—Sí —le dijo Mariana a Sonsoles—. Fue tu hermana quien me dio la clave para descubrir la identidad del asesino. Teníamos todo un mundo de pequeños indicios, de discretas intuiciones más o menos certeras en sí, pero ninguna señalaba a nadie: lo que ocurrió es que la declaración de Marta señaló la persona en la que convergían todas esas pequeñas pistas y sólo nos quedó ver cómo se convertían en certezas.

Había estado amenazando lluvia por la mañana, con el cielo gris y el viento del oeste soplando a rachas, pero despejó a la hora del almuerzo y el aire se volvió tan transparente y el paisaje tan nítido que desde la terraza de la casa de Mariana sus ojos podían alcanzar a ver la lengua de tierra que cerraba la última de las playas de San Pedro, y la arboleda que la coronaba, con absoluta precisión. Hacia allá miraba Mariana, como si no quisiera contar lo que estaba contando, como si deseara evitar los ojos de Sonsoles fijos en ella, pendiente de su relato.

—¿Eso quiere decir —comentó Sonsoles— que si no llega a ser por mi hermana no lo habríais descubierto?

—Sí, se habría descubierto de todos modos. Lo que más me impresiona —añadió— es que un hombre inteligente y decidido como él no lo comprendiera. Quiero decir —ahora miró a Sonsoles, pero sólo por un momento— que le era imposible escabullirse de sí mismo, de su nombre y de su historia personal, lo cual, en cualquier caso, le acabaría delatando necesariamente. No tenía escapatoria posible bajo ninguna circunstancia salvo, quizá, por un tiempo, la huida.

—O sea, que era como un suicidio —dijo Sonsoles.

—No. No. En absoluto —contestó Mariana, que ahora fijó sus ojos en los de Sonsoles—. Eso es lo asombroso, que no era un suicida. Es… ¿cómo te diría?, se parece más a un castigo, una maldición, como una marca de nacimiento.

—¡Qué horror! —le dijo Sonsoles—. ¿No irás a creer en eso, verdad? Ante todo y sobre todo es un criminal.

—Es un criminal, sí —contestó Mariana—, pero no ante todo. Es un criminal… y también una persona muy desgraciada.

—La que se ha debido llevar un soponcio de muerte es la pobre Carmen —se detuvo y luego prosiguió—. Se ha ido esta mañana, por cierto.

—Sí, eso me han dicho. ¿Tan lejos habían llegado en estos pocos días?

—No sé, la verdad. Te refieres a lo de… meterte en la cama con un tipo así. Es un poco espeluznante pensarlo, ¿no?

—Sonsoles, no seas frívola, por favor —Sonsoles se encogió por reflejo, Mariana suspiró y siguió hablando—. Este asunto me ha dejado un horrible sabor de boca, no puedo evitarlo. Lo único que me consuela es que Andy llegue hoy. Así que, por cierto, me disculpas con los Sonceda. No pensaba asistir, de todos modos.

—Lo haré —dijo Sonsoles—. Yo no tengo más remedio que ir, pero no me apetece nada. Ana María no va, porque aún no se ha repuesto del disgusto. Quería mucho a Carlos. Y los Muñoz Santos… puede que sí, ahora que se ha ido Carmen. La verdad… que Carlos… —se quedó pensativa, con la mirada perdida. Luego pareció reavivarse y se dirigió a Mariana de nuevo—: Dime, ¿qué hace que un hombre como Carlos se convierta en un desalmado y asesine fríamente a dos seres humanos?

—No. Fríamente, no. Yo diría que fue —Mariana esbozó una sonrisa dolorida— calurosamente, si me permites la expresión. Pero sin remordimientos, si te refieres a eso.

Sonsoles esperó.

