Ese período idílico, de pocos días en realidad, llegó bruscamente a su fin. Una tarde templada miré por la ventana y vi, bajo los plátanos de la acera opuesta, unos sesenta jóvenes, a quienes reconocí como un grupo migratorio que cruzaba nuestra ciudad. No siempre era fácil reconocer estos grupos, a menos que fueran tantos como esta vez, porque si se veían dos, o tres o cuatro miembros de uno de estos grupos, separados de los demás, podría suponerse que eran estudiantes como los que solían verse aún, aunque cada vez en menor número, en nuestra ciudad. También podían ser hijos de gente del barrio. Vistos en conjunto, en cambio, eran inconfundibles, se los reconocía al instante. ¿Por qué? No, no era solo que una masa de gente joven en aquellos días no pudiera representar otra cosa. Era que habían renunciado a la individualidad, esto era lo esencial, al criterio individual y a la responsabilidad individual, hecho que se revelaba de mil maneras; una, por ejemplo, muy importante, era nuestra reacción instintiva al encontrarnos frente a ellos, una reacción de aguda aprensión, porque reconocíamos que en una confrontación, si acaso se llegase a ella, se dictaría la sentencia de la jauría. No soportaban quedarse solos mucho tiempo. La masa era su hogar, el lugar donde se reconocían a sí mismos. Eran como los perros que se congregan en un baldío. El cuidado perrito de la señora (con su voluminoso peinado erigido en defensa frente al temor que revelaba su animalito, con su piel que recuerda los rizos ralos de una anciana que no llegan a cubrir parte de la vieja epidermis sonrosada, pero a la vez protegidos por una manta de lana escarlata de confección casera); el gran afgano, creado para cubrir cuarenta millas al día sin sentirlo, encerrado en su reducida casita en un diminuto jardín; el mestizo, vástago de los que sobrevivieron; el faldero, por naturaleza, perro de caza… todos estos queridos compañeros de la familia. Fido y Bonzo y Plumita y Lobo, después de haberse olido mutuamente el trasero y establecido el orden de precedencia, se alejan en jauría, unidad… Tal descripción es válida, desde luego, para cualquier grupo de personas de cualquier edad en cualquier lugar, cuando los papeles no les vienen asignados ya por alguna institución. Las pandillas de «chicos» no hacían más que abrir el camino a sus mayores, quienes no tardaban en imitarlos. Las «bandas de chicos» incluían casi siempre, en forma cada vez más frecuente, gente de más edad y aun familiares, pero el calificativo de «chico» persistía. En tales términos hablaba la gente de las «hordas en movimiento». Esta palabra, «horda», fue exacta al menos hasta el momento final, cuando ya pareció que todo un pueblo estaba en movimiento.
Aquella tarde en particular, con las copas de los árboles, espesas y frondosas, sobre sus cabezas y el sol que ofrecía una fiesta en un mes de septiembre lleno de tibieza, la banda se instaló en la calle, encendió una enorme hoguera y dispuso sus posesiones en una pila guardada por dos de los miembros, un par de muchachos armados con gruesos garrotes. Todo el sector quedó desierto, como había ocurrido ya antes. La policía estaba ausente. Las autoridades no podían afrontar el problema, ni lo deseaban. Se congratulaban de librarse por fin de estas bandas en marcha hacia otro lugar, junto con los problemas que creaban. En millas a la redonda todas las ventanas de las plantas bajas estaban cerradas y con las cortinas metálicas bajadas, pero a la vez se distinguían muchos rostros, apretados contra las ventanas de los pisos altos de todos los bloques de casas. Los jóvenes estaban congregados en grupos junto a la hoguera y algunas parejas estaban abrazadas. Una chica tocaba la guitarra. El olor a carne asada era intenso y a nadie le gustaba mucho pensar en su origen. Me pregunté si Hugo estaría seguro. No había llegado a querer al animal, pero me preocupaba por Emily. Entonces caí en la cuenta de que no estaba en el cuarto ni tampoco en la cocina. Llamé a la puerta de su cuarto y la abrí. El montón de ropa de cama sin ventilar, bajo la cual se refugiaba siempre en busca de protección, estaba como siempre allí, pero Emily no. Y Hugo tampoco. Recordé que en la masa de gente joven había una chica con vaqueros azules y camisa rosada que se parecía a Emily. Era Emily, en efecto, y ahora, desde la ventana, la observé. Estaba cerca de la hoguera, con una botella en la mano, riendo, como un miembro más de la pandilla, la multitud, la banda, la manada. De pie, muy pegado a sus piernas, temeroso de su suerte, estaba el animal amarillo; antes lo ocultaba la multitud agolpada. Vi que ella gritaba, discutía. Retrocedió, con una mano sobre la cabeza de Hugo. Retrocedió lentamente y luego dio media vuelta y corrió con el animal siguiéndola a toda velocidad. Verlo así, unos instantes tan solo, me recordó de forma dolorosa el poder, la capacidad, el alcance, la resistencia de ese animal, debilitados ahora por los cuartos reducidos que le limitaban la vida y los movimientos. Un gran alarido de hilaridad desorbitada se levantó entre los jóvenes. A juzgar por esta risotada, resultó evidente que habían estado gastando bromas sobre Hugo. En realidad no tenían intención de matarlo, pero habían fingido tenerla. Emily les había creído. Todo esto se reducía a un hecho: que no la habían considerado como uno de sus miembros, ni aun como un miembro posible. Había allí, sin embargo, muchos chicos tan jóvenes como ella. A su vez, ella no se habría enfrentado a ellos como una niña, no, sino como una muchacha, una igual. Aquel debió de ser el motivo por el cual no la aceptaron. Todo esto se me ocurrió y fue objeto de mis reflexiones hasta el momento en que entró en mi sala, pálida, temblorosa, aterrada, se sentó en el suelo y rodeó a su Hugo con los brazos, abrazándolo estrechamente, a la vez que se mecía y le decía, cantando o, tal vez, sollozando: «No, no, Hugo querido, no les dejaría, no se lo permitiría, no tengas miedo». La verdad es que Hugo temblaba tanto como ella. Tenía la cabeza apoyada en el hombro de Emily y ambos tenían aquella actitud, de consolarse mutuamente, que siempre adoptaban en tales circunstancias.
Casi inmediatamente, sin embargo, al ver que yo estaba allí y comprendía el rechazo de que fuera objeto por parte del grupo adulto al que se había dirigido, se ruborizó y se enfadó. Apartó a Hugo y se levantó con una expresión en el rostro que reflejaba la lucha por recobrar el dominio de sí misma. Luego la expresión se volvió sonriente y dura, y Emily rio y dijo: «La verdad es que son gente muy divertida y no veo por qué dicen tantas cosas desagradables de ellos». Se acodó sobre el alféizar de la ventana para mirarlos mientras bebían de sus botellas y se pasaban trozos de comida compartida. Estaba apagada. Quizá tenía miedo y estaba preguntándose cómo había podido acercárseles. Pero al mismo tiempo cada uno de nosotros, los centenares que observábamos la escena desde nuestras ventanas, todos estábamos examinando mentalmente nuestras propias posibilidades, nuestro propio futuro.
Poco después, sin dirigirme una mirada, Emily empujó a Hugo hacia el dormitorio, lo encerró, y nuevamente salió del apartamento y cruzó la calle. Ahora el resplandor de la hoguera formaba un brillante reducto bajo los árboles medio chamuscados. Todas las ventanas de las plantas bajas estaban a oscuras, aunque reflejaban las llamas, o bien algún resplandor frío de la luna en cuarto creciente, visible entre dos bloques de apartamentos. Las ventanas superiores estaban llenas de cabezas delineadas contra tipos y grados diversos de iluminación. Algunos de los ciudadanos comunes se habían unido ya a los jóvenes, curiosos por saber de dónde venían, adonde se dirigían. Emily no era la única. Debo confesar que, más de una vez, yo misma había visitado los campamentos algunas noches. No en este sector de la ciudad, no; temía a mis vecinos y su censura. Pero en ellos había visto, no obstante, caras conocidas, de mi propio vecindario. Todos hacíamos lo mismo, y con los mismos cálculos.
