros. Luego uno de ellos retiró un retal de los que había entremezclados sobre las mesas de caballete y se inclinó para ver si armonizaban con la alfombra. ¡Evidentemente, el diseño armonizaba con el de la alfombra! El retal quedó perfectamente superpuesto sobre el dibujo de la alfombra y le confirió vida.
Era como un gigantesco juego de niños, solo que no era un juego, era algo serio, importante, no solamente para la gente dedicada a este trabajo, sino también para todos. Luego una persona se inclinó con otro trozo de tela elegido de la pila multicolor de las mesas, se inclinó, vio cómo armonizaba y se incorporó para contemplar el efecto. Allí estaban, una docena de personas, enteramente silenciosas, dirigiendo los ojos desde los dibujos de la alfombra hacia las telas y nuevamente hacia la alfombra. El reconocimiento, el gesto rápido, la sonrisa de placer o alivio, la mirada de felicitación de uno de los otros… no había competencia allí, tan solo la colaboración más sobria y delicada. Entré en el cuarto, me quedé de pie sobre la alfombra, contemplando con ellos la superficie incompleta, el diseño sin colorido, salvo donde las piezas habían sido colocadas para llenarlo, de tal manera que partes de la alfombra presentaban un débil resplandor, como si la hubieran desteñido, mientras las otras relucían perfectamente terminadas. También yo busqué pedazos de tela capaces de dar vida a la alfombra y en realidad encontré uno e, inclinándome, lo ubiqué en su lugar antes de que una presión me obligara a seguir adelante. Me di cuenta de que por doquier a mi alrededor, en todos los otros cuartos, había personas que a su debido turno pasarían a este, observarían la actividad central, hallarían su retal, lo colocarían y luego se alejarían para realizar otras tareas. Abandoné aquel cuarto con techos altos, cuyo cielo raso se perdía en lo alto en la oscuridad, donde creí ver el brillo de una estrella; aquel cuarto cuya parte baja estaba inundada de una luz que bañaba las figuras silenciosas y absortas como las candilejas de un escenario. Los dejé y proseguí mi camino. El cuarto desapareció. No pude encontrarlo cuando volví la cabeza para verlo por última vez, para registrar dónde estaba. Sabía, no obstante, que estaba allí esperando. Sabía que no había desaparecido, que en él continuaba el trabajo; debía continuar, continuaría siempre.
Ahora esa época parece haberse prolongado interminablemente, pero en realidad fue muy breve, de unos cuantos meses. Sucedían tantas cosas; y cada hora parecía repleta de nuevas experiencias. A pesar de ello, en apariencia no hacía más que vivir tranquilamente, en aquel cuarto, con Hugo, con Emily. En el interior, todo era caos… la sensación de hallarse invadida por un sentimiento de impotencia, que aparece en los momentos de nuestra vida en que todo está en proceso de cambio, movimiento, destrucción, o bien de reconstrucción, aunque esto último no resulte evidente en el momento, como si girásemos dentro de un remolino de polvo o de una centrifugadora.
