—Es decir —inquirió el capitán López—, que cuando usted llegó, Juanita Álvarez ya se había marchado.

—Eso deduje yo —respondió Carlos—. Ahora ya no sé de cierto. Pero ella estuvo aquí. Lo que no entiendo es por qué se fue tan pronto. Cuando volví, la casa estaba hecha y no había nadie.

—¿Ella tenía llaves de la casa?

—Sí, un juego. Se lo di yo.

—Y no le dejó ningún papel, nada que nos pueda orientar…

—No. Lo siento.

El capitán se levantó y se acercó a la cocina otra vez.

—A la cocina no le debió hacer mucho caso —comentó.

—Oh, no sé. ¿Sí? —Carlos se levantó y se colocó junto al capitán—. No me había fijado, la verdad, pero yo creo que está todo recogido —aunque él había lavado lo del fregadero y hasta lo había secado, lo cierto era que la cocina aparentaba un cierto descuido.

—¿Ella era aplicada? ¿Trabajaba bien?

—Sí, sí, desde luego —se detuvo y pareció meditar. La orientación le pareció buena y añadió—: Alguna vez se fue también apresuradamente, pero yo no le daba mucha importancia. Las chicas jóvenes.

El capitán regresó al salón.

—Siéntese, siéntese —dijo.