Me dejaron a la niña en las siguientes circunstancias. Estaba en la cocina, oí un ruido y me fui a la sala, y allí me encontré a un hombre con una niña casi adolescente. No conocía a ninguno de los dos y me adelanté dispuesta a aclarar un posible error. La idea que cruzó mi mente fue que debía de haberme dejado la puerta abierta. Se volvieron para mirarme. Recuerdo con qué fuerza me impresionó, entonces, la sonrisa rígida y nerviosa en el rostro de la niña. El hombre, de edad madura, con ropas corrientes, vulgar en todo sentido, dijo: «Esta es la chica». Iba ya camino de la puerta. Antes le había puesto una mano en el hombro, le había sonreído y la había saludado con un gesto antes de volverse para salir.
—Pero sin duda… —dije.
—No, no hay error. Usted es responsable de ella.
Estaba ya junto a la puerta.
—Un momento, por favor…
—Es Emily Cartright. Cuídela. —Y desapareció.
Nos quedamos allí, la niña y yo, mirándonos. Recuerdo que el cuarto estaba bañado de sol; era aún de mañana. Me pregunté cómo habían entrado, pero esto ya no tenía importancia, puesto que el hombre se había ido. Corrí a la ventana: una calle con unos cuantos árboles a lo largo de la calzada, una parada de autobús con la familiar cola de gente esperando, esperando. Enfrente, en la ancha acera opuesta, debajo de los árboles, algunos de los niños de la familia Mehta, que ocupaba el apartamento de arriba, jugaban con una pelota… chicos y chicas de piel oscura, todos con deslumbrantes camisas blancas, cuidados vestidos rosados y celestes, dientes blancos, pelo reluciente. Pero del hombre que buscaba, ni el menor rastro.
Me volví hacia la niña, pero esta vez no me tomé el tiempo necesario, y mientras tanto me preguntaba qué decir, cómo presentarme, cómo manejarla… todas esas técnicas y argucias patéticas de la autodefinición. Me miraba detenida, atentamente. Se me ocurrió que era esta una estimación experta de las posibilidades por parte de una prisionera que observaba a su nueva guardiana; y yo ya sentía un peso en el corazón, el peso de la ansiedad. Mi inteligencia todavía no alcanzaba a comprender demasiado bien lo que estaba ocurriendo.
—¿Emily? —dije con cautela, con la esperanza de que decidiera responder a las preguntas que deseaba hacerle.
—Emily Mary Cartright —me dijo en un tono que estaba de acuerdo con la voz y la sonrisa ágil e imperturbable. ¿Pizpireta? En cualquier caso presentaba una apariencia resistente, esmaltada. Intenté penetrarla o, al menos, circundarla. Tenía conciencia de estar haciendo señales desesperadas, con la sonrisa, los gestos, señales que pudiesen, tal vez, conectar con algo más flexible y más cálido que debía de existir bajo aquella muralla de frialdad.
—Bien. ¿Quieres sentarte? ¡O bien podría ofrecerte algo de comer! ¿Té? Tengo té auténtico, pero naturalmente…
—Quisiera ver mi cuarto, por favor —dijo ella. Y había en los ojos de la niña, sin que ella lo supiera, una llamada. Necesitaba, necesitaba intensamente saber con qué paredes, con qué refugio, podría envolverse, como en una manta, para reconfortarse.
—Pues… —dije— todavía no lo he pensado, no sé exactamente… tengo que…
El rostro pareció marchitársele. A pesar de ello mantuvo su aire de desesperada y decidida insistencia.
—Verás —proseguí—, no esperaba… vamos a ver.
Ella esperó. Esperó, obstinada. Sabía que viviría conmigo. Sabía que su refugio, sus paredes, su cueva, el pequeño espacio que le correspondía y en el cual podría cobijarse, estaba en algún lugar de la casa.
—Está el cuarto de huéspedes —dije—. Lo llamo así, pero no es muy…
Pero me fui hacia allí, y recuerdo con qué sensación indefensa y melancólica me alejé para cruzar el pequeño vestíbulo y entrar en el cuarto de huéspedes.
El apartamento estaba en la parte delantera del edificio, en la fachada sur. La sala ocupaba la mayor parte del espacio; había alquilado el apartamento por su tamaño. En el extremo más alejado del vestíbulo de entrada, de modo que era necesario atravesar la sala para llegar a ella, estaba la cocina, en la esquina del edificio. Era una cocina bastante amplia, con armarios para guardar cosas, y la utilizaba también para comer. El dormitorio estaba en la parte delantera del edificio y se llegaba a él por la sala. El baño, antecámara y cuarto de huéspedes ocupaban el mismo espacio que el dormitorio, que no era grande. Como cabe apreciar, el cuarto de huéspedes era muy pequeño. Tenía una ventanilla alta. Estaba muy ventilado. No había manera de proporcionarle algún atractivo. Nunca lo usaba, salvo para guardar cosas, o bien después de disculparme, para que alguna amistad pasara allí la noche.
—Lamento que sea tan reducido y oscuro… tal vez tendríamos que…
—No, no, no me importa —dijo ella en el tono sereno, algo desafiante, que le era tan propio. Estaba contemplando la cama con anhelo y supe que acababa de hallar su refugio, el que le pertenecía; allí, por fin.
