Todos recordamos esa época. No fue distinta para mí que para otros. Sin embargo hoy nos contamos una y otra vez las particularidades de los hechos vividos y, al repetirlos y escucharlos, es como si dijéramos: «¿Fue así, también, para ti? En ese caso, eso lo confirma, sí, así fue, así debe de haber sucedido, seguramente, no lo imaginé». Competimos y disputamos, como gente que ha visto seres extraordinarios durante un viaje: «¿Viste ese gran pez azul? Ah, el que tú viste era amarillo». En cambio, el mar que cruzamos fue el mismo, el período prolongado de malestar y tensión, antes del fin, el mismo para todos, en todas partes: en los sectores que conformaban nuestras ciudades, las calles, los grupos de altos edificios de apartamentos, en los hoteles, como también en las ciudades, las naciones, los continentes… Es verdad, admito que hay imágenes bastante exageradas, cuando consideramos los hechos a que me refiero, imágenes como peces extraños, océanos y demás. Tal vez no estaría fuera de lugar mencionar aquí la forma en que todos, todos nosotros, tendemos a contemplar un período de la vida a través de una serie de sucesos, para encontrar en ellos mucho más de lo que encontramos en el momento en que se registraron. Esto es verdad, aun en cuanto a hechos tan desalentadores como los desperdicios dejados en los parques después de una fiesta popular. La gente compara impresiones como si deseara, o esperara, la confirmación de algo que los hechos en sí no autorizaron, ni mucho menos algo que, en apariencia, excluyeron del todo. ¿La felicidad? Palabra que he tomado en determinadas épocas de mi vida para examinarla, aunque nunca la vi mantener su forma. ¿Un significado, entonces, un propósito? De todos modos, el pasado, visto en retrospectiva desde mi estado de ánimo actual, aparece empapado en una sustancia que antes le era, aparentemente, ajena, extraña a mi vivencia del mismo. ¿Es posible que esta sea la esencia de la verdadera memoria? Nostalgia no, no me refiero a ella; al ansia, al lamento, a ese escozor lleno de ponzoña. Tampoco se trata de la importancia que cada uno de nosotros intenta incorporar a tan poco significativo pasado: «Yo estaba allí, ¿sabes? Yo lo presencié».
Es, no obstante, esta propensión nuestra la que tal vez me permite las metáforas fantásticas. De verdad vi peces en ese mar, como si las ballenas y los delfines hubiesen decidido mostrarse de color escarlata y verde, pero yo no comprendiese el momento que estaba viviendo e ignorase, con seguridad, hasta qué punto mi experiencia personal era común, compartida. Esto es lo que, al mirar hacia el pasado, reconocemos en primer término: nuestras semejanzas, no nuestras diferencias.
Una de las cosas que, según sabemos ahora, era verdad para todos, aunque cada uno de nosotros, para nuestros adentros, lo considerara prueba de una originalidad de la mente conservada con empeño, era el hecho de captar lo que ocurría por medios no siempre oficiales. Ni respetables. Las noticias de la radio y los periódicos, así como los discursos, eran lo que estábamos habituados a oír, y que distábamos mucho de despreciar. Sin ellos nos habríamos sentido deprimidos, angustiados, ya que indudablemente es necesario contar con el sello de lo oficial, en particular en momentos en que nada marcha conforme a lo previsto. La verdad es que cada uno de nosotros advirtió, en algún punto, que no era en las fuentes oficiales donde obteníamos los hechos que luego elaborábamos para formar imágenes muy diferentes de las publicadas. Las series de palabras cristalizaban los hechos para formar un cuadro, casi una narración: «Y entonces sucedió esto y fulano de tal dijo…», pero cada vez más a menudo se dejaban caer estas palabras en el curso de una conversación casual y aun surgían cuando estaba uno a solas. «Sí, desde luego», pensábamos a solas. «Esto es. Lo sé desde hace tiempo. Lo que pasa es que no lo oí contar en realidad, en tales términos, que no capté…».
