A la mañana siguiente volvió el sol. En rigor, aún no asomaba, pero el cielo amaneció tan limpio como si jamás hubiera conocido una nube y a Mariana no le cupo duda de que el sol venía detrás y no pudo por menos de celebrarlo saliendo a la terraza con la taza de café en la mano. Pero si el día se prometía radiante, ella lo estaba aún más. Había dormido bien, había hablado por la noche con Andrew y éste se escapaba el fin de semana a San Pedro por el ferry y tenía por primera vez una intuición muy satisfactoria acerca de la autoría del asesinato del Magistrado Medina. Mientras oteaba el horizonte a la espera de que la cada vez más brillante luz del alba diera paso al sol, se preguntó por qué no habría comenzado por ahí, por el interrogatorio a todos los asistentes a la fiesta de Ramón Sonceda sin dejar uno. Pero, en fin, tampoco le hubiera dado la importancia que tenía hasta que no se hubo formado en su mente la idea precisa de que el criminal pertenecía al grupo, más o menos amplio, de veraneantes cercanos a Sonceda, es decir, de Las Lomas o de la colonia. Ése era el punto en cuestión. A partir de ahí, supo que debería buscar como lo había hecho, rastreando hasta la menor posibilidad, por insignificante que pudiera parecer. Ahora tenía una pista que podía confirmar con relativa facilidad enviando el exhorto o el suplicatorio correspondiente al lugar preciso, lo cual facilitaba mucho una respuesta urgente. Y alrededor de todo ello, pensaba que el cambio de tiempo no podía llegar en un momento más oportuno.
Cuando llegó al Juzgado, Carmen Fernández la estaba esperando. Apenas echó un vistazo a su rostro alterado, supo que algo malo estaba sucediendo y ni por un segundo pensó en otra cosa que en el asunto del Magistrado Medina.
—Acaban de presentar una denuncia en el cuartelillo de la Guardia Civil por la desaparición de Juanita Álvarez —le dijo de golpe. Mariana estuvo a punto de dejar caer los legajos que traía consigo. Inmediatamente, se precipitó a su despacho seguida de Carmen y llamó, primero para comprobar los datos y después para dar instrucciones precisas, al capitán que colaboraba con ella en la investigación.
—Nuestro gozo en un pozo —comentó Carmen con gesto de concentrada preocupación.
Mariana pensó que no, que no era ése el problema. El problema era que el asesino hubiera vuelto a matar. Y pensó que la pobre Juanita no se lo merecía. Pero ella, Mariana, había vuelto a tener razón, una razón que le llegaba, como el interrogatorio de la tarde anterior, con el retraso justo para impedirle actuar sobre lo inevitable. Si Juanita estaba muerta, sin duda que era por haber comprendido a destiempo algo que viera aquel nefasto día, algo que señalaba al asesino. Mariana lo había pensado tantas veces que ahora no lograba creer que hubiera sucedido, pero apenas albergaba esperanza de encontrarla con vida. Era mucha casualidad que la muchacha hubiese desaparecido precisamente ahora.