—Es precioso —dijo—. Sí, sí, usted no me cree, pero tendría que haber visto…
Pero renunció a la posibilidad de explicar lo que había vivido y esperó, expresando con todo su cuerpo cuánto deseaba que me retirara.
—Y tendremos que compartir el cuarto de baño —le dije.
—Ah, verá que soy muy ordenada —me aseguró—. En realidad soy muy buena, ¿sabe? Y no desordenaré las cosas; nunca lo hago.
Comprendí que si yo no hubiese estado en el apartamento, si ella no hubiera sentido que debía portarse bien, habría estado ya bajo las mantas, lejos del mundo real.
—No seré una molestia —volvió a reiterar—. Aprenderé a ser ordenada. Me daré prisa. Me daré la mayor prisa posible.
La dejé sola y me quedé esperándola en la sala, primero de pie junto a la ventana, mirando hacia afuera, preguntándome si no me aguardarían otras sorpresas. Después me senté, diría que en una actitud semejante a la del Pensador, o alguna otra pose de concentración semejante.
¡Sí, era extraordinario! Sí, todo era posible. Aunque después de todo, yo había aceptado lo «imposible». Vivía con esa realidad. Había abandonado toda expectativa de cotidianeidad para mi mundo anterior, para mi vida real en ese lugar. En cuanto a lo público, al mundo exterior, hacía ya mucho que había dejado de ofrecer la normalidad. ¿Sería posible, tal vez, describir ese período como la cotidianeidad de lo extraordinario? Bien, el lector no debería tener dificultades en este punto. Estas palabras son la expresión de los tiempos que vivimos entonces. ¿Una descripción de toda una vida?… probablemente, aunque no sea de mucha utilidad entenderlo así.
Estas palabras sin embargo transmiten de forma perfecta la atmósfera de lo que estaba ocurriendo cuando me trajeron a Emily. Mientras todo, todas las formas de organización social se desintegraban, nosotros seguíamos viviendo, adaptando nuestras vidas, como si no estuviera ocurriendo nada fundamental. Era sorprendente ver qué decididos, qué empeñados, cuan autorrenovados eran los esfuerzos por llevar la vida habitual. Cuando nada, o bien poco, restaba de aquello a lo que habíamos estado habituados y que habíamos aceptado como lógico unos diez años antes, continuábamos hablando y actuando como si todas aquellas viejas formas nos pertenecieran aún. Y, efectivamente, el orden de antaño, alimentos, comodidades y aun lujos, existían en los niveles superiores. Todos lo sabíamos, aunque evidentemente quienes disfrutaban de todas esas cosas no atraían la atención sobre sí mismos. Y también podía haber orden en ciertos enclaves aislados en el espacio o en el tiempo, durante períodos de semanas y meses, o bien en un distrito determinado. En esos enclaves la gente vivía y hablaba, pensaba incluso como si nada hubiera cambiado. Cuando sucedía algo realmente malo, como cuando quedaba devastada una zona, la gente solía alejarse durante días y semanas para albergarse con parientes o amigos, y volver luego, quizá a una casa saqueada, y retomar sus empleos, sus tareas domésticas, su orden establecido. Podemos acostumbrarnos a cualquier cosa. Esto es sin duda un lugar común, pero quizá sea necesario haber vivido tiempos como aquellos para ver qué horrible verdad es esta. No hay nada que la gente no esté dispuesta a intentar incorporar a «la vida cotidiana». Fue precisamente esto lo que dio un sabor tan extraño a aquella época, la combinación de lo raro, lo alocado, lo alarmante, lo amenazador, la atmósfera de asedio o de guerra… con todo lo que era habitual, común y decente.
Por ejemplo, en los boletines de noticias y en los diarios se seguía durante días la historia de una sola criatura secuestrada, arrebatada de su cochecito, tal vez por alguna pobre mujer desafortunada. Centenares de miembros de la policía se dedicaban a rastrear los suburbios y las inmediaciones buscando al niño y a la mujer para castigarla. Luego, la noticia siguiente se refería a la muerte en masa de centenares, millares y aun millones de personas. Todavía creíamos, queríamos creer, que lo primero, la preocupación por el niño aislado, la necesidad de castigar al criminal individual, aunque para lograrlo se requirieran semanas y semanas y la colaboración de centenares de miembros de nuestra abrumada policía, era lo que en verdad daba nuestra imagen. Lo segundo, la catástrofe, era, como habían sido siempre estas noticias para la gente que no se hallaba en la zona amenazada, un accidente lamentable pero menor o, por lo menos no decisivo, que no interrumpía el curso uniforme, el desarrollo de la civilización.
Este era el tipo de cosa que aceptábamos como normal. A pesar de ello todos nosotros teníamos momentos en que el juego que todos estábamos de acuerdo en jugarno se hallaba, simplemente, a la altura de los hechos. Nos asaltaban entonces sentimientos de irrealidad semejantes a la náusea. Tal vez ese sentimiento, la sensación de que la tierra se disolvía bajo nuestros pies, era el verdadero enemigo… o por lo menos, así lo creíamos. Tal vez nuestro sentimiento tácito de que no ocurría gran cosa, o por lo menos nada que fuera irrecuperable, se debía a que el enemigo era para nosotros la Realidad, era permitir darnos por enterados de lo que estaba pasando. ¿Tal vez nuestras comedias, las de todos, que en los momentos en que nos sentíamos desnudos, indefensos, eran como representaciones teatrales y, además, absurdas, deberían considerarse como admirables? ¿O bien eran acaso necesarias, como los juegos de los niños que saben servirse de la ficción para mantener la realidad a buena distancia de su debilidad? Pues cada vez más a menudo, continuamente, debíamos vencer esa necesidad de reír, simplemente. No, no era una risa sana, lejos de ello. Eran más bien carcajadas y gritos de burla.