Las actitudes frente a la autoridad, frente a Ellos, simplemente, eran cada vez más contradictorias y todos imaginábamos estar viviendo en una comunidad particularmente anarquista. Sin duda no era así. En todas partes sucedía lo mismo. Pero quizá sería mejor desarrollar este punto más adelante, y detenerme aquí tan solo para comentar que el uso de las formas impersonales es siempre un signo de crisis, de ansiedad colectiva. Hay un abismo entre: «¿Por qué diablos tienen que ser tan incompetentes?» y «¡Las cosas están muy mal!», igual que «Las cosas están muy mal» no es lo mismo que «Conque también está empezando aquí», u «¿Oíste algo más sobre ello?».
Comenzaré esta crónica en la época anterior a que todos empezáramos a hablar de «ello». Estábamos todavía en la etapa de malestar generalizado. Las cosas no marchaban bien y aun podría haberse dicho que marchaban mal. Muchas cosas marchaban mal, se desmoronaban, cedían, o bien «daban motivos de alarma», según lo expresaban los noticiarios de la radio. No obstante, «ello», con la acepción de algo vivido como amenaza inmediata, que no podíamos conjurar, no.
Vivía yo en un bloque de apartamentos, uno entre varios semejantes. Ocupaba la planta baja, al nivel del suelo; no como si estuviera en una aldea aérea con senderos invisibles trazados entre ventana y ventana y con ojos inquisitivos e interrogantes de aves que surcaban sus propios caminos, mientras el tráfico y el quehacer humano se desplegaban lejos, abajo. Por el contrario, yo era una de quienes miraban hacia arriba, imaginando cómo serían las cosas allá, en lo alto, en las regiones superiores donde las puertas daban a los ascensores colectivos y con ellos hacia abajo, abajo, hacia el ruido del tránsito, hacia el olor de las sustancias químicas y de la vida vegetal, hacia la calle. No eran apartamentos construidos por las autoridades municipales, con fachadas garabateadas, ascensores orinados y las paredes de los vestíbulos embadurnadas con excremento. No estaban en las calles verticales de los pobres, sino que habían sido construidos por la inversión privada y eran, por lo tanto, sólidos, ampliamente arraigados en la tierra valiosa, la tierra que en otros tiempos fue valiosa. Las paredes eran espesas, construidas para las familias que podían permitirse pagar su independencia del ruido y la promiscuidad. En la entrada había un vestíbulo amplio y alfombrado. Había incluso plantas, artificiales pero bonitas. Teníamos un portero. Estos edificios daban las pautas de lo que debían ser los edificios en cuanto a solidez y decoro.
Sin embargo, en aquella época, con tanta gente alejada de la ciudad, las familias que vivían en ellos ya no pertenecían en su totalidad a la clase para la que estaban destinados. Así como durante años, a través de las corroídas calles de los pobres, las casas habían sido ocupadas por intrusos que se instalaban en ellas en familias o en grupos de familias, de tal manera que durante largo tiempo fue imposible decir «este es un barrio de clase trabajadora, esto es homogéneo», igualmente, en esas grandes viviendas ocupadas en un tiempo exclusivamente por gentes acomodadas, profesionales y hombres de negocios, había ahora familias de las clases pobres. La situación se reducía al hecho de que un apartamento o una casa pertenecía a quienes tenían la iniciativa de mudarse a ellos. Así pues, en los pasillos y vestíbulos del edificio donde yo vivía era posible encontrar, como en la calle o en el mercado, todo tipo de personas.
