Mariana entró con su automóvil en Valle Castañares, torció a la derecha y se dirigió al bloque donde se hallaba el apartamento de Sonsoles Abós. Mientras aparcaba, pensó que las ventanas de la fachada trasera daban al bosque de castaños y que quizá desde los dúplex se viera al menos el tejado de la casa del Magistrado y, desde luego, la primera línea de bosque. Lo cierto es que estaba obsesionada con la orografía de la zona y la retirada estratégica del autor del crimen, aunque también se reconocía que, al ir perdiendo las esperanzas de encontrar una señal de confirmación, la duda podría acabar atacando, como un ácido a un metal, la convicción de la que habían partido sus instrucciones de investigación del terreno a la Brigada de la Guardia Civil.
Sonsoles Abós abrió la puerta y se besaron.
—No es visita oficial —adelantó Mariana.
Pasaron al salón y, mientras Sonsoles iba a comprobar si Marta ya estaba en pie, Mariana contempló con admiración la vista extraordinaria que, sobre los tejados de los chalets de la colonia, ofrecía el territorio de Las Lomas. Reconoció a su izquierda la casa de Sonceda —El Torreón—, tan espectacular, y aún más a la izquierda la casa de los Arriaza. El riachuelo que viera desde la terraza del aparcamiento del Juzgado corría entre ambas propiedades porque El Torreón se alzaba en la segunda loma, más alto y lejano que la casa de Arriaza. Sintió curiosidad por La Cabaña, donde, por lo visto, vivía Carlos Sastre, pero debía de quedar oculta por la loma anterior o por el arbolado que asomaba sobre ella. En todo caso —se dijo—, una buena vista y un buen observatorio. Extendiendo la mirada divisó dos casas más, pero el resto se escondía tras los árboles o, como mucho, algún tejado emergía de entre la vegetación en la sucesión de lomas. De nuevo le resultaba incomprensible, una vez que reconstruyera con razonable exactitud el trayecto de huida del asesino, al menos el que le llevara por el riachuelo hacia su escondite, que nadie hubiera visto nada. Mariana suspiró.
—Ahora viene Marta, más o menos despierta —dijo Sonsoles—. ¿Te apetece algo?, ¿un té?
—Nada, gracias —Mariana mantuvo un silencio breve y luego dijo—: Siento molestaros, de verdad, pero Marta es la única de las personas que estuvieron en la segunda fiesta de Sonceda a la que aún no he interrogado. Lo hago de modo informal, claro —añadió—. Es por agotar todas las posibilidades.
—¿Has hablado ya con los demás?
—No, yo no, la Brigada se ha ocupado de eso. Yo prefiero actuar en un interrogatorio formal. Contigo, y ahora con Marta, estoy haciendo una excepción, pero yo no soy policía sino Juez.
—Es verdad.
Se produjo otro silencio.
—Pues no sé qué te podrá contar Marta —dijo por fin Sonsoles.
—Supongo que nada especial —respondió Mariana tras un titubeo—, pero, aunque no lo creas, hay que cribar hasta la última posibilidad porque a menudo da mucho más resultado de lo que una supondría. Eso sí, pesado es pesadísimo.
—Y… dime, Mariana, ¿de verdad te encuentras a gusto siendo Juez? ¿No echas de menos el despacho?
—El despacho, no —subrayó Mariana con intención—, o sea, aquel despacho —insistió— no. Otro o, en fin, la vida de abogado… tampoco. Si quieres que te diga la verdad, lo que me apetece es pasarme a la jurisdicción penal, que es lo que más me gusta, como ya sabes: y para eso tengo que hacer en su día una prueba de acceso a la especialidad, porque yo entré en la judicatura por la vía del tercer turno, o aguardar el plazo de tiempo necesario, que tampoco es mucho. Pero eso es lo que quiero hacer. Sí.
—Con eso quieres decir que nos dejarás pronto —aventuró Sonsoles.
—La verdad es que sí. En todo caso, en San Pedro no estaría más de dos o tres años; es lo normal ahora. Ah, pero, mira, aquí tenemos a Marta.
Marta entró en el salón, compuso el gesto de besar a Mariana y se dejó caer en un sillón.
—Madre mía, qué resaca —dijo con voz apenas audible.
—Suele ocurrir cuando una se bebe todo lo que le ponen por delante —dijo su hermana con retintín.
—Sí, hermana, he pecado. En cuanto me despeje, me voy a confesar —dijo Marta con aire agotado.
