Dora limpiaba el salón. Cuando llegó ante la mesilla donde reposaba el teléfono, una idea pareció iluminarla. Miró a un lado y a otro con intención y comprobó que no había nadie. Le parecía que los señores debían de haber salido, pero no estaba segura porque siempre que lo hacían se despedían de ella y le dejaban instrucciones. Debían de andar por arriba, vistiéndose para salir. Dora retrocedió hacia el interior de la casa y, al pasar ante la puerta abierta del gabinete, vio a los dos hombres poniéndose en pie. Dora se alejó apresurada y en ese momento aparecieron su señora y la señora Elena, vestidas ambas con una impecable informalidad deportiva.
—Nos vamos, Dora. Los chicos vendrán a comer; eso espero —añadió dirigiéndose a Elena en un susurro—, así que téngaselo preparado. Nosotros comemos fuera y volveremos a media tarde.
Los vio salir por la puerta, a los cuatro, y luego oyó el ruido del motor al ponerse en marcha y el deslizamiento de las ruedas sobre la gravilla. Entonces se apresuró a llegar al salón, sacó de su estante la guía de teléfonos, buscó aprisa y, por fin, encontró lo que buscaba y marcó un número de teléfono.
—Oiga, ¿es el Juzgado? ¿Sí? —por un momento pareció vacilar o quedarse en blanco—. Oiga —dijo por fin—, quería hablar con la Jueza.
—…
—Dígale que soy la criada de los señores de Arriaza y que es muy importante —apenas hubo dicho esto último, le sacudió un escalofrío. ¿Y si fuera una tontería?