Otro ejemplo: durante la misma semana en que una horda de unos doscientos mocetones se abalanzó sobre nuestra vecindad, dejando un cadáver sobre la acera opuesta, frente a mi ventana, vidrios destrozados, establecimientos saqueados y restos de hogueras, un grupo de mujeres de edad madura se reunían voluntariamente, en calidad de cuerpo de vigilantes, para protestar formalmente ante la policía contra un grupo teatral formado por unos cuantos jóvenes aficionados. Este grupo había escrito y puesto en escena una obra en la que se describían las tensiones dentro de una familia común, residente en un bloque de apartamentos como los nuestros, una familia que había albergado a media docena de refugiados de las localidades del este. (Cuando los grupos migratorios formaban parte de las pandillas, eran «matones», pero tan pronto como se separaban para buscar refugio junto a alguna familia o en una casa, eran «refugiados»). Una casa ocupada con anterioridad por cinco personas albergaba de pronto a doce, y las fricciones resultantes llevaban al adulterio y al incidente en el cual «una adolescente seducía a un hombre con edad suficiente como para ser su abuelo», según describían el episodio las buenas mujeres, indignadas. Lograron organizar un mitin, no muy concurrido, para tratar sobre «la decadencia de la vida familiar», «la inmoralidad», «la licencia sexual». Todo esto era cómico, sin duda. A menos que fuera triste. A menos, como he sugerido ya, que fuese admirable, un signo de la vitalidad de la llamada «vida cotidiana» que al final acabaría triunfando sobre el caos, el desorden y la malevolencia de los acontecimientos.
¿Qué puede decirse, en fin, de los innumerables grupos de ciudadanos que aparecieron hasta el final mismo, para todos los fines éticos y sociales que fuera posible concebir? Para mejorar las pensiones por ancianidad, en unos momentos en que el uso del dinero estaba siendo reemplazado por el trueque; para administrar cápsulas vitamínicas a los escolares; para crear un servicio de visitadoras para los inválidos; para disponer la adopción legal definitiva de niños abandonados; para prohibir las noticias sobre todo hecho violento o «desagradable» con el fin de «no meter ideas en la cabeza de los jóvenes»; para razonar con las bandas de matones a su paso por las calles, o bien para castigarlos corporalmente; para ir de calle en calle, exhortando a la gente a «restablecer el sentido de la decencia» en su vida sexual; para llegar al acuerdo de no comer carne de perro ni de gato, y así interminablemente, sin pausa… la cosa realmente no tenía fin. Una farsa. Escupir contra el huracán, permanecer frente al espejo retocándose el maquillaje, o enderezarse la corbata, mientras la casa se desmorona sobre nosotros, tender la mano serena y tranquilizadora del miembro de la familia real al bárbaro que, con toda seguridad, se inclinará para darle una buena dentellada… todos estos símiles acuden a la mente. Se hacían entonces analogías, desde luego, en las conversaciones, que eran el pan cotidiano, y también entre los cómicos profesionales.
En semejante atmósfera, en tiempo de tales sucesos, que llegase un desconocido a mi casa y me entregara una niña, diciendo que quedaba bajo mi responsabilidad, y luego se fuera sin añadir palabra, no era tan extraño.
Cuando por fin Emily salió del dormitorio, después de cambiarse el vestido y lavarse la cara para borrar lo que aparentemente había sido un acceso de lágrimas de pesar, dijo:
—El cuarto será un poco pequeño para Hugo y para mí, pero no importa.
Vi entonces que a su lado tenía un perro, no, un gato. ¿Qué era? Un animal, en cualquier caso. Tenía el tamaño de un bulldog y su forma recordaba más la de un perro que la de un gato, pero la cara era de gato.
Era amarillo. Tenía un pelaje duro y áspero. Tenía los ojos y bigotes de gato. Tenía una cola larga, como un látigo. Feo animal. Hugo. La chica se sentó con cuidado en mi viejo sofá mullido, frente a la chimenea, y el animal dio un salto para tenderse tan apretado a ella como pudo. La chica lo rodeó con un brazo y me miró desde allí, con la cara muy pegada a las facciones de gato del animal. Ambos me miraban, Hugo con sus ojos verdes, y Emily, con los suyos castaños, astutos y desconfiados.
Era una niña alta, de unos doce años. Una niña no, en realidad, sino una adolescente ubicada en ese punto a medio camino, después del cual no tardaría en ser una joven. Sería bonita o, por lo menos, bien parecida. Bien formada, pues tenía manos y pies pequeños y miembros bien hechos y tostados por el sol y la buena salud. El cabello era oscuro y lacio, con la raya al lado y retenido por una horquilla.