No tenía, sin embargo, otra alternativa que seguir haciendo exactamente lo que hacía. Observar y aguardar. Observar, la mayor parte del tiempo, a Emily… quien, según tenía la impresión, hacía años que era una extraña para mí. Sin duda no era así, era más bien la ansiedad que sentía por ella lo que alargaba las horas. El animal amarillo, melancólico, tragándose su pena —sí, juro que le ocurría esto, a pesar de ser solo un animal— con su determinación de permanecer estoico, de no mostrar sus heridas, se sentaba siempre, silencioso, junto a la ventana, en un lugar detrás de los cortinajes del que podía alejarse y bajar con rapidez; o bien tendido a lo largo de la pared, en una actitud de súplica, con la cabeza sobre las patas anteriores, los ojos verdes fijos y abiertos. Allí permanecía hora tras hora, contemplando sus… sus pensamientos. ¿Por qué no? Pensaba, juzgaba, como es posible verles hacer a los animales, si los observamos sin prejuicios. Diré aquí, ya que es necesario decir esto de Hugo en algún punto, que pienso que la serie de comentarios que automáticamente provoca este tipo de afirmaciones, los que como tiras registradas por una máquina calculadora aluden al «antropomorfismo», no tienen nada que ver con esto. Compartimos nuestra vida emocional con los animales; es una ilusión pensar que nuestras emociones como seres humanos son mucho más complicadas que las de ellos. Quizá la única emoción desconocida para un gato o un perro es… el amor romántico. Aun en este punto, cabe abrigar dudas. ¿Qué es el emotivo afecto de un perro por su amo o por su ama sino un amor de ese tipo, todo languidez, y anhelo y «dame, dame»? ¿Qué era el amor de Hugo por Emily sino eso? En cuanto a nuestros pensamientos, nuestro aparato intelectual, nuestros racionalismos, nuestra lógica y nuestras deducciones y todo lo demás, puede afirmarse con total certeza que los perros y los gatos y los monos no pueden enviar un cohete a la luna ni tejer telas sintéticas para vestidos con los subproductos del petróleo, pero desde aquí, sentados en medio de las ruinas de esta variedad de inteligencia, resulta difícil concederle mucho valor. Supongo que ahora la subestimamos tanto como antes la sobreestimábamos. Tendrá que hallar el lugar que le corresponde, un lugar bastante bajo, diría yo.
Creo que, durante toda esta época, los seres humanos vienen siendo observados por otros seres cuya percepción y raciocinio se hallan tan avanzados respecto a todo lo que nosotros hayamos podido aceptar, por culpa de nuestra vanidad, que nos quedaríamos atónitos si llegáramos a saberlo, nos sentiríamos humillados. Hemos estado viviendo con ellos actuando como asesinos y torturadores torpes, ciegos, implacables, crueles, y ellos nos han observado y nos conocen. Y esta es la razón de que nos neguemos a reconocer la inteligencia de estos seres que nos rodean. El choque para nuestro amor propio sería excesivo, el juicio que nos veríamos obligados a emitir frente a nosotros mismos, horrible. Es exactamente el mismo proceso que permite a una persona continuar cometiendo indefinidamente un crimen o una crueldad aun a sabiendas de que es imposible enfrentarse a ello, porque detenerse y ver lo que se ha hecho sería demasiado penoso.
La gente, empero, necesita esclavos, víctimas y apéndices, y, desde luego, muchos de nuestros «animalitos» no son otra cosa, porque los hemos transformado en lo que consideramos que deben ser, del mismo modo que los hombres pueden transformarse en lo que se espera que sean. No todos, sin embargo, ni mucho menos. Todo el tiempo, a lo largo de la vida, nos acompañan, a dondequiera que vayamos, seres que nos juzgan y que se comportan a veces con una nobleza que es… que llamamos humana.
Hugo, ese adefesio de criatura, era tan delicado y tan leal en sus relaciones con Emily como el amante fiel que se conforma con poco, con tal que no le priven de la presencia de la amada. Esto era lo que se había impuesto a sí mismo. No exigiría, no suplicaría, no molestaría. Esperaba. Como yo. Vigilaba, como yo.
Pasaba largas horas con él. O, cuando la luz del sol caía sobre la pared, me sentaba a esperar que se abriera, que se revelara. O recorría las calles, captando noticias, rumores y datos con los demás, preguntándome qué sería mejor hacer y decidiendo no hacer nada por el momento. Preguntándome cuánto tiempo soportaría la situación esta ciudad, ya corroída en todos los sentidos, con sus servicios públicos en proceso de deterioro o bien interrumpidos, su población en fuga, sus provisiones cada vez más deficientes, su ley y su orden reducidos cada vez más a lo que se imponían a sí mismos los ciudadanos con un autodominio instintivo, una preocupación incluso por el prójimo en iguales aprietos.