En el apartamento igual al mío, corredor abajo, vivían un profesor con su mujer y su hija. Arriba vivía una familia india con muchos parientes y personas a su cargo. Menciono a estos dos grupos de gente porque eran los que estaban más próximos y porque quiero destacar el hecho de que no es como si me hubiese faltado, desde un principio… ¿qué?… una conciencia de lo que sucedía detrás de las paredes y techos. En este punto hallo dificultades, porque no hay nada que pueda circunscribir, concretar… no me refiero ahora a las presiones sociales o a los hechos que encuadramos dentro de palabras como «ellos», «a ellos», «ello», y así sucesivamente, sino a mis propias comprobaciones individuales, que se volvían tan insistentes y me reclamaban a la sazón con tanto apremio. No puedo afirmar «El día tal supe que detrás de aquella pared se vivía una determinada forma de vida», ni aun «Fue en la primavera de ese año cuando…». La forma de conciencia de aquella otra vida que se desenvolvía tan cerca de mí, tan oculta de mí, fue un proceso lento, incorporado precisamente dentro de la categoría de la comprensión que llamamos «darse cuenta», con su connotación de apertura gradual hacia la comprensión. Tal apertura, desarrollo, puede requerir semanas, meses, años. Sin duda es posible, además, saber algo y no saberlo. (También es posible saber algo y luego olvidarlo). Cuando miro hacia el pasado puedo afirmar concretamente que el desarrollo de aquella otra vida o forma de existir detrás de la pared estuvo en el fondo de mi mente mucho tiempo antes de que me «diera cuenta» de la esencia de lo que había estado escuchando, esperando. No puedo, sin embargo, fijar fecha ni época. Es también cierto que esta preocupación interior fue previa a la otra, la pública, que he designado, espero que no se piense que frívolamente, con la palabra «ello».
Aun en los momentos más oscuros y densos, no sabía bien si aquello de lo cual estaba adquiriendo conciencia, de lo cual estaba a punto de «darme cuenta», era de una calidad diferente a la de lo que, de hecho, sucedía a mi alrededor. Sobre mi cabeza, la vida familiar ágil, activa y cálida de los indios, que provenían, según creo, de Kenya, y diferente, en fin, de lo que oía desde las habitaciones ocupadas por el profesor White y su familia, cuya cocina tenía una pared que era a la vez la mía y a través de la cual, a pesar de su espesor, teníamos noticias recíprocas.
No darme cuenta de las implicaciones, o mejor dicho, no permitirme captar las implicaciones de los sucesos que se registraban detrás de la pared de mi sala era imposible, porque al otro lado había solo un pasillo. En términos más precisos, lo que oía era imposible. Los sonidos provenientes del pasillo, un pasillo tan transitado como aquel, son limitados. Un pasillo sirve para trasladarse de un lugar a otro. La gente se desplaza por ellos sola, en grupos, conversando, o bien en silencio. Este pasillo comunicaba con el vestíbulo principal del edificio, desde la puerta de entrada de mi apartamento y la de los White, hasta los apartamentos más distantes del lado este de la planta baja. Por este pasillo pasaban el profesor White y los miembros de su familia y sus visitas, yo misma y mis visitas, las dos familias del lado este y sus visitas. Se utilizaba, pues, bastante. A menudo era imposible no advertir los pasos y las voces algo atenuadas por la solidez de la pared, pero siempre me decía: «Debe de ser el profesor. Hoy ha llegado temprano, parece». O bien: «Parece que Janet vuelve de la escuela».