Conversamos. Mejor dicho, nos lanzamos pequeños comentarios, cada una esperando que en algún punto girase el conmutador y con ello se hiciera más fácil estar juntas. Mientras permanecía allí sentada y en silencio, su mirada sombría y taciturna, su boca con una decidida aptitud para el humorismo, su aire de atención paciente y pensativa, me hicieron ver en ella a una persona a quien podría llegar a querer mucho. Por otra parte, tan pronto como estuvo segura de que iba a responder a mis esfuerzos, a mi sentimiento de agrado frente a sus potencialidades, surgió en ella la pequeña «comadre», vivaz y atrevida. La palabra, un tanto pasada de moda, le iba muy bien. Había algo anticuado en su imagen de sí misma. ¿O era, quizá, la idea que de ella se había formado otra persona?
Me dijo locuazmente.
—Estoy muerta de hambre, y Hugo también. Pobre Hugo. Hoy no ha comido. Yo tampoco, la verdad sea dicha.
Me disculpé y salí apresuradamente a las tiendas en busca del alimento para gatos o para perros que pudiera hallar para Hugo. Tardé algún tiempo en encontrar un comercio que tuviese esos productos. Me convertí en objeto de interés para la empleada, persona amante de los animales, quien elogió mi intención de defender mi derecho a tener «animalitos» en tiempos como aquellos. También desperté el interés de uno o dos clientes y me cuidé muy bien de no decir dónde vivía, cuando uno de ellos me lo preguntó, y luego volví a casa por otro camino y me cercioré de que nadie me siguiera. En el trayecto entré en varios comercios en busca de cosas que en general nunca me molestaba en comprar, por ser de tan difícil obtención, además de caras. Finalmente conseguí algunos bizcochos y galletitas de bastante buena calidad, golosinas que, según supuse, podrían gustar a una niña. Tenía una buena cantidad de manzanas y peras secas y una reserva de alimentos básicos. Cuando por fin llegué a casa, hallé a Emily dormida en el sofá con Hugo, también dormido a su lado. Tenía la cara amarilla apoyada sobre el hombro de la chica, que lo tenía abrazado. En el suelo, a su lado, yacía su maletita, tan frágil como las que usan los escolares internos para ir a casa el fin de semana. Contenía unos cuantos vestidos muy bien doblados, un par de vaqueros y un suéter. Estas eran, aparentemente, todas sus posesiones en lo tocante a ropas. No me habría sorprendido ver un osito o una muñeca. En lugar de esto había una Biblia, un álbum de fotos de animales y varios libros de ciencia-ficción en edición de bolsillo.
Preparé, lo mejor que pude, una cena de bienvenida para ella y Hugo. Me costó despertarlos. Estaban en ese estado de agotamiento posterior al alivio que sigue a una prolongada tensión. Cuando terminaron de comer quisieron acostarse a pesar de que aún era media tarde.
Así fue como Emily se quedó a vivir conmigo.
Durante aquellos primeros días durmió interminablemente. Por ello, y por su total obediencia, llegué a verla, de forma subconsciente, como más joven de lo que era en realidad. Me quedaba esperando en la sala, con gran paciencia, mientras ella dormía, exactamente como quien vela el sueño de un niño de corta edad. Le remendé un poco la ropa, se la lavé y se la planché. Sin embargo, por lo general me quedaba contemplando la pared, esperando. No podía por menos de reflexionar que tener conmigo a una niña, justo cuando la pared empezaba a abrirse, sería una molestia. La verdad era que ella y su animal interferían bastante en mi vida habitual. Esto me provocaba sentimientos de culpa. Otra vez volví a sentir una serie de emociones que hacía mucho no había experimentado y llegué a desear, simplemente, desaparecer por la pared para no volver más. Habría significado volverle la espalda a mis responsabilidades.
Sucedió uno o dos días después de la llegada de Emily. Estaba detrás de la pared y abría una puerta tras otra, o me internaba por los recodos de largos pasillos para encontrarme frente a otros cuartos o series de cuartos, vacíos. Es decir, no veía a nadie, aunque la sensación de la presencia de alguien era tan intensa que no cesaba de volver la cabeza, como si esperase ver surgir a esa persona desde el lado opuesto de la pared, en el instante en que le hubiese vuelto la espalda. Vacíos, pero habitados. Vacíos, pero amueblados… vagando allí, entre altas paredes blancas, de cuarto en cuarto, vi que estaban llenos de muebles. Conocía esos sofás, esos sillones. Pero ¿por qué? ¿A qué momento de mi vida pertenecían? No eran de mi gusto. Y sin embargo tenía la sensación de que habían sido míos, o bien de algún amigo íntimo.