—Eh, eh —Mariana irrumpió de buen humor en el simulacro de refriega—. Yo he venido con autorización previa de las hermanas Abós y con la mejor voluntad.
—De una hermana Abós, la buena, que quería castigar a la otra hermana Abós, la mala —puntualizó Marta, repentinamente lúcida.
—¿Ves cómo era todo un numerito? —señaló Sonsoles—. Anda, venga, hablad de lo que sea antes de que te desmayes, Marta. Y ya que tengo un día servicial, ¿os traigo un agua o algo?
—Agua, mucha agua —respondió Marta.
—Esperamos con toda calma a que te apetezca hablar, Marta, no te atosigo —dijo Mariana.
—Mariana —repuso Marta alzando con dignidad la cabeza—, tú empieza cuando quieras que yo soy muy sufrida con los asuntos que me pertenecen.
—Como quieras.
Sonsoles entró con una bandeja que portaba una jarra de agua y tres vasos, en uno de los cuales bailaba media rodaja de limón entre un debilitado chisporroteo de burbujas.
—Te vas a coger una buena tajada de tónica como sigas así —le advirtió Marta.
Sonsoles suspiró, compuso un gesto de sorna e hizo un ademán hacia Mariana para que empezase a hablar.
—Bien —dijo Mariana reacomodándose en el sofá—. Marta: tengo entendido que la noche en que Ramón Sonceda ofreció su segunda fiesta el Magistrado Medina estaba presente.
—Ajá —dijo Marta a través del vaso de agua.
—Y que no estuvo en la primera fiesta, la de inauguración de temporada.
—Claro —repuso Marta extrañada—. Pero tú lo tienes que saber, que estabas allí.
—Vaya, me alegro de ver que ya te has despertado del todo —dijo Sonsoles en tono de reproche.
—Sí, yo estaba —dijo Mariana—. Y tú estuviste hablando con el Magistrado, quiero decir, en la segunda fiesta.
—¿Hablando? —preguntó Sonsoles.
—Sonsoles, déjame a mí, por favor —le advirtió Mariana ante el gesto de fastidio de Marta—. Luego os dejo y os peleáis a gusto.
—Perdón. Yo me callo —dijo Sonsoles disgustada, arrellanándose en el otro extremo del sofá.
—A lo que íbamos: estuviste hablando con él bastante tiempo, ¿no es así?
—Sí. Estaba bastante pesadito, la verdad, y yo… bastante animada —dijo mirando hacia donde estaba su hermana—. Si no, no sé cómo lo hubiera resistido.
—¿Resistir? ¿El qué? —preguntó Mariana.
—Pues estaba, ¿cómo te diría?, más bien pesado. Que conste que me escapé en cuanto pude.
—¿Recuerdas de qué hablasteis?
—¿De qué hablamos? Pues… no sé, de sus hazañas; ya sabes que, en cuanto te descuidas, los hombres te cuentan lo bien que hacen todo y lo estupendos que son; por supuesto, sin sospechar siquiera que a lo mejor no te interesa un pimiento lo que te están contando.
—Y ¿qué clase de hazañas te contaba?
—Ah, pues no sé, sus casos; sus casos como Juez, ¿no?
Mariana pareció reflexionar.
—¿Recuerdas alguno? —dijo por fin.
—¿De los casos que me contó, dices? No, no especialmente… —se quedó pensando hasta que Mariana empezó a sospechar que se le había ido la cabeza, pero regresó—. Sí —dijo—, una historia de una herencia absurda, que le cortaron la cabeza… No; ésa es la de un descuartizador, que también me la contó, bueno, una salvajada. Y luego… Vaya día que has elegido para hablar conmigo, querida —se quedó pensando otra vez—. Eso es: lo de la herencia era otra cosa, en la que también mataron a alguien, pero la verdad es que ni me acuerdo, ni me importa ahora ni me importó entonces, porque yo estaba a no dejarme meter mano, que no creas que no lo intentaba, era de esos que actúan como disimulando con naturalidad y… Ah, bueno, de la que sí que me acuerdo es de la historia del niño, porque me impresionó tanto que lo aproveché para escaparme de sus garras. Fíjate que yo creo que el Juez era un soberbio, un engreído, fíjate lo que te digo, no sé si te lo ha dicho alguien antes, aunque tenía gancho; sí, sí, no me miréis así, que no soy la única que lo cree. En todo caso, no era mi tipo y yo estaba, simplemente, muy animada.
—¿La historia del niño? ¿Qué historia del niño? —preguntó Mariana súbitamente interesada.