Parecía detectarse una nueva agudeza en la tensión de la espera. En primer lugar, la estación: el verano había llegado con un tiempo caluroso y seco, y el sol tenía un aspecto polvoriento. Las aceras frente a mi ventana habían vuelto a llenarse. Había, en cambio, menos interés por lo que ocurría en ellas. En las ventanas se veían menos cabezas y la gente se había habituado a todo ello. Todo el mundo sabía que una y otra vez la calle quedaría semidesierta al alejarse una tribu más, y reconocíamos, con sentimientos contradictorios, que el azar había elegido nuestra calle como punto de concentración para las migraciones desde nuestro sector de la ciudad. Por lo menos los padres sabían qué hacían sus hijos, aunque no les gustase. Nos acostumbramos a ver a los grupos de personas diversas congregarse a lo largo de las aceras con su equipaje patético y partir luego, cantando sus viejas canciones bélicas o revolucionarias, tan poco apropiadas para el momento como podrían serlo las canciones de contenido sexual para un grupo de ancianos. Y Emily no partía. Corría un corto trayecto detrás de ellos con algunas de las otras chicas y luego volvía a casa, muda, para rodear con los brazos a Hugo y apoyar la cabeza morena sobre su piel amarilla. Era como si los dos llorasen. Acurrucados una junto al otro, seres presurosos que se confortaban mutuamente.
A continuación sucedió que Emily se enamoró… Comprendo que este término resulta inapropiado para los tiempos que estoy describiendo. Se enamoró de un muchacho que tenía todas las apariencias de ser el próximo líder que conduciría a un contingente fuera de la ciudad. Era, a pesar de sus ropas fanfarronas, un muchacho reflexivo o, por lo menos, de juicio sereno, ¿un observador por temperamento que, tal vez, la época había impulsado a la acción? En cualquier caso, era el guardián natural de los más jóvenes, de los desesperados, de los desolados. Lo conocían por ello, se burlaban de él, a veces lo criticaban. La blandura de este género resultaba superflua frente a los imperativos de la supervivencia. Tal vez fue esto lo que atrajo a Emily.
Creo que la confianza que tenía en él era tal que hasta llegó a pensar en llevar a Hugo entre la multitud para hacer una segunda tentativa, pero debió de transmitir esta idea a Hugo, pues él lo adivinó: se estremeció, pareció achicarse, y ella tuvo que abrazarlo y decirle:
—No, no te llevaré, Hugo, te prometo que no. ¿Me oyes? Te lo… he prometido ¿no?
En fin, ya había ocurrido, estaba enamorada. Era el tradicional «primer amor». Lo cual significa que habían pasado ya media docena de amores de niña, cada uno de ellos tan doloroso y tan intenso y serio en todos sus aspectos como los amores «adultos» que vendrían más tarde. Este amor era el «primero» y era «serio» porque era correspondido o, por lo menos, reconocido.
Recuerdo haberme preguntado a menudo si esos muchachos que habían vivido, como hasta entonces, un presente precario, llegarían alguna vez a aislarse en parejas detrás de unas paredes, o durante unos pocos días u horas en alguna vivienda abandonada, en un cobertizo en medio de un campo, y si llegarían a decirse: «Te quiero», «¿Me quieres?», «¿Durará nuestro amor?»… y todas esas cosas. Frases todas que parecían, cada vez más, como las claves o documentos de posesión de unos estados y situaciones ahora superados.
La verdad es que Emily sufría. Sufría con dolor, como se sufre a esa edad, fresca como un pan recién horneado y enamorada de un héroe de veintidós años. Un héroe que inexplicablemente, misteriosamente, diría, la había elegido. Era su chica, elegida entre muchas y reconocida como tal. Estaba junto a él en la acera, lo acompañaba en sus expediciones y todos sentían placer y aun un sentido de importancia de sí mismos cuando la llamaban: «Gerald dice…», «Gerald quiere que tú…».