La sala tenía cortinajes de seda rosa pálido, una alfombra gris con delicadas flores rosadas y verdosas, muchas mesas pequeñas y vitrinas. Los sofás y las sillas estaban recubiertos de tapicería en tonos pastel, y cada mueble, dispuesto con precisión. El cuarto era demasiado formal y presuntuoso para haber sido mío alguna vez. Reconocía, no obstante, todo lo que había en él. Entré y me invadió, poco a poco, una mezcla de desaliento y fastidio. Todo lo que veía tendría que ser reemplazado o limpiado, pues nada estaba en buenas condiciones o limpio. Sería necesario volver a tapizar las sillas, cuya tela estaba raída. Los sofás estaban oscuros de hollín. Los cortinajes mostraban pequeños desgarrones y las manchas ásperas que deja la polilla, cada una de ellas con un agujero minúsculo. La alfombra dejaba ver la trama. Y lo mismo sucedía con los muchos cuartos que había allí, lo que me daba la sensación de que todo se me escurría entre unos dedos torpes y entumecidos. Sería necesario vaciar toda la vivienda y quemar o arrojar a la basura todo lo que contenía. Sería mejor tener cuartos vacíos, en lugar de la mediocre pobreza de esos cachivaches deteriorados. Cuarto tras cuarto tras cuarto… no terminaban nunca, como tampoco terminaría el trabajo que debía realizar. Busqué con empeño el cuarto vacío con la escalera del pintor y la silueta, apenas percibida, vestida con un mono. Si llegaba a encontrarlos significaría que había dado ya un primer paso. No había cuartos vacíos, sino que cada uno de ellos estaba repleto de objetos, todos los cuales reclamaban atención.
No debe suponerse que todas mis energías se orientaban hacia ese lugar oculto. Durante días enteros no pensaba en él. El conocimiento de que estaba allí, cualquiera que fuese la forma que adoptara en ese instante, se me aparecía en chispazos en el curso de mi vida diaria, cada vez con mayor frecuencia. Pero también lo olvidaba durante días enteros. Cuando me encontraba efectivamente al otro lado de la pared, todo lo demás me parecía irreal y aun las preocupaciones nuevas y serias, como Emily y su animal, se deslizaban y distanciaban para formar parte de otra vida lejana que poco tenía que ver conmigo. Y en ello reside la dificultad de describir aquella época. Al mirar ahora hacia atrás es como si dos modos de vida, dos mundos, hubiesen existido el uno junto al otro, estrechamente relacionados. Entonces, en cambio, una vida excluía a la otra y yo no esperaba que los dos mundos llegasen a unirse jamás. Nunca creí que pudieran llegar a unirse y aun habría afirmado que esto no era posible. Especialmente entonces, con la presencia de Emily. Especialmente cuando yo tenía tantos problemas que giraban en torno al hecho de que ella estaba conmigo.
El problema principal era, y siguió siéndolo durante algún tiempo, que Emily fuera tan infinitamente comedida y obediente. Cuando me levantaba por la mañana ya estaba despierta, con uno de sus pulcros vestidos, las prendas de niña juiciosa cuya madre necesita que sus hijos vayan siempre bien vestidos, notablemente bien vestidos. Se había cepillado el pelo. Se había lavado los dientes. Estaba esperándome en la sala con su Hugo y acto seguido empezaba a parlotear vivamente, ofreciéndome esto o aquello, diciéndome qué bien había dormido, o contándome lo que había soñado, o esta o aquella otra ocurrencia divertida, o tonta, o útil… y todo era un torrente frenético que pretendía anticiparse a cualquier crítica o exigencia por mi parte. Seguidamente empezaba a hablar del desayuno, de que «le encantaría» prepararlo, «simplemente sería un placer hacerlo, por favor», porque la verdad es que era sumamente diestra y capaz. Nos íbamos, pues, las dos a la cocina, donde Hugo y yo nos instalábamos a presenciar sus preparativos. Y la verdad es que era competente y hábil. Luego comíamos todo lo que había preparado, la cabeza de Hugo a la altura de su cintura, mientras nos miraba a ambas con ojos serenos, nos miraba las manos, las caras y, cuando se le ofrecía un trocito de comida, lo tomaba con delicadeza, como un gato. Por fin, Emily se ofrecía a lavar la vajilla.
—¡No, no, me encanta fregar, aunque le parezca increíble! ¡Le juro que me encanta!
Lo fregaba todo, entonces, y dejaba la cocina en perfecto orden. Su cuarto estaba ya arreglado, aunque no la cama, hecha siempre un nido, o un claustro forrado de mantas y almohadas entremezcladas. Nunca le reprendí por ello. Al contrario, me alegraba saber que había allí un lugar que consideraba suyo, que era su refugio, en el cual podía apartarse de aquella necesidad terrible de ser siempre tan vivaz y buena. A veces, de manera inesperada, en mitad del día, se iba a su cuarto, como si de prontoalgo hubiese sido ya demasiado para ella. Cerraba las puertas y, no me cabía la menor duda, se introducía en aquella cueva enmarañada y se tendía allí para recobrarse; pero… ¿de qué? En la sala se sentaba en mi viejo sofá, con las piernas replegadas, en una actitud que era una ofrenda a lo que cabía esperar de ella, como también lo eran sus modales, su obediencia. Me observaba, como si previera órdenes o necesidades, o a veces leía. Sus gustos en materia de lectura eran los de una adulta. Verla allí con la lectura elegida hacía más incongruente aún esa actitud de niña vivaz, como si deliberadamente estuviera insultándome. Otras veces se sentaba con un brazo en torno al animal amarillo, que le lamía la mano, le ponía la cara de gato sobre el brazo y ronroneaba con un ruido que resonaba por todos los cuartos de mi apartamento.
¿Habría estado prisionera de algún modo?
