El capitán López pensó que ya no quedaba mucho más por hacer en La Cabaña. Sus hombres habían desaparecido de los alrededores y concluyó que lo mejor sería acompañarlos hasta que terminasen de peinar el área. Miró por la ventana de la cocina y vio que uno de ellos, con las manos cruzadas a la espalda, parecía estar recibiendo una buena reprimenda del tipo que se agitaba ante su subalterno, el señor Sonceda, sin duda, y sonrió pensando en los excelentes resultados prácticos de las sesiones de autodisciplina del pasado invierno. Luego salió de la cocina, echó un vistazo al salón donde aguardaba en pie Carlos Sastre, y después al baño.
—¿Se afeita usted con cuchilla? —preguntó mientras echaba una ojeada al interior del armarito de baño.
Carlos Sastre se sobresaltó; después avanzó hacia donde estaba el capitán y miró también.
—Ah, eso —dijo—. Sí, siempre uso maquinilla de hoja para afeitarme.
—Es raro de ver —comentó el capitán.
—No; es más frecuente de lo que usted supone. De todas maneras ya no es fácil encontrar la variedad de hojas que había antes —comentó—, sobre todo en una Villa como ésta. Tengo que ir hasta Santander cuando necesito un repuesto.
El capitán siguió mirando con una mezcla de indiferencia y profesionalidad en su rostro y luego, prescindiendo de Carlos, regresó al salón. Allí se volvió hacia él.
—¿Algún sitio en especial? —preguntó.
Carlos le dio el nombre de la perfumería en la que acostumbraba a surtirse.
—Muy bien, muchas gracias —dijo el capitán—. Hemos terminado por ahora.