Del dolor se elevaba de pronto a la exaltación y se quedaba allí junto a él, arrebatada y hermosa, con la mirada tierna. O bien se dejaba caer en la esquina del sofá, para estar a solas unos instantes o, por lo menos, lejos de él, porque todo era demasiado, demasiado poderoso, y necesitaba una tregua. Estaba radiante de asombro, no me veía, ni tampoco veía lo que la rodeaba, y yo sabía que estaba repitiéndose sin cesar: «Pero me ha elegido a mí, a mí…», y con ello no quería decir «¡Y tengo solo trece años!». Ese era un pensamiento para gente de mi edad. Una chica, en cambio, estaba lista para formar pareja cuando su cuerpo lo estaba.
El hecho era que la vida de esos jóvenes era comunal y que la relación sexual estaba lejos de ser el foco ni el eje de su relación cuando se elegían mutuamente. No, ninguna consumación individual significaba nada al lado de aquel otro acto de mezclarse sin cesar con los demás, como en un gigantesco ritual devorador en el cual todo el mundo probaba y lamía y regurgitaba a los otros, dándose a conocer a los demás y reconociéndolos en este acto de probar y seleccionar contemplándose, frotando hombros y cuerpos, hablando, intercambiando olores.
A pesar de ello, a la vez que Emily formaba parte de esa fiesta comunal, también sentía lo mismo que tradicionalmente sienten las mujeres enamoradas. Yo sabía que quería estar a solas con Gerald. Le habría agradado aquella experiencia, la de antes.
En cambio, nunca estaba sola con él.
Lo que deseaba no era apropiado. Se sentía culpable, criminal incluso, o por lo menos sumamente censurable. Era un anacronismo.
No dije nada, ya que nuestras relaciones no eran tales que me permitieran hacerlo, ni tampoco era probable que ella me contase nada por propia iniciativa.
Todo lo que sabía era lo que podía ver con mis propios ojos: que una y otra vez la inundaba una violenta necesidad que explotaba en su interior y que le hacía relucir sus ojos y le agitaba el cuerpo de tal modo que la dejaba atónita, unas ansias que nunca podrían ser calmadas con un abrazo sobre el piso de madera de un cuarto vacío ni en un rincón de un prado. A su alrededor todo el acontecer de la vida proseguía, pero Gerald estaba siempre en el centro de todo. Dondequiera que ella se aplicara a una tarea o deber, allí estaba Gerald, tan eficiente y tan práctico y activo en las cosas importantes, mientras ella, Emily, estaba poseída por un enemigo implacable y ardía de júbilo y de pena. Si acaso llegaba a delatar lo que sentía con una mirada o con una palabra fuera de lugar, ¿qué ocurriría? Perdería su sitio allí, entre esa gente, su tribu… Y esto era lo que la obligaba a refugiarse tan a menudo en casa, para deslizarse junto a su amigo Hugo y abrazarlo. Y cuando ella lo abrazaba, él emitía un gemido contenido, porque sabía muy bien cómo lo estaba utilizando.
Se produjo esta yuxtaposición: Emily yacía con la mejilla apoyada contra la áspera piel amarilla, con una mano todavía infantil aferrada a una de las orejas castigadas, el cuerpo tenso, expresando vacío y nostalgia. La pared junto a mí se abrió y volvió a recordarme con cuánta facilidad y en qué forma inesperada era capaz de abrirse, y me encontré caminando hacia una puerta a través de la cual se dejaban oír voces. Y una risa frenética, chillidos, protestas. Abrí la puerta sobre aquel mundo cuya atmósfera era de irritación, encierro, mezquindad. Un mundo de colores brillantes, de colores planos y vivos como los de los viejos calendarios. Un lugar caluroso y confinado, todo él muy grande, de tamaño mayor que el natural, difícil. La visión de la niña me tenía nuevamente prisionera. Extensión y pequeñez, violencia de la emoción y su significación —contradicciones, imposibilidades, incrustadas y parte integrante de la sustancia de cualquier cosa que una veía cuando se introducía en aquel clima en particular—. Era un dormitorio. Nuevamente ardía el fuego junto a la pared, detrás de una alta pantalla de metal. Nuevamente estaba en un cuarto denso, pesado, abrumador, donde la atmósfera que se respiraba era el transcurso del tiempo, el tictac de un reloj, vivido como condición de cada minuto y cada pensamiento individual. El cuarto estaba inundado de una luz cálida, una luz rojiza, listada y cruzada de sombras, que se extendían sobre las paredes, el techo y las vaporosas cortinas blancas e inmensamente largas que cubrían la pared frente a las dos camas, las camas de papá y mamá, las camas del marido y la mujer.
