Mariana no pudo evitar un sentimiento de compasión tan fuerte que las lágrimas asomaron a sus ojos, aunque las obligó a quedarse allí, furiosa también. Recordaba a aquella chica tan elemental como dispuesta que había enfrentado el ataque de histeria de su tía, aquella muchacha en la que vio asomar el cambio de estado social que estaba conmoviendo de manera irreversible el país entero, aquella chica que ya no era una criada al antiguo estilo sino una persona más en busca de un trabajo y de una vida propia, y le dolió la oportunidad de vivir que había sido cercenada con su muerte, absurda porque se debía a un puro azar. No era algo injusto, salvo que pensase que la vida era injusta. Se le ocurrían muchos otros adjetivos, algunos más duros, pero no el de injusta. No era injusto sino azaroso y eso entraba a formar parte de la vida aunque le doliera. Porque le dolía a ella, que apenas conocía a Juanita, y Mariana sabía bien que ese dolor y esa compasión no se dirigía sólo al cadáver que estaban extrayendo del agua sino a sí misma, a la herida que el acto causaba en su idea del mundo y en su propia vida. Todo reconocimiento de la realidad acaba siendo un dolor que ataca por los perfiles más hirientes: el azar, la fugacidad, la pérdida y la muerte. El resto hay que llenarlo de felicidad, pensaba, o la vaciedad se apodera de nuestras vidas y se las come como un cáncer que sólo se hace notar cuando ya es irreversible. Pensaba en ello y de improviso la imagen de Andy se coló entre sus pensamientos, pero estaba lejos y eso no la ayudaba ahora.