Llegó, con todo, el momento en que tuve que reconocer que había un cuarto detrás de esa pared; tal vez más de uno, una serie de cuartos que ocupaban el mismo espacio que el pasillo, o bien que estaban, mejor dicho, superpuestos a él. La toma de conciencia de lo que estaba oyendo, el conocimiento de que había advertido algo semejante a lo largo de mucho tiempo, se hizo más intenso en mi interior en el momento en que también supe con certeza que tendría que abandonar esta ciudad. Claro que para entonces todo el mundo tenía la misma sensación. La conciencia de que tendríamos que partir no estaba limitada exclusivamente a mí. Este es un ejemplo de algo ya mencionado, la idea que acude a la mente de todos en el mismo momento y sin la intervención de las autoridades. Es decir, no fue enunciada por los altavoces, ni en plataformas publicas, diarios, radio o televisión. Dios sabe que continuamente se divulgan noticias de toda especie, pero no eran absorbidas por la gran masa de la población, como lo era esa otra información. En general, todos tendían a no prestar atención a lo que señalaban las autoridades. No, esto no es del todo exacto. La información pública era objeto de comentarios, controversias y quejas, pero tenía un impacto diferente. Digamos que se la consideraba, casi, como una diversión… no, tampoco esto es correcto. Lo que ocurría era más bien que la gente no actuaba conforme con lo que se oía afirmar, a menos que se la obligara a ello. Esa otra información, en cambio, la que provenía de nadie sabía dónde, las noticias que estaban «en el aire», llevaban a todos a la acción. Por ejemplo, semanas antes del anuncio oficial del racionamiento de un producto alimenticio básico, encontré a mister Mehta y a su mujer, los viejos, los abuelos, en el vestíbulo. Arrastraban un saco de patatas entre los dos. También yo tenía una reserva de ellas. Nos saludamos con una sonrisa de elogio mutuo por nuestra previsión. Del mismo modo recuerdo haber cambiado los buenos días con mistress White en el sector pavimentado frente al edificio. Mistress White me dijo en tono preocupado: «No debemos demorar las cosas demasiado». A mi vez repuse: «Tenemos unos meses todavía, pero estoy de acuerdo en que conviene prepararse». Nos referíamos al tema que ocupaba a todos, la necesidad de abandonar la ciudad. No había ninguna insinuación directa de que había que partir. Ni tampoco hubo nunca reconocimiento por parte de las autoridades municipales de que la ciudad estaba quedando vacía. Se llegaba a mencionar el hecho de pasada, como síntoma de alguna otra cosa, como un fenómeno transitorio, pero no como el hecho sobresaliente en nuestras vidas.
No había una razón clara y determinada que motivara la partida de la gente. Sabíamos que todos los servicios públicos habían cesado al sur y al este y que esta situación comenzaba a extenderse hacia nuestro sector. Sabíamos que todo el mundo había abandonado esa región del país, salvo las bandas de gente, en su mayoría jóvenes que vivían de lo que podían encontrar: cosechas que habían quedado sin recoger en los campos, animales salvados del sacrificio con anterioridad al derrumbe general. Estas bandas o pandillas no habían sido, en un principio, particularmente violentas o dañinas frente a los pocos que se negaban a irse. Cooperaron, incluso, con las «fuerzas de la ley y el orden», según informaban los noticiarios. Luego, cuando escasearon aún más los alimentos y se aproximó más el peligro, cualquiera que fuese, que había puesto en marcha a las poblaciones en primer lugar, las pandillas se volvieron peligrosas, y cuando pasaban por los suburbios de nuestra ciudad, la gente corría a encerrarse en casa y se mantenía fuera de su camino.
Hacía varios meses que sucedía esto. Las noticias, primero por medio de rumores, luego a través de las fuentes informativas, de que las pandillas estaban desplazándose a través de tal o cual zona, donde los habitantes habían echado el cerrojo a sus puertas hasta que pasara el peligro; de que nuevas pandillas se aproximaban a tal o cual zona, donde los habitantes debían actuar con prudencia y velar por sus vidas y sus bienes; que otro distrito, en fin, antes peligroso, era nuevamente seguro… todos estos toques de alarma formaban parte de nuestras vidas.
Donde yo vivía, en el sector norte de la ciudad, las calles no fueron lugar de tránsito para las pandillas migratorias hasta mucho después de haberse habituado a ellas los suburbios del sector sur. Aun mientras parte de nuestra propia ciudad aceptaba como natural la anarquía, nosotros, en el norte, hablábamos, y nos considerábamos inmunes. La dificultad desaparecería, se disiparía, se alejaría… Tal es la fuerza de aquello a lo que estamos habituados… que las primeras dos o tres incursiones de pandillas en nuestros suburbios nos parecieron incidentes aislados, cuya repetición era improbable. Poco a poco llegamos a comprender que eran nuestros períodos de paz, de normalidad, no los de saqueo y de lucha, los que habrían de ser, en adelante, lo excepcional.