Por algún motivo, las cortinas, su suave caída, me llenaron de angustia. Eran de muselina blanca, con motas entretejidas, y formaban varias capas. Un blanco, originalmente hecho para la luminosidad y la transparencia y para dejar pasar el sol y el aire de la noche, estaba allí preso y engrosado, y ahora colgaba pesado como una mortaja, para dejar fuera el aire y la luz, para reflejar la intensa luz de las llamas de la chimenea, con su pantalla de barrotes metálicos.
En un lado del cuarto estaba sentada la madre con su bebé de meses, siempre con sus lanas húmedas. Lo tenía abrazado, estaba absorta en él. En un sillón grande, junto a la cortina, estaba sentado un hombre con porte militar que tenía aprisionada entre las rodillas a la niñita que chillaba. En la cara del hombre, debajo del bigote, había una leve sonrisa dura. Estaba «haciendo cosquillas» a la niña. Esto era un «juego», el «juego» de antes de acostarse, ritual. Se jugaba con la hija mayor, se la fatigaba, se le concedía su dosis de atención antes de acostarla, y ese era un servicio que el padre prestaba a la madre, que no podía hacer frente a las exigencias de la niñita, Emily, durante el día. Esta vestía un camisón blanco con volantes en los puños y el cuello. Le habían cepillado el cabello, que llevaba atado con una cinta. Minutos antes había sido una niña bonita limpia y aseada, con su camisón blanco y su cinta blanca en el pelo, pero ahora tenía calor y sudaba, y el cuerpo se le retorcía y doblaba en el intento de escapar de las grandes manazas del hombre, que la apretaban y se le hundían en las costillas, de escapar de la gran cara cruel inclinada tan cerca de ella, con su expresión intensamente satisfecha. Una angustia sofocante llenaba el cuarto; el temor a que la mantuvieran presa en él, la necesidad de que la retuvieran y atormentaran, puesto que era así como agradaba a sus padres. Emily gritó: «No, no, no, no». Indefensa, explorada y desnudada por ese hombre.
La madre permanecía indiferente. No sabía lo que estaba ocurriendo, ni cuánto sufría la niñita. Sin duda era un «juego», y los chillidos y protestas surgían de su propia condición infantil y, por tanto, eran lo aceptado, lo saludable, lo permitido. De ella emanaba pasividad, la indiferencia de la ignorancia. Arrullaba y hablaba con su hijito impávido y boquiabierto, mientras el padre proseguía su tarea, lanzando de vez en cuando miradas a su mujer, con una expresión de maravillosa complejidad: de culpa, aunque él no la advertía; de súplica, pues sabía que aquello no estaba bien y debía cesar; de sorpresa de que le fuera permitido y por su propia mujer, quien no solo no protestaba sino que además lo estimulaba activamente a proseguir el «juego»; y, mezclado con todo esto, otra expresión que nunca se alejaba mucho tiempo de su semblante, la de total incredulidad ante la imposibilidad de todo ello. Aflojó las rodillas fingiendo soltarla, y la niña casi cayó y se agarró a una rodilla para sujetarse, pero antes de que pudiera huir quedó atrapada otra vez por las rodillas, que se cerraron a ambos lados sobre su cuerpo. Y se reanudó la tortura exquisita.