No temía por lo que pudiera sucederle a Emily, siempre que se portara con sensatez. Si no lo hubiera hecho, estaba preparada para cruzar la calle y rescatarla. Estuve vigilándola toda la noche. A veces la veía, a ratos, no. La mayor parte del tiempo estuvo junto a un grupo de muchachos menores que ella. Era la única mujer y la verdad es que actuaba tontamente, provocándoles, señalando su presencia. Todos estaban ebrios, y ella no era más que uno de los ingredientes de ese estado de embriaguez.
Había gente tendida en el pavimento, dormida, con la cabeza apoyada sobre un jersey arrollado, o bien en los brazos. Dormía despreocupada, mientras el resto se movía a su alrededor. Este sueño despreocupado, confiado en que los otros no les pisarían, en que estarían protegidos, revelaba más que cualquier otra cosa el tipo de reciedumbre adquirido por esos muchachos, la confianza mutua que sentían. Pero el sueño general no era lo previsto. El fuego se había apagado. Pronto amanecería. Vi que todos estaban congregándose para ponerse en marcha. Pasé una media hora difícil, preguntándome si Emily partiría con ellos. Después de unos cuantos abrazos ruidosos y groseros, como los abrazos y los chistes que intercambian al despedirse prostitutas y soldados cuando se aleja un regimiento, y después de haber corrido junto a ellos unos cuantos metros por la acera, Emily regresó con pasos lentos. No volvió a mí —la conocía demasiado bien para suponerlo—, sino a Hugo. Al pasar por el corredor iluminado pude verle la cara un instante, una cara solitaria, apesadumbrada, en modo alguno una cara de niña. En cambio, cuando entró en la sala ya tenía puesta la máscara.
—Ha sido una noche estupenda, digan lo que digan —comentó.
Yo no había dicho nada antes, ni tampoco lo dije ahora.
—Aparte de comerse a la gente, son muy simpáticos —dijo ahogando un bostezo exagerado.
—¿Acaso se comen a la gente?
—La verdad es que no lo he preguntado, pero yo diría que sí. ¿Usted no?
Abrió entonces la puerta de su cuartucho, del cual salió Hugo con los ojos verdes fijos en su cara. Emily le dijo:
—Está bien, no he hecho nada que no hubieras hecho tú, te lo juro.
Y con este torpe comentario y una risita forzada se alejó, a la vez que añadía por encima del hombro:
—Podrían pasarme cosas peores que irme un día de estos con ellos, creo. Por lo menos se divierten.
La verdad es que prefería aquel «buenas noches» a muchos otros que habíamos intercambiado cuando, a las diez, Emily me decía: «Bueno, es hora de acostarse. Me voy», y un beso de niña obediente quedaba suspendido entre las dos, como los guantes invisibles del profesor White.
Sucedió luego que durante todo aquel principio de otoño, día tras día, fueron pasando nuevas bandas por nuestra calle. Y día tras día, Emily estaba junto a ellos. No preguntaba si podía ir. Por mi parte, no estaba dispuesta a prohibírselo, ya que sabía que no me obedecería. No tenía ninguna autoridad. No era mi hija. Evitábamos todo enfrentamiento. Estaba allí cada vez que se llenaba la acera opuesta y que ardían las hogueras. En dos ocasiones volvió muy ebria, y en otra, con la camisa desgarrada y marcas de mordiscos en el cuello. Me dijo entonces:
—Supongo que creerá que he perdido la virginidad. Pues no, no la perdí, aunque faltó poco, se lo aseguro. —Y enseguida, el comentario frío y lacónico, la firma personal—. Como si importara algo, cosa que dudo.
—Yo diría que sí importa —dije.
—¿De verdad? En este caso usted debe de ser optimista. O algo así. ¿Qué opinas, Hugo?
La sucesión de bandas trashumantes se interrumpió. Las aceras a lo largo de nuestra calle estaban ennegrecidas y resquebrajadas por las hogueras que habían ardido durante tantas noches, las hojas de los plátanos colgaban muertas y destrozadas, había huesos y trozos de piel y de vidrios rotos esparcidos por todas partes, el solar desocupado del fondo estaba pisoteado y sucio. En este punto hizo acto de presencia la policía y trabajó activamente para tomar declaraciones e interrogar a la gente. Vinieron las cuadrillas de limpieza. Las aceras recobraron su aspecto normal. Todo volvió a la normalidad por un tiempo y durante la noche las ventanas de las plantas bajas se veían iluminadas.
Fue más o menos entonces cuando comprendí que los hechos registrados en la calle y lo que ocurría entre Emily y yo podrían tener alguna relación, quizá, con lo que veía durante mis incursiones detrás de la pared.
Al desplazarme a través de las altas y mudas paredes blancas, tan inestables como las bambalinas de un teatro, sabiendo que el verdadero habitante estaba allí, siempre presente, detrás de la siguiente pared, dispuesto a revelarse al abrir la puerta contigua, o bien la siguiente, llegué a una habitación alargada, con techo muy alto, una habitación que había sido hermosa en otra época, una habitación que reconocí, que conocía (pero ¿de dónde?) y que estaba en tal desorden que me sentí enferma y llena de temor. Estaba como si la hubieran ocupado unos salvajes o como si hubiesen acampado soldados en ella. Los sillones y sofás habían sido deliberadamente cortados y perforados con bayonetas o cuchillos, el relleno se derramaba por todas partes, los cortinajes de brocado estaban arrancados de sus galerías de bronce y apilados en el suelo. Hubiérase dicho que la habitación había sido utilizada como carnicería. Estaba cubierta de plumas, sangre, trozos de entrañas. Empecé a limpiarla. Trabajé, utilizando innumerables cubos de agua caliente, froté, remendé. Abrí las altas ventanas que daban a un jardín del siglo XVIII, con plantas cultivadas en cuadrados y rombos entre setos bajos. El sol y el viento, invitados a entrar en el cuarto, lo limpiaron. Todo el tiempo estuve sola, pero a pesar de ello, no tenía la sensación de estarlo. Por fin terminé mi tarea. Los viejos sofás y sillones quedaron reparados y limpios. Los cortinajes estaban doblados en pilas para enviar a la tintorería. Recorrí largo tiempo la habitación, pues era lo suficientemente grande como para pasearse por ella. Me detuve junto a las ventanas y contemplé las flores de malva y de rosa y olí la lavanda, el romero, la verbena, consciente de los recuerdos que me invadían, clamorosos, insinuantes. Uno de ellos provenía de mi vida «real», que me perseguía y me tironeaba para decirme que las calles donde ardieran las hogueras y donde se habían chamuscado los árboles eran parte de la esencia y sustancia de ese cuarto. Pero también estaba el tirón de la nostalgia frente al cuarto mismo, de la vida vivida en él, que continuaría en el momento en que lo abandonara. Y, también, la nostalgia del jardín, cuyos senderos y rincones todos conocía en lo más profundo de mi ser. Y sobre todo, del habitante que estaba cerca, en algún punto, observándome, de seguro. El habitante que, una vez que me fuera, entraría y contemplaría con aprobación la obra de limpieza que había realizado y luego, tal vez, saldría a pasearse por el jardín.
