Dora, la criada de los Arriaza, se secó las manos en el delantal y volvió a mirar por la ventana de la cocina. Tenía un gesto ausente y de seria preocupación. Esa mañana, desde que oyera a la señora hablar por teléfono, no conseguía olvidarse de la ventana. Desde ella alcanzaba a ver El Torreón, en todo lo alto, pero no La Cabaña, que, sin embargo, debía de estar casi al ras con el arbolado que la tapaba y que crecía desde un poco más abajo, hacia el riachuelo.

Hasta poco antes de la hora estuvo pendiente, la tarde anterior, de acudir a las fiestas del pueblo vecino con Juanita y ese mozo que le gustaba, para acompañarlos, pero las cosas se habían torcido en la casa y tuvo que quedarse. Sin embargo, le extrañó que Juanita no la llamase porque tendría que haber acabado pronto, ya que pensaba ir a La Cabaña justo después de comer. Era bien raro que no le hubiese dado tiempo a acercarse, porque eso es lo que suponía ella que había sucedido. Pero esta mañana, al escuchar a la señora, le había dado un vuelco el corazón, un pálpito de que algo muy malo había sucedido y esperaba el momento de coger el teléfono para volver a llamar a la madre o a la tía de Juanita a ver qué había pasado, porque algo le había pasado, seguro.

No había nadie en la casa y no encontró manera de que alguien le diese razón, aparte de que no podía estar llamando a todas partes porque el teléfono no era suyo sino de los señores. De manera que la sensación de angustia empezó a subirle del estómago para arriba y se mojó las muñecas y la frente en la pila de la cocina, como había visto hacer a la señora en una ocasión, para bajar el agobio.

Luego volvió a mirar hacia el arbolado. Esta vez estaba limpio el aire, no había columna de humo. Dora volvió a pensar y a repensar en aquel día. Aquello no era bueno, de eso estaba segura. Si al menos apareciera Juanita… Tenía que estar atenta al teléfono por si acaso. A ella no la llamarían, seguro, pero a la señora sí y podría escuchar lo que decía y si era sobre Juanita… Pero estaba la otra cosa que le rondaba la cabeza y, aunque su convicción era la de que debía hacerlo, que debía hablar con la Jueza, no acababa de atreverse por si se reían de ella. Y, sobre todo, tendría que esperar a que apareciese Juanita.

Una sensación de desaliento y miedo la invadió al pensar en Juanita. Estaba poniéndose muy nerviosa y no sabía qué hacer. De repente, se despojó del delantal, dio media vuelta con un inusual ademán de decisión y se encaminó al salón.

—Señora —dijo cuando llegó ante ella—, ¿podría dejarme ir hasta la Villa un ratito? No tardo más de una hora.

Ana María la miró como quien ve visiones.

—Por Dios, Dora, ¡en un momento como éste!

—Ana María… —le reconvino suavemente su marido, cuando la muchacha desapareció de su vista.

—Es que no soporto que las cosas se desmanden así, qué quieres que te diga, Fernando; es que igual parece que ya no somos dueños de nuestras vidas.