—Toma, toma, toma, Emily —murmuraba el gigante, inundándola con su olor a tabaco y a ropa sin lavar—. Vamos, aquí tienes, más y más —seguía diciendo, mientras los dedos, más gruesos que sus propias costillas, se le hundían en los costados y Emily lloraba y suplicaba.
La escena se esfumó como un resplandor o una pesadilla, y ahora el mismo hombre estaba sentado en el mismo cuarto, pero en una silla cerca de la cama. Llevaba una gruesa bata marrón de lana muy tupida y áspera, una prenda de soldado, y fumaba allí sentado, contemplando a su mujer. La mujer grande y robusta se quitaba la ropa con gestos rápidos y eficientes en su costado de la cama, junto al fuego, solo que ahora era verano y la chimenea tenía unas flores rojas en su interior. Las cortinas colgaban flácidas e inmóviles, muy blancas, pero recogidas para revelar zonas de cristal negro que reflejaban al hombre, el cuarto, los movimientos de la mujer. Ella no reparaba en su marido allí sentado observando cómo aparecía poco a poco su desnudez. Le hablaba, recreaba su día para él, para sí misma:
—Y a las cuatro ya estaba agotada, la muchacha tenía su tarde libre y el bebé estuvo despierto toda la mañana, no durmió, y Emily estuvo difícil y cargante todo el día… y… y… —seguía la queja mientras la mujer permanecía de pie, desnuda, buscando su pijama.
Era una mujer hermosa y sólida, de carnes firmes y blancas, senos menudos y redondeados, con pezones virginales para una mujer que había tenido dos hijos, pequeños y con aureolas rosadas. El abundante cabello castaño le caía por la espalda, y se rascó primero el cuero cabelludo, luego una axila, levantando el brazo y dejando ver un vello largo y castaño. En su rostro apareció una expresión de intensa satisfacción que, de haberla visto, le habría asombrado. Se rascó la otra axila y luego se permitió rascarse, voluptuosamente, con ambas manos, las costillas, las caderas, el estómago. Las manos no llegaron más abajo. Se quedó allí, rascándose con entusiasmo durante largo rato, un par de minutos, y marcas rojizas aparecieron en la firme piel blanca bajo los dedos enérgicos, y de vez en cuando dejaba escapar un estremecimiento de frío. El marido estaba inmóvil y la miraba. Tenía una leve sonrisa en los labios. Se llevó el cigarrillo a la boca y aspiró una profunda bocanada de humo que luego expulsó poco a poco, dejándolo deslizar lentamente por la boca entreabierta y la nariz.
La mujer había terminado de rascarse y se estaba enfundando un pijama de algodón de lunares con el cual parecía una alegre colegiala. En la cara se le leía glotonería de… sueño. Mentalmente estaba hundiéndose ya en el sueño. Con gran destreza se metió en la cama, como si su marido no existiera, y en un solo movimiento se tendió y le volvió la espalda. Bostezó. Entonces recordó que él estaba allí. Debía hacer algo antes de entregarse a aquel supremo placer. Volviéndose, le dijo: «Buenas noches, viejo», tras lo cual fue como si la chuparan hacia dentro y allí quedó dormida, con la cara vuelta hacia él. Y él siguió sentado, fumando, y ahora la examinaba abiertamente a su antojo. En él había burla, incredulidad y, al mismo tiempo, una austeridad que había comenzado, aparentemente, con una especie de cansancio moral, una falta de vitalidad incluso, y que mucho tiempo atrás se había convertido en una sentencia dictada contra él y los demás.