Lo que hallé luego se encontraba dentro de un marco muy diferente y, sobre todo, en una atmósfera diferente. Fue la primera de las experiencias «personales». Tal era la palabra que utilicé para ellas desde un principio. En verdad la atmósfera era siempre inconfundible, tan pronto como entraba en cualquier escenario. Es decir, entre la sensación o la textura o estado anímico de las escenas que no eran «personales», como por ejemplo, el cuarto alargado y silencioso, tan devastado, o cualquiera de los hechos, por abrumadores, difíciles o desalentadores que fueran, que veía en este o aquel escenario; entre estos y las escenas «personales», se extendía todo un mundo. Las dos categorías, la «personal» (aunque no necesariamente para mí) y la otra, existían en esferas totalmente distintas y separadas. Una, la «personal», se reconocía al instante por el aire que la aprisionaba, por las emociones que la poblaban. Las escenas impersonales causaban, tal vez, desaliento, o bien creaban problemas que era necesario resolver, como reparar paredes o muebles, limpiar, poner orden en el caos; pero a la vez, en ese dominio había despreocupación, libertad, sensación de posibilidades. Sí, eso era el espacio, la certeza de las posibilidades de acción alternativa. Era posible negarse a limpiar ese cuarto o a despejar ese pedazo de terreno. Era posible entrar en otro cuarto, elegir otra escena. En cambio, entrar en la esfera «personal» equivalía a entrar en una prisión donde nada podía suceder, salvo lo que uno veía suceder en ese momento, donde el aire era pesado y enrarecido y, sobre todo, donde el tiempo era una ley estricta e inalterable y… Dios mío, largo, interminable, sin fin, preestablecido minuto tras minuto, sin salida, salvo el lento transcurrir de un instante tras otro.
Nuevamente había una habitación con techo muy alto, pero esta vez cuadrada y desprovista de gracia, con ventanas altas pero pesadas, con cortinajes de terciopelo granate. Ardía el fuego y frente a él había una pantalla metálica que recordaba una fiambrera de alambre tejido. Sobre ella se secaban gran cantidad de pañales gruesos y finos, pañales de bebé de tipo antiguo, muchas camisetas blancas y fajas, y vestidos largos y cortos, capitas, batas y calcetines diminutos. Un ajuar de bebé de principios de siglo, que emanaba un olor que no llegaba a ser de quemado, pero que se aproximaba a ello, el olor de las telas calentadas sin aire. Había un caballo balancín. Abecedarios. Una cuna con volantes de muselina salpicada de florecillas celestes y verdes sobre el fondo blanco… advertí estos colores con una sensación de alivio, porque todo era blanco, prendas blancas, cuna blanca, colcha, mantas, sábanas, canastillas. Un cuarto pintado de blanco. Un pequeño reloj blanco que en un catálogo habría aparecido descrito como reloj para cuarto de niños. Blanco. El tictac del reloj era suave, apagado, incesante.
La niña, de unos cuatro años, estaba sentada sobre una alfombra frente a la chimenea, protegida del calor de las llamas por la ropa tendida en la pantalla. Llevaba un vestido de terciopelo azul oscuro. Tenía el cabello oscuro peinado con la raya a un lado y sostenido por una gran cinta blanca. Tenía unos ojos castaños con una expresión de intensa seriedad y ya defensiva.
Sobre la cama yacía un bebé al que estaban fajando para la noche. El bebé reía. La niñera o ayudante estaba inclinada sobre él y solo se le veía una espalda ancha y blanca. La expresión de la niñita al observar a la niñera llena de ternura, inclinada sobre su hermanito, era suficiente, lo decía todo. Pero había más. Otra figura, sumamente alta, ancha y vigorosa, entró en el cuarto. Todo en este personaje era energía implacable, y también ella se inclinó sobre el bebé, y las dos mujeres se unieron en una ceremonia de amor al niño, que se movía, respondía y balbuceaba. Y la niñita observaba. Todo cuanto la rodeaba era enorme. El cuarto tan grande, tibio y alto, las dos mujeres tan altas y fuertes y antipáticas, los muebles tan abrumadores y difíciles, el reloj con su prisa apagada que les decía a todos lo que debían hacer, obedecido por todos, consultado, observado sin cesar.
Ser invitado a presenciar esta escena era como dejarse absorber por el espacio de la niñez. La contemplé como podría hacerlo una criatura de corta edad, es decir, la vi enorme e implacable. Pero al mismo tiempo, con el conocimiento de que era diminuta e implacable, por su mezquindad, su banalidad. Aquello era la tiranía de lo banal, de lo mecánico. Claustrofobia, falta de aire, una sofocación de la mente, de las aspiraciones. Y todo ello, sin fin, porque era la edad de la niñez, donde apenas era posible vislumbrar el fin del día desde el momento en que comenzaba, por orden del duro relojito blanco. Cada día era como algo que hay que trepar, como los grandes sillones obstinados, la cama más alta que la cabeza, los obstáculos y los desafíos superados con la ayuda de grandes manos que aferraban y tiraban y empujaban, las manos que, vistas en el cuidado de aquel bebé, parecían tiernas y consideradas. El bebé estaba levantado muy alto en el aire, sostenido por los brazos de la niñera. El bebé reía. La madre quería quitárselo a la niñera, pero la niñera lo apretaba con fuerza y decía:
—No, este no. Este es mío, es mi bebé.
—No, no —replicaba la torre enorme, la madre, más alta que ningún objeto del cuarto, más alta que la niñera alta, casi tan alta como el techo—. No, no —repetía sonriendo, pero con labios apretados—; es mi bebé.
—No, este es mi bebé —decía a su vez la niñera, acunando y arrullando al niño—. Este es mi bebé adorado, la otra, ella es suya, su bebé; Emily es suya, señora.
Dicho esto le volvió la espalda con un gesto de emotiva indiferencia mientras amaba y acunaba al niño. Y la madre sonrió con una sonrisa diferente de la anterior, que la niñita no comprendió, salvo en la medida en que impulsó a la madre a darle un tirón con una mano y a preguntarle al mismo tiempo:
—¿Por qué no estás desvestida? Te dije que te desvistieras.
Y entonces empezó el incómodo tironear y empujar. Trataba de mantener el equilibrio mientras le arrancaba las sucesivas capas de ropa. Primero el vestido de terciopelo, del que estaba orgullosa, porque le quedaba bien. Así se lo habían manifestado muchas voces que se entrecruzaban para aseverarlo muy por encima de su cabeza. El vestido, no obstante, tenía muchos botoncitos a lo largo de las mangas y de la espalda y cada uno de ellos implicaba mucho tiempo para desabotonarlo, mientras los grandes dedos le hacían daño y la lastimaban. Seguidamente le tocó el turno a la enagua, retirada con rapidez, aunque le raspó el mentón; luego las medias blancas, que le quedaban demasiado holgadas y que dejaron en el aire un perfume tibio y agradable. La madre, al olerlo, hizo un gesto de desagrado.
—Y ahora, a la cama —le dijo mientras le pasaba apresuradamente el camisón por la cabeza.