No se lo pregunté. Nunca, ni una vez, le hice preguntas. Por su parte, nunca me dijo nada. Entretanto, me oprimía el corazón verla, pues reconocía su actitud como lo que era. Y al mismo tiempo que me sentía, en realidad, enternecida y ridículamente llena de compasión hacia ella, sufría una intensa irritación, debido a mi incapacidad de superar la valla defensiva que ella había levantado. Allí estaba esa niña solemne, seria, con su vestido de niña juiciosa, con todos los signos de la niña solitaria, toda timidez y vigilancia, pero que luego se lanzaba de pronto a la charla locuaz, a la tarea de ser «divertida», a ofrecerme todas las habilidades y aptitudes a cambio de… ¿qué? Por mi parte, no me consideraba un ser que inspirase temor. Casi sentía, más bien, que no tenía existencia propia. ¿Era para ella una continuación de unos padres, o de un padre o una madre, de un tutor, de unos padres adoptivos? ¡Además, cuando debiéramos partir, posiblemente tendría que entregarla a alguien! ¿Volvería a llevársela el hombre que me la había entregado? ¿Llegarían sus padres? De lo contrario, ¿qué haría con ella? Cuando iniciara mis viajes hacia el norte o el oeste, para incorporarme al movimiento generalizado de la población, lejos de las regiones sur y este del país, ¿qué destino me aguardaba? ¿Qué género de vida? Lo ignoraba. Sabía, en cambio, que nunca había contado con una criatura, nunca había previsto una responsabilidad tan absoluta… Aparte de que, aun en los pocos días pasados en mi casa, ella había cambiado. Sus senos se perfilaban, levantando el corpiño del vestido infantil. El rostro redondeado, con atrayentes ojos oscuros, requería ya muy poco para transformarse en el de una adolescente. Una «niña» era una cosa ya bastante molesta… una «niña con su animalito», pero… una «jovencita» podría ser algo muy distinto, sobre todo en los tiempos que corrían.
Tal vez suene contradictorio afirmar que otra cosa que me preocupaba era su indolencia. Es verdad que no había mucho que hacer en el apartamento. Se quedaba sentada durante horas junto a la ventana y observaba, absorta, lo que ocurría afuera. Me entretenía con sus comentarios, con esa ofrenda deliberada y medida. Era evidente que sus comentarios «divertidos» habían sido elogiados antes. En este punto, asimismo, no sabía yo bien a qué me veía abocada, ya que aquellas no eran, ni mucho menos, las percepciones de una niña. Podía ser, por otra parte, que fuera yo quien estaba anticuada y que eso fuera lo que cabía esperar en tales circunstancias, puesto que ¿cuántas pruebas y tensiones no tenían que aceptar e incorporar a su persona los niños de aquel momento?
El profesor White salía del vestíbulo principal y bajaba la escalera, se detenía, observaba a ambos lados de la calle, con gesto casi militar: «Alto, ¿quién va?». Luego, más tranquilo, se detenía un instante y una casi podía imaginarlo: poniéndose unos guantes, ajustándose un sombrero. Era un hombre delgado, joven para ser ya profesor, en la treintena aún, un hombre meticuloso, pálido, con todos los aspectos de su vida correctamente encasillados. Mientras lo observaba, en el rostro de Emily aparecía una sonrisa levemente agria, como si estuviera pensando: «¡Te atrapé, no puedes escapar!». Y por encima de las orejas amarillas del animal de guardia decía: «¡Parece como si estuviera poniéndose un par de guantes!». (Sí, esta era la observación). Y luego: «¡Debe de tener muy mal genio!» —¿Por qué? ¿Por qué lo supones?—. «Pues… todo ese control, todo tan cuidado, tan limpio… tiene que reventar por algún lado». Y, en una oportunidad: «Si tiene una amante… —el uso de aquel término, algo pasado de moda, fue intencionado, parte de la comedia— tendría que ser una persona con muy mala fama, una persona bastante inaceptable, o bien él, tendría que verlo así, o la otra gente, aunque no fuese verdad. Porque tendría que sentirse una mala persona, ¿comprende?». Bueno, evidentemente tenía razón.
Pronto me encontré buscando pretextos para sentarme allí y oír sus ocurrencias. A la vez tenía una cierta reticencia a contemplar cómo caía el puñal con tanta destreza, con tanta precisión, una y otra vez.
Sobre Janet White, quien tenía aproximadamente su misma edad, dijo: «Se pasará la vida buscando a alguien como su papá, pero ¿dónde podrá encontrarlo?… quiero decir, ahora. No existe». Se refería, desde luego, a la desintegración general de todo, a la época poco propicia para la producción de profesores con camisas blancas e impecables y una afición secreta a lo pecaminoso, por cuanto la respetabilidad misma estaba sentenciada a muerte y, con ella, los matices de los cuales se nutren sus necesidades profundas. Llamaba al profesor el Conejo Blanco. La hija era la Niña de Papá, con lo cual señalaba que al mismo tiempo, naturalmente, se describía a sí misma. «¿Qué otra cosa, si no?» Cuando le insinué que podría trabar amistad con Janet, comentó: «¿Cómo? ¿Ella y yo?».