Apagó el cigarrillo, se levantó de la silla despacio, como si temiera despertar a un niño. Pasó al cuarto contiguo, el de los niños, con sus cortinajes de terciopelo rojo, su blanco, blanco, blanco en todas partes. Dos cunas, una pequeña, una grande. Caminaba con gran cuidado, hombre grande entre un millar de pequeños objetos de cuarto de niños, dejó atrás la cuna pequeña y se acercó a la grande. Se detuvo a sus pies y contempló a la niñita ya dormida. Las mejillas eran llamaradas de escarlata. En la frente aparecían gotas de sudor. Su sueño era muy ligero. Mientras él la miraba, apartó con los pies la ropa de cama, dio media vuelta y quedó allí tendida, con el camisón arrollado alrededor de la cintura, mostrando unas nalgas menudas y la parte posterior de unas bonitas piernas. El hombre se inclinó más y se quedó mirándola, mirando… Un ruido en el dormitorio, su mujer que se volvía en la cama y tal vez decía algo en sueños, le hizo erguirse y adoptar una expresión… culpable, pero a la vez desafiante y, sobre todo, de enojo. ¿Enojo por qué? Por todo, esa es la respuesta. Otra vez el silencio. Más abajo en aquella casa alta un reloj dio la hora. No eran más que las once. La niñita volvió a agitarse y quedó tendida de espaldas, desnuda, con el vientre combado, la vulva visible. Una emoción más se añadió a las ya escritas en el rostro del hombre. De pronto, pero a pesar de todo, sin violencia, cubrió a la niña con la manta y la aseguró firmemente bajo el colchón. Ella empezó a agitarse y a lloriquear en el acto. Hacía demasiado calor en el cuarto. Las ventanas estaban cerradas. Estaba a punto de abrir una, cuando recordó una de las prohibiciones. Entonces dio media vuelta y salió del cuarto de los niños, sin volver a mirar las dos cunas, en una de las cuales dormía silencioso el bebé, con la boca abierta, mientras que en la otra la niña se agitaba y luchaba por salir, salir, salir.
En un cuarto con ventanas abiertas a un jardín formal, un cuarto que tenía ese «aire» de pertenecer a algún otro país, diferente de otros cuartos de esa casa, había una camita donde estaba acostada la niña. Era algo mayor y estaba enferma e inquieta. Más pálida, más delgada que otras veces que la había visto, tenía el cabello húmedo y pegajoso, y flotaba un olor a sudor rancio. Estaba rodeada de libros, juguetes y revistas de dibujos. Se movía sin cesar, molesta, frotándose los miembros, volviéndose, agitándose, cantando en voz baja, murmurando quejas y órdenes a alguien. Era un terremoto de fiebres, energías, deseos, resentimientos, necesidad. Entró la mujer grande y robusta, absorta en el vaso que llevaba. Al ver el vaso la niña pareció animarse —al menos allí había una diversión—, y se incorporó a medias. Pero su madre ya había dejado el vaso junto a ella y se alejaba para cumplir otra obligación.
—Quédate conmigo —le suplicó la niña.
—No puedo. Tengo que ocuparme del bebé.
—¿Por qué lo llamas siempre el bebé?
—En realidad no lo sé, es verdad que es hora de… tiene edad como para… pero siempre lo olvido.
—Por favor, por favor.
—Bien, pero solo un minuto.
La mujer se sentó en la esquina más alejada de la cama, con ese aspecto acosado de siempre, ese aspecto de estar sobrecargada e irritada. Al mismo tiempo estaba contenta.
—Bebe tu limonada.
—No tengo ganas. Mamita; mímame, mímame…
—¡Emily!
Con una carcajada de halago, la mujer se inclinó y se ofreció. La niñita le rodeó el cuello con los brazos y se colgó allí. Pero no obtuvo ningún estímulo.
—Mímame, mímame —canturreaba, como para sus adentros, lo cual no habría sido nada extraño, ya que la mujer estaba perpleja por todo. Soportó unos instantes los bracitos acalorados, pero luego no pudo contenerse, su rechazo a la carne le hizo levantar las dos manos para alejar de sí los brazos de la niñita.
—¡Vamos, basta ya! —dijo, pero se quedó un instante.