Emily se metió en su cama junto a la ventana, izándose por encima de la barandilla, ya que para ella la cama era muy grande. Luego levantó una esquina del cortinaje de pesado terciopelo granate para mirar las estrellas. Al mismo tiempo contempló a las dos personas mayores, la madre y la niñera, que atendían al bebé. Su expresión era la de un adulto, marchita y fatigada. Sentía que lo comprendía todo, que lo había previsto, que lo vivía porque no tenía otro remedio y lo sentía como una espesa pesadez a su alrededor… el tiempo, a través del cual debía obligarse a avanzar hasta llegar a liberarse de él. De hecho nadie tenía la culpa, ni la madre, esa mujer temida y poderosa, ni la niñera, malhumorada por la vida que llevaba, ni el bebé, por quien ella, la niñita, sentía ya un amor apasionado que la derretía, la volvía impotente. Y ella, la niñita, tampoco podía hacer nada por sí misma, nada. Y cuando la madre le dijo, en su tono áspero e impaciente, aunque se manifestaba como una especie de regocijo, de valor que aun la niña reconocía como una llamada a su compasión: «Emily acuéstate bien, duérmete», Emily se tendió y contempló a las dos mujeres que se llevaron al bebé al otro cuarto, desde donde llegaba una voz masculina, la del padre. Una ceremonia de buenas noches de la que ella había quedado excluida. Habían olvidado llevarla a decir las buenas noches a su padre. Se volvió en la cama y dio la espalda al cuarto caluroso, donde las llamas rojas expulsaban su calor, llenando las gruesas ropas sobre la pantalla de cálidos olores que formaban sombras rojas en las cavernas detrás de los cortinajes rojos, que le provocaban picazón otra vez, debajo de las pesadas ropas de cama. Asió las borlas rojas que colgaban del cortinaje y se las aproximó. Y allí se quedó, tirando, tirando…
Esta niñita era, sin duda, la Emily que habían dejado a mi cuidado, pero durante varios días no caí en la cuenta de haber estado observando una escena de su infancia (aunque ello, desde luego, era imposible, puesto que en aquellos tiempos no existía una infancia de ese tipo, que había quedado anticuada), una escena, entonces, de su memoria, o bien de la historia que la había formado… Estaba sentada junto a ella, una mañana, cuando algún movimiento que hizo me reveló lo que debería haber sido obvio. Entonces empecé a mirar a hurtadillas, una y otra vez, esa cara de niña, esa mezcla tan inquietante de niña y de adolescente, y en ella pude ver la solitaria personalidad de la Emily de cuatro años. Me pregunté si acaso recordaba algo de ese pasado, de esas experiencias que se «exhibían» como una película detrás de la pared de mi cuarto de estar, que en aquel momento —con el sol que iluminaba oblicuamente el espacio y la pintura blanca, donde el diseño floreado del papel que la cubría retenía su existencia débil, pero obstinada— era como un telón transparente. Aquel fue uno de los momentos en que los dos mundos aparecieron muy juntos, en que me fue fácil recordar que era posible caminar, sin más, a través de ella. Me quedé sentada allí, contemplando la pared, e imaginé oír sonidos que sin duda no formaban en absoluto parte de «mi mundo»: un atizador usado con energía sobre una rejilla de chimenea, pies menudos que correteaban, una voz infantil.
Me pregunté si debería decirle algo a Emily, hacerle preguntas… La verdad es que no me atrevía. Le tenía miedo. Lo que temía era mi sensación de impotencia frente a ella.
Vestía sus viejos vaqueros demasiado ajustados y la camisa rosada, igualmente ceñida.
—Tendrías que comprarte ropa nueva —le dije.
—¿Por qué? ¿Es que no me encuentra bonita? —La terrible «viveza» de la pregunta… aunque en ella había también consternación… Acababa de ponerse rígida, dispuesta a soportar la crítica.
—Estás muy guapa. Solo que esas ropas ya te quedan pequeñas.
—Oh, cielos, no creí que me quedaran tan mal.
Dicho esto se alejó de mí y se tendió en el gran sofá castaño, con Hugo a su lado. No se chupó realmente el dedo pero fue como si lo estuviera haciendo.
¿Debo describir su actitud hacia mí? Es difícil. No creo que me viera la mayor parte del tiempo. Cuando me la trajo el hombre, quienquiera que fuese ella, vio a una mujer de cierta edad, me vio con claridad, minuciosamente, en detalle. Desde entonces no creo que volviese a reparar en mí para nada, ni un instante en todas esas semanas que llevaba conmigo, que viese algo más que una mujer de cierta edad, con las características que cabe esperar en ella. Desde luego no tenía idea del terror que sentía por su causa, de la ansiedad, del deseo de protegerla. No sabía que su cuidado había llenado mi vida, como agua que empapa la esponja. Mas ¿acaso tenía derecho a quejarme? ¿No había hablado yo, como los demás adultos, de la «juventud», de «los jóvenes», de «los chicos»? ¿No seguía hablando de ellos aún, a menos que hiciera un esfuerzo por callar? Además, los adultos no tienen demasiada excusa para relegar a los jóvenes a unos compartimientos mentales titulados «No comprendo esto» o «Renuncio a comprender esto otro», puesto que cada uno de estos adultos fue joven alguna vez. ¿Debo avergonzarme de escribir este lugar común, cuando tan pocas personas de edad madura o mayores son capaces de imprimirle vida en la práctica? ¿Cuando tan pocos son capaces de aceptar sus recuerdos? Los viejos fueron jóvenes, pero los jóvenes no han sido nunca viejos… estos comentarios u otros semejantes han figurado en mil diarios, obras de preceptos morales, libros de lugares comunes, colecciones de proverbios y otros, pero ¿qué cambios han provocado? Yo diría que no muchos… Emily veía en mí una persona seca, reprimida, lejana, vieja. Yo la asustaba por representar para ella esa cosa inimaginable, la vejez. En cuanto a mí, en cambio, ella, su situación, estaban tan próximas a mí como mis propios recuerdos.
Cuando se tendió en el sofá, volviéndome la espalda, estaba resentida. Me estaba utilizando para contener su impulso de alejarse de la infancia y convertirse en una adolescente, en una muchacha con ropas y modales y palabras reguladas exactamente para tal condición.
El conflicto en ella era considerable, como también lo era el uso que hacía de mí, insólito y fatigoso. Todo ello se prolongó durante varias semanas, en las que se quejó de que le criticaba el aspecto y de que la culpa sería mía si llegaba a tener que gastar dinero en ropa, y, en fin, que le gustaba, o bien no le gustaba, su propio aspecto, que no quería usar nada, salvo pantalones y camisas y jerséis el resto de su vida, y que «quería algo decente que ponerse de una vez por todas». Y como mi generación lo había malogrado todo, la suya no tenía nada que ponerse y a la gente de su edad no le quedaba otra cosa que figurines de modas anticuadas y sueños de un pasado delicioso pero muerto… y así hablaba, hablaba y hablaba.
Y ahora no se trataba tan solo de que fuese mayor y su cuerpo lo revelase. Comenzó a engordar. Solía quedarse todo el día recostada en el sofá, con su gato amarillo que parecía un perro, o su perro amarillo que parecía un gato. Se quedaba allí abrazándolo, mimándolo, acariciándolo, comía caramelos y pan con mermelada y sobaba al animal mientras soñaba despierta. O bien se sentaba junto a la ventana para hacer sus comentarios breves y cortantes, comiendo todo el tiempo. Otras veces se proveía de una buena cantidad de pan con mermelada, torta, manzanas, y disponía una especie de escena en medio del cuarto de estar con libros y revistas viejas, tendida de bruces, con Hugo desparramado sobre la parte posterior de sus muslos. Allí leía, soñaba y comía a lo largo de toda la mañana, todo un día, semanas enteras.
Me colmaba de irritación. A pesar de ello, recordaba haber hecho yo lo mismo.
De pronto solía dar un salto y correr hasta el espejo y, al mirarse, exclamaba: «¡Qué lastima, engordaré tanto que me encontrará más fea aún que ahora!». O bien: «Ya no entraré dentro de la ropa, aun cuando usted me deje comprarme nueva; aunque sé que en realidad no quiere que me compre ropa nueva, lo dice, solamente, porque cree que soy frívola y desalmada, cuando hay tanta gente que no tiene ni para comer».
No me quedaba más remedio que repetir que me encantaría verla comprarse ropa. Podía ir a los mercados de prendas de segunda mano, como hacía la mayoría de la gente. O bien, si quería, podía visitar las verdaderas tiendas, por esa vez. Para esa época comprarse ropa o telas en las tiendas era, en efecto, símbolo de una posición acomodada. Las tiendas estaban concurridas casi exclusivamente por las clases de la burocracia, por… los Habladores, como los denominaba la mayoría. Sabía yo que a Emily le atraía la idea de conocer una verdadera tienda. A pesar de ello no prestó atención al dinero que le dejé en un cajón, y siguió comiendo y soñando en voz alta.
