—Ojalá tengamos pronto noticias. Es insoportable esto de no poder hacer nada —dijo Mariana.
Carmen la miró y miró luego las tazas de café vacías, las colillas del cenicero —ahora que había conseguido fumar sólo a partir de las ocho de la tarde—, el paquete de cigarrillos, las manos de Mariana, grandes y fuertes, con sus largos dedos tamborileando sobre la mesa.
—Es que no llegó a la fiesta —dijo Mariana exasperada—, lo cual cierra aún más el cerco, pero no hay modo de dar otro paso adelante por ahora.
—¿Hay alguien en la colonia? —preguntó Carmen.
—En la colonia, en la Villa, en todas partes. Hemos rehecho el camino de la chica, estamos intentando establecer el de Carlos Sastre, por si llegó a verla; de hecho, sabemos que ella estuvo en La Cabaña; eso lo confirma Carlos, pero ahí termina su rastro. Tampoco hay constancia de que haya abandonado San Pedro —exhaló un suspiro de contrariedad—. No sé si nos dará tiempo a juntar todo para poder actuar. Porque —y miró fijamente a Carmen— volverá a actuar, te lo garantizo, si alguien deja escapar algo que lo implique, cosa que suele suceder en momentos como éste, en que a todo el mundo le da por hablar.
—Mariana: estás dando a Juanita por muerta.
Mariana levantó el rostro hacia ella con una sonrisa triste en los labios.
—Carmen: cuando las cosas son, lo son.