El deber la hizo quedarse. ¿Deber hacia qué? La enfermedad tal vez. «El niño enfermo necesita de su madre», o algo por el estilo. Entre el cuerpo febril, anhelante, necesitado de la niñita, que pedía ser calmado con una caricia, con afecto, que quería acurrucarse junto a la muralla grande y fuerte de un cuerpo, un cuerpo seguro que no hiciera cosquillas ni atormentara, ni apretara, que quería seguridad y confianza —entre ella y la respiración regular de su madre, de su cuerpo sereno, todo aplomo y sentido del deber, había un vacío, una falta de contacto—. No había contacto, ni mutuo consuelo.
La niñita volvió a tenderse y luego tomó el vaso y bebió con ansia. En el instante en que el vaso quedó vacío, la madre se levantó y dijo:
—Te prepararé otra.
—No, quédate, quédate conmigo.
—No puedo, Emily. Vuelves a ponerte difícil.
—¿No puede venir papá?
—Papá está ocupado.
—¿No puede leerme?
—Puedes leer sola ahora, eres una chica mayor.
La mujer se fue con el vaso vacío. La niña tomó una galletita a medio comer de debajo de su almohada y luego un libro y empezó a leer y comer, comer y leer, con las piernas en constante movimiento, agitándose y cambiando de posición, mientras con la mano libre se tocaba la mejilla, el cabello, los hombros, palpándose la carne, más y más abajo, cerca de los genitales, sus «partes íntimas» —aunque de allí la mano se apartó precipitadamente, como si la zona estuviera rodeada de alambre de púas—. Luego se acarició los muslos, los cruzó y volvió a separarlos, se movió y se retorció y siguió leyendo y comiendo, comiendo y leyendo.
Allí estaba Emily ahora, en el suelo de mi sala.
—Hugo querido… querido, querido Hugo —eres mi Hugo, eres mi amor, Hugo…
Y me inundó esa ridícula impaciencia, la impotencia del adulto que mira cómo crece la niña. Allí estaba encerrada en su edad, pero a la vez en un todo continuado con las escenas de detrás de la pared, la tierra desconocida que la había formado, aunque no podía verlo ni saber nada acerca de ello, de modo que sería inútil contárselo. Si se lo contaba no oiría más que palabras. De aquella región borrosa que se extendía detrás de Emily provenía el juicio: «Eres esto y esto y esto… esto es lo que tienes que ser y no aquello». Y las exigencias biológicas propias de su edad se apoderaban de su vida con una puntualidad predecible y precisa, para hacerla exactamente «esto» y «aquello». Y así proseguiría, tenía que proseguir y yo debía vigilar. Y a su debido tiempo se llenaría, como un recipiente, de sustancias y experiencias. Y la liberarían esas parteras, algunas de ellas reconocidas, comprendidas y comunes para todos, y otras cuya identidad solo sería posible deducir según sus métodos de operación… y llegaría a ser una persona madura, condición imaginada como justificativo de toda experiencia previa, cúspide del éxito, inevitable y peculiar en ella. Esta cúspide es nuestra manera de ver las cosas, lo que vemos es una cumbre biológica: el crecimiento, la realización en lo alto de la curva de la existencia como animal, seguida por el descenso gradual hacia la muerte. Tonterías, sin duda un absurdo. Con todo, me costaba dominar esa visión de ella en mí y ahogar mi impaciencia al verla revolcarse y acurrucarse junto al animal amarillo con su ronroneo, obligarme a reconocer que esa etapa de su vida era tan válida en todos sus aspectos como la que le esperaba —la cual tal vez podría resumirse o encuadrarse en la imagen de una sonrisa eficiente pero a la vez serena—, y que lo que yo esperaba, en realidad (como ella, en algún punto de sí misma, también esperaba), era el momento en que descendería para siempre de ese carrusel, de esa escalera mecánica que la llevaba de las tinieblas a las tinieblas. Descender para siempre… ¿y después?