Por mi parte pasaba mucho tiempo fuera de casa, ocupada en la tarea, común a todos, de reunir noticias. A pesar de tener, como el resto, la radio, y de pertenecer a un círculo para la lectura de periódicos, por cuanto la escasez de papel prensa había hecho necesaria la compra en común de los diarios para luego hacerlos circular, yo, como todos, buscaba noticias, noticias verídicas, donde solía congregarse la gente, en las calles, en los bares, en los pubs y en los salones de té. En toda la ciudad se veían esos grupos de gente que se desplazaba de un punto a otro, del pub al salón de té y de este al bar, para detenerse frente a los comercios que aún vendían aparatos de televisión. Estos grupos eran como un organismo adicional a los de noticias oficiales. Constantemente se incorporaban a la escena nuevos grupos, o parejas, o individuos, y se quedaban de pie, escuchando, mezclándose, ofreciendo lo que ellos a su vez habían oído y, como si las noticias se hubiesen convertido en moneda de cambio, intercambiando por rumor y chisme, chisme y rumor. Después seguíamos nuestro camino y volvíamos a detenernos, seguíamos adelante y nos deteníamos, como si el mismo movimiento pudiera aliviar el malestar permanente que todos sentíamos. Las noticias recogidas de este modo estaban en boca de todos, a menudo días, y aun semanas, antes de que se les diera existencia oficial en los noticiarios radiofónicos. Claro que con frecuencia eran inexactas, pero las noticias siempre lo son. Lo que la gente intentaba conseguir en su continuo desplazamiento por la ciudad, olfateando noticias, recibiendo información, era aislar los residuos de verdad, rescatables del rumor, que casi siempre estaban presentes. Considerábamos esencial contar con ese residuo preciso, que nos correspondía y al cual temamos derecho. Poseerlo nos hacía sentirnos más seguros y nos confería identidad. No obtenerlo, o bien no obtenerlo en cantidad suficiente, nos hacía sentirnos privados de algo, nos angustiaba. Así es como lo veía a la sazón. Ahora pienso otra cosa: que lo que hacíamos era hablar. Hablábamos. Exactamente como la gente de las esferas oficiales, que se pasaba la vida dedicada a sus conferencias eternas, interminables, a hablar de lo que sucedía, de lo que tendría que suceder, de lo que con gran optimismo esperaba habría de suceder pero que, desde luego, nunca sucedía, también nosotros hablábamos. Les llamábamos los Habladores… pero nosotros mismos pasábamos cada día horas hablando y escuchando a quienes hablaban.
Sobre todo, sin duda, queríamos saber qué ocurría en los territorios del este y del sur, a los que designábamos como «allá» y «allá abajo», por cuanto sabíamos que lo que sucediera allí tarde o temprano nos afectaría a nosotros. Teníamos que saber qué bandas se aproximaban, o se decía que se aproximaban, esas bandas que, como he dicho ya, no eran exclusivamente de «chicos» y «jóvenes» ahora, sino que estaban compuestas por gente de toda clase y edad, que cada vez se asemejaban más a una tribu, que constituían la nueva unidad social. Teníamos que saber qué productos escaseaban o bien comenzaban a reaparecer; si otro suburbio había decidido renunciar definitivamente a la electricidad y al petróleo y al gas, para volver a las velas y al ingenio; si se había descubierto algún nuevo vertedero y, en tal caso, si cualquiera podía tener acceso a sus riquezas; dónde había comercios que pudiesen tener cueros o frazadas usadas, o frutos de rosa silvestre para preparar jarabe con vitaminas, u objetos de material plástico readaptados, o artículos de metal, como coladores y cacerolas, o lo que fuere, cualquier elemento recobrado de la era extinguida de la abundancia.
Era natural que tanto planear y reparar y readaptar comenzara a reflejarse en nuestra vida diaria, nuestra prosperidad, nuestro despilfarro, nuestra glotonería de un período anterior, mucho antes de la época sobre la cual escribo en este momento. Todos éramos expertos en hacer mucho con muy poco, aun mientras todavía teníamos bastante y mientras la publicidad todavía nos instaba a gastar y utilizar y consumir y desechar.
A veces dejaba a Emily —llena de temor, desde luego, por lo que pudiera ocurrirle durante mi ausencia, pero segura, al mismo tiempo, de que valía la pena correr el riesgo— para realizar largas excursiones lejos de la ciudad, a los pueblos, granjas, ciudades distantes. Estas excursiones solían durar dos o tres días, por ser los trenes y autobuses tan poco frecuentes e irregulares, y los automóviles, casi todos, utilizados por funcionarios muy poco dispuestos a recoger a nadie, debido al temor que les inspiraba la gente común. Caminaba, redescubierto el uso de los pies, como le había ocurrido a la mayoría.
Un día volví al apartamento y encontré a Emily con media docena de pieles de oveja. Tenía en su poder, además, otras cosas, cosas que yo guardaba en armarios y escondites con provisiones de todo tipo para uso futuro y para contingencias por el momento tan solo vislumbradas, pero lo importante para ella eran las pieles, porque la lanzaron a una nueva fase de su desarrollo. Al principio fingió no interesarse por ellas. Luego la vi de pie frente al espejo largo que tenía en el vestíbulo, o entrada, asegurándoselas al cuerpo con alfileres. Aparentemente buscaba obtener un efecto de princesa salvaje, pero tan pronto como vio que yo la observaba con interés, volvió a su lugar en el sofá con Hugo, a su ensueño, del cual, de hecho, excluía la época real que estábamos atravesando. A pesar de ello creo que le interesaba intensamente el problema de la supervivencia, con sus recursos y ardiles y pequeños artilugios. Recuerdo que fue entonces cuando le agradó mucho inventar un plato de buñuelos con salsa cuyos ingredientes eran tan solo unas cuantas cebollas marchitas, unas patatas resecas y unas hierbas, plato que presentó con la actitud triunfante de una gran cocinera. Le gustaban los mercados donde podía localizar artículos que yo nunca me habría preocupado por obtener. Le encantaba —algo que siempre me irritaba y no podía dejar de comparar con la simplicidad y eficacia de mis hábitos en el pasado— avivar mucho el fuego de la chimenea y calentar en él agua para lavar y cocinar. Me reñía al verme dispuesta a utilizar las reservas de leña que tenía e insistía en salir corriendo hacia algún edificio abandonado, para volver con madera de zócalos y otros fragmentos semejantes, que inmediatamente procedía a cortar allí mismo, sobre el piso, manejando diestramente el hacha, pero no sin antes haber protegido la alfombra con trapos viejos contra peores daños que los sufridos hasta entonces. La verdad es que era muy hábil, y sus habilidades revelaban claramente sus experiencias anteriores al momento en que me la trajeron. Además, sabía que estaba observándola y formulando mis conclusiones, y esto la hacía volver al sofá, ya que la necesidad de ser furtiva, de que nadie la comprendiera ni la descubriera, era, incluso ahora, más intensa que nada en ella. A pesar de todo, me reconfortaba ver sus aptitudes y recursos, y ello alivió un poco la pesada carga de aprensión que siempre arrastraba cuando pensaba en el futuro. ¿Cómo podría sobrevivir esa chica maciza, soñadora, caprichosa, tan absorta en sí misma, en su fantasía, en su pasado, a lo que todos tendríamos que sobrevivir? Y empecé a comprender cuan sombría era tal aprensión, hasta qué punto había llegado a vigilarla y a preocuparme por ella, cuan aguda era mi ansiedad cuando estaba recorriendo los edificios desiertos y los terrenos baldíos. «¿Qué le hace pensar que no sé cuidarme?» exclamaba en el colmo de la exasperación, aunque al mismo tiempo, por ser Emily, y por haber sido instruida en la necesidad de complacer, de aplacar, sonreía e intentaba disimular. La verdadera irritación, las verdaderas emociones debían ser ocultadas y sofocadas, mientras que sus fingidos enojos y rencores, la necesidad de representar de la adolescente, se ponían de manifiesto en todo momento.