Allí se quedaba la mayor parte del día, repantigada en un gran sillón que trasladaba con ese fin. Una niña que se presentaba como tal. Era posible imaginarla con calcetines blancos sobre esas piernas llenas y bien formadas y con un lazo en el pelo. Lo que veía, en cambio, era muy diferente. Vestía vaqueros y una camisa de algodón, planchada esa mañana, con los dos botones superiores sin abrochar. Llevaba ahora el cabello con raya en medio, y con solo estos cambios se había transformado en una belleza. Sí, ya estaba allí la adolescente.
Además, como en un reconocimiento de este paso hacia la vulnerabilidad, sus comentarios malévolos o tolerantes se dirigían hacia los muchachos que pasaban frente a la ventana. La manera de caminar de este, estaba segura, representaba una inseguridad frente a sí mismo. La forma llamativa de vestir de este otro. El cutis feo de aquel otro, o el cabello mal cuidado. Esos seres poco atrayentes representaban una fuerza, un imperativo que no había modo de eludir. Como una niñita cuyo columpio se balancea a demasiada altura, los gritos de Emily eran a la vez de excitación y de terror.
Era terrible en la exactitud de sus críticas. Me deprimía por… oh, por muchas razones, entre ellas mi propio pasado. Ella, en cambio, no lo sospechaba. Creía de verdad, como demostraban sus modales desenvueltos, las miradas llenas de seguridad que me dirigía, estar «pagándome», como siempre, la hospitalidad que le brindaba, esta vez mediante esas muestras de agudeza. Simplemente no podía dejar pasar a nadie sin «ingerirlo», para regurgitarlo luego, cubierto de su lodo. Era la chica lista a quien nadie engañaba, a quien nadie podía convencer de algo inexistente, la chica a quien habían elogiado por ser así, a quien habían enseñado a ser así.
No obstante, en una ocasión entré en la sala y la vi hablando por la ventana con Janet White. Se mostraba seria, afectuosa, aparentemente sincera. Aunque no le gustaba Janet White, estaba empeñada en gustarle a Janet White. Las dos chicas se hicieron gran cantidad de promesas mutuas, relacionadas con futuras incursiones en los mercados, visitas, paseos a pie. Y cuando Janet se alejó sonriendo por la calidez derramada por Emily, Emily dijo: «Oyó hablar de mí a sus padres y ahora les llevará su informe». Lo cual era verdad, sin duda.
Lo importante es que nadie que se le acercaba, que pasaba frente a sus ojos, dejaba de ser percibido por ella como una amenaza. Así la había «solidificado» su experiencia, cualquiera que hubiese sido. Me descubrí tratando de ponerme en su lugar, tratando de ser ella, para comprender por qué todos tenían que desfilar repetidamente frente a ella para satisfacer su necesidad de criticar, o de defender, y me encontré pensando que esto era simplemente lo que hacía todo el mundo, lo que yo misma hacía, aunque en Emily había algo que ampliaba, acentuaba, exageraba esta tendencia. Sin duda, siempre que se nos aproxima alguien, somos todo cautela, medimos a la persona en cuestión; miles de mediciones y valoraciones se suceden con increíble rapidez, situándole, situándola en el lugar que le corresponde, para por fin llegar al callado veredicto: sí, esta persona me va; no, no tenemos nada en común; no, él, o ella, representa una amenaza… ¡Cuidado! ¡Peligro! Y así sucesivamente. Sin embargo, hasta que Emily no me subrayó todo esto, no caí en la cuenta de la prisión que habitamos todos, de la imposibilidad para cualquiera de nosotros de permitir que se nos acerque un hombre, una mujer o un niño sin efectuar la inspección defensiva, el análisis rígido, agudo, frío. Ocurría que la reacción era tan veloz, tan inveterada, probablemente la primera que nos enseñan nuestros padres, que nunca advertimos hasta qué punto nos dominaba.
—Mire cómo camina —decía Emily—. Mire a esa vieja gorda. —(La mujer, diré, tenía cuarenta y cinco o cincuenta años y aun puede que tuviera solo treinta)—. Cuando era joven, seguramente alguien le dijo que tenía una manera de caminar provocativa, seguramente le dijeron: «¡Qué manera coqueta de mover las caderas, qué provocativa eres!». —La parodia era horrible por su exactitud. La mujer, esposa de un corredor de bolsa que entonces era vendedor de trastos viejos y vivía en el piso superior, tendía a exhibir una serie de gestos de coquetería, con los labios, los ojos, las caderas. Esto era lo que veía Emily y, seguramente, lo primero que veíamos todos. Por estos gestos, en fin, la juzgaba con certeza todo el mundo. Era imposible oír a Emily sin sentir que se vaciaba todo el propio ser, el sentido de la propia identidad, hasta quedar rebajado y agotado. Significaba un ataque a la propia vitalidad. Escuchar a Emily significaba reconocer los límites dentro de los cuales vivimos todos.
Le sugerí que quizá debería ir a la escuela, para «hacer algo», añadí rápidamente, al ver su mirada sardónica. Esta mirada no fue de cálculo, sino una reacción genuina. Acababa de sorprender, pues, un fugaz reflejo de lo que tanto deseaba desde hacía mucho tiempo: saber qué pensaba de mí, cómo me veía… Lo que vi fue tolerancia.
—¿Para qué? —replicó Emily.
