Cuando llegó al Juzgado, Carmen Fernández la estaba esperando. Apenas echó un vistazo a su rostro alterado, supo que algo malo estaba sucediendo y ni por un segundo pensó en otra cosa que en el asunto del Magistrado Medina.

—Acaban de presentar una denuncia en el cuartelillo de la Guardia Civil por la desaparición de Juanita Álvarez —le dijo de golpe. Mariana estuvo a punto de dejar caer los legajos que traía consigo. Inmediatamente, se precipitó a su despacho seguida de Carmen y llamó, primero para comprobar los datos y después para dar instrucciones precisas, al capitán que colaboraba con ella en la investigación.

—Nuestro gozo en un pozo —comentó Carmen con gesto de concentrada preocupación.

Mariana pensó que no, que no era ése el problema. El problema era que el asesino hubiera vuelto a matar. Y pensó que la pobre Juanita no se lo merecía. Pero ella, Mariana, había vuelto a tener razón, una razón que le llegaba, como el interrogatorio de la tarde anterior, con el retraso justo para impedirle actuar sobre lo inevitable. Si Juanita estaba muerta, sin duda que era por haber comprendido a destiempo algo que viera aquel nefasto día, algo que señalaba al asesino. Mariana lo había pensado tantas veces que ahora no lograba creer que hubiera sucedido, pero apenas albergaba esperanza de encontrarla con vida. Era mucha casualidad que la muchacha hubiese desaparecido precisamente ahora.