Ahora yo agradecía que Hugo estuviese con nosotras. No era un animal que planteara problemas de convivencia (¡por poco digo persona!). Aparentemente no dormía mucho. Vigilaba. Creo que así concebía él su función: debía cuidarla. Prefería que Emily le diese de comer, aunque comía si yo le ponía la comida. Quería ser su único amigo y amor, pero a pesar de ello se mostraba cortés conmigo… sí, creo que es el único término que cabe emplearse. Esperaba con expectación su paseo de todas las tardes, atado a una gruesa cadena, se mostraba desilusionado cuando Emily no lo sacaba, pero accedía a salir conmigo. Comía las desagradables sustancias que se vendían como alimento para perros, pero prefería las sobras de nuestros platos y nunca dejaba de demostrárnoslo.
A decir verdad nunca quedaba mucho; Emily comía y comía y le había dado por usar los faldones de sus escasas camisas fuera de los pantalones apretados al máximo. Se quedaba contemplándose con melancolía en el espejo, las mandíbulas en eterno movimiento masticando golosinas o pan. Por mi parte no decía nada. Me cuidaba de no decirlo aun cuando ella me provocaba. «Me sienta bien estar gorda, ¿no?» O bien: «Seré mucho más sabrosa cuando me asen para la fiesta». Dijera lo que dijese y por mucho que gastara bromas, seguía comiendo. Se tendía en el suelo, con una mano que de forma automática trasladaba pan, más pan, torta, preparados de patata, buñuelos de fruta, hasta la boca, mientras con los ojos seguía los renglones impresos de algún viejo libro cogido al azar, pero que pronto dejaba caer, para quedarse contemplando el espacio con expresión vacía. Hora tras hora. Día tras día. A veces se incorporaba de un salto para prepararse alguna bebida, me ofrecía una taza y luego me olvidaba. Tenía la boca siempre en movimiento, masticando, probando, absorta en sí misma, de tal manera que parecía ser solo boca y que todo el resto de su persona estaba subordinado a esa actividad. Era como si aun las palabras fuesen a sus ojos otra forma de comer, y sus fantaseos, otro consumo más de sustancia material que estaba abotargándola tanto como lo que comía.
Y entonces, de pronto, todo cambió de dirección y su actitud se invirtió. Evidentemente, en su momento no pareció algo repentino. Es ahora, en retrospectiva, cuando todo resulta tan obvio y, me atrevería a decir, hasta banal y mecánico, como suele parecer todo lo inevitable… en retrospectiva.
Algunos muchachos de nuestros bloques de apartamentos cogieron la costumbre de merodear por la acera opuesta y por el solar vacío, bajo los árboles chamuscados. Estos muchachos compartían la gloria y la aventura desaparecidas, los recuerdos de una época en que las tribus trashumantes habían encendido hogueras y celebrado sus fiestas allí. Se señalaban mutuamente los sectores ennegrecidos de las aceras, contaban y volvían a contar episodios de la epopeya. En un principio eran dos o tres, luego, media docena, luego… Emily renunció a soñar despierta para contemplarlos. La verdad es que su expresión no revelaba más que desdén hacia ellos. Recuerdo haber sentido compasión por esos adolescentes ruidosos, tan desesperadamente ansiosos de que alguien advirtiera su presencia y les mirara, tan desamparados y tan poco atractivos, con sus cuerpos hinchados; y compasión por ella, la chica gorda que miraba desde la ventana, la princesa disfrazada. Me maravillaba que tan corto plazo, tan pocos años, hubiese de transformar aquellas larvas en seres hermosos. Me equivocaba, sin embargo: el tiempo se había acelerado hasta tal punto que ya no era necesario que pasaran años… una tarde Emily salió con aire despreocupado y se detuvo frente al edificio, con una expresión despectiva, mientras su cuerpo suplicaba y exigía. Los muchachos la ignoraron. Luego hicieron algunos comentarios sobre su figura. Emily entró en el apartamento, se sentó pensativa en su rincón del sofá durante varias horas y… dejó de comer.
Perdió peso con rapidez. Subsistía a base de infusiones y extractos de levadura. Y entonces observé el proceso a la inversa, la silueta que comenzaba a surgir, entera y nítida, al fundirse en torno a ella las masas de grasa.
Empecé a quejarme: «Tienes que comer alguna cosa, deberías seguir una dieta adecuada». Pero Emily no me oía. Yo estaba muy alejada de su necesidad de hacerse digna de los héroes de la acera… bastante numerosos ya, ahora que los días comenzaban a alargarse y que la primavera curaba los árboles heridos.
Estábamos presenciando, aunque yo todavía no lo advertía, el nacimiento de una banda, una jauría, una tribu. Sería grato poder afirmar hoy que tenía conciencia de los procesos que se desenvolvían ante mis ojos. Ahora considero que estaba ciega. ¿De qué otro modo se desenvuelven las cosas siempre, salvo por la imitación brotada del intenso deseo de asemejarse a otros? Todos los procesos de la sociedad, todo desarrollo individual se basa en ello. Por algún motivo, todos parecíamos habernos conjurado para ignorarlo o no mencionarlo, aún hallándonos casi obsesivamente implicados en el proceso. Había una especie de conspiración de opiniones en cuanto a creer que la gente, niños, adultos, todos, crecían mediante la adquisición de hábitos inconexos, de fragmentos aislados de experiencia, como quien elige artículos de un mostrador: «Sí, me llevaré este». O bien «¡No, ese no lo quiero!». Pero en realidad la gente se desarrolla, para bien o para mal, tragándose enteras a otras personas, otras atmósferas, sucesos, lugares. Se desarrolla por admiración. Desde luego que, con frecuencia, de forma inconsciente. Somos la compañía que nos rodea.
Delante de mis ojos, en aquella acera, durante semanas, durante meses, podría haber observado, como en un libro de texto o en un laboratorio, la génesis, crecimiento y florecimiento de una nueva unidad social. No lo hice porque estaba absorta en Emily y en mi preocupación por ella. Aquellos procesos se desarrollaban y yo los observaba; veía destacarse algunos detalles y buscaba los posibles efectos de tal o cual acontecimiento sobre Emily. Solo ahora, al mirar hacia atrás, comprendo qué oportunidad perdí.
Emily no era la única muchacha que se preparaba para ocupar su lugar como mujer entre otras mujeres. Janet White, por ejemplo, antes de que sus padres se lo impidieran, pasaba docenas de veces al día frente a nuestras ventanas, contemplando a los muchachos que se burlaban de ella. Hubo un período durante el cual los chicos de uno y otro sexo, situados en aceras opuestas de la calle, formados en batallones antagónicos, intercambiaban desafíos e insultos. Después empezamos a advertir que se insultaban menos, que con mayor frecuencia se quedaban silenciosos o hablaban calladamente entre sí, aunque fingían no hacerlo.
Dentro del apartamento, Emily recordó las pieles de oveja. Volvió a cubrirse con ellas, las ajustó fuertemente con un cinturón y se contoneó por toda la casa con el pelo suelto.
Se dirigió a mí para decirme:
—Encontré esa máquina de coser. ¿Me deja usarla?
—Por supuesto, pero ¿no quieres comprarte la ropa? Eso es muy viejo. Debe de tener como treinta y cinco años.
—Me sirve.
El dinero que le había dado estaba aún en el cajón. Esta vez lo retiró, y rápidamente, casi en secreto, recorrió a pie las cinco o seis millas hasta el centro de la ciudad, donde se encontraban las grandes tiendas con los artículos para el consumo de las clases oficiales o para cualquiera que pudiese pagarlos. Casi siempre eran los mismos. Volvió con una tela de buena calidad, de manufactura anterior a la crisis. Volvió con hilos para coser, una cinta para medir y unas tijeras. También recorrió las tiendas de artículos de segunda mano y los puestos del mercado y el suelo de su cuarto se cubrió de botín, de trofeos. Invitó a entrar a Janet White cuando la vio en la acera, no sin antes, desde luego, haberme pedido permiso para ello, y las dos ninfas se instalaron en la reducida habitación, y charlaron y compitieron, y arreglaron sus respectivas imágenes de esta manera y de esta otra frente al largo espejo. Ritual que se repitió cuando a su vez Janet White partió en su incursión a la caza de telas y prendas usadas… se repitió en el cuarto de Janet, más lejos en el mismo corredor. Y ello llevó a que le prohibieran salir a la calle y disfrutar de los placeres de la tribu y a que le advirtieran que no podía continuar siendo amiga de Emily. Janet estaba destinada a otro futuro. A decir verdad, yo no tenía noción de que los White ocuparan una posición tan elevada en los círculos oficiales; aunque tampoco eran la única familia conectada con la administración que se ocultaba a medias de ese modo, viviendo sin ostentación, en un apartamento corriente, en apariencia como todo el mundo, pero con acceso a fuentes de alimentos, mercancía, ropa y transporte, que nos estaban negados a la mayoría.