Para qué, en verdad… La mayoría de las escuelas habían renunciado a toda tentativa de enseñar. Se habían convertido, para la gente más pobre al menos, en extensiones del ejército, del mecanismo destinado a mantener a la población bajo control. Había aún escuelas para los hijos de la clase privilegiada, la de los administradores y supervisores. Janet White iba a una de ellas. Decidí que tenía demasiado buen concepto de Emily para proponerle que fuera a una de esas escuelas, aun si me hubiera sido posible conseguir una plaza. No era que la educación impartida en ella fuera mala. No venía al caso, eso era todo. Merecía… una mirada sardónica.
—Estoy de acuerdo contigo en que no tiene mucho objeto. Además, imagino que de todos modos no estaremos ya mucho tiempo aquí.
—Adónde piensa ir después?
La pregunta me oprimió el corazón. El aislamiento desconsolado en que vivía nunca se evidenció con tanta agudeza. Había hablado en un tono cauteloso, hasta delicado, diría, como si no tuviera derecho a preguntar, como si no tuviera derecho a mis cuidados, a mi protección… ni parte alguna en mi futuro.
Debido a la emoción que sentí, me mostré mucho más segura en cuanto a mis planes de lo que en realidad estaba. De hecho, me había preguntado varias veces si una familia que conocía en el norte de Gales estaría dispuesta a cobijarme. Era buena gente de campo… sí, eso daba exactamente la medida de mis fantasías sobre ellos; «buena gente de campo» era la forma que tomaban la seguridad, el asilo, la paz, la utopía, en la mente de muchos, durante aquella época. Por otra parte, conocía bien a Mary y George Dolgelly, conocía bien la granja, había estado en su anexo para huéspedes, habilitado durante el verano. Si lograba llegar hasta allí, tal vez podría vivir un tiempo con ellos. Yo era una persona con destreza manual, aficionada a la vida simple, que me sentía cómoda tanto fuera como dentro de la ciudad… Por supuesto, en aquellos días tales cualidades eran aplicables a gran número de personas, en particular «los jóvenes», quienes eran capaces, cada vez más, de realizar cualquier tipo de trabajo que fuera preciso. No creía que los Dolgelly pudiesen considerarme un gran hallazgo. También creía, con todo, que tampoco me considerarían una carga. Pero ¿una chica? O mejor dicho, ¿una muchacha atractiva? ¿Una muchacha atractiva y desafiante? La verdad era que ellos tenían sus propios hijos… se ve aquí cómo mis ideas eran hasta entonces bastante convencionales y sin gran originalidad. Hablé de ello a Emily y ella me escuchó, mientras su sonrisita agria se iba transformando, poco a poco, en otra divertida. Era una diversión disimulada bajo la cortesía. No pude convencerme, por lo menos entonces, de que se tratase de afecto. Emily reconocía mi fantaseo en toda su realidad, pero a pesar de ello, le divirtió, como me divertía a mí. Me pidió que le describiera la granja. En una ocasión había pasado una semana allí, acampando en una meseta, con agua transparente que corría por la ladera color de púrpura. Todas las mañanas llevaba a George y Mary un recipiente para que lo llenasen de leche recién ordeñada y al mismo tiempo les compraba una pieza de pan casero. Idílico. Un idilio que posteriormente desarrollé al agregarle detalles. Tomaríamos unas habitaciones en la casa para huéspedes y Emily «ayudaría con los pollos», este último, un toque de cuento de hadas. Comeríamos sentadas a la mesa de la casa, una larga mesa de madera. En un hueco había una cocina anticuada. Allí hervirían lentamente los guisos y las sopas, comida de verdad, comeríamos tanto como quisiéramos… no, aquello no era muy realista, pero por lo menos, comeríamos lo indispensable, pan de verdad, queso de verdad, legumbres frescas y, alguna vez, incluso un poco de buena carne. Se olería el perfume de las hierbas colgadas a secar en ramos. ¡La chica escuchó todo esto, y yo no podía quitarle los ojos del semblante, donde la leve sonrisa sabia alternaba con su necesidad de protegerme a mí contra mi inexperiencia y mi vida protegida! Más intenso que todo lo demás, había algo de lo cual no tenía conciencia, algo que, de llegar a advertirlo, destruiría antes que permitirle revelar alguna debilidad. Algo más intenso que las estratagemas, que la necesidad de congraciarse y de comprar sumisión, que la penosa hambre, una necesidad, algo puro, que hizo que su rostro perdiese toda esa vivacidad metálica y los ojos esa expresión defensiva. Era ahora la imagen del anhelo intenso. ¿Anhelo de qué? Es difícil saberlo, siempre es difícil. A pesar de ello, lo reconocí, lo vi, puesto que una conversación sobre la granja en Gales hizo tanto como cualquier otra cosa para traerlo a la superficie, para hacerlo resplandecer allí. El buen pan, el agua pura del pozo profundo, las legumbres frescas, el amor, la generosidad, la honda protección de una familia. Hablamos, pues, de la granja, de nuestro futuro, el de ella y el mío, como de una fábula en la cual marcharíamos juntas, tomadas de la mano. Y entonces comenzaría «la vida», la vida como debía ser, como fuera prometida… ¿por quién?, ¿cuándo?, ¿dónde?… a todos los seres de la tierra.