—Esta mañana he terminado con el Fiscal, que, por cierto, no se esperaba este desenlace y se tuvo que venir a uña de caballo por lo rápido que ha sido todo. Yo misma estoy sorprendida. En fin, tengo que terminar la instrucción y remitirla a la Audiencia, de manera que el asunto en seguida estará fuera de mis manos. Es un efecto extraño, después de la dedicación que me ha traído este caso, desprenderme de él. Supongo que, poco a poco, me iré quedando con la historia desnuda, sin ninguna clase de aparato jurídico rodeándola. El relato desnudo comienza en un barrio de… hace muchos años, cuando una mujer, incapaz de soportar el maltrato de su marido, decide dirigir al Juez una petición de medidas provisionales de separación de cónyuges mientras presentaba una demanda de separación. Ella no es una mujer analfabeta sino de clase media o media baja, con un marido funcionario y un hijo, y tienen lo justo para salir adelante con decencia, como se decía entonces, pero su mala suerte le hace ir a caer en manos de un tipo de apariencia anodina… y alma brutal; un tipo cobarde, un escondido, sin embargo. Fíjate en los años, Sonsoles, años en los que una mujer no puede hacer nada, no dispone de voluntad alguna sin el consentimiento del marido. ¿Fue un acto de valor?, ¿de desesperación? ¿Fue un acto de amor, si consideramos que quizá trató de apartar al hijo de esa violencia física y psíquica, porque, al parecer, en ocasiones era refinadamente odiosa, hasta donde he podido saber? No lo sé. El caso es que el asunto se torció cuando el Juez denegó las medidas provisionales. Ella podía continuar con la demanda, porque entonces estos asuntos iban siempre al Tribunal Eclesiástico, pero el marido y la mujer quedaban obligados a permanecer en el domicilio conyugal hasta que se iniciase la demanda debido a la decisión del Juez. El resultado es que en todo caso el Juez que denegó las medidas era el Magistrado Medina. No voy a entrar a valorar esa decisión, pero los hechos posteriores son explícitos: el marido de esta mujer se debió de sentir terriblemente humillado por la experiencia, humillado ante sí y ante los demás; ¡no era poca cosa entonces iniciar una demanda semejante! Hipocresía, beatería, machismo, fascismo… lo que tú quieras. El caso es que una semana más tarde ese pequeño miserable humillado acuchilló a su mujer delante de su hijo. La desangró delante de él. La mató delante de él. La policía encontró al chico extenuado y durmiendo abrazado al cadáver de su madre. Algunos vecinos dijeron que estuvieron oyendo gemidos intermitentes durante un buen rato, pero nadie intervino hasta que el mismo padre llamó a la policía. No quiero pensar en lo que fue ese tiempo de velada mortuoria en la casa entre el padre y el hijo porque se me hiela la sangre. El padre fue a la cárcel y al hijo el Magistrado Medina, el mismo que decidió denegar la separación inmediata de los cónyuges, lo entregó en adopción. Y ya tenemos al pequeño Carlos en casa del matrimonio Sastre, que le da su apellido, supongo que con la intención de alejarle del suyo propio y de cualquier regreso del pasado a su vida. A su vida exterior, se entiende, porque la interior… Pero el asunto no acaba aquí. Los Sastre se separan unos cuantos años más tarde; éstos por las buenas, pero no dejo de pensar que tampoco debió de ser muy feliz aquel hogar; en fin, es mera suposición y a lo mejor me dejo llevar por la tristeza de esta historia. El niño se queda con la madre adoptiva y, bueno, por lo que sea, imagino que porque era un estorbo para rehacer su vida, el caso es que acaba enviando al chico a un internado de religiosos. Hay que reconocer que se ocupó de él en ese sentido e incluso que lo acogió al terminar sus estudios de bachillerato. Sencillamente: Ella se había emparejado de nuevo y allí ya no quedaban restos de hogar. Sin embargo, volvió a costear sus estudios, esta vez en la Universidad, aunque lo mandó a Madrid a una pensión con lo puesto. El chico obtuvo becas, hizo amigos por fin, o lo supongo, fue desenvolviéndose y salió adelante, terminó sus estudios… No hay mucho más que contar. Le iba bien, por lo que me contó Ana María Arriaza. Que está destrozada, me dices.

—Si —dijo Sonsoles, que se había quedado sobrecogida al escuchar el relato de Mariana—. Lo quería mucho. Y él a ella.

—Como a una madre, ¿verdad? —dijo Mariana.

—O como a una hermana; tanto da —contestó Sonsoles con un hilo de voz.

—Entonces —continuó Mariana—, un día de principios de este mes de Agosto, se encuentra sentado tranquilamente en una fiesta que ofrece Ramón Sonceda en su casa con tan mala fortuna que su asiento está dando la espalda al sofá donde el Magistrado Medina le está contando sus batallitas a tu hermana y, mira por dónde, escucha una historia que debió de sacudirle como una corriente de alta tensión —Mariana asintió para sí misma—. Ayer hablé con la madre. Es curioso: ella cree que Carlos nunca quiso saber, es más, que bloqueó, por así decirlo, su vida anterior a ellos. Entonces escucha una historia que está contando un viejo Magistrado y la coincidencia es tan irrebatible que la puerta que cerraba el escondite del secreto indeseado y rechazado durante tantos años salta por los aires. ¿Te das cuenta? Porque él no quiso saber nunca; la madre dice que nunca quiso hablar ni preguntó nada de aquella tragedia. El crimen fue una improvisación muy inteligente y eficaz, pero una improvisación. Me pregunto —añadió pensativamente— cuándo se daría cuenta por primera vez de que ese acto lo condenaba sin remedio.

Las dos mujeres permanecieron en silencio durante un buen rato.

—Total —dijo por fin Sonsoles, tratando de recuperar el tono anterior a la revelación que Mariana acababa de hacerle—, que de no haber recordado Marta esa batallita que le contó el… viejo verde —apretó los dientes para decir esto— habrías dado con Carlos mucho más tarde.