Emily no dio muestras de lamentar que Janet la abandonara. Siguió un período de varias semanas, durante el cual se mostró tan ensimismada como cuando comía y soñaba, indolente, salvo que ahora estaba llena de energía y austeridad, por lo menos en lo tocante a la comida. Y yo la observaba. La observaba interminablemente, porque nunca había visto nada semejante en materia de concentración.
En efecto, si bien ella, Emily, se había concentrado tanto en sí misma ahora, en esta nueva actividad, como antes, cuando holgazaneaba y soñaba, al menos ahora lo que creía ser era totalmente visible, en forma de las fantásticas vestimentas con las que se presentaba ante mí.
El primer autorretrato de Emily… había encontrado un vestido viejo, blanco, con ramos de flores rosadas. En algunas partes estaba manchado y raído. Cortó esas partes. Pedacitos de puntilla y de tul, cuentas, echarpes, se añadían o retiraban formando una prenda caleidoscópica que cambiaba según sus necesidades. La mayoría de las veces era un vestido de novia. Otras era un vestido de jovencita, la ambigua declaración de ingenuidad surgida con mayor frecuencia de una visión más madura que la de quien lo viste, por un ojo que ve en la fragilidad de ciertos tipos de prendas para mujeres jóvenes la expresión de lo efímero de esa carne. Era, en fin, camisón, cuando llevaba su transparencia sobre el cuerpo desnudo. Y era vestido de baile, a veces, cuando no tenía intención de que lo fuera, pues había cierta dureza en ella, una actitud de vigilancia defensiva que despojaban de toda inocencia a cualquier prenda que usase, de tal manera que podía llevar flores en el cabello y en las manos, en un intento de ofrecer su propia versión de la Primavera, pero con un aire de mujer que ha calculado la cantidad exacta de carne que mostrará en una cena de gala. Aquel vestido fue para mí toda una experiencia emocional. Me causaba alarma. Una vez más, esto estaba relacionado con mi sensación de impotencia frente a ella. La creía capaz de salir a la acera con el vestido puesto. Ahora considero que fui tonta. La gente mayor tiende a no ver —¡lo han olvidado!— ese ser oculto en la adolescente, el miembro más fuerte y más poderoso de todo el elenco que habita dentro de su cuerpo, el que instruye, selecciona la experiencia y… protege.
Y además, ver esa creación en aquel momento, en una época de salvajismo y anarquía, ver ese arquetipo de vestido de jovencita, o mejor dicho, ese compuesto de arquetipos, ver cómo esa niña, esa muchachita, había hallado los materiales para sus sueños en las pilas de desechos de nuestra vieja civilización, los había hallado, con trabajo y, a pesar de todo, logrado dar vida a sus imágenes de sí misma… imágenes tan viejas, tan indestructibles y tan irrelevantes, todo ello era demasiado para mí, de modo que me retiré de la escena, decidida a no decir nada, a no demostrar nada, a no traicionar nada. Fue una suerte que lo hiciera. Emily paseó el vestido por todo el apartamento, una niña desnuda, apenas velada. Lo llevaba con desafío, timidez, osadía, temor. Estaba «probándose» no un vestido, sino distintos autorretratos, y lo mismo habría dado que yo no hubiese estado allí, porque no advertía mi presencia. Claro que las presiones sufridas por todos en nuestra vida privada nos habían enseñado a ausentarnos hacia soledades interiores, y todos éramos expertos en el arte de estar con otras personas sin estar con ellas.
La verdad es que yo no sabía si reír o llorar. Hacía un poco ambas cosas; cuando Emily no me veía, desde luego. En efecto, la veía tan absurda, y a la vez tan valiente y llena de recursos, con esos ojos pardos de mirada directa y honrada, esos ojos de buena camarada inglesa leal, sin dobleces, esos ojos que juzgaban, llenos de cautela; con sus tentativas de maquillar esa carita fresca, languideciente tras los velos de harén, todo su cuerpo rígido en su pose «seductora». Ese vestido la poseyó durante semanas. Un día, por fin, tomó las tijeras y le cortó la falda en un gesto de burlona impaciencia. Algo no había marchado bien, o por el contrario, había marchado bien para ella, y todo había terminado, no era ya necesario. Emily metió el montón de ropa ajada en un cajón y empezó a trabajar en una nueva invención de sí misma.
Hubo un tardío y prolongado período de tiempo frío. Hasta nevó un poco. En mi apartamento la tibieza del ambiente era un visitante al que había que llamar con insistencia, y como todo el mundo, llevábamos casi tanta ropa dentro de casa como en la calle. Emily tomó las pieles de oveja y se hizo una túnica larga y dramática, que ciñó en la cintura con un pedazo de gasa escarlata. Llevaba esta indumentaria sobre una camisa vieja que me había cogido del armario, sin pedirme permiso. No puedo expresar la alegría que sentí cuando la sacó. El acto demostraba que consideraba tener ciertos derechos frente a mí, por fin. En primer lugar, el derecho de un niño a portarse mal; aunque había algo más: una persona mayor, o madura, que descubre a un chico cogiendo simplemente algo, algo personal (particularmente si se trata de una expresión o manifestación de una fase de su vida, como puede serlo para una jovencita un vestido blanco con ramilletes rosados), qué alivio siente, qué sorpresa, como una ducha de agua fría sobre la carne temerosa, si quieren, pero una liberación al fin. «Esto es más mío que tuyo», dice el acto del robo; «es más mío porque lo necesito más, porque conviene a esta etapa de mi vida más que a la tuya, porque tú la has dejado atrás…», y quizá el regocijo que libera puede ser incluso el anuncio de algún suceso todavía futuro, el momento en que vemos en los ojos de otros la declaración, aun inconsciente, tal vez: «Ahora puedes entregar tu vida, ya no la necesitas, nosotros la viviremos en tu lugar, vete, por favor».
Hacía treinta años que esa camisa estaba entre mi ropa; en una época había sido elegante, de fina seda verde. Ahora había ido a parar bajo la piel de oveja contoneante de Emily, y en el momento en que yo luchaba contra el impulso de decirle: «¡Vamos, no puedes llevar este disfraz de pirata por la calle, es invitar a que te ataquen!», ella dejó caer todo el arreglo, pues estaba solo hilvanado y prendido con alfileres, y no era más permanente que un ensueño.
De este modo continuamos viviendo. Emily no salía del apartamento, por lo menos en ninguna de sus fantasías. Por mi parte, observé que estas se volvían más utilitarias.
Una tras otra fueron quedando atrás las envolturas de crisálida y por fin, avergonzada de haber desperdiciado tanto, me pidió sin preámbulos ni cortesía, pero a la vez con aquella voz y aquel modo exageradamente refinados yhorribles que le eran propios, que le diera algo más de dinero, y con él se fue sola a los mercados. Volvió con algunas prendas de segunda mano que en un solo paso de gigante la llevaron desde la niña llena de visiones fantásticas hasta la joven, o mejor dicho, la mujer. Tenía entonces trece años, todavía no había cumplido los catorce, pero igual podría haber tenido diecisiete o dieciocho, y todo había sucedido en una explosión de días. Pensé que ahora los héroes de la calle se hallarían probablemente muy por debajo de sus aspiraciones y que ella, una joven, exigiría lo que de hecho le habría elegido la naturaleza, un muchacho de diecisiete, dieciocho, e incluso más años.