De manera que… tendríamos que alejarnos. Partiríamos, sí. Todavía no. Pero muy pronto, sería necesario irse y lo sabíamos… y durante todo ese tiempo mi vida habitual era la fachada, la zona iluminada, si es que puedo describirla así, de un misterio que se desenvolvía desde hacía mucho tiempo, «en algún punto». Cada día aumentaba mi sensación de que la vida común y habitual que llevaba no venía al caso, no tenía importancia. Aquella pared se había convertido para mí en… ¿cómo expresarlo? Iba a decir una obsesión. ¿La palabra implica, tal vez, que estoy dispuesta a traicionar a la pared, a lo que representaba, o bien que estoy preparada para consignarlo al terreno de lo patológico? ¿O que me sentía aprensiva entonces, o ahora, por mi interés por ella? No, me sentía como si el centro de gravedad de mi vida se hubiese desplazado, como si el equilibrio estuviese en otro punto, y comenzaba a creer, siempre con aquella sensación aprensiva, que lo que sucedía detrás de la pared bien podría ser tan importante en cada uno de sus aspectos como la vida cotidiana en mi apartamento limpio y confortable, aunque algo desvencijado. Permanecía en mi sala; los colores eran el crema, amarillo y blanco, o, por lo menos, estos colores en cantidad suficiente como para que yo tuviera la sensación, al entrar en el cuarto, de hacerlo en un lugar lleno de sol, y allí me quedaba esperando, contemplando en silencio la pared, maciza, común. Una pared sin puerta ni ventana: la del vestíbulo de entrada al apartamento se abría sobre la pared lateral del cuarto. Había una chimenea, no en el centro, sino más bien a un lado, de manera que buena parte de la superficie de la pared estaba enteramente vacía. No había puesto cuadros ni adornos. El blanco de las paredes se había oscurecido y no reflejaba mucha luz, a menos que las iluminara el sol. En una época habían estado empapeladas. Habían pintado sobre el papel, pero debajo de la pintura todavía se distinguían los contornos de flores, hojas y pájaros. Por la mañana, cuando el sol caía sobre parte de aquella pared, el dibujo borroso aparecía con tanta claridad que la imaginación seguía los esbozos de árboles y de jardín hasta imaginar que el baño de luz creaba colores: verde, amarillo, un determinado tono de rosa nacarado y transparente. No era una pared alta. Los techos del cuarto eran de una altura confortable.
Como puede verse, no encuentro nada en esta pared capaz de aislarla de lo común. A pesar de ello, cuando estaba allí, contemplándola, o bien pensando en ella mientras hacía otras cosas en el apartamento, la sensación y la presencia de la pared estaba siempre en mi mente; era como tener junto al oído un huevo que está a punto de romperse para que salga el polluelo. La forma tibia y lisa palpita en la palma de la mano. Detrás de la frágil cáscara que, aunque se pueda aplastar con dos dedos, no es posible violar, dado las necesidades del tiempo de gestación del ave, del plazo exacto y fijo que requiere para salir de su oscura prisión, un peso parece redistribuirse, como un niño al cambiar de posición dentro del claustro materno. Se produce el más leve de los ruidos. Otro. El pollo, la cabeza debajo del ala, golpea el cascarón con el pico para salir, y ya aparecen en ese cascarón fragmentos increíblemente diminutos de calcio, en el punto donde en un instante se verá el primer orificio negro y estrellado. Llegué a descubrirme apoyando la cabeza contra la pared, como si esta fuera un huevo fértil, escuchando, esperando. No los ruidos de mistress White, ni los movimientos del profesor. Bien podrían haber salido o acabar de llegar. Los sonidos habituales del pasillo podían en realidad estar allí. No, lo que oía provenía de otro lugar. Eran sin embargo ruidos corrientes, en sí. Muebles trasladados de sitio, voces, aunque muy lejanas. Un niño que lloraba. Nada claro. Eran, no obstante, ruidos que me resultaban familiares y que había venido oyendo toda la vida.
