Carmen Valle había subido a pie desde la colonia, cubriéndose con un chubasquero porque el cielo estaba de un desabrido color panza de rata excepto por un círculo de luz irradiante tras el que se escondía el sol, soplaba un viento molesto y el tiempo era impredecible. Había venido andando, aprovechando el tiempo que le quedaba antes de salir para el aeropuerto de Santander; había subido por la cuesta de Las Lomas con paso no tanto indeciso como demorado y, en lugar de atravesar la puerta de acceso a El Torreón cuando llegó hasta ella, se desvió por el exterior del muro que cercaba la finca, entró por la pequeña portilla lateral y avanzó hacia La Cabaña. Cuando llegó junto al escueto voladizo que coronaba el frente a modo de porche, se detuvo. La casa estaba cerrada y, sin duda, vacía, pero quienquiera que fuera el que la clausurase había dejado junto a la puerta la mecedora, que se movía a impulsos del viento y chirriaba ligeramente al rozar con el suelo: Carmen la miró con aprensión, como si estuviera ante la materialidad de un testigo a la vez inmarcesible e inestable que, si no la rechazaba, subrayaba con su presencia oscilante la desolación de aquel breve espacio abandonado que sólo el viento parecía invadir a intervalos irregulares.
—Un asesino despiadado —recordó de pronto que había dicho su prima. Trató de asustarse ella misma o que el recuerdo le metiera el susto en el cuerpo. Era consciente de los actos de Carlos y de su confiada relación con él, pero el sentimiento de repulsa no se encendía en su ánimo sino que parecía muerto, o ajeno en realidad, absolutamente ajeno.
Se quedó allí delante del porche sin saber qué hacer, sin saber de cierto por qué había acudido al lugar. Miró la casa y le pareció terrible la rapidez con que la falta de vida se había apoderado de ella; percibía una estela de rapacidad en esa súbita transformación, como si la sombra de un desastre hubiera asolado el lugar al detenerse allí. «Olvida toda esperanza», le susurró un fantasma en la memoria, un fantasma con la voz de Carlos. En ese mismo instante el sol se abrió paso por un estrecho agujero del cielo panza de rata e iluminó el lugar y el rostro de Carmen, pero ella no lo advirtió porque, al conjuro de aquella voz, su cara se contrajo, sintió el sol como un escalofrío y se abrazó cruzando los brazos bajo el pecho, que era, por costumbre, su modo de calmar un dolor físico. Apenas veía fuera de sí misma en ese momento, por lo que se volvió hacia su interior. El sol se escondió de nuevo y el viento regresó y movió la mecedora. La mecedora chirrió.
—Pobre Carlos… —se oyó decir—. Pobre Carlos —pensó.