—Hubiera dado yo… o hubiera dado otro. Es posible que yo hubiese tenido que dictar un sobreseimiento provisional, pero los exhortos, los suplicatorios, que empecé a enviar a los distintos puntos donde había estado destinado el Magistrado Medina, hubieran dado pronto o tarde con Carlos. Sólo con hallar entre los papeles el apellido Sastre habría empezado a tirar del hilo sin dificultad. La declaración de tu hermana me valió, haciendo un cálculo de fechas, para determinar cuál de los posibles destinos del Magistrado era el más apropiado para indagar con urgencia y allí envié el suplicatorio. Y a eso hay que añadir que, gracias a la intervención de un amigo y compañero, contacté y me buscaron el expediente con toda rapidez. Pero te diré algo: la primera vez que tuve la sospecha de que se trataba de Carlos fue por ti.

—¿Por mí? —dijo Sonsoles sobresaltada.

—Sí, por ti. Porque tú me describiste la escena. Fuiste tú la que me contó la disposición del grupo contiguo al sofá donde estaban el Magistrado y Marta, ¿te acuerdas? El único que podía haberlos escuchado con cierta nitidez fue Carlos. Y Carmen Fernández, la secretaria del Juzgado, tuvo más tarde la idea asombrosa de que fue el Magistrado mismo el que alertó a su verdugo. Cuando junté tu relato y la corazonada de Carmen, la verdad me saltó a la vista aunque aún no dispusiera del móvil. Son casualidades. Quién sabe lo que le costó la vida a Juanita. Ya lo averiguaremos; probablemente, una casualidad.

—Total, que soy una pieza clave de la instrucción —dijo Sonsoles, aún sorprendida.

—De la instrucción, no —sonrió Mariana—. De mis deducciones detectivescas, sí.

Dejaron pasar otro minuto en silencio.

—¿Qué crees que será de Carlos?

Mariana volvió a mirar a la lengua de tierra.

—Pues… —hizo un gesto con la cabeza, como si quisiera apartar sus propias palabras—. Da igual. Carlos Sastre está ya muerto. Es una sombra de sí mismo, una persona sin voluntad de vivir. Cuando lo encontraron, dormía profundamente. Como el día del crimen, en que se echó una siesta no fingida después de cometer el asesinato. Pero esta vez yo creo que dormía porque no quería vivir. Alguien comentó o dijo algo a propósito de su cinismo. ¡Cinismo! ¡Ja! Se durmió para morir, Sonsoles, ésa es la verdad, aunque la vida, por ahora, no vaya a darle esa oportunidad. Se la tendrá que buscar él mismo. Pero en cuanto a lo que decías de la tardanza en descubrirle, los hechos se impusieron. En realidad, cuando se topó con Dora en casa de los Arriaza, él mismo cerró el caso.

—¿No estarás diciendo que quieres que se suicide? —dijo Sonsoles algo alarmada.

—No. Con los años me voy dando cuenta de que la vida va a su aire y nosotras al nuestro, así que no hay manera de saber qué es lo mejor y con respecto a qué. Por ejemplo, pudo haber matado a Dora por las mismas razones que a Juanita.

—Pero él no sabía que Dora te hubiese llamado, ni que el humo de la chimenea le hubiese llamado la atención a la chica. Vamos —añadió—, según me has contado tú.

—No lo podía saber, es cierto —Mariana seguía mirando más allá de su amiga, hacia la lengua de tierra y aún más allá, hacia el horizonte del mar—, no sé cómo, pero Dora se libró de seguir la suerte de Juanita. Por mi parte, creo que Carlos se rompió, quizá se vino abajo, el caso es que fuera como fuese salió de allí y fue a su casa, se encerró, se metió en la cama y se quedó profundamente dormido. Ni siquiera oyó a los de la Policía Judicial cuando echaron la puerta abajo.

Sonsoles miró su reloj y se puso en pie.

—Se me hace tarde y aún tengo que arreglarme —Mariana se levantó a su vez y la acompañó hasta la puerta—. Ayer tarde llegó Adrián, el marido de mi hermana, así que se acabaron las preocupaciones por ese lado. No sólo no tengo que vigilarla sino que me llevan ellos en lugar de llevarla yo. Todo llega al que sabe esperar —dijo mientras se besaban. Mariana se la quedó mirando hasta que desapareció por las escaleras tras agitar la mano por última vez. Luego volvió sobre sus pasos, salió a la terraza, recogió su whisky y se acodó en el pretil. Entonces miró abajo, a la calle, y descubrió a Sonsoles asomada a la ventanilla derecha de un coche que conocía muy bien.

—¡Andy! —exclamó a media voz, sorprendida aunque lo esperase. Miró la hora. Si el ferry había cumplido con su horario era natural que estuviese ya al pie de su casa. La charla con Sonsoles la sacó del tiempo y ahora regresaba a él. Volvió a despedirse de Sonsoles agitando la mano y el coche de Andy avanzó lentamente y giró por el lateral del edificio. Mariana buscó las llaves y se dispuso a bajar a ayudarlo. Mientras se apresuraba por las escaleras pensó que si algo no tenía futuro era su relación con Andrew. Sin embargo, le apetecía mucho que viniera, mucho, lo deseaba de corazón. Y lo cierto era que acababa de llegar.

Madrid y Gandarilla, verano-invierno de 2000