Pero la banda, la jauría, la pandilla, aquel grupo que no era aún la tribu aunque iba camino de serlo, había sufrido un crecimiento forzado, como ella. Esto había ocurrido en pocas semanas. Mientras la nieve blanqueaba las aceras y destacaba la negrura de las ramas de los árboles adornados con flecos de verde recién nacido, mientras este verde se marchitaba para renacer otra vez, mientras Emily se unía mentalmente con héroes románticos, presidentes de compañías y tiranos de harén, alrededor de una docena de jóvenes habían emergido de sus anteriores disfraces de torpes e ignorantes jovenzuelos, y comenzaron a distribuirse por las aceras por las noches, bajo los árboles, exhibiendo sus ropas, y las muchachas del barrio se unieron a ellos. A veces era posible observar hasta treinta o cuarenta muchachos y muchachas durante las tardes cada vez más largas de la naciente primavera desde centenares de ventanas. Para entonces el vecindario había caído ya en la cuenta de que un fenómeno que antes habíamos creído propio solo de los sectores de «allá lejos» estaba en proceso de creación ante nuestros propios ojos, en nuestras propias calles, donde hasta entonces prevalecía la sensación de que en el peor de los casos nada podría suceder, salvo el paso de algunos grupos migratorios desconocidos.
Oímos decir que se observaba lo mismo en otros sectores de nuestra ciudad. No solo en nuestras aceras se congregaba la gente joven en un gesto de admiración y luego de emulación de las tribus trashumantes; y mientras las emulaban, se transmutaban. Todos sabíamos, comprendíamos, lo comentábamos en salones de té, bares y lugares de reunión habituales. Se discutía y creaba noticia que ocurriesen cosas. Sabíamos que nuestros jóvenes partirían muy pronto. Emitíamos nuestros rituales ruidos de sorpresa y de alarma. Pero ahora que estaba ocurriendo, todo el mundo comprendía que era inevitable, y nos maravillábamos de nuestra poca visión de futuro… y de la ceguera de los demás, aquellos cuyos barrios no mostraban aún señales del fenómeno y que se creían inmunes.
Emily comenzó a exhibir sus atractivos. Primero desde la ventana, asegurándose de que la habían visto, y más tarde en la acera, paseándose como si no advirtiera la presencia de los jóvenes de la acera opuesta. Este período se prolongó más tiempo del que yo había previsto, o del necesario para que fuera aceptada. Pienso que, llegado el momento, temía dar ese gran paso lejos de la protección, la infancia, la libertad de fantasear; pues ahora tenía el aspecto de las demás muchachas y debía actuar y pensar como ellas. ¿Y qué aspecto tenían? Pues bien, el toque común a las ropas de los grupos migratorios era lo práctico, debían ser de utilidad con cierto estilo. Pantalones, chaquetas, suéteres y echarpes, todo grueso y resistente y abrigado. Pero de los mercados, los vertederos, los depósitos abandonados, surgía un surtido aparentemente interminable de antiguas prendas «elegantes» que era posible adaptar o, por lo menos, transformar en accesorios y detalles de todo tipo. Conque en conjunto parecían gitanos del viejo estilo, y por la misma razón que antes. Tenían que estar abrigados y conservar su libertad de movimientos; pies trasladados a través de largas distancias. A pesar de ello, una exuberante fantasía les confería mucho colorido y el tiempo cálido les hizo salir del capullo como a otras tantas mariposas.
Llegó el día en que Emily cruzó la calle y se incorporó a la multitud allí congregada como si le hubiese resultado muy fácil hacerlo. Casi inmediatamente aceptó un cigarrillo del muchacho que parecía tener la personalidad más vigorosa, le permitió que se lo encendiera y fumó con gran espontaneidad. Nunca la había visto fumar. Se quedó allí mientras la luz iba desvaneciéndose del cielo en torno a los altos edificios con sus pequeñas ventanas iluminadas. Continuó allí hasta mucho más tarde. Los jóvenes formaban una masa apenas visible bajo las ramas. Estaban de pie, conversando en voz baja, fumando, bebiendo de botellas que guardaban en los bolsillos de sus chaquetas; o bien sentados en el pequeño parapeto que bordeaba el espacio frente a los bloques de apartamentos más próximos. Aquel espacio de pavimento y de terreno baldío, con los árboles y la maleza, limitado por un lado por el pequeño parapeto y, por el otro, por una vieja pared, se había transformado en algo definido, como una plaza o un teatro abierto. Los grupos allí congregados lo habían hecho suyo y le habían dado forma. Nunca más veríamos aquel sector como otra cosa que como el punto donde estaba formándose la tribu.
Pero Hugo no estaba allí. Emily lo había abrazado y besado, le había hablado susurrándole algo junto a las feas orejas amarillas. Luego lo había dejado en casa.
Sentado sobre una silla junto a la ventana, Hugo la observaba, cuidando que las cortinas lo ocultaran.
Si un extraño hubiese entrado de pronto en la habitación, habría dicho: «¡Qué perro tan amarillo!», y seguidamente: «Es un perro, ¿no?». La faceta que yo veía en él, aunque Emily no lo veía así, ya que desde el instante en que ella cruzaba la calle para regresar a casa él daba media vuelta para recibirla de cara al entrar, era la de un perro de color amarillo paja sentado de espaldas al cuarto, absolutamente inmóvil, hora tras hora, con su cola de látigo asomando entre las varillas de la silla, todo su cuerpo expresión de una paciencia melancólica y vigilante. Un perro. Las emociones de un perro: fidelidad, humildad, resistencia. Visto de espaldas, así, Hugo despertaba las emociones que despierta la mayoría de los perros, compasión, malestar, lo que se siente frente a un prisionero o un esclavo. Solo que entonces solía volver la cabeza y, cuando uno esperaba ver el cálido y abyecto amor de una mirada perro, el sentimiento de camaradería se disipaba. Ese no era un perro, semihumanizado. Sus intensos ojos verdes refulgían inhumanos. Ojos de gato, de un género animal ajeno al hombre; sin nada de humildad, abyección ni súplica. Ojos de gato en un cuerpo de perro, ojos y cara de gato. Ese animal, cuya fealdad llamaba la atención como lo hace la belleza, de tal manera que siempre me sorprendía mirándolo fijamente, tratando de aceptar su presencia y de comprender el derecho que se había arrogado de estar presente en mi vida… esa aberración, ese monstruo, vigilaba a Emily, y lo hacía con tanta devoción como yo. Y era Hugo quien era abrazado, acariciado, amado cuando ella volvía a casa tarde oliendo a humo, a bebida, y colmada de la peligrosa vitalidad absorbida del desenfrenado grupo del que había formado parte durante tantas horas.
Ahora permanecía con ellos todos los días, desde las primeras horas de la tarde hasta medianoche y aun más tarde. Y el animal y yo nos quedábamos sentados detrás de las cortinas escudriñando la oscuridad, pues no habla mas que el solitario farol callejero, y no se distinguía demasiado bien a la gente que deambulaba por allí, salvo la palidez de los rostros, los leves resplandores y destellos al encenderse los cigarrillos; ni tampoco se oía nada de sus conversaciones hasta que algunos reían, o cantaban un rato, o bien cuando las voces se elevaban, salvajes, en una disputa… y en aquellos momentos sentía a Hugo temblar y sobrecogerse. Las disputas, sin embargo, cesaban muy pronto por común consenso, un veto comunal.
Y cuando sabíamos que Emily estaba ya a punto de volver, los dos, Hugo y yo, abandonábamos presurosos nuestros puestos y corríamos hacia donde pudiera suponérsenos dormidos o, por lo menos, no en actitud de espiarla.