Carmen Fernández se dijo que la vida era injusta. Aquel espléndido día de sol, un sol que lucía radiante en el cielo limpio de nubes, con un aire tan transparente que permitía apreciar hasta las montañas más alejadas con absoluta nitidez, al comienzo de un fin de semana que abarrotaría las playas, ella tenía que estar al pie del cañón a la espera de que la suerte les condujera por alguno de los caminos que Mariana había abierto desde primeras horas de la mañana. Carmen estaba convencida de que el caso Medina iba a llegar a su fin muy pronto; que, finalmente, la red de rastreo tendida por Mariana iba a dar resultado porque operaba como esas dichosas artes de pesca, tan controvertidas o denostadas, que arramblaban con todo lo que encontrasen, grande o pequeño, en el espacio marino que barrían. Y todo eso ante la furia y desesperación de los ecologistas y la protesta cada vez más enconada de algunos pescadores con escrúpulos o con cierto miedo al futuro, lo que estaba empezando a ocasionar incidentes en la mar.
Ya te has ido otra vez, se dijo mientras recuperaba el hilo. Porque lo cierto era que esta costumbre de divagar, que siempre tuvo, crecía en ella de modo desmesurado cada vez que debía entretener una espera, sobre todo si la espera era tensa, como en esta mañana. Pero los ecologistas, las redes, Mariana…
Me estoy liando sola, pensó, Dios quiera que haya noticias pronto porque estas situaciones, en vez de crisparte, te enervan y acaba una por los suelos.