Una mañana me quedé allí con mi cigarrillo de después del desayuno —me permitía fumar este único auténtico cigarrillo al día— y, entre las nubes del humo que ascendía en volutas, contemplé el amarillo del sol alargándose en un círculo achatado, dando la impresión de que la pared misma era más alta en el centro que en los extremos. Contemplé el resplandor y el estremecimiento del amarillo, lo observé como escuchando, a la vez que pensaba cómo con el cambio de estaciones cambiaban también la forma, la extensión y la posición de esa mancha de luz matutina. Entonces me encontré detrás de la pared y supe qué había allí. Aquella primera vez no descubrí mucho más, aparte de que había una serie de cuartos. Los cuartos estaban desocupados desde hacía algún tiempo. Años, quizá. No había mobiliario. La pintura se había desprendido de las paredes en ciertos puntos y formaba pequeños montones de escamas en el suelo, mezclada con trozos de papel, moscas muertas y polvo. No entré, sino que me quedé allí, en el umbral entre dos mundos, mi apartamento tan familiar y esos cuartos que todo aquel tiempo habían estado esperándome en silencio. Me quedé allí y miré, alimentándome con los ojos. Sentí una intensa expectativa, un profundo anhelo. Ese lugar contenía lo que yo sabía que estaba allí, lo que había estado esperando… sí, sí, durante toda la vida, toda la vida. Conocía ese lugar, lo reconocí ya antes de absorber realmente, por medio de los ojos, la información de que las paredes eran mucho más altas que las mías, que había muchas ventanas y puertas y que era un apartamento o una casa amplia, luminosa, aireada, encantadora. En otro cuarto, mucho más lejos, vislumbré una escalera de pintor; y entonces, en el momento en que se esfumaba la mancha de luz sobre mi pared al ocultarse el sol detrás de una nube, vi a una persona con un mono blanco que levantaba un rodillo para aplicar pintura blanca sobre la superficie desteñida y manchada.
Olvidé el episodio. Proseguí con todas las rutinas menudas de mi vida, consciente de la otra vida que se desarrollaba detrás de la pared, pero sin recordar mi visita allí. Transcurrieron varios días hasta que volví a encontrarme de pie en el mismo lugar, con un cigarrillo en la mano, a media mañana, contemplando a través del humo la luz del sol reflejada en la pared, y pensé: «¡Vamos! Ya he pasado por esto, desde luego que sí. ¿Cómo pude olvidarlo?». Y otra vez la pared se disolvió y me encontré al otro lado. Había un mayor número de habitaciones que las imaginadas la primera vez. Tuve esta fuerte sensación aunque no las veía todas. En cambio no vi, en esta oportunidad, al hombre o a la mujer que vestía el mono. Los cuartos estaban vacíos. ¡Cuánto trabajo requerirían para hacerlos habitables! Sí, vi que se precisarían semanas, meses… Me quedé allí, anotando mentalmente el yeso desprendido, la esquina de un techo manchada de humedad, las paredes sucias o desconchadas. Fue, no obstante, aquella mañana, mientras empezaba a comprender cuánto trabajo se requería, cuando vi, solo durante el soplo de un segundo… bien, ¿qué vi? No puedo definirlo. Puede que haya sido más una sensación que algo visto. Había cierta dulzura, desde luego… cierta bienvenida, ciertas seguridades extendidas. Tal vez vi un rostro, o bien la sombra de un rostro. El que vi con claridad más tarde me era familiar ya, pero es posible que ese rostro vislumbrado apareciera en mi memoria en ese lugar, durante mi segunda visita. Había vuelto a reflejarse sin necesitar más espejo que la emoción de una dulce nostalgia, un anhelo que constituía su ambiente normal. Aquel era el habitante legítimo de los cuartos del otro lado de la pared. No lo dudé entonces ni más adelante. El habitante exiliado; pues sin duda no era posible que viviera, no podría haber vivido nunca, en aquel esqueleto frío y vacío, lleno de suciedad y de aire viciado. Cuando volví a tener conciencia de estar de pie en mi sala, con el cigarrillo medio consumido, me quedé con el convencimiento de una promesa que nunca me abandonó, aun en medio de las mayores dificultades sobrevenidas después, tanto en mi propia vida como en esos cuartos secretos.